jueves, 31 de marzo de 2011

Tres historias sobre Dios

I

El catorce de abril de 1912, en su camarote de segunda clase del R.M.S. Titanic, Alfredo Gomara pasó la pala ancha de la corbata por el hueco del lazo, dispuesto a cerrar y ajustarlo sobre el último botón de la camisa nueva, cuando vio a Dios reflejado en una esquina del espejo. El Divino Rostro le interrogó en silencio durante un buen rato antes del primer gesto, que resultó ser una incómoda mueca de sorpresa.

-Señor, hay tantas preguntas que quiero hacerte…

-Yo sólo te haré una, Alfredo. ¿Por qué has aparecido en mi espejo mientras me vestía?


II

La teoría afirma, y la defienden incluso reputadas y escépticas autoridades del pensamiento y la ciencia, que es posible la transustanciación de Dios en un cuerpo humano psicológica y físicamente preparado para el formidable impacto. La única duda es si Dios resistiría la impresión de ver limitada su esencia infinita a unos márgenes tan estrechos. ¿Soportaría el poeta verse reducido a su poema, sin poder añadir a la composición un último verso, sin variar una sola tilde?


III

«Hagamos una apuesta»; dijo a Dios la Muerte. «Descenderemos a la Tierra y haremos que sus habitantes queden fascinados por nuestro esplendor. Si alguien queda cautivado por ti, nunca conocerá mi hálito gélido y será inmortal. Pero si alguno se prendiera de mí, deberás acabar con su vida con tus propias manos». Dios aceptó las condiciones y ambos bajaron a la Tierra. Estando allí, contempló Dios por primera vez la auténtica majestad de la Muerte y le pareció más hermosa que cualquiera de las cosas que había creado, y cayó rendido a sus pies, alabando su magnificencia. Sonrió la Muerte.

-Ahora, cumple tu palabra.

domingo, 27 de marzo de 2011

Naranjas

Había naranjas. Naranjas por todo el suelo. Naranjas frente a la puerta de la iglesia. Naranjas redondas, grandes, brillantes. Naranjas como planetas naranjas en una noche de piedras blancas y negras. Alguien las había hecho caer de los naranjos, de mala manera, a patadas contra el tronco. Como los niños que quieren bajar al gato de las ramas. Pero las naranjas no tienen uñas para agarrarse, ni saben lo que es el equilibrio. Cuando el viento las besa rápido ni se asustan ni sonríen, ni sienten un cosquilleo en el estómago. Las naranjas son burbujas con coraza.

Tenían la piel tibia, perlada de zumo ácido, de sudor de naranja. No se movían. Se daban, muelles, las manos de hojas almidonadas, como cuchillas verdes, para quedarse en el sitio, a la espera, tal vez, de otro cielo. Calladas, como muertas, para engañar a los pájaros. No pensaban en la vida las naranjas, ni en el amor, ni en las matemáticas, ni en la sensación de la savia quieta en las venas. Tampoco en los zapatos de tacón ancho, y en los más afilados. Se hicieron las sorprendidas en todo momento. Les llovió, de pronto, una tromba de arroz, y retemblaron con los campanazos. Reconocieron la música, como tantas veces antes, y los goznes bostezando con su voz de soprano, abriéndose, y los pasos y las carreras. Un dragón gigante pasaba por el universo, dando coletazos lentos a los astros y desviándolos de sus órbitas para siempre, desperdigándolos en el infinito. Como canicas lanzadas con demasiada fuerza. Dieron contra zócalos, contra los bordillos gastados, pasando por encima de las rejas de las alcantarillas, hasta llegar a ninguna parte.

La torre de los terremotos metálicos aún no se había puesto el dedo sobre los labios. Se les rompieron los huesos de tanto apretar para nada, a las naranjas. Algunas, cortadas, mostrando los órganos contraídos por el frío. Cada una en un lugar, solas, marcando de naranja un punto anónimo en un mapa demasiado grande. Trazaban líneas nuevas que interrumpían las sillas y las esquinas de los callejones, y una cancela de hierro con un letrero, y un laberinto de pies que sostenía un bosque de columnas de raya diplomática y medias de seda. No tienen memoria, las naranjas. A mitad del banquete se levantó una chica y miró de reojo a la exiliada que estaba más cerca. Al planeta ausente de su estrella. Viajó a la naranja y miró más allá. Hasta otra naranja. Y hasta otra más. Todas las naranjas, unidas, cuando no lo creían ni lo esperaban, por un riachuelo claro de su sangre. Cuando las dejó sobre la hierba dibujaron el mismo sistema solar; por azar, el azar repetido. Tenía ella en el brazo seis lunares idénticos a seis naranjas, y sonrió, sintiendo en el pecho un repentino estremecimiento de árbol. Se olió las manos. Los dedos, se los lamió. Una lágrima de naranja y una lágrima suya rodaron a la vez por una misma mejilla. Y cuando cayeron, sin que a ellas les diese tiempo a predecirlo, las raíces ya habían arañado la capa más dura de la tierra.

sábado, 26 de marzo de 2011

El arrecife

En la noche turbia, desde la atalaya del cantil, el vigía –en la isla nadie supo nunca su nombre– miraba, resignado, cómo se acercaban a la costa los derrelictos del último naufragio provocado por el arrecife.

Manos laboriosas, pacientes, habían tallado en otra época, generación tras generación, devotas, el atolón de escollos que rodeaba aquella porción de tierra, marginada secularmente por la cartografía, donde el tiempo se escurría sin huella y no arraigaba el recuerdo. Arrastrados hacia el rompiente por el fuerte rebalaje, el océano había perdido la cuenta de los barcos que allá alijaron fragmentos de una memoria ajena. Hebras de muchas vidas, de muchos mundos, que el vigía –noche tras noche– se encargaba de trenzar en un mundo y una vida posibles. Suyos.

Bajó en silencio hasta la playa, casi negra, sin más luna que un fanal parpadeando en la cima del peñón, expectante. Su luz le señaló una tortuga muerta, con el vientre ovalado, hinchado y abierto, por el que asomaba la maraña de tripas púrpuras.

A su lado, medio enterrado en la arena, descubrió una copia traducida al sajón del manuscrito Voynich, que Kafka había prologado brevemente con la receta de un postre húngaro.

Unos metros más allá había aparecido, rodeado de añicos del rosetón de Notre-Dame, un ladrillo de la Atlántida envuelto en una nota, que el agua borró.

Dentro de una botella de ron, que guarecía una reproducción bastante fiel del Victory de Nelson, encallado en un coral de alga, el esqueleto de una sardina hacía las veces de leviatán furioso en un reducido y divergente Trafalgar.

Luego vinieron retales de velas deshilachadas y jarcias heridas de sal, algunas cuadernas astilladas y un felús reluciente del tiempo en que Ibn Hazm le puso el collar a la paloma.

Incrustada en una palmera reclinada sobre la orilla, recuperó la bala que un granadero ruso no se atrevió a disparar en Austerlitz, cuando tuvo en la mira de su fusil, durante un segundo histórico, al emperador de los franceses.

En una caja cerrada con clavos roídos por el óxido, que aun así tardó en poder abrir, encontró muchas cosas, pero ninguna le agitó la curiosidad. Ni el vestido de novia, todavía muy blanco, asfixiado de lazos y perlas, cubierto por plumas de pularda. Ni las diecinueve cajas de cerillas, ya gastadas, con el dibujo de una jirafa en el cartón. Ni la llave de una caja fuerte y la propia caja fuerte, sin nada más dentro que una fotografía, fechada en agosto de 1899, donde no se veía a nadie. Tampoco, en un rincón, el espejo de mano moteado de huellas ancianas.

Una vez vaciado el contenido, advirtió unas letras garabateadas sobre el fondo de tabla, separadas por puntos, que se le antojaron una letanía humilde y esquemática de la soledad, o quizás una mnemotecnia precisa del olvido.

Lo último que rescató fue una caracola pintada en tonos celestes y amarillos, abandonada sobre una roca, en cuyo rumor confuso aún podía distinguirse el eco de la voz lastimera del rey Sebastián de Portugal, poniéndose en paz con Dios antes de embarcarse para África.

Al regresar a su puesto, bordeando el litoral perseguido por el alba, se le cruzaron varios niños del poblado, andrajosos, chillando y a la carrera. Cayeron sobre los vestigios de la historia que contó el mar en la madrugada como buitres famélicos, y sin alguna piedad los devoraron y redujeron a polvo. Insatisfechos, esparcieron las sobras a la deriva de otro azar.

La noche siguiente, en un sueño, divisó a un hombre que se aproximaba al acantilado, bogando despacio en un chinchorro. Resplandecía en la superficie, engañosa, la estela gris del lomo de los atunes amaestrados, como marcando la ruta hacia un botín. El vigía disparó una flecha inflamada, certera, que lo alejó de vuelta a su nave.

Despertó en una mañana presentida, sin esperanza, y contempló serenamente cómo el arrecife, agotada la tinta de sus fabulaciones, iba desdibujándose poco a poco con el vaivén de las olas.

jueves, 24 de marzo de 2011

Palimpsestos

Decía Borges en un pasaje de La biblioteca de Babel que uno de los libros más largos que pudieran ser jamás escritos era la autobiografía de los arcángeles. Supongo que el ilustre argentino suponía, para que el cuento le cuadrase, que las celestiales criaturas poseían una memoria capaz de resistir el desgaste con que los siglos erosionan el recuerdo, sin perder, desde el primer aleteo hasta la última vigilia, ni el más ridículo detalle de su gloriosa existencia. Por suerte o por desgracia, o quizás –que será lo más probable– por mezcla de ambas, resulta que eso no es cierto. Resulta que, si se diese el caso, que se ha dado alguna que otra vez, al autor de la glosa de sus días la faena no iba a llevarle más allá de las trescientas páginas –y eso contando con que el prosista fuera de verbo florido y letra estirada–.

Si digo esto no es por afán de desmerecer la capacidad retentiva de los camaradas de San Miguel y San Rafael –a quienes no tengo el gusto de conocer personalmente, pero de los que tengo excelentes referencias–, sino por la mera constatación de la evidencia. Vamos, que hablo con conocimiento de causa; por propia experiencia, si lo prefieren así, que son ya muchos años en el oficio. Y nada que ver con la realidad del asunto, que apunta por otros derroteros muy distintos.

Los ángeles son –somos, como ya habrán notado– gente normal y corriente, de las de toda la vida, aburrida incluso, como cualquier hijo de vecino. Siempre relativamente, claro. Porque aunque no podamos matar con la mirada ni resucitar a los muertos, ni siquiera curar un triste resfriado, nunca hemos dejado de ser inmortales, y eso, irremediablemente, marca una diferencia. Los hay también que, además, de vez en vez se distraen revoloteando por donde no pueda verles nadie; aunque, francamente, debo decir que, como especie, nuestras habilidades aéreas, a causa de la vida sedentaria que solemos llevar la mayoría, distan mucho de parecerse a la precisa y majestuosa destreza del halcón. A fuerza de dejar de lado la práctica de una tradición que se nos supone legendaria, cuando despegamos los pies del suelo poco más podemos hacer que planear con gracia de gallina hasta posarnos, por tirar de un eufemismo amable. Pero aquí lo que interesa no son nuestros pasatiempos, sino dar a conocer un curioso aspecto de nuestra particular naturaleza.

Me refería al principio a la memoria de los ángeles, advirtiendo que, en contra de la creencia popular –o no tan popular, que no somos el centro del universo aunque de allí procedamos–, no es ilimitada ni mucho menos abarca el evo de la Historia. Es importante tener claro en todo momento que hablamos de magnitudes que sobrepasan todo entendimiento, ya sea humano o angelical; incluso me atrevería a decir que divino, por lo que debemos andar con cuidado. De hecho, la relación entre Dios –me perdonarán que no extienda más en este punto, porque la digresión nos alejaría demasiado de nuestro propósito– y el Tiempo es tan complicada que, desde nuestra humilde perspectiva, sólo podríamos resumirla, hablando mal y pronto, pero claro, con la imagen de dos perros callejeros peleando por darse mutua y simultáneamente por el culo. Cada cual queriendo adaptar al otro a su propia necesidad, sin contemplar en ningún caso la posibilidad de ceder o de llegar a una tregua, ya que ambos conciben el enfrentamiento como el origen del equilibrio que sostiene la realidad, y saben que el premio disputado –sea lo que sea– es hueso demasiado jugoso.

Profundo, ¿verdad? No desesperen: nosotros tampoco llegamos a descifrar completamente el sentido de semejante trabalenguas metafísico-lumpen, y quienes lo intentaron continúan hoy dándose de cabeza contra un muro de hormigón. Sin embargo, como resultado de esta eterna pugna, nos vemos en el brete de tener la certeza de que estaremos aquí para siempre, pero sin saber nunca hasta cuándo. Y eso, aunque parezca una infantil contradicción, representa para el sindicato de las cuatro esquinitas una afilada espada de Damocles que puede descolgarse el día menos pensado.

¿Que dónde encaja en todo esto el asunto de la finitud de los recuerdos? Muy sencillo. Así el percal, y sin voluntad ni ánimo para interferir en el orden natural –mente impuesto– de las cosas, los ángeles hemos optado por desentendernos de trifulcas donde nada –o demasiado, según se mire– se nos ha perdido y tirar por el camino de en medio, haciendo frente a la situación por un flanco desprotegido. Ligadas como están nuestra sustancia y esencia –que más allá de teologías diversas vienen a ser más o menos lo mismo– al devenir de este mundo, sensibles como ningunas a los cambios, y no digamos ya a los nuevos principios, decidimos hace un par de milenios que no sería mala idea ir ensayando todos los finales posibles para estar preparados ante cualquier contingencia. ¿Y esto qué significa?, que desde entonces y hasta la actualidad los ángeles imitan al hombre y viven una vida de pocos años, con pocos recuerdos, para renacer y poder olvidar, empezando de cero. Una y otra y otra vez, repitiendo y variando, para que cuando el auténtico Fin –the End, en inglés– nos eche el freno definitivamente no nos pille por sorpresa.

Pero no es tan fácil como parece a primavera vista –ya dijimos que, pese a todo, no somos superhéroes, aunque sí que vivimos en un planeta de kriptonita–. Seguimos siendo lo que somos, y eso no está en nuestra mano variarlo, por muchas trampas que logremos hacerle al destino. En nuestro improbable código genético se halla impreso un desolador sentimiento de desarraigo, de pertenencia a ningún lugar, de inquietud, que constantemente se encarga de recordarnos, por medio ráfagas fugaces de retales de vidas pasadas –flashbacks en toda regla, para entendernos, pero siniestros como pesadillas–, que el nuestro no es más que un disfraz que tarde o temprano pasará de moda. No obstante, y no tengan duda de ello, el carnaval merece la pena. Con mucho.

Porque, gracias a esos sueños, sé que he sido –que seré–, como dice la canción, arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador. Y sé que en cada uno de esos mundos he conocido la felicidad y la tristeza; he saboreado el placer y sufrido dolor; he experimentado el miedo y buscado –y encontrado– el amor; sin atreverme jamás a aprender nada, a coleccionar souvenirs. Tendido en un tejado de pizarra azul, con los talones apoyados en la canaleta de latón, he visto salir el sol más veces que estrellas hay en el cielo, y hasta hoy no recuerdo dos amaneceres iguales. Cada paso, en cualquier parte y en el mismo lugar, sigue siendo el primer paso; cada aliento, el último aliento. Sé de mi vida sólo lo que mi vida llena, y con eso me basta. No hace falta más.

Y así sucede. Como peces obstinados nadamos contracorriente en el acuario del Tiempo, con una memoria de tres segundos para abarcar un mar infinito, incapaces de hilar un recuerdo con el siguiente para obtener respuestas, pero sin ignorar nunca que estamos recubiertos de escamas. Y sin olvidar tampoco –y eso es lo único que realmente importa– que en esos tres segundos, ya sean tres años, tres siglos o tres días, que son todos los días, no nos hacen falta alas para ser libres. Ni papel para dejarlo todo dicho.

lunes, 21 de marzo de 2011

El coloso

I

El coloso apareció una mañana, de repente, y se sentó en el borde del mundo. Dejó que las piernas colgaran sobre el vacío y chocaran contra la pared de tierra. Luego se quedó quieto, mirando a la nada en completo silencio.

Un labrador fue el primero en descubrirlo. Se había levantado sobresaltado por el temblor y salió corriendo, seguido de su mujer, temiendo que la casa pudiera venirse abajo en cualquier momento.

Cuando lo vio, apenas una parte del enorme costado, mucho más alto que cualquier montaña, supo que nunca más en su vida tendría que preocuparse por el mañana. Se acercó y miró hacia abajo, al acantilado vertical cuyo fondo no distinguía ni el catalejo de la imaginación, y dijo:

–Menuda suerte.

Sin embargo, la mujer, que era incapaz de compartir la alegría de su marido ni comprendía como aquella mole iba a darles de comer a ellos y a los hijos que querían tener, le dijo:

–Olvida esa cosa y repara la casa antes de que la perdamos. Si no lo haces, no tendremos lugar para pasar la noche.

El labrador, ofendido por la ignorancia de la esposa, tomó un mazo de fragua y, a golpes furiosos, terminó él mismo el trabajo que el terremoto había dejado a medio hacer. Después, se sacudió las manos, la miró y con duras palabras le hizo entender que si no estaba dispuesta a seguirle en la aventura que había resuelto llevar a cabo, si no quería ayudarle a hacerse rico y alcanzar la fama y la gloria imperecederas, podía marcharse para nunca más regresar.

–Sabes que siempre te he querido, y que te querré siempre; pero si tu corazón ahora late en el pecho de ese coloso, entonces, ya no queda sitio para mí a tu lado. Me iré, llegaré hasta el otro extremo del mundo y te esperaré allí.

No la vio alejarse. Tampoco la vio llorar mientras recuperaba las pocas cosas que le quedaban de entre los escombros y las ponía en un hatillo. Tenía los ojos cerrados, la mejilla apoyada contra la piel de la criatura, las manos acariciándola, la sonrisa sincera y a la vez velada por una falsa promesa.

–Tú eres lo que llevaba esperando toda mi vida.

Y en menos de un mes, tal y como calculó, se convirtió en el hombre más rico, famoso y glorificado de todo el mundo.


II

Agustín y Juliana vivían cada uno en un pueblo separado del otro por una distancia de trescientos cincuenta pasos exactos. Un río fino como una interminable lombriz de plata marcaba la frontera ilusoria entre sus mundos, que ninguno había cruzado jamás.

La primera noticia que tuvieron de la existencia del coloso les llegó por medio del mismo repartidor de periódicos, con apenas minutos de diferencia.

Se decía que era un ser fascinante, misterioso y gigantesco; tan grande que los académicos de la Lengua, reunidos en sesión extraordinaria, habían tenido que inventar nuevas palabras para referirse a la naturaleza de su tamaño, ya que dejaba obsoleto todo el campo semántico que tan bien había funcionado hasta el momento.

Se decía también que se trataba de un enviado de los Cielos. También que había venido desde el Infierno. Que era el último de su especie. Que tan solo el primero de otros muchos que vendrían muy pronto.

Los filósofos buscaban en él la fuente de la verdad y la sabiduría. Los poetas, la inspiración. Los pintores, la belleza. Los escultores, su modelo perfecto.

Hubo quien dejó atrás sus creencias y lo elevó a la categoría de dios, poniendo en él toda su fe y su confianza. Se hablaba incluso de un grupo que, asqueado de la injusticia y la miseria, organizó un nuevo sistema político y social en torno a su figura: la colosocracia.

Sin embargo, nadie se molestó en preguntarse lo más evidente: ¿por qué?

Tan pronto como terminaron de leer las crónicas y las experiencias de un nuevo mundo que renacía asombrado y esperanzado, ambos supieron que debían dejarlo todo e ir, fuese como fuese y costase lo que costase, a ver con sus propios ojos aquella maravilla.

A pocas horas del lugar donde reposaba, encontraron el final de la cola de visitantes, que cuchicheaban, gritaban, se hacían confidencias y desesperaban por que el gentío avanzase más rápido y les llegase por fin el turno. Estaban tan lejos del coloso que apenas podía divisarse en la distancia.

Los dos ocuparon al mismo tiempo su puesto. Sus miradas cruzaron el río por primera vez. No hizo falta nada más para que lo supiesen al instante.

–Por esto.

Agustín y Juliana habían recorrido una distancia cien mil veces mayor que el camino que separaba sus casas, sólo para encontrarse al otro lado del mundo.

Nunca más volvieron a separarse.

Nunca vieron al coloso.
 
 
III
 
Una mañana, de repente, el coloso se inclinó hacia delante y saltó, perdiéndose en el infinito. El mundo se quedó en silencio hasta que, varios días después, alguien se atrevió a preguntar, entre la timidez y la decepción: y ahora, ¿qué?

El labrador, tras ver como con él habían desaparecido todos sus sueños de riqueza, fama y gloria, suspiró, maldijo entre dientes, se asomó al abismo y dijo, calmado:

–Menuda mierda.

Y, sin más que hacer ni que decir, dio media vuelta, echó a andar, y el mundo se olvidó de él para siempre.

Cargado de inmensas fortunas que había acumulado gracias a la gente que pagaba por ver de cerca al coloso, compró un pasaje para el otro lado del mundo. Se enteró entonces de que ese lugar era conocido como «las antípodas».

No tenía la menor sombra de duda acerca de la alegría y el amor con que su mujer le recibiría después de tanto tiempo.

Llegó a una casita de campo, idéntica a la que en una vez vivieran. El abismo que caía a pocos pasos de allí estaba justo en el punto opuesto a donde el coloso había estado sentado.

Junto a un pequeño huerto había una tumba en cuya lápida podía leerse una única palabra: todavía.

Las flores aún estaban frescas. Su oro ya había empezado a oxidarse.

El coloso, por Francisco de Goya (1814-1818)