miércoles, 2 de noviembre de 2011

Paseíto

Aquí la palabra aquí, nada más empezar, entera, desde el arranque de la mayúscula hasta la cresta de la tilde, y más allá, ni cinco segundos después, el incierto final del folio tras el cristal líquido, y más allá estas manos, como las tuyas, picando tecla sin canción, y más allá los cables, una bolsa de plástico, el peluche afónico en su vejez deshilachada, resolviendo charadas terribles bajo el edredón, y más allá una ventana poblada de reliquias de lluvia, y más allá la tarde, la acera, las rayas escurriéndose por los agujeritos del asfalto, los contenedores en la primera hora de la digestión, y más allá una panadería que no hace honor a su nombre, y más allá los coches, los quietos y los inquietos, y más allá un ceda el paso que sólo sonríe los días impares, y más allá cajones de fruta como crías de gata en una cesta, y más allá la fisura de mi barrio, el cartílago gris que lo articula al resto de Málaga, flexionándose hacia el centro, y más allá la biblioteca, con Cánovas recibiendo universitarios en su pedestal de cartón sin placa, y los libros, y Borges, y Cortázar, y Saramago, y ocasionalmente Auster, y el sudor de mi frente en el soporte de las lámparas, y un aleph en cada esfera de tinta, y las horas que allí pasé estando en otros sitios, mejores sitios, y más allá un olor que nunca se repetía, especias baratas, queso de bola caliente y papel podrido, y más allá los dedos encallecidos del marqués, las farolas que encendió Aparicio, y en la Marina chorros intermitentes resaltando camisetas oscuras, eslabones brillantes, cordones zigzagueando en botas infinitas, que no calzan, que tampoco sostienen, y más allá la arrogancia paralela de los árboles, y más allá el ayuntamiento y todas las luces, y más allá un balcón donde un geranio parece arrepentirse, y más allá la cocina donde se desnuda una muchacha, provocando a la cafetera, y más allá una chispa que no engendrará incendio, y más allá, otra vez, la calle, las calles anchas, las finas, las que se caminan de perfil, la plaza sin palomas, la judería insinuando trazas de licor lejos de su rayuela, y más allá querubines, y más allá letras en un túnel que nadie pronunció en diez años, y más allá mi pie, y más allá la indiscreta sandalia, y más allá el charco, y en el charco yo, y yo en el charco, y el golpe de la lengua y de nuevo la voz encerrada en el puño, de nuevo la epifanía del cortaúñas, y más allá la Merced como una mala racha cubista, la zanja de atrás como un puerto USB para conectar el presente, y más allá un aparcamiento, el rumor de una sombrilla a la sombra, dedicada a olvidar, y más allá el ala de una libélula, y más allá unas migas antiguas de tu desayuno, y más allá un meandro del tiempo que ataja por el Cervantes, pasando el tinglado del Sepulcro, que ya no está, hasta Comedias, Granada, Constitución, y más allá, pero sólo un poquito, la bandera, citando al pitón corniveleto de La Equitativa, y más allá un crucero de aire, que es Chinitas, donde la radio del vaciador suena a la vez hace veinte años y ahora, y más allá un jeroglífico telúrico pintado con azufre, un tonel de fino donde se manosean boquerones, y más allá la presentida certidumbre de un catarro, y más allá la futura silueta de mi espalda en un banco de la catedral, y dentro, en el sagrario, en el rostrillo de la dolorosa, un laberinto, ése, y más allá otros catorce (de los que hablé y aún tengo que hablar) cogidos con una guita, manojo de espárragos que pretenden en sus yemas las incipientes arrugas de Cristo, y más allá un escalón fatigado, un chicle, y más allá del quiosco, donde compro una lata, la conversación banal que despierta la envidia en los que andan despacio, y más allá los gorgoritos de las piedras en el suelo, y más allá, a mi derecha, que es la tuya, cerca de la entrada, la mesa donde se me resbaló el batido que mojó el donut, cuyo diámetro interno me evocó la sonrisa redonda de la pieza de veinte escudos portugueses que llevo en la cartera, y más allá su sonrisa, y más allá caras crudas sujetando un escaparate, y más allá una tenida de pulgas sobre el lomo de un chucho, y hormigas disolviendo un bastidor en el que espontáneamente se dibuja un detalle de El juramento de los Horacios, y más allá el clopíneo autobús adegomándose brusco, los asientos palisados de jorpuna, casi urlinos, los viajeros en el tremán o echando un ojo a la glómica, el conductor, ya ircuso, yerbando una nevala por el retrovisor, recibiendo en respuesta una aseropática conculnia, nada inmerecida, y más allá, en breve, jazmines, y más allá el desove del invierno en una oleada de perchas en desbandada, y más allá romanos, y luego árabes, y luego cremalleras engrasadas en Puerta Oscura, y más allá, en un cuaderno de tapas verdes, en la séptima página, mi número, y más allá la oblicua huella de una pezuña, y más allá una reja para que no escapen los muertos exiliados de la Gran Bretaña, y más allá una partida de go que involucra a un ciego y a un niño, y más allá sueldos que se comerá la hiedra del juzgado, y más allá, muy cerca, acabado el giro, la cuesta prosternándose como un glaciar de arena hasta la playa, y más allá su neverita y su crema, la parte de arriba de un bikini de flores, la vergüenza, y más allá, ella, y más allá de ella el mar, y nada más.

domingo, 30 de octubre de 2011

Preámbulo a las instrucciones para renegar de un idioma (remake)

Y piensa en esto otro: cuando te enseñan un idioma te enseñan una dulce nana de insomnio, un catálogo de espejismos, una mordaza de letras. No aprendes solamente el idioma, que lo observes con rigor y confiamos en que lo honres porque tiene su historia, castellano, de la pluma que sostuvo Cervantes; no te enseñan solamente ese organillo invisible que llevarás en la boca y sonará por ti. Te enseñan –lo saben, lo terrible es que lo saben–, te enseñan un angosto desfiladero inasequible a los demás humanos, algo que es tuyo pero no te obedece, que tienes que obedecer en todo momento para no sentirte perdido, como el mapa actualizado de una ciudad fantasma. Te enseñan la necesidad de hablarlo todos los días, la obligación de hablarlo para que siga siendo un idioma; te enseñan la obsesión de buscar la palabra exacta en las hojas de los diccionarios, en los congresos de la academia, en una bronca nocturna. Te enseñan el miedo a olvidar una tilde, a colar una hache, a bloquear mayúsculas y que te llamen analfabeto. Te enseñan su gramática, y la seguridad de que es una gramática superior a las otras, te enseñan la costumbre de leer tu idioma en los demás idiomas. No te enseñan un idioma, tú eres la asignatura, a ti te imparten para afinar el eco del idioma.

sábado, 15 de octubre de 2011

Introducción a la invisibilidad

Un anciano derviche oriundo de Bagdad, que por muchos años fue patrón del desierto y señor de sus ropas, presintiendo la muerte cerca de una mezquita, apremiado por la falta de tiempo y papel, copió en un margen del Alcorán (que Alá lo perdone) la fórmula para hacerse invisible. El santo libro conoció un milenio de arena antes de ser recuperado por un aventurero inglés y llevado a Londres para su restauración y estudio. Meses más tarde, mirando a través de una lupa sostenida por arneses de acero, un reputado paleógrafo a cargo de la investigación se topa en la orilla de una página con el garabato del viejo sufí. Sólo una palabra, inscrita dentro de un torpe círculo en un dialecto insondable. El informe remitido al director del Museo Británico sugiere una traducción aproximada del término, que fervientemente rebate un catedrático de Cambridge. El documento asegura que en ese añadido posterior se lee vete. El profesor insiste en que la transliteración estricta de los signos da vuelve. Aún no se ha llegado a un acuerdo.

viernes, 14 de octubre de 2011

Corbata

Una única corbata, una corbata lenta y robusta, pariente tal vez de una anaconda, anillada de alfileres dorados, con una perlita que se esconde en el repliegue de los nudos, atosiga el cuello de todos los hombres. Por la ciudad se vierte en aluviones de seda estampada, remontando en urgente desemboque las nieves perpetuas de la camisa, corriente textil con espíritu de salmón, abrazándose a las gargantas, protegiendo del frío y de la frivolidad. Gracias a la corbata ya nadie hace el ridículo ni sobresale por encima de la media. Gracias a ella han retirado de los restaurantes el odioso cartel, siempre en caligrafía gótica, que reprochaba su ausencia. Ahora, los oficinistas marchan impecables al trabajo, funcionarios de la corbata, bogando en líneas rectas que entienden calles distintas, de cabeza al máximo rendimiento. Para la ópera desfilan conjuntados con su color, péndulos, engalanados de simetría, hisopados con idénticas gotas de colonia. Que la noche, que la dicha, como la corbata, no acaben. Hasta el dormitorio acompañan los mismos lazos, mullidos en forma de almohada o imbricándose en exquisitos edredones que adulteran el sueño. Afluentes más atrevidos dan a las escuelas primarias, a las grutas de ozono de los hospitales, o se adentran en el campito que ensombrece el mármol de los nombres y las fechas. Al final de la Avenida Libertad, junto a una palmera amarilla, se dan la mano dos desconocidos y se felicitan por el triunfo final de la corbata, por la abolición de las otras modas, argucias de la marginación que en mala hora gozaron la fama. Aquí todos tienen su sitio, no hay arrabales ni privilegios, reina una armoniosa ecuanimidad. Si ella no estuviese, dicen, si nos faltara un día, Dios nos coja confesados. Asienten y se despiden. El primero toma el camino de la derecha, el segundo el de la izquierda. No dan más que unos pasos. La tela, con reflejo pastoril, pronto los llama de regreso a la fila que los cruzaría más adelante, y que los seguirá cruzando cada mañana. Huir de la corbata, burlar su tutoría, desatarse, es el peor delito contemplado en el Derecho, acreedor del escarnio, la inhabilitación pública, la mácula indeleble del apellido y la pérdida de los pulgares. Por algo son parónimos desatar y desertar. Pero ella vigila para que no ocurra. Tiene bien guardadas las fronteras de su hilo. Cuentan algunos que en ciertas puntadas, a la luz de una farola, le han descubierto ojuelos de perdiz que observan, que escudriñan, que van al hígado, que miden, que se cercioran y señalan, que recomiendan una película, una marca de cigarrillos o una tienda de postales, que ordenan, los domingos, la tendencia de la raya en el peinado, que escriben tildes olvidadas, que marcan precios excesivos en las jugueterías, que reprueban las uñas sucias, el escándalo y la anorexia de los libros, que escuchan, que sonríen, que golpean en el pecho un compás que prohíbe la catástrofe, que saludan, que agradecen, que nunca, nunca abandonan. Nadie teje en el horizonte esta corbata, este mundo sostenido por el mundo. Cuando acaben los hombres seguirá, inmóvil, famélica, tendida en el suelo como la piel vacía de un incesante ciempiés.

jueves, 13 de octubre de 2011

Diagnóstico y tratamiento de la sospecha

Se hará la pregunta al cerrar la puerta del ascensor, al abrir un libro por la penúltima página, al entrar en la consulta del médico o al salir de la peluquería. Se la hará igualmente en cualquier otro país, en cualquier estación. Se la hará, si la duda es perentoria, dentro de un submarino, bajo el paraguas rosado, en la cama (esto ocurrirá muchas veces) o a punto de estornudar. Ante todo, no se alarme. Dejando a un lado la intensa angustia que provoca, el mal que usted padece, a priori, es inocuo. El desarollo de la afección es común. Sobreviene el contagio en ambientes propicios al silencio y la conjetura, espaciosos y despoblados en la mayoría de casos, apacibles, aunque no es infrecuente que se produzca en una caravana o en la cola del aseo de una taberna. Comienza con una sensación similar al picotazo leve de una hormiga. Luego, inoculada la sospecha, la inquietud arraigará a velocidad variable dependiendo del estado de ánimo del sujeto. Pase entonces a cuestionar con regularidad, preferentemente a media tarde después de comer; evite hacerlo en las primeras horas de la mañana. No tema ser crítico: indague, ahonde. Rechace las evidencias inocentes: ¿por qué se enfría el café?, ¿por qué el cielo se enreda de nubes? Repita la operación durante varios días hasta que la suspicacia original cristalice en una pregunta bien formada. (Si aparecen cefaleas masque dos aspirinas mientras descuenta segundos en un reloj de pared). Observará que la pregunta será siempre la misma, inconfundible, aunque se presente con elementos de aparente novedad, como sucede con las guerras cuando se retoman tras una tregua demasiado larga. Desconfíe, por tanto –y por sistema–, de los buhoneros que pregonan nuevas incertidumbres. Sepa que no es la pregunta lo importante. Tampoco lo es la respuesta, ni su forma ni su contenido. Si algo debe quitarle el sueño es la disponibilidad de ciudadanos, familiares, amigos (la desesperación también admite anónimos) que se dejen preguntar, que le extraigan a uno del vientre esa tenia fantasma y succionen todo el veneno. Dese prisa y encuentre el suyo lo antes posible. Recuerde que quedan pocos, que se esconden, y cada día se pregunta más. Exprese su recelo en voz alta y clara, sin atropellarse. Acuda a la radio si es preciso, a la ventana o al azar de los números telefónicos. No deje, bajo ningún concepto, reposar la intriga. Puede enconarse y provocar alucinaciones.

sábado, 8 de octubre de 2011

Eraserheart

La noche anterior había acompañado a su hermana a ver Melancholia, la última película de Lars von Trier. No sé si el dato es pertinente para entender esta historia, y además no la he visto. Nunca me ha atraído ese tipo de cine. Sin embargo era de lo único que hablaba Sabino en las contadísimas ocasiones en que abrió la boca después de aquello, por lo que me figuro que algo debía significar. Al menos para él. Tenía la costumbre, como buen profesor de álgebra que era, de atribuir un valor determinado a cada elemento que conformaba su vida. A veces no eran más que números al azar agolpados en un cuaderno. Otras veces eran palabras o grupos de palabras inconexas que recitaba de memoria, como un padrenuestro cifrado. No había detalle que escapara a su rigurosa codificación y al que no correspondiese, en su secreta escala, una precisa equivalencia. Pero en el laberinto que sufren los locos las contraseñas se olvidan y los métodos fracasan. Puede que Sabino hubiera logrado resolver el misterio que lo hundió en las tinieblas mucho antes de que se lo llevaran. Puede que nos estuviera repitiendo durante años la solución del enigma y no la entendiésemos, porque él ya no recordaba la clave para traducir la respuesta. Ni siquiera recordaba su nombre cuando a la fuerza lo metieron en la ambulancia.
Yo no hubiese reaccionado de otra forma. Hay quien pierde las llaves, el móvil o la cartera, pero no se preocupa demasiado porque, a fin de cuentas, tienen que andar por algún rincón de la casa. No pueden haber ido muy lejos. Pero lo que Sabino perdió (y le hizo perder el juicio) fue su casa. No se trató de un desahucio ni de una catástrofe doméstica, como un incendio o una inundación. No le robaron ni le sellaron la cerradura con silicona. Tampoco le ocuparon la casa a traición, mientras estaba fuera, impidiéndole entrar. Sencillamente, al levantarse una mañana, descubrió que no estaba en su piso. Que estaba en otro, en el de uno de sus vecinos, aunque en la placa exterior indicase todavía 1º F: la puerta en la que llevaba viviendo diecinueve años. El desconcierto apenas le permitió articular palabra cuando el nuevo propietario, al verlo aparecer por el salón, se puso histérico y le obligó a salir al descansillo, amenazándole con llamar a la policía. En pijama y confundido, comprobó que efectivamente se encontraba en su planta. Reconocía la pared, las baldosas del suelo, la bombilla rota del plafón en el techo, el macetero de piedra labrada, la planta de plástico. Reconocía incluso el timbre, pero cuando llamó, convencido de que todo, de alguna forma, no había sido más que un mal sueño, una alucinación quizá producto de la fiebre que no sentía, vio otra vez al mismo hombre que lo había echado con la misma cara de pocos amigos, y tras él un recibidor, un espejo y una mesita que desde luego no eran los suyos.
Debían ser las diez de la mañana. Intentó calmarse y pensar. Se sentó en el saliente de una columna, con la cabeza entre las manos. Entonces reparó en que tenía sus llaves en el bolsillo del pijama. La idea le impactó como un rayo. No se preguntó qué hacían allí, sólo se dejó llevar por ese pensamiento. Puede que la casa siga en el edificio. Era absurdo por completo, sí, pero también lo era la situación, y no se le ocurría otra cosa que hacer. Puerta por puerta se dispuso a comprobar los otros cincuenta y cinco pisos del bloque (ocho plantas de a siete letras cada una, A, B, C, D, E, F y G), esperando que alguna se abriese. A punto de desistir dio con ella en el 4º C, después de casi una hora de intentos fallidos y de inventarse una excusa medio creíble cuando le sorprendió de cuclillas en el rellano, con la nariz en la cerradura, el responsable de mantenimiento. Un escalofrío le sacudió la espina dorsal en el instante de empujar el pomo. Era como si una parte de él, no sabía cuál, temiera que fuese posible, que fuese tan simple. Y lo fue. Allí estaba su piso. Allí estaban su recibidor, su espejo y su mesita. Allí estaban también los cuadros, las alfombras, los libros sobre el estante en su exacto desorden, los platos sucios en el fregadero de la cocina, el ventilador encendido y la cama deshecha. Allí estaba, otra vez, su vida, borrada de su línea original y reescrita en otro párrafo, un poco más arriba, sin añadidos ni correcciones, con las mismas letras, con el mismo sentido. Exhausto para plantearse siquiera pensar en ello, se echó en el sofá y cerró los ojos. Horas más tarde, cuando despertó, la casa había vuelto a desaparecer.
Con el tiempo constató que el fenómeno era frecuente, muy frecuente (al menos cinco cambios por mes), y que su periodicidad no podía concretarse. Tan pronto el piso permanecía tres semanas anclado en el 6º E, prometiendo el fin del suplicio, como se extraviaba consecutivamente en el 8º D, 7º A, 2º G y 3º C en el transcurso de tres días. Observó también que el apartamento experimentaba episodios de no más de un par de horas antes de regresar a la misma ubicación, y que con mayor virulencia hasta era capaz de trasladarse en lapsos inferiores a diez minutos, convirtiendo la búsqueda en una odisea contrarreloj. Previendo estas circunstancias, Sabino tomó por hábito llevar siempre consigo una mochila con comida y ropa, ya que no sería cosa extraña verse, de cuando en cuando, forzado a pasar la noche en el recodo de las escaleras. Después del primer año los vecinos se resignaron a su extravagancia, aceptándola como un mal menor. Lo veían deambular por los pasillos, en el ascensor con la mirada perdida, bisbiseando, o apoyado en la pared del portal sin atreverse a salir, espiando la calle como si ya fuese mentira. No molestaba a nadie, o al menos nadie se quejaba. Se limitó a obsesionarse en silencio con hallar una explicación, con despejar la incógnita, renunciando a todo lo demás para concentrar sus energías en esa única y capital tarea. Rascó en las paredes encrespados algoritmos para calcular las probabilidades de desplazamiento de la casa, pero los saltos eran cada vez más impredecibles. Cuanto más empeño ponía en perseguirla, más rápido escapaba. Huía, fintando y quebrando, y en el sueño la imaginaba con el gesto burlón de una hiena, respirándole en la nuca un aliento helado antes de volver a ocultarse.
La última vez que pudo localizar el piso estaba en el 5º B. Llevaba cuatro meses sin verlo. Pasó, afirmó el pie y juró que no lo dejaría marchar. Y buscó. Buscó por todas las habitaciones, en todos los armarios, dentro de cada cajón, bajo la cama y bajo las mesas, tras los muebles y los retratos, rasgando la almohada y los cojines, levantando las losas de la terraza, escarbando la tierra de las macetas, vaciando el frigorífico y desmontando la lavadora, desguazando el ordenador y reventando la tele, arrancando las páginas de los libros, los ganchos de la cortina y el marco de las ventanas, en el paragüero, en el revistero y en la doble rendija de la tostadora. Buscó el porqué, sólo el porqué, aclarado en una carta sin firma ni remitente. Buscó un revulsivo para su angustia, pero no hubo nada, ni una pista. Cogió del trastero una lata de pintura blanca y una brocha, cambió la mochila por una maleta de viaje y esperó. Cuando la casa se fue al día siguiente supo que su adiós iba totalmente en serio. Pero no pensaba darse por vencido. Inspiró, con la sonrisa remota, preparándose. Pintó un corazón diminuto en el marco de la puerta, y lo pintó también en el de la puerta contigua. Los fue pintando por toda la planta y por las otras plantas: marcaba los naipes que no revelaban su suerte. El edificio se le acabó y volvió a empezar, reiterando corazones blancos que se derramaban por las jambas hasta tocar el suelo, como señales de peligro en una selva invisible. Sus ecuaciones le decían que ya estaba muy cerca, que faltaba poco. Pero los vecinos se habían cansado. Sintió el rumor de las sirenas y las manos de los enfermeros cayendo sobre él casi al mismo tiempo. Mientras lo arrastraban, antes de que la sedación hiciese efecto, los vio. Eran muchos, treinta o quizás cuarenta, todos iguales. Se habían ignorado recíprocamente en su peregrinar a lo largo de los años, convenciéndose unos a otros de que cada cuál era el único. Pero ahora estaban allí. Los veía diáfanos, con las greñas hirsutas y las barbas rotas, cubiertos con penosos harapos, medio ciegos, cojos, desechos. Apretaban en la mano derecha, bendito rosario, oxidada de sangre, una llave gastada por el uso.

viernes, 15 de julio de 2011

Macedonia tibia de caballo

Jozef Weigner escribió un libro. Una editorial lo publicó y a los dos meses de salir a la venta recibió una carta sin remitente. Un lector anónimo le confesaba que su novela le había cambiado la vida. El matasellos era de Aalborg, Dinamarca; una ciudad con puerto de mar. Le pareció muy apropiado. Jozef Weigner era farero en el litoral noroeste de Polonia. Un administrador de luz, según sus propias palabras, un funcionario-interruptor. Su faro era una vetusta edificación de ladrillo rojo gastada por el viento del Báltico. Sobrepasaba el siglo de antigüedad. La linterna, surcada de grietas a las que Weigner divertía llamar arrugas, apenas se alzaba del suelo una decena de metros. Una instantánea del faro al atardecer, captada por un reportero neoyorkino, fue usada una vez como motivo en una postal que tuvo cierto éxito en una tienda de souvenirs de Szczecin. Weigner aparecía en una esquina de la foto con un peto amarillo, apoyado en un bastón de fresno. Quedó muy satisfecho con el resultado, pero jamás se le ocurrió escribir al fotógrafo para contarle lo mucho que esa imagen había influido en su vida. De hecho, ni siquiera tener un oficio tan inusual y, en alguna medida, tan romántico como el suyo, había condicionado lo más mínimo su carácter. Sólo le dio la oportunidad. Tal vez, por esa simple razón, inauguró, o dio luz verde, como él sin duda hubiese preferido decir, al torneo por el que años más tarde se haría mundialmente famoso. Empezó como una broma de mal gusto por la radio costera, que otro farero recogió como un desafío y se propuso superar. Este hombre oyó como Weigner alardeaba de haber hundido tres barcos por medio de señales engañosas, conduciéndolos a arrecifes ocultos contra los que se estrellaban y desaparecían engullidos por el mar en mitad de la noche. Algo parecido a los señuelos luminosos que en el Caribe se utilizaron durante años contra los piratas. Una semana después la prensa local se hacía eco de un naufragio acaecido en un pueblo pesquero cercano a Gdansk. Ocho muertos. Esa misma tarde, a través de la onda corta, reclamó la autoría de la hazaña el compañero de Weigner. Hubo un momento de silencio parecido a una profunda reflexión. Al final, acordaron que lo más correcto sería organizarse y consensuar unas normas. Participarían catorce fareros de todo el país, diseminados por la orilla entre la frontera alemana y la antigua Königsberg. Cada uno desembolsaría mil złoty que irían a parar al ganador: al primero que en el plazo de doce meses demostrase haber provocado diez naufragios. La policía detuvo a Jozef Weigner y a otros cuatro fareros homicidas cuando sólo le quedaba un naufragio para ganar la apuesta. Desde la prisión escribió otro libro que, gracias a la cobertura mediática de su caso, pronto se convirtió en un best-seller traducido a docenas de lenguas. De todas las cartas de felicitaciones que recibió, cientos de ellas, ninguna concordaba con la caligrafía de aquella que aún conservaba con matasellos de Aalborg, Dinamarca.

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Mulholland Drive es una película de David Lynch protagonizada por Naomi Watts y Laura Elena Harring. Se estrenó en 2001. Ganó el premio al mejor director en el Festival de Cannes y una nominación al Oscar. Muchas páginas web de cine la incluyen en la lista de las diez mejores películas del siglo XXI. No está mal, pero dudo mucho que las grandes audiencias le diesen una nota tan alta. A menudo se dice que Mulholland Drive es una historia sin sentido, demasiado surrealista y difícil de seguir. Algunos, no sé si como halago o como crítica, la definen como un laberinto. De los laberintos pueden decirse muchas cosas, salvo que sean espontáneos. Me refiero, claro está, a que todo debe tener una arquitectura, aunque ni la intuición permita reconocerla. Promediado el metraje de la cinta las dos mujeres acuden de madrugada a un local llamado Club Silencio. Allí, sobre el escenario, un ilusionista no para de repetir la misma frase: No hay banda. El mensaje, que no es sino una advertencia, va dirigido tanto a los personajes como a nosotros, los espectadores, aunque no resulta fácil darse cuenta la primera vez, ni la segunda. Yo descubrí a qué se refería hace una semana. Lo supe mientras sacaba de la nevera una botella de agua fría para la playa. Digamos que fue una visión, aunque nunca antes había tenido ninguna, así que puede que me equivoque. Me vi saliendo de la cocina y yendo hacia el salón. No había nadie allí. Sin embargo sentí que no estaba solo. Sentí que alguien me vigilaba. Busqué con la mirada, temiendo encontrar lo que no quería ver y reprochándome entre dientes un miedo tan estúpido y pueril. Y lo encontré. En una esquina del techo, sobre la balda de libros, acechando. Araña hubiese sido lo primero que habría acudido a la mente de cualquiera, y la verdad es que era ésa la impresión que daba desde lejos. Pero yo ya lo estaba esperando y no conseguiría engañarme así como así. Se trataba del teléfono fijo, con su coraza de plástico negro a la que le habían crecido varillas de paraguas, moviéndose sibilino por la pared como el gato que presagia un perdigonazo. Sostenía una mirada provocadora, buscándome las cosquillas con guantes de vapor de seda. Entonces, sonó. Me inflamó una furia desconocida y me lancé a por él. Huyó a toda velocidad mientras lo perseguía por la casa, chillando con su timbre histérico, llevándose consigo una llamada que (convencido estaba de ello) iba a cambiarme la vida. Al final, acorralado en la azotea, no tuvo más remedio que arrojarse a la calle. Cuando me asomé desde el balcón lo único que vi fue la botella de agua reventada por un neumático. Seguía sonando. Esa tarde no fui a la playa. Me puse en el salón Mulholland Drive y asentí al televisor durante ciento cuarenta y seis minutos.

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Es la ventana del segundo piso de un edificio céntrico de Manhattan. Los cristales los limpiaron a conciencia este mediodía, como quien se limpia las gafas en el cine antes de que se apaguen las luces. Al otro lado hay una modelo que posa en sugerente ropa interior para una conocida revista de moda. Tiene veintidós años y los ojos de un absurdo color violeta, casi fucsia. Nadie se dará cuenta de este detalle. Le están haciendo fotografías en un decorado que simula una playa caribeña, con dos palmeras falsas a los lados y un enorme póster detrás que representa el océano durante la puesta de sol. Más tarde el ordenador se encargará de hacer que el collage resulte aceptable para un público que en su vida ha visto el Caribe. Cuando pasan dos horas desde el inicio de la sesión, la chica pide una pausa. Hace un buen rato que se sujeta los pechos con una expresión que no se decide entre el fastidio o la vergüenza. ¿Te pasa algo?, le pregunta el fotógrafo. No estoy segura, contesta ella; creo que tengo algo raro metido dentro del sujetador. Al oírla, la responsable de vestuario se acerca como una bala. Cubriéndola como puede con su cuerpecillo de farola la invita a cambiarse allí mismo. Entonces ambas se dan cuenta de lo que ocurre. De los pezones de la modelo sale arena. Granos de una arena dorada y brillante. A chorro, como dos surtidores. Cae al suelo y se extiende por toda la sala. ¿Te has operado las tetas?, suelta de sopetón la mujer. No quería sonar tan grosera. Quería decir algo mejor, más considerado. Algo que tranquilizase a la chica, que la consolase, pero no le salió nada. Ella no responde. Tampoco le sale nada. Sólo arena, arena sin parar. Y llora. Todo el equipo técnico y un directivo de la revista, los camareros del catering, cinco azafatas, un mensajero y la señora de la limpieza asisten sobrecogidos al irrepetible espectáculo. Ven cómo los senos prodigiosos entierran al resto del cuerpo lentamente, hasta que sólo queda la cabeza. Ahora no se puede mover. Así la ve, desde un bloque de viviendas que hay frente al estudio, un hombre de cincuenta y tres años que cortaba cebollas para preparar una ensalada. De pronto le viene a la memoria, no sabe por qué, el recuerdo de un viaje a Cancún que hizo con su esposa. También le viene a la memoria una preciosa puesta de sol.

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Diana es fetichista. Su fuente de fascinación proviene de los péndulos. Recuerda su primer orgasmo nítidamente. Tenía trece años. Estaba sola en casa afinando una partitura de Beethoven. Aburrida, fijó la vista en la aguja del metrónomo. Al principio creyó que era fiebre. Sintió mareos y un intenso vértigo, pero era incapaz apartar la mirada. Su madre la encontró tres horas más tarde sin conocimiento sobre el teclado del piano. Hoy va a realizar una de sus mayores fantasías. Posiblemente la más especial. Junto con otros peregrinos va a contemplar la sublime cadencia y perfecto compás del Botafumeiro bailando sobre su cabeza, repitiendo la trayectoria a que se mantiene fiel desde hace cinco siglos. Está preparada. Su Camino de Santiago ha sido el preliminar sexual más dilatado, exhaustivo y erógeno de toda la historia de la masturbación.

*

Mi vecino se atrevió a confesarme una idea. Puso dos vasos sobre la mesa y los llenó de coñac. Dijo que lo sentía, pero no tenía otra cosa que ofrecerme. Sacó de un cajón una carpeta rebosante de papeles. La abrió y fue buscando durante un rato hasta dar con lo que parecía ser el plano de un edificio. Concretamente representaba una estructura rectangular de hormigón reforzado de sesenta metros de altura dividido en veinticuatro plantas de noventa y cinco metros cuadrados. No tenía puertas ni ventanas, ni escaleras interiores o exteriores, ni forma alguna de acceso. Eso sí: la superficie estaba plagada de pequeñas luces, como lunares brillantes, muchos y muy juntos. Una piel de luz. De existir haría un buen faro; podría verse a kilómetros de distancia. Dejó el cigarrillo en el borde de una concha de vieira, apuró el tragó y me miró a los ojos. Era como si esperase mi inevitable siguiente pregunta. Es un homenaje personal a El principito, de Saint-Exupéry, me explicó; ¿lo has leído? Hace mucho, cuando era niño, le dije. Pues deberías aprovechar el próximo rato libre que tengas y darle un repaso. Puedo prestarte uno si no lo tienes en casa; aquí tengo casi cien ejemplares del libro. No mentía: estaban detrás de su butaca en una cochambrosa estantería que podría pasar por un museo de la carcoma, todos ordenados según el color del lomo para formar un dibujo que recordaba a los cuadros de Van Gogh. Un collage literario hecho de pequeños príncipes. Siguió hablando. Consiste, para que me entiendas, en un almacén de deseos de máxima seguridad; un banco de fantasías, si quieres llamarlo así. ¿Y cómo es eso? Verás, ¿recuerdas que en un pasaje del cuento el principito le pide al aviador que le dibuje un cordero y termina dibujándole una caja? Sí, me acuerdo… Lo hizo porque el niño no paraba de ponerle pegas a cada boceto. Exacto, y al final opta por garabatear un cuadro y decirle que el cordero que quiere está en su interior; el cordero arquetípico, platónico, ideal, el único que podría satisfacer su deseo de ver un cordero. Ajá. ¿No me sigues? Creo que no. Es muy sencillo: voy a construir una cajonera gigante para que la gente la llene con sus ilusiones, con sus secretos; la levantaré en secreto (esto es importante: mantener el misterio) el centro de la ciudad para que todos puedan verla y dejar en ella parte de sí mismos, los niños, los mayores, incluso los animales, todos; los compartimentos serán herméticos al cien por cien, así que no habrá peligro de fugas y la realidad no se verá afectada, al tiempo que se garantizará la privacidad de los usuarios y sus donaciones; luego, a medida que esos compartimentos se vayan completando, bastará con ir añadiendo nuevos pisos para que la presión no colapse las paredes y se dé cabida a nuevos ingresos. Ajá, repetí sin pensar, intentando encontrar la combinación de palabras precisas que me sacara de allí lo más rápido posible. Sonreí, fui todo lo amable que pude; no fue suficiente. Quería que le diese mi opinión. ¿Qué te parece?, dijo. No está mal, pero creo que hay un problema. ¿Qué problema? Si nadie sabe para qué sirve la cajonera los compartimentos sólo se llenarán de dudas, de pensamientos espaciosos preguntándose para qué diablos sirve la cajonera. No abrió la boca ni hizo ademán. Continué. Además, dará igual los pisos que agregues: cuanto más grande sea el edificio más lo serán las dudas, y nunca habrá sitio para un solo deseo. Seguía sin hablar. Se limitó a señalarme la puerta. Hace poco me dijo otro vecino que se marchó a vivir a Estados Unidos. Antes de irse llenó todos los buzones del bloque de volúmenes maltratados de El principito.

domingo, 5 de junio de 2011

Océano ejército

Van de azul, todo de azul. El viento bate los mantos de hilo, bruscamente añiles. Cosidas a la moharra de la pica (cuyo aguijón es romo) las oriflamas saborean las nubes con serpentinas lenguas de cobalto. Los pájaros sobrevuelan las líneas cerradas durante días antes de dejarse caer, vencidos por el esfuerzo de la cruel distancia: el involuntario oleaje de sus aturquesadas cimeras no se distingue del auténtico mar. Y, como el agua, perduran: constantes. Puede que sea el suelo el que se mueve bajo sus pies, el que los avanza y los retrocede, el que los posiciona en la coordenada precisa y consiente su peso. Si caminasen realmente, si diesen, al mismo tiempo, un solo paso, la vibración provocada por el monstruoso desplazamiento resquebrajaría la superficie y el abismo se ahondaría hasta despedazar el corazón de la tierra. Basta el hosco ronquido de los tambores, viejos como los brazos que los redoblan, viejos como la guerra que va destensando sus pellejos, para recrear la siniestra ilusión de la marcha innecesaria. El enemigo nunca está demasiado lejos; las persecuciones son ejercicios inútiles. Su estrategia es la del aire contra la roca. Su disciplina, la regalada certeza de ser invencibles, inexorables. Las legiones de César pelearon con arrojo para luego perderse en una jaula de hombres infinitos, donde también se extraviaron y olvidaron su época y su lealtad enloquecidas hordas del rey Jerjes, maltrechas falanges macedonias en busca del Nilo, jinetes arqueros de la eterna China, primitivas tribus de secretos archipiélagos, honderos celtas y veteranos cartagineses que, desprovistos de armas y de dioses, imploraron la piedad del degüello. En remotas secciones cuya denominación sus propios comandantes ignoran, aún perseveran náufragos soldados en batallas espectrales, abandonados entre rostros que declinan una sucesiva indiferencia. No luchan; no se defienden. La Infantería es un instrumento afinado, perfectamente armónico. El sistema por el que se rige es eficaz, automático. Las heridas abiertas en la formación son restañadas con rapidez. Por cada puesto hay un número inagotable de suplentes: cuando un guerrero cae, otro viene a ocupar su lugar, respetando y conservando la ilimitada simetría. La velocidad de la muerte nunca alcanza la frecuencia del reemplazo, de suerte que la marea humana fluye extensiva, como una necrópolis infecciosa, fúngica, atrayendo y arrastrando cadáveres, devorando siglos, civilizaciones, burlando la geografía y la temperatura, hasta rellenar los huecos. Hasta completar el mundo. El hombre no ha comprendido aún que la paz es insensata; que es, en cualquier caso, un trastorno puntual de la Historia. La vastedad del frente zarco, sus providenciales dimensiones, la niegan. En su victoria total, en su triunfo incontestable, esférico, próximo, habita la única esperanza. Ser uno más y nada más. Encajar, al fin, para siempre. Ojos azules, horizonte azul. Milimétricamente felices.

jueves, 2 de junio de 2011

Elegíaca Venecia

No como se perdieron los libros de Alejandría
se perderá Venecia: será una lenta llamarada.
Tiempo atrás empezó este incendio de agua
que pertinaz consume su memoria, día a día.

Tal vez, indolentes, acordaron las estrellas
que una noche faltaría el Véneto, no la herida.
La Italia recortada llorará en tu playa vacía;
el mapa del cosmos no alterará tu ausencia.

Habrán pasado segundos y serás Atlántida.
Cosa triste: pródiga en gigantes como fuiste,
no volverán a alcanzarte las ricas caravanas.

Te llevarás para siempre el Rialto que ceñiste
ingenua. Te llevarás San Marcos y las máscaras.
No dejarás, para los otros, más que lo imposible.

martes, 31 de mayo de 2011

El segundo viaje a Velverine

Sentí una puerta cerrarse con estrépito cuando una vez más me adentré en el trabalenguas de Calles y Avenidas que formaban el Segundo Barrio del Oeste. Me entretuve unas horas en alguna Tienda de libros antes de continuar el viaje que me llevaría hasta el Palacio Central. Revisé opúsculos anónimos, al parecer muy en boga entre la juventud de la Ciudad, cuyas páginas no diferenciaban, en esencia, el hecho espiritual de la ingeniería. Al salir, vi cómo los fantasmas de luz que arrojaban las vidrieras de las cúpulas eran perseguidos por gatos grises. Se perdían, prácticamente acuáticos, entre las rendijas de las casas, en busca de sus propios maullidos, o quizá de un pez desechado. Luego no vi la Tienda.

Recuerdo, del mismo modo y con la misma fuerza con que no recordé otras cosas, la impresión, no poco infantil, de saberme de nuevo ante el Laberinto. Me deslumbró la impiadosa complejidad que apenas un paso antes había aceptado como parte fundamental de mi suerte, pero que ahora, un paso después, me hería los ojos con la ansiedad que acompaña al fin de una larga ceguera. Ingenuamente refugié la vista en el mapa y acaricié ciertas líneas con la esperanza de encontrar el camino más corto. Fue inútil: el lugar seguía siendo tan impronunciable como irreproducible; cualquier intento de plasmarlo entre dos orillas, ya fueran de arena o de papel, estaba abocado al desastre, condenados sus pretenciosos (o inconscientes) autores al público y justo escarnio. Estaba de pie, por tanto, en un punto y en un tiempo que no volverían a existir, en esa parcela exacta donde lo que empieza y lo que no acabará nunca se confunden en una calzada de piedras fugaces. Levanté la mano y señalé una estrella.

Creo que permanecí así varios días, tratando de distinguirme frente al pesado firmamento en mi personal infinito, temeroso de proseguir y dejar atrás un hombre semejante a mí, de abandonar a muchos hombres, los mismos hombres, con las mismas preguntas, con las mismas falsas intuiciones, en diferentes y adhesivas soledades. Temí infestar Velverine con sombras de mi sombra hasta que el Universo no fuera más que la descripción de mi rostro y su Historia quedara en mi insuficiente biografía. Decidí no volver a moverme. Ignoré el hambre, el frío y las pulsiones; sacrifiqué el futuro a cambio de una escena fija, inalterable. Me redimí, al llegar la muerte, pensando que si bien había fallado en la humildad de ser el único, al menos habría logrado convertirme en el postrero eslabón de mi cadena. Tal vez uno de los extremos mantiene seguras las puertas de la Muralla. Tal vez el otro define la libertad de un Desconocido.

sábado, 14 de mayo de 2011

El organito

Todo empezó con el tumor en la pared de la cocina, cuando aún estaba por desarrollar y no se apreciaban metástasis en otras partes de la casa. Fue Sánchez quien lo relacionó casi desde el primer momento con la película Videodrome, de Cronenberg, argumentando que no se trataba en absoluto de una excrecencia maligna, sino de un órgano. Uno nuevo, decía, completamente diferente a los otros, mucho más potente y sofisticado, un prodigio evolutivo cuyas funciones, si bien aún por completo desconocidas para nosotros, habrían de ser primordiales de cara a una inminente revolución de la carne frente a lo virtual. Sánchez era una de esas personas que pensaban en el cine como en una enciclopedia ilustrada en la que podía encontrarse la solución a cualquier duda. Siempre tenía lista la referencia adecuada para cada situación, por compleja o surrealista que fuera. Si hubiese acertado en su diagnóstico, al menos, hoy sería más soportable seguir respirando.

Como cabía esperar el organito (así lo llamaron los hijos de mi vecina la tercera vez que vinieron a verlo) se convirtió en la sensación de la temporada para mi círculo social, que creció inusitadamente a raíz y alrededor de tan enigmático suceso. Invité a cenar a amigos y conocidos que lo miraban fascinados y se fotografiaban junto a él, la mayoría posando con una indisimulable expresión de recelo; otros, abiertamente encantados. A medida que la fama del misterioso apéndice se fue extendiendo por la ciudad, me vi obligado a ofrecer veladas de presentación para grupos enteros, en las que como un guía turístico yo repetía una y otra vez la misma historia, adornándola en cada ocasión con florituras de mi cosecha para ganar en intensidad y mantener la expectación durante horas, provocando en el público, de cuando en cuando, accesos incontrolables de excitación nerviosa. Reconozco que me gustaba sentirme el centro de atención entre tanta gente. Yo, que de ordinario apenas sobresalía en nada, me vi transformado sin previo aviso en el anfitrión más deseado, en el ineludible maestro de ceremonias del underground fosco. No obstante, fugaces son las modas, tal como me vino la popularidad me abandonó sin decir adiós, y de nuevo me quedé solo con mi particular compañero de piso.
Recuerdo que verlo todos los días como algo cotidiano, como un elemento más de la casa, no ya como un monstruo de feria del que era fácil olvidarse hasta la siguiente función, me produjo una extraña sensación de agobio, de falta de intimidad a la que me costó llegar a acostumbrarme. Sentía, no sé cómo explicarlo, que de alguna forma me espiaba cuando estaba en la cocina, mientras comía o fregaba los platos, y que me seguía vigilando en el salón, en el cuarto de baño, e incluso en mi dormitorio. Preferí no comentar el asunto con nadie y menos aún con Sánchez, que de seguro me convencería para llevar a cabo algún disparatado experimento inspirado en alguna escena estilo Clive Barker, o peor, David Lynch. Entonces comenzó a engordar. No es que hubiese permanecido estático desde su aparición, latiendo débilmente como un corazoncillo injertado en el yeso, pero ahora era perfectamente visible como su masa se iba incrementando, lenta pero imparable, hora tras hora. Ningún emoliente lo reducía. Lo cubrí con un mantel de flores en un ridículo intento de evadirlo, pero después de una semana había crecido demasiado como para continuar fingiendo que no estaba ahí. Al mes tuve que apoyarlo en una mesa para que no arrastrase y pringara el suelo con su pestilente exudado. Y una noche finalmente, como si lo estuviese esperando desde hacía tiempo, habló.
En un principio no fueron más que gruñidos apagados, apenas murmullos, que podían confundirse con maullidos callejeros que se colaran por la ventana abierta de la habitación. Luego tomaron forma hasta articularse en palabras entendibles, y más adelante en frases completas y con sentido, pronunciadas por una voz sutil, andrógina, muy parecida a la de Rosalinda Celentano en su papel de Satán en La pasión de Cristo. Empezaba a eso de la una y proseguía durante toda la madrugada, insistente como una letanía, disertando sobre los temas más diversos. Yo no me atrevía a intervenir nunca en los monólogos, aterrorizado ante la perspectiva de que me saliese con un golpe al que no supiera responder, cosa peligrosamente probable habida cuenta de su verbo elástico y fluido. Bla, bla, bla... (el hecho de que lo llamase organito pasó de ser una graciosa coincidencia a suponer una espeluznante ironía, más por el infalible soniquete con que me torturaba los tímpanos que por su desmesura). El insomnio pronto hizo mella en mí. Me fastidiaba encontrarlo por las mañanas, rojo y en silencio, mediodía y tarde, sin dar señales de vida, para desfogarse por las noches en interminables discursos, como si le escocieran mis cada vez más reducidos minutos de sueño. Y pudiendo haberme dado por la tele (estaba harto de ver películas), leer o chatear para entretenerme hasta que saliese el sol, me dio por escribir.
Cogía un folio en blanco, ponía la fecha y rellenaba unas cuantas líneas hablando de esto y lo otro, sin demasiado interés por la calidad del texto y ninguno por su caligrafía. Me acuerdo de que una de las primeras páginas era un «Hola, me llamo X y estoy en proceso de volverme loco, ¿me ayudas?», copiado decenas de veces como si me hubiesen castigado por hacer el ganso en clase. Se me ocurrió llevar un diario de vigilia, anotando las cosas que me habían pasado y las que me quedaban pendientes, pero esa capacidad de inventiva que tan bien me funcionaba para venderme entre los curiosos, ahora, no sabía combinarla con la constancia del narrador. También ensayaba cuentos y relatos tontos, sobre fantasmas y viajes en el tiempo, pero sudaba tinta (y nunca mejor dicho) para estirarlos más de tres hojas, y siempre los acababa rematando con finales copiados de otros autores. Quizá no eran sólo imaginaciones mías que el organito me observaba, rezumando elocuencia desde su púlpito junto al frigorífico, porque una noche, viéndome bloqueado, decidió echarme un cable. Tenía una idea para una historia de «horror mórbido», género recién alumbrado y todavía virgen, que no conseguía hacer arrancar. Se titulaba Casa de músculo.
Ni me di cuenta, en tanto subrayaba esas tres palabras, de que mi inagotable inquilino se había callado. Y digo esto ya que, justo cuando estaba por escribir la siguiente, barajando unas pocas que no me terminaban de convencer, aquella boca ni masculina ni femenina me sorprendió recitando: «Las paredes palpitan arrítmicamente. El suelo se tensa y destensa en espasmos peristálticos. Los escalones segregan jugos purulentos. Los pasillos eructan vapores mefíticos, masticando el aire y enredando la luz en densos filamentos de saliva». Y volvió a callar. Me estaba dando tiempo para apuntarlo. Lo leí y pensé que aquellas frases, y sólo aquellas, eran las justas, las que debían estar ahí, sobre el papel, contando lo que yo no llegaba a contar como quería, con una elegancia y una precisión que sólo estaban al alcance los grandes genios. Siguió muchos párrafos más, muchas páginas más, muchas, muchísimas lunas más. En un abrir y cerrar de ojos la inaguantable manía del organito se había trocado en un pródigo torrente de creatividad que me franqueó los placeres más oscuros de la literatura. A su dictado escribí auténticas obras de arte cuya publicación las editoriales más prestigiosas se disputaban, y sus libros, con mi nombre, se contaron entre los más vendidos y aclamados por la crítica. Me convertí en la más humilde, aunque rentable, versión de un dios urbano. Pero no reparé en que, quien dicta, encabeza una inevitable dictadura. Estaba encantado de bailar al son del tango que me tocaba.
Sánchez, a quien no había visto desde hacía más de un año, me telefoneó un día y quedamos esa misma tarde para picar algo y charlar en mi casa. Inmerso como estaba en la promoción de mi último best-seller, atosigado por entrevistas, sesiones de autógrafos y cócteles (volvía a ser el rey de la fiesta), con la cabeza en todos sitios menos en el presente, ayudado además por la conversación sobre Bergman que se traía mi amigo, no me fijé en la hora hasta que fue demasiado tarde. Mi cáncer favorito estaba a punto de aclararse la garganta y regalarnos a ambos una nueva joya de las letras universales, en primicia exclusiva y sonido 5.1. El secreto, el más terrible y vergonzante secreto, peligraba. Me desabotoné la camisa, acalorado. Me froté las manos, histérico, revolviéndome en el sillón. Miré el reloj. «Ahora», pensé. Y lo escuché, como siempre, como cada noche, con aquella voz más dulce que la más dulce de las nanas, descubriendo el pastel. Pero Sánchez ni siquiera se giró. Seguía en su sitio, tras la lata de cerveza, dando la murga sin saberse interrumpido por un orador mucho más diestro que él. Comprendí entonces que el organito me hablaba sólo a mí, que me había escogido a mí de entre toda la especie humana, que sólo conmigo compartía su don. Me embargó, sé que no es excusa, una avalancha de gratitud, de amor ciego. Por eso cuando me dijo «mátalo» no quise negarme.
Arrastré el cadáver hasta el armario de la limpieza mientras el organito prometía recompensar mi solicitud con las mejores ficciones jamás escritas, con legiones de admiradores en todo el planeta, con adaptaciones de mis novelas en la gran pantalla, con el reconocimiento unánime del mundo académico, con el Nobel de Literatura. En fin, con el éxito y la gloria eternos. Lo vi, como si nunca antes lo viese, rebosando la mesa y ocupando casi toda la cocina, desparramándose con viscosa cachaza, hinchado como un globo al que sólo le entra un soplido más. Dejé caer las piernas de Sánchez y me acerqué. Con una sonrisa venida de no sé dónde acaricié el tejido húmedo, que se agitaba y gemía, igual que el dinosaurio protagonista de En busca del Valle Encantado al romper el cascarón. Creo que susurré «te quiero». Plagiándome el pensamiento, una línea se dibujó sobre aquella superficie sanguinolenta, hundiéndose carne adentro, fracturándose, ulcerándose en una vulva gigantesca de labios espumeantes. Las dos mitades del inmenso tumor se separaron como una sandía abierta, y en su interior, encogida, vi esa figura, tal vez un embrión, tal vez una persona formada, cuya voz, ahora sí, reconocía. Escapé. Nadie ha vuelto a escucharme hablar, pero sé que aún leen mis libros.

viernes, 13 de mayo de 2011

El almacén del silencio

Visto desde afuera no se diferencia gran cosa de cualquier otra nave industrial: cuatro paredes blancas formando un rectángulo de 56 por 22, siete metros de altura repartidos entre dos plantas, una puerta abatible de chapa azul (lo bastante ancha para permitir el paso de transportes de gran tonelaje) y el sencillo tejado a un agua que cae hacia el frontal, dándole al conjunto un vago aire de alpendre. El edificio, o más propiamente la parte construida por encima de la superficie, no es más que una diáfana sala de espera, zona de carga y descarga, oficina y recibidor, que aun a pesar de sus inevitables necesidades sonoras está sujeta a la inflexible normativa que rige en todo el complejo, por lo que queda terminantemente prohibido hablar si no es en susurros, e incluso así, no superar en ningún caso los cinco minutos de conversación. No se permite el uso de teléfonos móviles, buscas o dispositivos similares; el arco de seguridad de la entrada es de funcionamiento silencioso. Todo el interior está forrado con paneles acústicos de un inexplicable tono burdeos, suelo incluido (la impresión que ofrece, según algunos, no es muy distinta de la de encontrarse dentro de una enorme aurícula en sístole). El mobiliario, sillas, mesas, estanterías, así como los teclados de los ordenadores y hasta el material fungible están, también, acolchados para reducir el ruido que provoca su uso en la medida de lo posible. Se observan unas maneras y se respira ya un ambiente que no puede ser tenido por menos que religioso. No obstante, el verdadero almacén empieza varios pisos más abajo.

Se accede a través de un elevador con capacidad suficiente para albergar dos camiones contenedores de tamaño estándar. Del número -1 a -18 encontramos, además del salón de juntas, el registro, la escuela y el hospital, las viviendas de los trabajadores, integradas en la propia estructura del almacén y adjudicadas según el cargo que desempeñan. Cuando la pantalla de cristal líquido ilumina el nivel -19, el sistema requiere la introducción de una contraseña. Una vez confirmada su validez, las compuertas de acero se desplazan verticalmente para dar paso a amplia galería de iluminación neutra, plagada de carteles indicadores y brazos mecánicos que facilitan la carga de mercancías, donde los usuarios (meros visitantes o compradores) son conducidos por los operarios a las cámaras de consulta. Muros de cemento de noventa centímetros de espesor, atravesados por placas de plomo, separan un compartimento estanco del siguiente, conservando el silencio aséptico y evitando filtraciones que puedan provocar algún tipo de contaminación. Para pasar es obligatorio desvestirse por completo y enfundarse una ajustada malla blanca, con un código identificativo resaltado en braille sobre el hombro izquierdo. Hay que llevar, también, una mascarilla que cubre completamente la nariz y la boca (dependiendo de la duración de la estancia, las autoridades recomiendan el uso de una escafandra insonorizada como protección adicional), así como guantes y zapatillas especiales, fabricados de un tejido similar al que recubre el suelo. Ningún documento o depósito debe, por supuesto, ser manipulado directamente, sino a través del instrumental adecuado.

En cada habitáculo hay un pilar central, cilíndrico, rodeado de sucesivos anaqueles circulares. Allí se ordenan millones de libros en blanco (borrados o jamás escritos), colecciones enteras de bolígrafos y plumas gastadas, horas y horas de casetes, cintas de vídeo, CD, DVD y Blu-ray totalmente mudas, que pueden reproducirse en altavoces ultrasensibles capaces de ecualizar la frecuencia exacta del vacío. Desde los legajos más remotos hasta el último avance de la tecnología, todas las entradas recogidas en el inventario del almacén devanan la dilatada e inopinada historia del silencio. Aprendemos, en primer lugar, que el silencio, probablemente, sea anterior al hombre, y que por lo tanto no existe forma de crearlo o destruirlo, ni siquiera de transformarlo. A todo lo más que se puede aspirar es a mantenerlo, estabilizando sus condiciones para permitir su análisis (no falta quien ha especulado con la esperanza de la replicación, aunque a día de hoy los intentos no han tenido éxito). Hay silencios y silencios, claro está. No puede compararse, por ejemplo, el que se oyó tras la erupción del Krakatoa (referencia: KR-M-1883) con aquél que siguió al siseo metálico de la cuchilla que seccionó la cabeza de Luis XVI (referencia: FR-E-1793). Son silencios únicos, irrepetibles. También los hay cotidianos y sencillos, como el de las cinco y cuarto de la tarde en el cruce del Ecuador con el meridiano de Greenwich (referencia: AT-#-#), o el que se produce bajo una alfombra en el pasillo de un séptimo piso de la calle Cruz del Molinillo, Málaga, un día de lluvia (referencia: ALF-#-[α]). Si una cualidad define al silencio, por encima de cualquier otra consideración, ésa es la especificidad.

No es impertinente recordar que la empresa responsable de esta organización no se dedica exclusivamente a tareas de almacenamiento. Como mencionábamos antes, es corriente que tanto particulares como grandes firmas se interesen por los productos en existencia, y cierren suculentos contratos a cambio de los derechos de explotación de un silencio en concreto, bien para reforzar la imagen corporativa con un halo de solemnidad (en millares de kilogramos), o bien para saber callar con distinción y eficacia garantizadas. Por medio de estas transacciones se obtienen ingresos suficientes para financiar las labores de investigación, que constituyen el capítulo principal de gastos de la compañía. Desde la fundación se viene estudiando el que fue el germen de todo el proyecto, y que con los años ha ido acumulando complejidad y asombro para los científicos especializados: una raíz del silencio original, pura, hallada a los pies del Teide a las cuatro y cincuenta minutos de la madrugada del 13 de abril de 1967 (referencia: A-0-0). Fue transportada hasta lo más profundo del recinto en un silo presurizado y a temperatura constante, donde aún se guarda. Lo custodian jóvenes empleados, nacidos en el almacén, que ni siquiera sospechan un mundo en el que los decibelios no sean pecado. Una vez por década el Director entra en el Sancta Sanctórum, sin testigos, y destila un 0’01% de la raíz para liberarla al exterior y equilibrar la armonía terrestre. Luego lo incineran y muelen las cenizas. La pérdida es inmensurable, desde luego, pero la merma más insignificante de ese silencio debe ser compensada, restituida, con una ausencia total que a la nada sume nada. Me atormenta pensar que cuando la humanidad desaparezca, tras el último sacrificio, un eco inextinguible brotará del almacén y corromperá el espacio. Haber muerto para entonces es un argumento que no logra consolarme.

jueves, 5 de mayo de 2011

La pirámide innombrable

A menudo he tenido un sueño. Uno bastante elaborado, es justo reconocerlo, aunque muy poco original, cuya simétrica insistencia, no diré molesta pero sí desasosegante, me lleva a pensar que tal vez habrá en él un ápice de valor, bien una enseñanza oculta, o una visión profética, acaso nada más que un ingenuo entretenimiento, suficiente para que merezca la pena contarlo, evocarlo.

Hélo aquí. Veo una pirámide surgida a partir de la repetición de un mismo libro. Cuatro triángulos equiláteros, coincidentes en el vértice superior, orientados cada uno al norte, sur, este y oeste, a donde llegan caminos cuyos nacimientos caen de la otra parte del horizonte circular, un terreno excesivo que no hace sino agregar magnitud al misterio arquitectónico, en apariencia eterno y espontáneo. No puedo asegurar, sin embargo, que no se trate de un solo libro, y que sean las páginas las que están dispuestas en una poco ortodoxa encuadernación estilo zigurat, apiñadas unas sobre otras dejando cada vez menos espacio, menos palabras, hasta el hermético punto final, en la cúspide.

Por los caminos llegan hombres sin rostro que ascienden por los escalones de la pirámide, rodeándola, manoseándola, gastándola, y que luego descienden con síntomas vivos de fatiga, decepcionados, tristes. Cuando le pregunto a uno de ellos qué busca, me responde que sólo trata de encontrar el párrafo en el que el autor escribió su nombre, Por qué, es que no lo sabes, le interpelo, Lo sé, me contesta, pero quiero leerlo para creer que es verdad que existo, que sigo aquí, que no soy otro, que no soy, por ejemplo, tú mismo. Comprendo que está loco, pero al instante recuerdo que estoy en un sueño, donde todo puede funcionar, y de hecho funciona, merced a un mecanismo distinto al que impera durante la vigilia, por lo que reflexiono hondamente en pos de alguna respuesta, de algún indicio de claridad.

Pasan las nubes, no sé si también pasará el tiempo, y me descubro agachado sobre los ladrillos, repasando con el dedo angostas líneas de letras, a la caza de mis letras, las que me pronuncian, las que me hacen sonar con una voz única, una voz de papel manchado, un eco impreso, sostenido, que me separa y me distingue del resto de los símbolos y de los hombres, esa concatenación, ya casi azarosa, de trazos que leí en tantos sitios, tantas horas al día, tantos días al año, o los recordé, con exactitud, como quien recuerda su dedo índice, limitando mi contorno y mi identidad, definiendo el yo que soy, como un peón, en su ajedrez infinito, negro sobre blanco. Pero dar con ese pasaje esencial requiere de una ardua labor de arqueología literaria. Las excavaciones son implacables, y, por lo que puedo oír, se heredan de generación en generación, con hijos removiendo pesados capítulos en busca de los nombres fosilizados de sus padres.

Ocurre que la pirámide, a causa de tan invasivos escudriñamientos, se va agujereando y vaciando hasta quedar hueca, seca por completo de frases y esperanzas. Es entonces cuando observo un curioso proceder en los mineros anónimos. Éstos, sin querer resignarse a la desilusión, anhelando el bautismo de la tinta, garabatean sobre la superficie perforada, en el labio de las simas profundas, nombres nuevos, tomados de la memoria o robados a la imaginación, concisos, de apenas unas sílabas, o largos y compendiosos como enciclopedias, modestos murmullos o poderosos cánticos de arcángel, grabados de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, en muchos colores, en todos los idiomas. Mi firma también contribuye a la obra general, que crece caracoleando por las paredes como un caligrama inquieto, ensortijándose en una historia cuyo protagonista es tan imposible como el propio sueño.

Luego, sin motivo, los caminos se evaporan y el horizonte vuelca hacia adentro su inmensidad. La pirámide flota ahora sobre un desierto de aire abisal en el que la historia se escapa, desbordándose en el olvido, vocal por vocal, consonante por consonante, los puntos, las comas, las tildes, los hombres, las mujeres, los niños, agrietándose y disolviéndose, borrándose en un silencio perfecto. Sólo quedo yo, en medio de todo, en el principio, en el final, pero ya no sé quién soy. Tengo miedo, durante inconfesables minutos, de que tampoco los espejos me recuerden. Siempre me despierto en el mismo instante.

jueves, 28 de abril de 2011

Bloques

Se llama Natascha y fue campeona mundial de Tetris en el año 2009. Ahora mismo está en el salón de su casa, un ático de la Diagonal de Barcelona, coqueto refugio, organizando por quinta vez en lo que va de semana los libros de la estantería, colocándolos por orden decreciente del centro a los extremos, formando una campana de Gauss. A Natascha le gusta decir que es una chica metódica, aunque quienes la conocen prefieren llamarla maniática (su novio pensaba lo mismo, aunque apreciaba en ella otras virtudes). Después de quince años de juego ha comprendido que los principios básicos del Tetris (todo encaja sólo en su lugar; siempre hay un hueco donde cada cosa encaja) son muy válidos para la vida diaria, y los aplica continuamente, en multitud de ocasiones. Nada más sencillo ni entretenido que dividir el mundo en bloques y convertirse en un maestro acomodándolos en desafiantes estructuras, sin que se amontonen, en el menor tiempo posible. Así consigue, por ejemplo, que el modesto salario que percibe por dar clases particulares de inglés todos los martes y jueves sea suficiente para cubrir sus necesidades, y aún para permitirse algún que otro –aparente– capricho. Sin embargo este sistema obliga a una rigurosa conducta que, de igual modo, la fuerza a cosas tan curiosas, o ridículas, como calcular la medida exacta de masa que necesita una tortita para que su circunferencia coincida al milímetro con el contorno del plato en que se sirve. Busca la armonía, la simetría, la coherencia y la regularidad donde los demás sólo se preocupan por el aroma, la cantidad, la textura o el sabor. Es matemática hasta en el sexo. Para ella el coito es una aritmética más, una geometría de los cuerpos desnudos que luchan por adaptarse a un patrón indeterminado, por lo que lleva desde los dieciséis aprendiendo nuevas posturas y filigranas. Éstas son las otras virtudes a las que se refería el novio, o tal vez los pretextos, según se entienda a tenor de lo que ocurrió. Una mañana el chico, recién duchado y con la camisa planchada, confiesa que no se siente con fuerzas para continuar con una relación en la que lentamente se ahoga, en la que no se siente completado, y que prefiere dejarlo y quedar como –aparentes– buenos amigos. Natascha no dice nada; no reacciona. Durante cuatro años ni un mal gesto, ni una palabra amarga, ni la menor señal de advertencia. Lo creía satisfecho, cómodo; pero se equivocó. A la campeona mundial de Tetris, por primera vez, hay algo que no le cuadra. Se siente como si la pieza alargada, la de los cuatro módulos en línea, hubiese caído tumbada taponando un espacio vertical, hecho a medida, estropeando la siguiente jugada. Él hace las maletas y se marcha, callejeando. Ella sale a pasear y camina hacia adelante sin detenerse, con una mano rozando las paredes de los edificios, corrigiendo mentalmente las interrupciones (puertas, pasajes, escaleras que suben o que bajan, balcones…) para quedarse con ese segmento conceptual, completo, constante. Así se topa con el frío panel de un escaparate, donde encuentra la solución. Se llama Crystal Lover y es un estimulador acrílico e hipoalergénico de diseño. Mide 25 centímetros de largo, ancho en punta 2'5, medio 2'8 y base 3'5; cuesta 32’95 euros. Todo encaja sólo en su lugar; siempre hay un hueco donde cada cosa encaja. Si la decoración, la economía, la cocina e incluso la anatomía siguen esa regla, piensa Natascha, ¿por qué iba a ser diferente con los sentimientos? Lo compra y vuelve a casa. Un dedo acaricia el envoltorio de cartón a través de la bolsa y toda ella se agita, casi se sacude, en un estremecimiento repentino. La pieza caída ha desaparecido, un nuevo bloque se acerca. Puede seguir jugando: nada obstaculiza ya la partida perfecta. Sonríe, tarareando los acordes de una de las melodías MIDI más reconocibles de todos los tiempos como quien canta el We are the champions, de Queen.

Suicidio (por correo ordinario)

Yo maté al hombre que escribió esta frase. Traté de avisarle diciéndoselo en una carta, pero cuando la leí ya no había nada que hacer.

miércoles, 20 de abril de 2011

Déjà vu

Hay un hombre sentado en el sofá, camiseta negra y pantalón de chándal, una pierna flexionada sobre la otra. La mano izquierda cruza el torso para hundirse en un bol de palomitas, compartido con la mujer que se sienta a su lado; la mano derecha sostiene en alto el mando a distancia. Las pupilas ensartadas por el fulgor catódico del televisor permanecen fijas en un punto vago, más allá de la pantalla, indiferentes al rápido discurrir de las imágenes que cada vez le parecen más un bucle de tarjetas de un test de Rorschach, ajenas por completo a cuanto sea seguir el hilo de la película. Se incorpora un momento para acercarse la mesa y coger el vaso de Coca Cola. Es un movimiento fácil, prácticamente automático; se hace sin pensar, todos los días, a todas horas, en cualquier sitio. Estirar el cuello, adelantar la columna, extender el brazo. Eso es todo. Sin embargo, cuando este hombre inicia el proceso, a mitad de camino un latigazo muscular lo detiene durante 0’36 segundos en una postura idéntica a la del primer modelo que Rodin bosquejara para esculpir El pensador. Prevenida por la onda leve de una epifanía estética, la mujer consigue hacerle una foto con el móvil en el momento exacto. Gira el teléfono y la ve. Le arranca una sonrisa. Decide guardarla en memoria. El archivo pesa menos de un mega y, transferido al disco duro del portátil, es renombrado como tiron_casa.jpg. Al día siguiente aparece ya establecido como fondo de escritorio, moteado de iconos multiformes: puertas que principian recorridos virtuales (y circulares) que desembocan insistentemente en el mismo mar de píxeles, como un núcleo nietzscheano al que toda la información quiere retornar.

El hombre estudia la imagen. Matices borrosos por la insuficiente resolución de la cámara se muestran ahora vívidos, definidos al detalle; una luz desconocida resalta la curvatura de los volúmenes, perfila los contornos con un bisturí hiperrealista, afilado y preciso, que destapa nuevas calidades. Lentamente se obsesiona con su perfección expansiva. Dedica varias semanas a aprender hasta el rasgo más insignificante, a consignar en un catálogo privado cada oscuridad, cada claridad, cada arruga en la ropa, el último cabello desprendido. Cuando la imagen se le acaba comprende en seguida que sólo queda una opción: repetirla. Gasta todo un mes reproduciendo minuciosamente el escenario que muestra el ordenador. Ordena los cojines sobre el sofá, ayudándose a veces de una cinta métrica para asegurarse de que respeta las proporciones originales. Vacía litros de refresco buscando la medida concreta de aquel vaso genuino. Ensaya frente al espejo una expresión que se empecina en huir de su rostro, rescatando en ocasiones gestos insuficientes. Una mañana anuncia a la mujer que ha dejado el trabajo, que necesita más tiempo para su proyecto (así lo llama), que ya le falta muy poco. Apenas duerme. Prueba una media de ciento sesenta combinaciones a diario, pero los remedos sólo penetran la membrana más externa de la imitación, que es la semejanza. Se desazona. Como cualquier ser humano, al final, conoce su límite y renuncia. Acepta la inutilidad de sus esfuerzos; se redime. Pone orden en su vida; recupera el empleo y se reconcilia con su mujer. Una noche ambos vuelven a ver aquella película a la que entonces no prestó atención. Le invade una oleada de pánico al descubrir que su retina, y controlando a su retina el cerebro, se niega a procesar un guión que persiste en presentarse como una sucesión anodina de escenas difusas, inconexas, desprovistas de sentido, y prefiere perderse en algún pensamiento ligero y cándido, distrayéndose. Advierte que a su lado, entre los dos, hay un bol lleno de palomitas que se lleva a la boca con la mano izquierda; con la derecha sujeta el mando a distancia. Lleva puesto el pantalón de chándal y la camiseta negra; una pierna cruzada sobre el muslo de la otra. Una gota de sudor frío le va ardiendo espalda abajo; todo confluye hacia un instante único y doble. De pronto, cuando se inclina y siente otra vez el calambre, se da cuenta de que en la mesa no suda ningún cristal. No hay vaso de Coca Cola. De alguna forma entiende que se ha salvado, que ha abortado el desastre. Suspira de alivio.

Pasan los años y el hombre aprende a convivir con un terror íntimo y constante a desaparecer. A reiterar por accidente un hecho singular, un nudo de los cordones, una caricia, una pasada del peine, un acorde de la guitarra, una temperatura del café, un bigote, y desvanecerse en la intolerable duplicación. Hace añicos los espejos, que tan buen servicio le prestaron, por miedo a mirarse y revelar una mueca antigua. Atiborra los armarios y el canapé con surtidos estrambóticos de camisetas y pantalones, aferrándose a la esperanza de no reincidir en algún conjunto. Teme acostarse con su mujer y reconocer inesperadamente un gemido, una sonrisa, un estremecimiento. Pide el divorcio; lo obtiene sin demasiadas lágrimas. Repara en que también teme despertarse solo y encontrar las gafas en el mismo ángulo que ayer, o que hace un lustro, sobre la cómoda. Evita las rutinas, los circuitos; no tardan en despedirle y embargarle. Deambula por los rincones de la ciudad acosado por la sospecha de su doppelgänger, sin detenerse, sin darse oportunidad para el recuerdo, para la imagen. La imagen (cree) aprisiona a la mente en una costumbre, en un afán violento por tender al arquetipo. No cabe otra manera de existir (cree) que forzar cada segundo una postura distinta, dibujar sombras cambiantes, complicando el argumento del mundo y agotando las fórmulas hasta que otra foto se convierte en el centro de la vida.

domingo, 17 de abril de 2011

Endless Ness

No tendré nunca un retrato de este instante. No habrá ocurrido para mí en los años prometidos –tiene veintitrés: aún es joven, tiene toda la vida por delante, tú no te preocupes–; desaparecerá mucho antes, dentro de nada, y no quedará ni humo, no hará ni muesca; la senectud hurgará con saña, pero sólo se manchará las manos de polvo, se masturbará frente a otro recuerdo desangrado. Ni siquiera estoy seguro de que pase ahora, cuando lo vivo. ¿Será verdad que llego a verlo, que realmente alcanzo el quicio, de puntillas sobre las uñas? Apenas oigo la zambra frenética que debería dolerme en los oídos, que tendría que tirarme al suelo con sus temblores, cuya melodía destiñe corcheas en la presa de mi mano. Al final de la partitura, mi nombre. Y la fecha de hoy. Me rodea la humedad de una taberna en Escocia.

Qué serena se ha vuelto la juventud, a qué apetecible baño invita, deslizándose rastrera por la tubería que obstruye un colesterol tolerante. Pero me resisto, a duras penas; con lo que puedo. La esperanza que yo calzo tiene la forma de una caravana de cíngaros que al calor del verano responden con violentos rabeles, y se pierden con la tarde en una playa cerca de Gibraltar, pegadita a África, casi África, casi niebla, donde alucinan sin culpa con un desfile de guanacos fluorescentes. Se va el sol y los sigo por la carretera; aún se vislumbran, de cuando en cuando, allá a lo lejos, ráfagas ebrias que me buscan lo tierno como puñalitos. Me da por pedir un deseo. Apago los ojos. Deseo que crezca en el centro de la moraga ese olivo de la historia. Dice el abuelo que hay un olivo, no sé dónde pero no importa, importa que existe, que puede ser en algún sitio, que alguien lo ha visto, a lo mejor, o a lo mejor también se lo contaron, no lo sé, un olivo que echa sus raíces en la nube más grande del cielo, ahogándola como una escolopendra de patas de madera, montándola salvaje, exprimiéndole un rocío viscoso y nutritivo que cae hacia arriba, hacia las aceitunas, gordas y redondas como sandías de esmeralda, tatuado el verde comestible con todas las letras del alfabeto, del nuestro y de los otros, de todos, que luego en el molino, machacaditas, escriben un libro líquido que fluye en páginas de oro hasta un punto que nadie ha puesto todavía, y dice también mi abuelo que con pan y ajo, tomate y un poquito de sal, está que quita el sentío [sic].

He leído mil veces ese libro, con pan y lo que no es pan, siempre con ansia, al filo del vómito, en serio, y nada de nada. Ni una revelación, ni un adelanto; ni un mísero tráiler. Se me escapa demasiado rápido y me pilla, para qué negarlo, con menos ganas que fuerzas. Que se vaya. Voy a pasear tranquilo por esta orilla. Aquí estoy en paz, estoy bien, no tengo problemas, arena y agua, agua y arena, repetición sencilla, rutina automática, soledad de jaez transparente, sordo, que me acompaña, que me lleva subido a la grupa, ¿dormido?, hasta la puerta de la torre. Tampoco esta torre la conoceré mañana. Es alta y poderosa, de piedra negra y junta blanca, o medio gris. Tal vez sea una chimenea. Conmueve la obstinación con la que se empeña en seguir en pie, rodeada de tallos partidos de otras torres, emergiendo insolente de una hemorragia de ladrillo, como si se estuviese estirando para pulsar el botón rojo que enciende todas las guerras. Entonces cruza de repente ante mis ojos, desenrollando un cachito del Sáhara, a toda pastilla, una bodega móvil que se alumbra el camino con la estrella de Mercedes, derramando lagunas de moscatel hasta que alcanza la Ciudad de los Borrachos con un triste esqueleto de vinagre, y todos lloran, y el muecín llama a la oración, dios es grande, y en la parte derecha de la cara se me pone color de sueño. ¿Dónde se ha ido la torre? Desparece. Como vino, se marcha. Se arrastra mar adentro como un caracol desahuciado de su concha, rendido, vendiendo su baba a un consorcio cosmético a cambio de una lata vacía de Fanta, sabor limón. Aún huele.

Salgo de ahí. Me tumbo a pasar la vigilia de los justos a la sombra de una carpa que parchea las estrellas. Alguien a mi vera chamusca un par de espetos. Me da por mirar y veo, y sé que luego ya no lo veré más, un grano de sal que el fuego lame con lujuria, creyendo que nadie se da cuenta, que está solo mientras acosa al diamantito helado, con el rosario escapándosele de los dedos, balbuciendo pasajes de la Biblia hasta que el pescado se termina de hacer y una mano, quemándose, se lo lleva a la boca, lo muerde y lo deshace en átomos de miedo. Qué rico. Qué fácil parece, y qué cortés. Hay genocidios cada día, tan livianos, tan mínimos, tan elegantes como un tango sin pareja, chamuyando una casete palabritas de Discépolo, que parece que no suceden, o que se escurren, más bien, por alguna reja de la vista y caen en una cloaca, chof, y se confunden con el resto de los restos, se pierden sus principios, sus nudos y sus desenlaces; en la contraportada del catálogo de esquelas, luego, puedes toparte con un anuncio de crema facial, Rejuvenil devuelve la tersura a tu piel [sic], muy manido, piensas, pero cuando te fijas en los tres primeros números del teléfono que aparece al pie, 6, 5, 0, te das cuenta de que es el precio exacto a que va el kilo de sardinas: seis cincuenta, que ya está bien. Suerte que yo no arrugo periódicos ni me dedico a advertir casualidades. Yo no permito que los significados ocultos me toquen; los repelo con potentes insecticidas. Abro un cajón cualquiera y saco un álbum de fotos. No juzgo. Ojeo un rato, página tras página, y conforme avanzo voy descomponiendo el horizonte de su historia en piezas de Lego, rojas y azules, la junta negra, o medio gris. Construyo un arco que pisa Madrid y Buenos Aires, sobre el que el caballo de Franco, con un clavo a punto de soltarse en la herradura de plastilina, orina un río bravo y caliente que la Calle Larios encauza en un silencio del jueves santo, herida la noche por el dolor de María Santísima de la Esperanza, fajín de Estado Mayor, descalza por una alfombra de romero y cáscaras de pipas, escupiendo impúdica una lágrima que, recubierta de cera, hecha una bola, disparan arcabuces legionarios y rematan en Vietnam, en Afganistán, en Cascorro, a la estatua del soldado desconocido.

Cierro el álbum y me preparo una hamburguesa. No sé dónde estoy ahora. Tarda un minuto y medio en el microondas. Le doy un mordisco. El queso fundido se me pega a la lengua y al paladar. Observo el techo; me suena. Mientras espero a que se enfríe pienso en esas manzanas que vendía la vieja, moño alto, barnizadas de caramelo en la plaza de Uncibay. Pienso en ese gusano atrapado dentro, encerrado en una crisálida de azúcar, huyendo en laberintos espirales hasta darse de cabeza contra un muro, sin atravesarlo nunca, muriéndose de rabia y de aburrimiento. Pienso en ese gusano que agujerea los intestinos que llenan el ataúd; no sabrá nunca del esponjoso acolchado. Bebo un vaso de agua. Ya no hay más hamburguesa. La lengua raspa la ternilla cojonera que se agarra al diente. Escucho. El rumor de toros en estampida se abre paso por las diagonales anchas de la dehesa, esquivando rocas y acebuches, cuesta abajo, espantando a los cerdos que hozan despistados y a un organillero vestido de astronauta, United States of America, que toca a manivela lenta Set the controls for the heart of the sun, de Pink Floyd.

Pronto llegarán aquí. Vendrán volando. Conducirán deportivos italianos descapotables, apretados de rubias núbiles. Arrancarán la hierba marrón, casi una pasta, romperán las copas y soltarán los flejes de las últimas barricas. Se inundará la Malagueta y con un ruido sinuoso serán ceniza los júas plantados durante la madrugada, rellenos de versos de Verlaine y Cavafis, que ardieron en tirabuzones castigados de rebujito de absenta, que cocinaron chorizos parrilleros en el zaguán del Palacio de Villalón, hoy Museo Carmen Thyssen, aportando contenido calórico al arte aún demasiado magro, y desde allí fueron en rigurosa fila india al vertedero municipal a solazarse con ruinas estrambóticas, descubriendo reyes insepultos en el Escorial de los desguaces, echando a la piscina de los lixiviados tanzas aparejadas con el garfio de una percha para pescar a Nessie, al monstruo del Lago Ness, o sólo para fabricar burbujas, antes de sentir en el pecho desatado la sutura total de la cornada. Ya me tiene a su alcance. Ha ignorado la playa y el alarido de los chirimbolos, las sortijas de los gitanos; me tiene querencia desde la primera fotografía, desde el brillo en las cadenas del columpio. Se acerca. No deja nada tras de sí. No tendré nunca un retrato de este instante –eso dije–; de la raya para acá empezará de nuevo: ya está seco el brochazo que pintó el aquí fue Troya. Pero se retrasa. Se dilata; se divide en infinitas pantallas de cine. Previsible. La vida es como un tenedor cargado de espaguetis: nunca sabes cuándo se va a acabar.

jueves, 14 de abril de 2011

El tapiz de Bayeux

Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux, que fue bordado en el siglo XI, donde colores simples y latines graves nos cuentan la epopeya de ese ejército francés que combatió y derrotó a los huscarles del rey Harold, es algo más; que es otra cosa. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux no es un resumen por voluntariosa intención artística sino por imposición de índole práctica, y que el auténtico tapiz, el imaginado, atestigua en su extensión real, o ideal, la suma completa y exacta de los momentos del paisaje que nos muestra: cada gesto en el rostro del soldado durante la lucha; cada perfil de las velas normandas según la fuerza del viento; cada ángulo de la flecha en todos los puntos que dibujaron su trayectoria, hasta acertar o fallar; cada piedra, cada hoja de hierba, cada descosido de estandarte; cada suposición del autor, cada olvido. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux no es el único; que existen otros, confeccionados en paralelo y secretamente, como aquél en el que se observan las manos de un recolector de arroz en un campo del Tíbet, encallecidas y en paz a la vez que en Hastings se pronunciaba el destino de Inglaterra; también uno en el que el Nilo sigue encauzado en los precisos márgenes que conocieron los faraones, mientras el duque Guillermo recupera del barro la corona de El Confesor; alguno, es posible, transcribe la elegía que recitó inesperadamente un pastor de los Urales cautivado por un oscuro presentimiento, y que ya no pudo recordar. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux, como la Historia, está tejido con un mismo hilo que en el pasado se tramó en la forma impensada de los dinosaurios y se urdirá  en el futuro de acuerdo al patrón caprichoso que otros compondrán a partir de nuestras sombras, sin pausa. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux no acaba; que sus extremos se prolongan invisiblemente y se arrollan formando muelles, como dinamómetros que miden la intensidad del hombre en el tiempo, y que se encuentran en las antípodas de la eternidad en un día esférico, mágico, que consiente al fin la victoria de los sajones. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux es una mortaja común que arropa a las generaciones en la idéntica muerte, desde Adán hasta la última incertidumbre.

Pero cuando yo lo miro, sólo veo el tapiz de Bayeux.

martes, 12 de abril de 2011

Cualquiera vale

Una niña va a la feria con sus padres y tras mucho insistir consigue que se suban con ella a la noria. Cuando la cabina llega a la cúspide, en lugar de asomarse un poco por la ventanilla y mirar abajo como hacen los demás, cierra los ojos y se imagina un cuento.

En un prado de hierba suave y frondosa, bañado por el sol, rompen la monotonía del verde los restos de un antiguo pozo, negro como la noche y más profundo que el océano de los sueños, donde un anciano rey escondió, siglos atrás, un cofre que contenía el mayor de todos los tesoros acumulados tras una larga vida de guerras y aventuras. Junto al brocal en ruinas crece un granado gigante; tan grande que, a veces, las ramas más altas de la copa enganchan las nubes que vienen cargadas de agua, robando la lluvia a los pueblos cercanos. Llegada la época de maduración, el granado deja caer al hoyo algunos de sus frutos, que se rompen y desperdigan al chocar con el fondo, inundándolo todo de pepitas rojas. Con el correr de los años el pozo se acabó llenando, y ocurrió que un caluroso día de primavera el sol derritió las pepitas y el cofre perdido flotó a través del zumo y del tiempo hasta la superficie, donde lo encontró la hija coja de un pobre campesino. Al abrirlo descubrió que en su interior había otro arcón, y dentro de éste otro aún más pequeño, sobre cuyo cerrojo había unas palabras grabadas en una plaquita de bronce. El único tesoro es aquel que necesitas sólo en este momento.

Lo que el rey había guardado, envuelta en algodones para evitar que un mal bamboleo la rompiera, fue una sencilla copa de cristal. La chiquilla la tomó entre sus manos con lágrimas de emoción y la hundió en el pozo para llenarla de aquel jugo refrescante, contenta de tener algo con que aliviar su sed sin necesidad de regresar a casa. Luego, cuando atardecía, se acercó a la orilla del río, apartó con ayuda de una concha la tierra húmeda hasta que el agujero le pareció lo bastante hondo, puso allí el menor de los arcones, se descalzó y dejó dentro una de sus sandalias de esparto, cubriéndolo bien todo antes de irse. Aquella noche soñó que un hombre de la gran ciudad perdía un zapato al intentar cruzar el río. Sonrió, satisfecha.

La noria rueda varias veces más hasta que la fantasía termina. Camino de vuelta los padres se fijan en que la niña parpadea más de lo normal, como si algo se le hubiese metido en el ojo. Una semana más tarde, al no remitir el síntoma, la llevan a la consulta y le hacen un par de pruebas. El primer médico la deriva al segundo, y éste a su vez al tercero, que finalmente da con el diagnóstico. Utiliza una palabra muy rara que la niña no ha escuchado nunca, pero que le suena a nombre de bruja mala. Glaucoma.

El padre trata de consolar a la madre, incapaz de sostenerse ante el terrible anuncio, abrazando a su hija como si fuese ya la última vez que la siente contra su pecho. Después de una hora muy aburrida en que los mayores no han parado de hablar, el señor de blanco, que se sienta tras la mesa llena de papeles, mira a la pequeña y sonríe. Algo cautiva su atención desde hace un buen rato. Un cuenco de bronce, lleno de caramelos. Amablemente se lo ofrece y le pregunta:

–¿De qué sabor te gustan más?

–Cualquiera vale–, responde ella, radiante de felicidad.

viernes, 8 de abril de 2011

El inventor de títulos

El inventor de títulos era un hombre bastante normal. Normal en el sentido en que pueden serlo una calabaza de noventa kilos o un huevo con siete yemas. Extraordinarios, sí, pero no sobresalientes. Diferentes, si se quiere; monstruos indoor que sólo impresionan entre los conocidos y como pasatiempo de fin de semana. Este tipo de normalidad le sentaba como un guante, ya que a pesar de su irrepetible talento nunca le gustó destacar demasiado. Era uno de esos genios alérgicos a la fama y siempre temerosos del juicio despiadado de las multitudes. Una rata de biblioteca, bicho de costumbres solitarias, capaz de disfrazarse con asombrosa frecuencia de persona común para evitar chismorreos incómodos. Su actitud quedaba plenamente justificada por la naturaleza de su arte, que bien podía ser fácilmente malinterpretado, confundido con la mera pretensión del escritor moderno, que suele entender la concisión del minimalismo como una licencia para engordar libros a razón de frase por página. No era éste su caso. Sabía perfectamente lo que quería decir y cómo quería decirlo, aunque rara vez sus textos alcanzaban el segundo renglón. La suya era una literatura lacónica, calculada, o mejor dicho, quirúrgica: siempre directa a la esencia de las palabras –o de la palabra–, atacando el tuétano, sin entretenerse en los pasadizos del lenguaje; analítica, incluso sagaz: profética, interesada en la diagnosis precisa de la evocación; pero nunca, bajo ningún concepto, humilde. En una sola línea conseguía agrupar todas las posibles y necesarias lecturas –y relecturas (e interpretaciones)– de una obra aún por desarrollar; todos los matices, toda la riqueza expresiva en su esplendor más prístino, sin relumbrón, sin atropello, en un orden tan nítido y lógico, tan intrínseco, que añadir más podía ser, y debía ser, tildado de superfluo. Por eso el inventor de títulos jamás completó un relato breve, o un cuento, ni mucho menos una novela –género que despreciaba debido al vicio invariable de la reiteración–. De hecho, por lo que sé, ni siquiera lo intentó. Era suficiente con escribir el mejor principio, el único, y tener la certeza de que los más esmerados finales no llegarían a ser dignos de él, a cumplirlo. Aspiraba, eso sí, a componer el título ideal, inalcanzable, que estuviese por encima de todos y los resumiese a todos, sublime, frágil y efímero, tras el cual no cabría más que el silencio eterno. Hacia el final de su vida razonó que tal título no podía existir, pues pronunciarlo, siquiera imaginarlo, haría impertinente el propio universo.

Una tarde, mientras charlábamos con él en una cafetería, cansados ya los ojos por el esfuerzo de la búsqueda, habiendo dejado tras de sí inspirados intentos que hundirían la moral de los más aclamados autores, conjeturó que tal vez su grial no fuese una combinación de letras –había renunciado tiempo atrás a la eventualidad de un idioma en concreto–, sino más bien de un simple trazo, certero, vibrante como un rayo. O tal vez sólo del modo de sostener el lápiz sobre el papel el instante antes de reproducirlo.

miércoles, 6 de abril de 2011

Dependencia

Al Rey lo tienen en una habitación bajo tierra, sin ventanas, atado a una camilla y salvado del exterior por una melena de tubos que horadan su carne, unos rojos, otros amarillos, algunos azules y pocos blancos, que le rellenan y le vacían a diario el escombro de vida que le queda, hinchándolo levemente por las mañanas, como una bolsa inflada por la brisa, y evacuándolo a la noche, sin miramientos, hasta que se vuelve del color del papel, adornado con la pureza de la última página, para que los funcionarios puedan seguir planificando, sobre sus prolongados aunque discretos estertores, la gloria de la nación.

Son cuatro los que se sientan a la mesa, en el piso superior a la cámara real, con el monóculo firme, todos presumiendo de frente despejada, mentón prominente y barriga aristocrática, luciendo constelaciones de óxido sobre las solapas y con jirones de nobleza cruzándoles el pecho, atentos como alumnos aplicados al menú que se sirve sobre la vajilla de plata, mirándose unos a otros con las lenguas ardientes, con los labios trémulos de emoción, llegando en silencio al acuerdo tácito de que no serán necesarios los cubiertos dorados, que entre caballeros esas cosas pueden disculparse, y sin esperar a la oración se lanzan sobre los asados, sobre las patatas y los salmones, hincando dientes adamantinos en ostras incalculables, hundiéndose en las salsas y limpiándose con vino los lamparones, que como nuevas credenciales presentarán luego a su majestad junto con el informe del último semestre.

El Estado marcha formidablemente, aseguran, mucho mejor que en el ejercicio pasado y todo hace pensar que la cosa mejorará en el siguiente, le dicen, susurrando a media luz, a media sombra, sin que el Rey les pueda ver las caras de satisfacción, las sonrisas de escualo con que se regalan afectuosos golpecitos con el codo, abnegados, sufridos, entregados padres de la patria, próceres del reino y acrisolados defensores de la virtud y la justicia, héroes de bronce animado que velan por el mantenimiento de la paz y el imperio de la ley mientras el monarca, a quien dios guarde aún por muchos años, se encuentra impedido para el desempeño de sus regias prerrogativas, incapaz de proporcionar a su pueblo el gobierno que sin duda bien merece desde su lecho de vejez, el trono del consuelo burocrático, donde poco más alcanzan sus fuerzas que asentir al gesto de sus ministros, que entienden otorgada la licencia de tomarle la mano, asirle la pluma y ayudarle a firmar el decreto, os contempla la historia, señor, afirman.

Hay por la capital, al final de cada calle, una iglesia donde se ruega por el sosiego del tránsito del Rey y se dicen misas por la eterna salvación de su alma, donde se intercalan homilías con panegíricos muy inspirados, con ciertos rasgos poéticos bien medidos, libres de frívolos versos, en los que se glosa la fortaleza y el valor del augusto soberano que, en el cantil de la muerte, persiste en el trabajo y el voluntarioso servicio al país que tanto amó y que tanto amor le demuestra, depositando donativos en el cepillo de los templos al terminar la ceremonia, decorando con flores frescas su efigie colgada en los principales edificios, en los parques, en los colegios, leyendo en clase los niños redacciones ditirámbicas con faltas de ortografía, llorándole a sus madres el sincero dolor por un hombre que sólo han visto en el revés de las monedas, del que oyeron hablar mucho a sus mayores sin escuchar nunca su voz, y que ahora se apaga en silencio, en un lento otoño de la civilización, habiendo olvidado hace demasiado tiempo quién fue y qué hizo.

Las palmas rollizas hacen un ruido asqueroso al chocar, aplastando moscas polvorientas, como si estuvieran cubiertas de grasa y salpicasen, pero nadie protesta, nadie lo nota porque son así todas las palmas, todos los aplausos pringosos que se escuchan en el parlamento cuando el presidente acaba de presentar la moción, que secunda el pleno de los diputados como si no hubiera más que un partido, el partido del sebo, de la ceba orgullosa e irreprochable, un lodo político en el que se revuelcan, estallando de contento, trescientos cincuenta representantes electos democráticamente que detentan el poder legislativo en nombre del Rey y para beneficio de los ciudadanos, compatriotas, que entonando himnos y encendiendo velas en históricos altares servirán el festín que deleita a la piara y lubrica los engranajes del progreso, siempre adelante, sin desfallecer, hacia un mañana más grande y hermoso, un futuro en el que los sueños se cumplan, en el que mane la felicidad en forma de vivienda y trabajo, a nadie faltará su plato de habichuelas y otros eslóganes pegadizos, que a rebenque de esperanza echa a andar el invento, se acepta sin chistar como el menor de los males, luego votos a favor tantos, en contra tantos pero pocos, se aprueba la ley y sonría usted, por favor.

Está la corona desmayada, como la flor del famoso poema, sobre el cojín de una butaca carcomida, apagado su radiante esplendor de otras épocas cerca del cabezal, alumbrando apenas los rescoldos una conversación que se precipita, palabra a palabra, con inclemencia de granizo, sobre la testa desnuda del anciano príncipe cristiano, sedado tras la quinta crisis de la semana, su corazón no resistirá otro golpe tan contundente, osa informar al gabinete el médico venido del extranjero, ya no se puede hacer nada más, la medicina no puede revertir el estado en que se encuentra su majestad, a duras penas podemos hacérselo tolerable, y qué sugiere usted, pregunta un funcionario, actuar con humanidad y desconectarlo para que deje de sufrir, responde el anterior, es lo que dicta el sentido común, caballeros, lo único decente que se puede hacer, ahora se adelanta otro engalanado miembro de la administración que, limpiándose las gafas con el paño de la corbata, recita de memoria a garganta picante los artículos primero a cuarto del código penal, que establecen la pena de treinta años de prisión a quien obrare, conspirare o por omisión provocare la muerte del Rey, agravantes por brutalidad a un lado, y con la amenaza planeando ligera por la habitación cargada, pálido el personal sanitario como sus batas inmaculadas, sale en perfecto orden la comisión a tiempo de asistir a los protocolarios actos benéficos que figuran en la agenda del día, no se olviden de cambiar los tubos, dice el que cierra la puerta.

Lo hacen, desde luego, y sin demorarse más de lo prudente extraen todo el cable viejo y lo sustituyen por otros modernos cables, finas tuberías encargadas por el gobierno que al acoplarse, al contacto con la real persona, se agitan como tentáculos histéricos y crecen, crecen hasta desbordar la habitación y toda la planta, reptando a través de la galería, abriéndose paso por cada hueco del sótano hasta que el espacio es insuficiente, pasando entonces a derribar las paredes para acomodar su gigantesca estructura y no taponarse en nudos, enroscándose en los pilares y las columnas para alcanzar el acceso del complejo y quebrantar sus cierres de seguridad, emergiendo como una erupción festiva hacia las abiertas calles del reino, por las que se extienden y multiplican en alambicados conductos capilares, como una arteria comunal, pública, que irriga ya no sólo las ansias de los cuatro comensales obesos, sino a toda la población, a todos los fieles súbditos, a todos los animales y alimañas, mamando con fruición de las nutricias cánulas umbilicales, alimentándose de los desechos del Rey sin la menor expresión de arrepentimiento, siquiera de gratitud, entre las lágrimas, borrando del idioma y del sentir la palabra necesidad, desplazando la carencia a lejanos ámbitos, mientras plácidamente transita el jardín de las edades una sanguijuela, brillante, interminable, escoltada en solemne procesión por severos policías en uniforme de gala.

Una noche el sacerdote de la capilla privada es requerido por una piadosa enfermera para administrarle el viático al casi difunto, y lo halla en tan inefables circunstancias –como tantos otros, todo lo desconocía o se esforzaba en desconocerlo– que corre a quejarse al director general de la instalación, no se puede consentir una cosa así, es inaudito lo que aquí abajo está ocurriendo, alguien debería poner orden y depurar responsabilidades, y demás razones por el estilo que no conmueven al bigote ni al corazón del corpulento ciudadano ejemplar, quien sirviéndole un trago e invitándole a tomar asiento, derrochando maloliente condescendencia, se limita a explicarle, camarada, que no son necesarias eucaristías ni santos óleos, que según la actual normativa, que mucho le convendría repasar, en el nuevo Estado un rey puede permitirse el lujo de morir, pero el Rey es imprescindible, oficialmente inmortal, por tanto, a todos los efectos jurídicos y no jurídicos pertinentes, quiéralo o no, dado que le corresponde, como se lee en la constitución, la responsabilidad final de proteger y sostener a su pueblo, y eso es precisamente, camarada, lo que su majestad está haciendo y hará, hoy y siempre, pase lo que pase, por todos nosotros, ¿le queda claro?

Mucho después guerras extrañas variaron el trazado de aquellas fronteras e impusieron un sistema nuevo, más ecuánime que el antiguo, en teoría, que no logró prosperar debido a la reacción de las masas, quienes, esquilmados los vestigios de la monarquía, imploraron con desespero, con amor, con hambre, la tiranía de otro Rey.