domingo, 28 de noviembre de 2010

Laberinto 39

Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar.
(Jorge Luis Borges, La casa de Asterión)



Los habitantes de aquella región hablaban una lengua tan sutil y enrevesada como el propio Laberinto. La falta de consonantes y de una normalización fonética cabal reducía toda ocasión de diálogo a un deplorable torneo de aullidos, lo que despertaba el recelo visceral de cualquier explorador que se acercara a tan primitivos vericuetos.

Este pueblo –los llamé lasqhibelianos, como recordaba haber leído en un viejo volumen de aritmética fantástica, si bien nunca se dieron nombre– ocupaba el territorio que, dejando al oriente el Océano De Las Espirales, se abría paso a través de selvas tenebrosas, con pasillos y recodos cuyas paredes no eran sino la urdimbre de raíces petrificadas de los Árboles Más Grandes, hasta alcanzar los campos de avena de las Llanuras De Las Rectas Sin Fin. La insólita geografía anticipaba la naturaleza de su léxico. Para ellos, palabras tan necesarias para nosotros como hola o gracias eran tenidas por solecismos y aun por imperdonables ofensas, ya que al parecer, estando interdicha entre ellos la presunción de una identidad particular, incompatible con la del clan, no contemplaba su gramática la posibilidad de un caso vocativo.

La filosofía que había tramado semejante idioma me atrajo de tal modo que, durante años, centré mis esfuerzos en comprender mejor el carácter de tan extraordinarios seres, estudiando sus tradiciones y aprendiendo sus costumbres, confiando en que los misterios más ocultos me serían revelados algún día, y que, gracias a esta labor, mis compatriotas no habrían de seguir temiendo a quienes siempre habían reputado como criaturas ferales, ariscos a la menor caricia de civilización.

En efecto, fue mucho lo que descubrí, pero en forma alguna tanto como había confiado encontrar al comienzo de mi expedición, y a medida que el tiempo gastaba las cabañas de concha y las brumas de las primeras incertidumbres se disipaban para dar luz a evidencias cada vez más predecibles, iban desapareciendo mis esperanzas de recuperar esos tesoros de conocimiento milenario que las noches prometían. Superada la barrera de la comunicación, los lasqhibelianos resultaban una sociedad francamente aburrida. Su acervo se limitaba a dos o tres docenas de leyes ancestrales transmitidas en torno al fuego de generación en generación, referidas a aspectos tan absurdos como la forma de morder las hojas de caña los días de lluvia, qué hacer con el pelo que se cortaba a los ancianos con piedra biselada o qué estación del año era la más propicia para la adoración de las lianas podridas. Sospecho ahora, con la perspectiva que me dan la experiencia y la distancia, que tamaños sinsentidos no obedecían, como podría pensarse, a erróneas interpretaciones fruto de la insalvable cacofonía de su constelación de dialectos –catalogué más de una treintena; muchos variaban en función del perfil del terreno, el hambre o la ausencia de lluvia–, sino a una interesada, providencial tergiversación cuyo fin era protegerse de una terrible Verdad que permanecía allí oculta, y que sólo las voces procedentes de otros países del Laberinto, filtradas por el eco místico de aquellas fragosidades, podían nombrar. De este modo, el mantenimiento de un estado permanente de estulticia por medio de una cultura, a fuer de tonta, alienante, permitía que los lasqhibelianos no tropezaran con dicha revelación por casualidad, y que incluso si así ocurriese no la comprendieran, para evitar enloquecer. Aunque no descarto esta conjetura, debo admitir, sin embargo, que nunca he podido confirmarla, si bien es cierto que existen elementos significativos que la sostienen. Baste decir que, en este sentido, puedo afirmar, sin miedo a equivocarme o a incurrir en falacias, que de todo el Universo perceptible, los lasqhibelianos son los únicos hombres que no profesan la fe del Dios-Centro.

Alguna vez oí hablar, en uno de mis viajes, acerca de territorios inhóspitos, alejados de toda geometría coherente, donde los nómadas morían de inanición y sus restos eran devorados por monstruos primordiales, que defecaban luego sobre los vestigios de pueblos cuya antigüedad comprometía la mera estructura del Laberinto, que se guarecían en cuevas donde veneraban a imágenes semihumanas grabadas en la roca, y que afirmaban, en una escritura ya perdida, que el Todo es infinito y que cualquier ser viviente, como cualquier esquirla de uña o gota de agua, es su Centro Exacto, y por lo tanto, es Dios. Sobre este relato, que jamás fue otra cosa que cuento de cuna y farsa de comediantes, gravita la duda que me corroe a todas horas y me impide dormir. Siento hundirse su aguijón a cada paso, paciente. La oigo susurrar, en estrofas repulsivas, razones elegantes que ponen a prueba lo más precioso que tengo en el mundo. Mi fe.

Por ella he escudriñado las junglas lasqhibelianas y he expuesto mi cuerpo al castigo de una cellisca hirviente y de alimañas chupadoras de bilis. Por ella he recorrido los Reinos Cuadriculados y he fatigado los Desiertos Hexagonales, perdiéndome en las simas más remotas y apareciendo de nuevo en las cumbres más insolentes, allá en los Dominios De Lo Irracional, desde donde se divisan los famosos Muros Cambiantes y, se cuenta, puede contemplarse el panorama más hermoso y vasto de todo el Laberinto, siempre en busca de una respuesta que calmase la desazón de mi alma. Pero en cuanto camino he hollado, en todas las sendas posibles e imposibles, sólo he encontrado nuevos interrogantes, nuevos rastros que me impulsan a ir aún más lejos. Razono que acaso sea esa la auténtica, la única justificación del Laberinto. La necesidad de seguir buscando.

Sé que hay, por ejemplo, impías latitudes donde cofradías de fanáticos minotauros proclaman la supremacía del Dios-Centro, y abominan, en brutales ceremonias de execración, de herejías tales como la del Dios-Vértice o la del Dios-Perímetro, que preconizaban extintos cultos gnósticos, y las condenan severamente, crucificando en sus galerías de adobe a todo infiel que siquiera las recuerde en voz baja. La histeria prende con rapidez en esta y en otras gentes cuando la ortodoxia es contestada, y en su angustia no ven otra forma de guardar los misterios inmaculados –un monje ciego, no obstante, hablaba del Divino Ardid– que la minuciosa, continua usurpación de la verdad. Yo he presenciado sus crímenes. He visto cómo estos miserables, los zrelianos, se afanaban en el sabotaje de acueductos, emponzoñando el agua para enfermar peregrinos y acabarlos antes de que pudieran hacer sus preguntas; les he visto alterar, henchidos de una alegría siniestra, las señales de provincias enteras del Laberinto, confinando a los hombres en una jaula cíclica. También falseaban mapas y desplazaban fronteras, enviando a los incautos a pozos de bestias voraces de donde no volvían a salir. En otras comarcas, hacia el norte, he visitado las ruinas de bibliotecas colosales en cuyos volúmenes ya nadie sabe leer la Ciencia, y que bajo las nubes levantan interminables cordilleras de olvido documentado –no es infrecuente tener noticia de la exhumación, en ciertas cuevas secretas, del esqueleto de un erudito idealista. Al sur, en las lindes del Páramo Asimétrico, ascienden las Escaleras Interconectadas de Penrose, que suspenden, a muchas leguas por encima de la superficie, otro Laberinto de menor tamaño y pintado en ocre. La intrincada sombra reticular que proyecta, semejante a una araña o una incesante serpiente, suscribe el trazado del primero. Aquellos que se aventuran en esta síntesis flotante, se abandonan a la ilusión de que ubicando a Dios en la copia es dable hallarlo en el original he comprobado que estos penitentes, para evitar extraviarse, siguen un itinerario de huellas sangrientas (acaso las suyas), aunque no es insensato pensar que su propósito sea otro menos útil. Durante algún tiempo me consolé en el candor de esta ingenua teoría, pero no tardé en volver a las lágrimas.

A menudo, repasando mis notas sobre la religión de los lasqhibelianos, enfrascado en penosas cavilaciones, he llegado a lugares y corolarios que mi mente lucha por rechazar, pero a los que mi corazón y mis pasos siempre regresan. A diferencia de los nabelitas, que moran en oscuras catedrales volcánicas y procrean en parajes donde la acumulación de escoria permite ídolos deformes –y que, aunque salvajes, adoran a un panteón de dioses concéntricos–, los lasqhibelianos entienden que el Laberinto es contingente y que sólo sucede para los que no pueden ver a través de la bruma. Por tanto, razonan (tolérese el término) que no es concebible un Dios que, por ser total, integre esa niebla impenetrable, cuya condición está sujeta al albur de la percepción. Habida cuenta de que este pueblo no es pródigo en metáforas, ni siquiera para expresar las inquietudes más íntimas, he perseguido la bruma desde entonces, sea lo que sea, convencido de que en algún lugar sobrevive el arquetipo que la inspiró, custodiando aún las soluciones.

Debo al pobre relato de un coleccionista de arena la única pista fiable. El anciano hablaba sobre gigantescas columnas de humo y ceniza que avientan fieras batallas de guerras periódicas, a décadas de viaje hacia el occidente, allí donde la constante humedad hace crecer un musgo cáustico que erosiona las murallas y abre nuevos caminos, que invariablemente conducen a enervantes contradicciones. He creído advertir el resplandor de esa violenta bruma, que figuro plateada y muy brillante, cegadora, en un despacho de carne de escorpión en los Marjales De Espejos, o partiendo el pan con un escuadrón de esclavos en las Tierras Sin Dimensión, o justo antes de cerrar los ojos, como un preludio burlón de mis pesadillas; en mi delirio, la siento oasis, océano.

Esa Verdad lasqhibeliana, a la que acaso ya he renunciado, me es tan ajena allá donde los edificios de cristal rompen la monotonía de los surcos de acero y los hombres han aprendido a volar, como en los profundos estanques de limo donde la vida aún necesita eones de evolución antes de adquirir consciencia. Si es que existe, me digo, quizá sea necesario nacer de nuevo para aceptarla.

En Szuszkir-Äng, la ciudad-templo de los mencebucos, resiste en letras de oro la siguiente inscripción: «Creo en una Realidad de inagotables Laberintos, cuyo Centro es otro Laberinto inaccesible». Ruego a los diecinueve soles que me concedan el reposo de saberla falsa.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Carmín y lámpara

Coge el teléfono.

-¿Sí?
-Te espero allí. No tardes.
-No.

Cuelga. Mírate en el espejo. Asegúrate de que eres tú. Suspira. Pásate una mano por la cara y termínate el trago. Ve al dormitorio y saca la chaqueta y una corbata azul. Abróchate el último botón de la camisa y vístete como dios manda. ¿Qué hora es? Todavía tienes tiempo, pero no se te ocurra distraerte. Haz un repaso de la situación; cerciórate de dónde estás y qué estás haciendo. El coche está aparcado fuera. No hay nadie en la calle. Ahora. Sube, arranca y conduce hasta el puente. No toques el retrovisor. Deja en paz el paquete de tabaco. Conoces el camino muy bien. Trata de concentrarte en él, en las líneas de la carretera. Intenta calcular mentalmente la distancia a que están pintadas y cuánto miden. Te sabes la ruta perfectamente; podrías hacerla con los ojos cerrados si te lo propusieras. Pero ahora tienes otras cosas más importantes que hacer. En la guantera. Ábrela y métete en el bolsillo lo que haya en el bolsillo. Aparca. Es aquí. Te está esperando cerca de la farola. Acércate sin que se te noten mucho los nervios. La mano lejos del bolsillo. Quítate las gafas de sol, que te mire los ojos y sepa que no estás dudando. Deja que hable primero.

-¿Está hecho?
-Está hecho.
-¿Cuándo, entonces?
-Mañana, a la misma hora.
-Bien. Hasta mañana.
-Hasta mañana.

No ha sido tan difícil. Vuelve al coche. Espera un momento antes de arrancar. Ya se ha ido. Respira ahora; relájate. Por hoy ya está todo listo. Buen trabajo. Piensa en Lía. Su turno empezó hace veinte minutos. Puede que sea el día. Te sientes afortunado, satisfecho de ti mismo. Lo que se dice un hombre con suerte, un triunfador. Igual lo consigues. Recuerda ese perfume mezclado con el humo de cigarrillos baratos. Esa espalda desnuda con la cicatriz, casi un tatuaje, en forma de espiral cerca del hombro derecho. Quizás se haya puesto esta noche otra vez su vestido de serpiente. Los tacones azules, los únicos que tiene, y aún no ha aprendido a llevarlos. La echas de menos desde la última vez que la viste. Y aunque el recuerdo que te dejó no fue muy bueno, es imposible que cambies de idea y decidas ir a otro sitio en este preciso instante. Tienes que ver a Lía y pedírselo. Así que quítate la corbata, coge el peine del salpicadero y arréglate un poco. Échate encima un poco de esa elegancia que está acostumbrada a tratar y ve directo a ella, sin contar con nada.

-Disculpe, caballero.
-¿Sí?
-Lleva usted un faro trasero roto.
-No lo sabía.
-Pues ahora ya lo sabe. ¿Me permite su permiso de conducir?
-Claro. Tenga.
-Gracias. Vamos a ver…

Digresión 1: Estás sentado en una habitación que no conoces. Frente a ti hay una mesa con un montón de papeles en blanco y un rotulador. Apoyado contra la pared, un hombre te mira con una sonrisa tonta. Asiente sin parar. Miras al suelo y ves unas baldosas de colores chillones puestas de cualquier manera, sin guardar el mínimo orden. Se escuchan risas histéricas al otro lado. Alguien llama a la puerta y el de la sonrisa abre. Aparece una camarera de hotel con un uniforme raído, que deja sobre la mesa un plato lleno de dados de veinte caras con mayonesa. Se te ocurre de repente una idea para empezar a escribir.

Rápido, acelera. Va a tardar aún en reaccionar y subirse a la moto para perseguirte, y tu coche es mucho más rápido. Esta carretera es tuya, no te pongas nervioso. Aquí no puede ganarte. Estás en tu terreno. Se va quedando atrás lentamente, como el final atenuado de una canción demasiado triste. Ya no lo ves. Lo has perdido de vista y no habrá tenido tiempo ni de comunicar tu número de matrícula. No sufras más, era lo que debías hacer; lo que tenías que hacer. Que tu corazón se calme. Sigue un poco más y tuerce a la derecha, al descampado, junto a los árboles. Sin luces eres invisible en esta oscuridad. Siéntete parte de ella mientras tu miedo se va esfumando. Escucha los sonidos del bosque que se cuelan por la ventanilla. Tantas cosas que no saben y que pasan justo a tu lado, a tu alrededor. Siente ese viento frío separándote la piel de la ropa, erizándote el vello. Estás vivo. Sigues vivo, después de todo, y ha sido endiabladamente sencillo. Apretar el acelerador y correr para estar cuanto antes con Lía. Y mañana, de nuevo a las responsabilidades. Esto ha sido una anécdota sin importancia. El que importa sólo eres tú. Ya lo sabes. Siempre lo has sabido. Si estás aquí es gracias a ti, y a nadie más. Pero aún te cuesta hacerte a la idea de esta nueva vida. Es lógico, pero no se te ocurra darle más vueltas a la cabeza al respecto. Lo has elegido tú y es algo fantástico. Alguien es posible que te espere ahora. Termina de recuperar la compostura y ve.

-¿Otra vez tú?
-Sí. Quería verte.
-Tú siempre quieres verme.
-¿Puedo invitarte a algo?
-Ya estoy servida. Gracias.
-¿Quieres hablar?
-Mi tiempo cuesta dinero. Ya lo sabes.
-Tengo dinero.
-Seguro. Pero lo que no tienes es interés.
-Déjame demostrarte que te equivocas.

La chica del policía bebe en una copa de cristal tallado. Es la única que hay en el local, y la guardan sólo para ella. Da un sorbo y deja una media luna de carmín rosa. Entones, alguien lejos de allí enciende una lámpara. El resplandor te deslumbra un segundo, lo suficiente para que a ella le dé tiempo a desaparecer. Miras a todos lados, sumido en el desconcierto, dejándote llevar por un instinto que nada tiene que ver con la supervivencia. No es eso lo que has estado aprendiendo todos estos años. Sangre fría, eso es lo primero. La chica no está, pero no puede haberse esfumado sin más, sino que tenía un plan de huida, lo que significa que estaba esperándote. Y si se ha tomado tantas molestias preparando este tinglado, dudo mucho que la encuentres moviendo la cabeza como un loco, como si fueses a descubrirla escondida tras una puerta. Ha salido y no para irse a pie, así que haz tú lo mismo y averigua que está pasando. Paga al camarero y evita que se fije en ti. Ponte las gafas ahora. Mejor que nadie en el bar pueda dar una descripción tuya si la cosa se complica. Y no dudes que todo apunta a que termine complicándose. Reza porque Lía no esté metida en el otro asunto. No creo que resistieses tener que asegurarte de que mantiene la boca cerrada.

-¿Cómo te llamas?
-Ya lo sabes.
-¿Por qué estás aquí?
-Ha salido corriendo.
-Está conmigo, así que lárgate.
-Quiero que venga conmigo.
-No.
-Suéltala.
-No.

Digresión 2: A veces, cuando te despiertas, descubres que el teléfono se ha convertido en un asqueroso ciempiés enchufado a la corriente. Te levantas y sales de la habitación, confiado en que la mañana mejorará. En tu salón hay una fiesta de niños sordos que compiten entre sí por ver quién es capaz de explotar más globos con una silla de ruedas. En la chimenea arden a cámara invertida varios álbumes que habías olvidado hace años. Pones la tele y ves a un hombre sin rostro cambiando de canal, sin conseguir desaparecer de la pantalla. Más tarde, cuando regresas del trabajo, algo te dice que hubiera sido mejor no estar de acuerdo.

No llevas puesta la corbata. Lo recuerdas, pero estás demasiado confuso y te palpas el pecho de la camisa para ver si se ha empapado, pero no está ahí. Un zumbido menos agudo que el de una mosca te llena los oídos. Se pasará en un momento. Lo has escuchado antes, no muchas veces, pero sabes cómo funciona. Siempre pasa lo mismo, pero es el precio que hay que pagar. Aparcas junto a la vieja cabaña abandonada, a un par de kilómetros de la carretera. Abres la puerta y bajas, poniendo los dos pies en el suelo al mismo tiempo. Te encanta el sonido de los zapatos al caminar sobre la tierra, sobre todo cuando pisas piedras pequeñas. Es como una caricia hecha música. En las películas, en todas las películas, es un sonido que te hipnotiza. Agarra bien la pala y poco a poco. Tienes tiempo; tienes toda la noche. No pienses en la arena cayéndole sobre los labios, borrándole una sonrisa que sólo has imaginado alguna vez. A él ponlo boca abajo. Ahórrate los sentimentalismos de última hora. Ya está hecho. Revísale de nuevo los pantalones, no vayas a dejarte alguna sorpresa. Está limpio. Acaba el trabajo y vuelve a casa.

Duerme.

-Han desaparecido.
-¿Quiénes?
-Los demás.

Apaga la luz. Sigue durmiendo.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Carmesinia

Contemplaba circunspecto el universo bajo su mando desde el trono excavado y esculpido en un sencillo planeta de roca gris, con el codo apoyado sobre el reposabrazos tapizado de hectáreas de terciopelo rojo, fatigándose la vista en adivinar las estelas de las estrellas fugaces y el seso en predecir sus caóticas trayectorias. Era el emperador un dinosaurio de mirar distante, con manchas verdes sobre la piel rosada, de burdeos desteñido, y una voz de sirena exiliada que ya no producía más que chillidos condenados a perderse en la soledad del espacio. Cuando le conocí ya no quedaba en todo el imperio quien se atreviese a hablarle. Tal vez por eso confió en mí para el puesto de virrey de las provincias orientales, donde aún se adoraban a deidades vinculadas a la noche y la música estaba prohibida por considerarse grave blasfemia. Tal vez no le quedase nadie más a quien pedírselo.

Fui enviado a un mundo que había existido por muy pocos años, en los cuales la inteligencia de sus extraordinarios habitantes encontró tiempo y materia más que sobrados para germinar y florecer en una civilización mucho más avanzada que la de sus lejanos vecinos. Tal claridad de pensamiento y grandeza en virtud alcanzaban aquellos seres, que un principio no pude por menos que considerar intrigantes, que todavía no se habían dejado caer en el pozo insondable de la vanidad como es usual entre los de nuestra clase, y eran lo suficientemente humildes para rechazar bautizar a su hogar cósmico, evitando así querer significarse con arrogancia frente a otros mundos de su región sideral más antiguos en la Historia. Lo llamamos Carmesinia nada más llegar, debido a su atmósfera mezcla de tonos asalmonados y vagos púrpuras, que a menudo se definían dando un grana arrebolado. Era un planeta de flamencos.

Lo primero que supe por boca de Cayetano, su líder espiritual y responsable entonces del gobierno y la administración, fue que los habitantes de Carmesinia tenían prohibido andar de frente bajo pena de muerte; ley que, como pronto descubrí, no dudaba la Justicia en aplicar con la mayor severidad y contundencia. De igual modo recuerdo cómo me pareció singular el estricto veto gastronómico que afectaba a la utilización de cualquier tipo de ave en cocina, aunque no puedo decir, en rigor, que me sorprendiese. Entre sus muchas y llamativas idiosincrasias la sociedad carmesina procuraba en todo momento actuar según la regla de la coherencia, sin cuestionar las verdades convencionalmente aceptadas y guardándose de promover ideas radicales o tan sólo levemente heterodoxas. Supe que trescientos años atrás, en la que se conoció más tarde como Época Triste, una dirigente anarquista de nombre Xhynch (al parecer, los nombres ordinarios eran privativos de las familias más conspicuas) había encabezado la lucha de una facción disidente contra los abusos de la monarquía, propugnando un nuevo sistema de poder basado en la soberanía del pueblo. Tras seis décadas de enfrentamientos (son excepción los flamencos que no llegan a sobrepasar la frontera de las dos centurias) fue finalmente detenida y ejecutada, exponiéndose su cabeza en una pica plantada en los jardines del palacio real. Apenas diez días después de su muerte los más ínclitos filósofos, moralistas y científicos concluyeron que Xhynch tenía razón en sus postulados, lo que hacía necesario la abolición inmediata de los privilegios hereditarios y la implantación de una nueva estructura de gobierno, que quedó concretada en los principios del modelo político actual: la ornitocracia. Jamás sintió embarazo un carmesino por reconocer el acierto ajeno y reparar el error propio.

Se compone la familia flamenca, por lo general, de un padre, dos madres, los hijos, los abuelos y sus esposas, los bisabuelos y sus esposas, y los tatarabuelos, no considerándose sus consortes, a partir del nacimiento del primer descendiente en cuarto grado, miembros de la estirpe. A pesar de mi interés y mis denodados esfuerzos no he sido capaz de desentrañar la razón de este comportamiento, que se tiene por principio fundamental e inamovible del orden social y cuenta con plena aceptación. Los matrimonios se conciertan a menudo con décadas de antelación, incluso antes de la eclosión, siendo considerado de baja categoría la unión por motivos sentimentales. No obstante, la homosexualidad es contemplada con indulgencia, aun con cierta distinción, fruto de la influencia del comportamiento de los cisnes, ser dechado de aristocrática presencia, cuya colonia se estableció en el planeta desde el inicio de su historia escrita.

No me he detenido a hablar sobre el ingenio y la capacidad de la tecnología de Carmesinia, patrón acrisolado de eficacia en todo el imperio y principal valor frente al desinterés exterior. Empero, en lugar de enumerar una interminable lista de logros, nombres y fechas, prefiero relatar una anécdota que, a mi entender, refleja a la perfección la naturaleza tan única y particular del carácter y la flema de este pueblo. En los comienzos de su desarrollo como sociedad avanzada los flamencos carmesinos advirtieron que, a pesar de haber conseguido adelantos impensables en otros rincones del universo, como los viajes interestelares sin necesidad de combustible, la fusión fría o el teletransporte, aún eran incapaces de contener la crecida de los cauces fluviales para evitar las inundaciones en grandes ciudades. Para poner fin a la situación fue organizada una expedición con el objetivo de visitar otros planetas y recabar información que les reportase los conocimientos necesarios para solucionar de una vez por todas el acuciante problema. Al llegar al Sistema Solar los miembros de la misión se maravillaron al descubrir la labor que llevaban a cabo los castores construyendo sólidas presas en los ríos para controlar su caudal. Debido a un fallo en el vehículo espacial los tripulantes no pudieron regresar (de hecho, hay teorías que postulan que los actuales flamencos terrestres no son sino el resultado de la involución de la progenie de estos precursores de la raza) y enviaron por señales de onda el epítome de cuanto habían visto a sus camaradas. Al mensaje, recibido con años de retraso, se respondió preparando una nueva expedición, esta vez con la encomienda de traer consigo a su regreso a cuantos ingenieros castores fuese posible capturar. Pero debido a un fallo en la comunicación relativo a la descripción física de tan desconocidas criaturas, el nuevo equipo las confundió con ornitorrincos debido a sus similitudes morfológicas, y cargó una copiosa remesa de vuelta a Carmesinia. Allí, tras demostrar su total y absoluta falta de pericia en el cometido que se les había impuesto, y viéndose favorecidos por la ancestral ley que prohíbe ajusticiar foráneos, además de por la falta de depredadores naturales, los ornitorrincos se multiplicaron a un ritmo alarmante hasta ser considerados una benigna pero completamente inútil plaga. Desde entonces, en Carmesinia son norma dos cosas. Una, que las crías de flamenco se entretengan jugando con estas graciosas mascotas, que a pesar de ser venenosas se prodigan en docilidad. Y dos, que los núcleos urbanos se encharquen hasta los dos pies de agua cada vez que llueve, gracias a lo cual han inventado los mejores equipos de buceo que se conocen.

Como virrey del emperador fue mi deber desde el primer día dar relación veraz sobre cuanto asunto concerniente al desenvolvimiento de la vida pública adquiriese especial relevancia, velando siempre por mantener toda manifestación de carácter popular dentro de los márgenes de la estabilidad y la paz. Me enorgullece afirmar sin miedo que, en el tiempo que se prolongaron mis responsabilidades diplomáticas, ningún informe remití donde se pusiese tacha alguna al talante impecable de los carmesinos, nación educada en la contención de espíritu y la templanza del ánimo. Sin embargo, debo confesar que cundió en mí la incertidumbre cuando tuve ocasión de presenciar la forma en que tenían lugar sus comicios. Por cada candidato al poder se designaba un nido en todas las circunscripciones electorales, en el cual los votantes mostraban su conformidad con el programa de cada representante político depositando una piedrecita, con su nombre y DFI (Documento Flamenco de Identidad) para evitar fraudes. Al final de las jornadas de elección se hacía el recuento total y el aspirante a gobernador, juez o censor que obtenía el mayor número de piedrecitas era confirmado en el cargo. Se me antojó un procedimiento, si bien indudablemente ecuánime, harto original y extravagante, sobre cuyas implicaciones sigo reflexionando aún hoy en día.

En cuanto a la religión puede discurrirse muy poco, ya que ésta, para los carmesinos, no se basa en abstractas metafísicas ambiguamente reveladas, sino en certezas mensurables elevadas al rango de sacramento. De esta forma nadie puede poner en tela de juicio ni enfrentar teologías contradictorias, ya que el conocimiento de lo divino es la mera experiencia de lo sensible. Creen sin embargo algunas comunidades más atrasadas en la existencia de cierto demiurgo aflamencado, carente de alas y dotado de seis brazos a quien llaman el Serafín, quien eternamente incuba un huevo donde se gesta el sentido de la existencia. La mayoría rechaza esta fe, encontrando frívolo el crédito prestado a tales supercherías, equiparables a la opinión (cada vez más extendida) de que el cambio en los gustos del vestir viene condicionado por la variación del clima.

Es Carmesinia, en fin, un pequeño lugar en este infinito de constelaciones y misterios al que no puede ponerse punto sin más, pensando tontamente que todo ha quedado dicho. Mucho puede y debe decirse, y sé bien que cuanto más conozco de esta tierra donde cinco soles bailan con seis lunas, turnándose cada ciento siete años exactos para que la descartada no llore; cuanto más siento como propios ese brillo de sus joyas, esa majestad de sus edificios, ese folclore nunca del todo comprensible para los de fuera, pero atrayente y adictivo como una droga; cuanto más hundo mis raíces en su suelo de oro y arcilla, y paladeo el sabor de su agua e inspiro el olor inconfundible de su brisa, sé que más extraña y profunda se hace a mi pobre imaginación. Ojalá nuestro señor volviese hacia aquí sus ojos tristes y pudiera sonreír, divertido con tamaña caricatura.

Alegoría

Dime, tú que lo conoces, el nombre del centauro
que murió desjarretado en el bosque de tu sueño,
con el cuerpo roto por dejar el corazón salvo,
por cabalgar a ti, de nuevo, como a una fuente.

Dime, tú que allí estuviste, el color de las manos
de esos alarifes que mezclaron argamasa con silencio
y levantaron tu palacio de corales imposibles,
allí donde el vientre del pecio gestaba fantasías.

Dime, tú que la recuerdas, la lengua que susurraban
los ángeles en la noche de las mil y una burbujas;
esa caligrafía absurda con que aún escribe tu mirada.

Dime, si es que aún lo sabes, crisálida infinita,
¿de qué ciénaga fuiste loto intenso un día
y en qué laberinto endureció la razón tus alas?

lunes, 15 de noviembre de 2010

Hombre con cabeza de corchea (Sextina neodadaísta)

Tu generosa profusión de ornitorrincos
ofender pretende los destellos sodomitas
que turban y confunden al sacacorchos,
tan firme, tan letal en sus ímprobas fricciones,
que despeña con pasión un teleférico
envuelto en auras de elegante juventud.

Quisiera que esta vida y esta juventud,
este vuelo caprichoso de ornitorrincos,
quedara para siempre legible en el teleférico
que hoy arrastran voluntades sodomitas
con argumentos de retrógradas fricciones,
capaces de deglutir irrefragables sacacorchos.

Oh, triste oficio y afición de sacacorchos,
aciaga costumbre de terca juventud
condenada a la tiranía de las fricciones!
Oh, inconstante discurso de ornitorrincos
sin fe ni esperanza en las virtudes sodomitas
que calcan corazones sobre el teleférico!

No hay monstruo semejante al teleférico,
inflamado por la furia fatal del sacacorchos,
que atenaza entre sus fauces vientres sodomitas.
Hay en él distancia y alma –que es la juventud–
troqueladas por afán de ornitorrincos
cuyas colas se agitan en violentas fricciones.

Son prebenda de este tiempo esas fricciones
que empañan todos los cristales del teleférico,
y ese incierto ámbito de amor de los ornitorrincos
que deja cercenado un implacable sacacorchos.
Se nos gastan las escasas horas de juventud
en espectaculares circunloquios sodomitas.

Finalmente se han confesado sodomitas
poco antes de expirar el plazo. Ahora las fricciones
de sus sombras son el eco de una juventud
derrochada en la sordidez de un teleférico,
en equilibrio sobre oblicuos sacacorchos
inspirados por la contención de los ornitorrincos.

Esos torpes ornitorrincos, instructores de sodomitas,
consagrados al sacacorchos y sus fricciones,
desde un alto teleférico vomitarán su juventud.

martes, 9 de noviembre de 2010

Poema

‘¿Dónde irás esta noche, Corso?’, te preguntan

los enjambres luminosos de la madrugada:

los chistes verdes, los zumos falsificados,

la niña chula, la ortografía de los epigramas.

‘¿Dónde descansas?’, te repiten,

con el fastidioso acento de las tardes

del té con pastas.

Habrías hecho bien, futuro desconocido,

empezando a olvidarte cuanto antes

del mundo. De tu caballo, Asterión,

del cascabel y de tu espada.

Librarte –fugarte– del sabor de esas botellas,

de esas horas y esa turbia ciencia;

limitarte a coleccionar el nombre

de tontos logotipos.

Ahora, cielito lindo, ¿qué te queda?

Cajones en ruinas, desiertos desahuciados

y un silencio más bien cómodo

para los profesores de Historia.

¿Y tu fama? ¿Y cada batalla

hasta la batalla de ayer? Me respondes con soberbia:

‘ya lo sé: no queda nada’.

Pero no se te acaba la cuerda, Scherzo;

a ti no se te gasta una casa.

No se te agotan los muebles,

las puertas ni los postigos de colores.

A ti las cosas se te pegan para siempre.

Lo empezaste, solo, un mes de invierno

y en el cuadernillo rojo escribiste:

‘mariposa color vino, alma mía…’,

comandando una legión de puntos suspensivos.

Hoy, echado en medio de ti mismo,

y tú mismo en medio de la calle,

todavía faltan por arder

algunas de las páginas

que no arrancaste.

Envaina el alma, mariscal, y abre

la jaula –chisquero elegante–

que son muchos los cigarros

liados en tus tristes sonetos

esperando por tus tristes labios.