miércoles, 12 de diciembre de 2012

Indulgencia plenaria

Ybarra se despertó de golpe al cambiar de postura, como si se hubiera clavado en la espalda los añicos de un sueño trepidante. El mismo de siempre. Palpó las sábanas. Ni rastro. De nada. De nadie. Como siempre, recalcó, desde hacía ya no sabía cuánto. Mucho, eso desde luego. Probablemente demasiado. Había preferido no echar cuentas. Inspiró. El aire alquilado del piso le asestó una puñalada de incienso con intenciones de alpechín en la fosa nasal izquierda. Una mojada limpia, bien calculada, de esas que se han ensayado en sótanos sin espejo y que se guardan para el momento justo. Suspiró, rascándose la sien tensa. Se levantó y fue a la cocina, a por un café que planeó enfriar al borde de la cama. El colchón era algodón templado, una balsa de muelles. Contempló el humo un instante, enrollándolo a soplidos, hasta que le entró el pánico y se abalanzó sobre la taza. Apretó los párpados para aislarse de un público invisible, maldiciendo en silencio, tranquilamente. Se había abrasado la lengua y pelado la garganta, pero seguía vivo. Había apagado el incendio de un solo trago, sin dejarse una chispa. Otro.

Abrió los ojos y vio el móvil posado sobre la mesita de noche como una mosca a punto de echar a volar. Lo miró fuerte, sacándole el sabor a los colores, concentrado en el pulso que le palpitaba en las encías. Tenía que contárselo. Tenía que contárselo o no podría dormir nunca más (ojalá). Necesitaba recrearlo en voz alta, para convencerse o explicárselo, o para darse cuenta por fin de que era una completa estupidez. Pero entonces la escuchó. Escuchó la advertencia, la de siempre, trazadora, cargada de metralla. La escuchó jurándole que esta vez llamaría a la policía, que no se le ocurriera intentarlo, que ya estaba harta de que la acosase y que no lo iba a consentir por más tiempo. Ybarra eructó con fastidio. Putos cardenales, murmuró. La culpa no es mía, sino de esos putos cardenales. Si no fuera por ellos, ella estaría aquí, no se habría marchado. Estrelló la taza vacía contra el cabecero, sin cólera, casi con educación. Sensato. Quería ver algo roto sobre la almohada.

La pesadilla venía atosigándole los últimos tres años. En realidad no era una pesadilla sino más bien un sueño absurdo, desquiciado, que pese a lo ridículo de su planteamiento no lograba quitarse de encima, como si muy en el fondo lo disfrutara y no quisiera librarse de él. Empezaba siempre de la misma forma. Se despertaba al mediodía tras una noche de retortijones, iba al baño descalzo y cuando entraba al salón lo encontraba invadido de cardenales. Decenas de cardenales, tantos como permitían los pocos metros cuadrados de la casa. Cardenales gordos, viejos, astrosos, frente a él pero también ahora a su espalda, haciendo cola sin orden, agotando el oxígeno y chocando entre sí, gimiendo y babeándose como un patético circo de payasos lobotomizados. No habían salido de ninguna parte (al menos de ninguna parte lógica) pero lo llenaban todo, como un gas que presionaba las paredes y descolgaba los cuadros. Ybarra trataba como buenamente podía de contener el flujo, ya que renunciaba a una respuesta. Era inútil. Aquella marea grana se vertía desde el interior, era orgánica. El pasillo menstruaba cardenales, los emitía en ondas bamboleantes hacia los huecos de las habitaciones, a ocupar hasta el último resquicio de reposo. Sin más que hacer, solía reír. 

Al cabo de las primeras semanas se dedicó a observar y reconoció ciertas pautas de conducta. Descubrió que se organizaban en dicasterios enfermizos dependiendo de la zona y tomaban decisiones que luego no llevaban a la práctica, pero que discutían largamente. Y que les fascinaba además revolver los cajones, volcar la ropa, lanzarla como si fuese confeti, aplaudiendo y pateando el suelo, escandalizando a los vecinos que ya ni protestaban.

Asimismo comprobó que, aunque el tema principal del sueño se repetía noche tras noche, en cada una de ellas aparecían variaciones curiosas que las convertían en experiencias únicas. Por ejemplo, podía ocurrir que se oficiase una misa frente al televisor de plasma y que en el ofertorio, en lugar de hostia, se elevase un DVD. También que un guardia suizo desafiara la monocromía y le impidiera con su alabarda salir a la calle. O que un turiferario sahumase los muebles de la cocina hasta tal punto que Ybarra tenía que abrirse paso a empujones para encender la campana extractora y salvarlos a todos de perecer asfixiados. 

Le intimidaba aquella niebla. En cualquier estremecimiento de vapor veía su preludio.

Sea como fuere, a la mañana siguiente, con la casa ancha, siempre había algo nuevo que contar. Y sólo una persona con quien compartirlo. Son muchos, muchísimos, mi amor, y son tontísimos, muy tontos, de verdad. Se dan golpes con la barriga, están como ballenas, ¿sabes?, y lo tocan todo, y todo lo dejan perdido, y murmuran en latín, yo creo que son insultos, o algo peor, quizás, y van de rojo, de la cabeza a los pies, enteros de rojoDe púrpura, corregía Verónica. El color de los cardenales es el púrpura, el púrpura de los príncipes, no el rojo. Como el pendón de Castilla, que no es morado sino púrpura.

Verónica era culta a zancadas, a mordiscos. Ybarra sabía perfectamente que ella lo quería también así, a mordiscos, pero eso le bastaba. Aunque él la devorase entera y sin masticar, quemándose la boca. La recordaba sin esfuerzo, sin costumbre. Era una chica especial. O especialista. Se quejaba constantemente. De que él fuese incapaz de describir las cosas simplemente enumerando sus cualidades, sin recurrir a comparaciones cursis. De que no tirase a la basura los cartones de leche vacíos y los fuese acumulando en las baldas de la nevera. De que comentase la película cuando a ella no se le ocurría ningún comentario. Pero era una chica cálida y bonita en la que Ybarra encontraba, sin proponérselo, argumentos de sobra para contrarrestar sus eventuales reproches. 

Le hacía feliz su previsibilidad. Le embriagaban sus vicios. 

Verónica tenía la manía de acostarse con él sin quitarse la camiseta. La tela hipnótica se le pegaba al cuerpo en ventosas de sudor. Le encogía, la encogía, se arrugaba en acordeón hasta hacerla parecer una serpiente mudando la piel. Tampoco le gustaba dormir con pantalones. Él celebraba su método de descanso. Abría los ojos de madrugada, o acaso no llegaba a cerrarlos, para estudiarle el escorzo de las piernas infinitas, y leerle el poema triste del culo interrumpido por la cesura del tanga, versos de carne que en la oscuridad de la habitación relucían como dos clamorosas aceitunas negras. Más arriba, la cabeza se le vaciaba sobre la almohada en lentos entorchados de pelo que Ybarra tentaba con la lengua, chupaba y escupía como huesecillos. 

Pero el espectáculo alcanzaba el cénit de su gloria al amanecer, cuando el sol enhebraba las rendijas del estor y la rebanaba despacio, imprimiéndola en el colchón con la tipografía de la mañana, nimbando su horizonte salado con una aureola de ángeles oblicuos, envolviéndola en un celofán de luz para regalarla al mundo. Ybarra la contemplaba con un dedo puesto sobre el botón del despertador, repasando el contorno como si hurgase en la ingle del tiempo.

Luego, repentinamente, la tendencia del amor zozobraba y daba paso a la alergia, a un conato de xenofobia. Fantaseaba Ybarra, sin explicárselo tampoco (menos obsesivo, eso sí), con la idea de que Verónica se arrancaba el rostro de cuajo antes de irse a la cama y que uno distinto se le remendaba durante el sueño. Porque por un momento, cuando ambos despertaban, él no la reconocía. Y estaba seguro de que ella, por segundos de diferencia, tampoco. No advertía el matiz con precisión, pero estaba claro que era otra. Una intrusa. Un onírico polizón. Un residuo.

Mientras se arreglaban para el trabajo, Ybarra se esmeraba en un piropo tranquilizador al que ella correspondía habitualmente con una sonrisa clara, a veces con una carcajada neutra. Charlaban un rato en el comedor. Desayunaban (nunca café; tostadas sí), ponían la radio y entonces él sentía a las termitas católicas en acción, minando memoria arriba hasta usurpar el ahora. De improviso, pronunciaba una palabra que a mitad del vuelo tomaba la forma de un solideo o una casulla, o se anudaba como un cíngulo alrededor de su cuello. Verónica apretaba los pulgares, se daba la vuelta, completamente vestida, y ya no se hablaban hasta el día siguiente. 

Ybarra se acuchillaba la sien con las uñas. Los cardenales no cesaban de incurrir en desvaríos nocturnos excepcionales, insólitos, y él recibía con nitidez la orden apremiante de trasladárselos íntegros a Verónica. 

Así lo quería, lo requería, todas las semanas, cada vez con mayor frecuencia para, de algún modo, afianzar su cordura. 

Pero la paciencia de ella hacía vistosas acrobacias sobre el cantil del empacho, y acabó por perder el equilibrio antes de que sus discusiones pasaran de moda. 

Un día le contó Ybarra, a ella o al pie de la lamparita, era imposible saberlo, que los cardenales, reunidos en cónclave sumarísimo, habían decretado su muerte, por herejía, no te lo pierdas Vero: por herejía, así, como suena, y que la sentencia debía ejecutarse, a lo más tardar, en un mes. Lo contó entre risas, como solía hacerlo, aplanando la gracia para que durase más en el aire. Verónica no dijo nada esta vez. En su gesto había una pausa movediza, semejante a la de una mecha que el viento apaga justo antes de la explosión. Él creyó que ella por fin se acomodaba a sus relatos, que empezaban a gustarle, que más adelante incluso pudiera pedirle que repitiese algún pasaje especialmente cómico. Pero la actitud de Verónica se mantuvo así, en suspenso, sin cambios. Estaba distante, remota. Paseaba por la casa como si estuviese perdida, como un fantasma amnésico. Fue perdiendo sus hábitos, llenándose de virtudes transparentes, livianas. Hasta consentía en sacarse la camiseta por las noches para enseñar dos senos asperjados de pecas, donde Ybarra intuía siempre una amenaza escrita en braille, o un versículo de la Biblia, o su propia cara, punto a punto. 

Más tarde, en una de muchas resacas, comprendió que Verónica no estaba sino preparando su fuga, (mal)acostumbrándolo a su ausencia para que, llegada la hora, tardase en reaccionar.

El último día ella le miró y le habló, con esa mirada y ese tono de voz que tienen las mujeres cuando han decidido que a un hombre le pasa algo, y miran y hablan hasta que ese algo termina por suceder y sólo queda entonces darles la razón y pedir disculpas. Tuvo que esforzarse Ybarra, sin embargo, para que aquello que los ojos y los labios de Verónica le exigían desde el otro lado de la cama aconteciera. No supo nunca si tuvo éxito. Ni siquiera recordaría la conversación ni las formas que se urdían frente a las gafas mientras poco a poco dejaban de verse. La única certeza es que durmió, bailó entre los cardenales, despertó y ella ya no estaba. Se la había tragado la misma fuerza misteriosa que los borraba con ácido para la vigilia. Ybarra buscó como un loco por todo el piso la nota de despedida que se negaba a aceptar que ella se hubiese negado a escribirle. Casi estuvo a punto de suplicarle a la curia que le echara una mano. Eminencia, por favor, deje en paz mis calzoncillos y ayúdeme a encontrarla. Acabó desistiendo. Reparó en que no se había llevado las maletas. Su ropa planchada aún hacía eco en el armario. Bramó, sin ánimos para embestir. 

Por alguna razón tuvo la certeza de que no debía llamarla, de que cualquier intento de comunicarse con ella hubiera resultado tan impertinente como haberle preguntado si en efecto se había ido de casa o si estaba escondida en un altillo. No obstante imaginó la nueva voz de Verónica alcanzándole dispersa y sin peso, granulada por el tamiz de la distancia, un polen sonoro estéril, apenas descifrable. Los putos cardenales, masculló Ybarra. Han sido ellos, ellos la han echado, la han excomulgado de esta Iglesia maldita, la han exorcizado, humillado, vencido. Para que no regrese. Para que me abandone. Y lloró. Y rezó. Y volvió a llorar.

El espejito redondo de la cómoda parecía un ojo de buey abierto en su vejez, empañado de cataratas. Desde el lado hermético, Ybarra se asomaba furtivo, con pupilas atentas de azulejo recién fregado. Lo rodeaban reflejos de otros hombres que apenas le sonaban. Sonrientes en un restaurante, o en la nieve, o en la orilla de la playa. Todos con Verónica. Afortunados. 

Pasó dos navidades atragantándose con polvorones de angustia por creerse lo que decían los anuncios. Nadie llamó a la puerta. Sólo los cardenales, con zambombas y gorros de Papá Noel. Casi se divertía. La echaba de menos tanto que acababa por permitirse pensar en cualquier otra cosa. 

Al final se decidió a llamarla. O se lo impusieron, pero le dio igual y marcó el número. Como acordó, no hizo preguntas. Para su sorpresa Verónica no colgó. Ybarra tomó aliento, se arrepintió, se lanzó. Déjame hablar contigo sólo un minuto, tengo algo muy importante que contarte. Y contó lo mismo de siempre. La respuesta (los insultos, el rencor, el llanto) se volvió una nana. Ironía cruel. La voz de Verónica era el embudo que rellenaba de monstruos el sueño de Ybarra, y la espita por la que ella se iba vaciando de su vida. 

Quiso vengarse, quiso dejarlos desnudos, quiso matarlos a insomnio, pero parpadeaba y estaban allí. Los odió (recordó que los odiaba) por habérsela bebido. Y la odió a ella (descubrió que la odiaba) por provocarlos y huir, por dejarle solo, a merced de sus sotanas, y se odió a sí mismo por odiarla,  y dio vueltas y vueltas hasta que el bumerán de odio volvió y tuvo los reflejos suficientes para esquivarlo antes de que le atizase en la frente. Hasta aquí, declaró, con un acento que tendía sobre las palabras alambre de espino.

Se cortó en un dedo al sacudir la funda de la almohada para retirar los fragmentos de loza. Miró el punto de sangre. Miró la semilla de sangre. Miró la hebra de sangre. La flecha. Apuntaba a la mesita. El teléfono seguía allí. La advertencia también. Y su promesa. Se encogió de hombros. La quiero, se rindió. Tecleó con el pulgar y acercó la oreja. Un tono. El resplandor áspero de las farolas de la calle se coagulaba sobre el papel de las paredes. Dos tonos. Un calcetín cruzaba la alfombra, de puntillas, clausurando la noche. Tres tonos. Nada. A pocos metros de allí, en el baño, el móvil de Verónica tiritaba sobre un charco púrpura. Saltó el contestador. Confesó durante más de una hora, comulgó saliva y obtuvo la absolución. Indulgencia plenaria. Las encías le iban a reventar.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Gen dominante

Un hombre tiene un hijo (deseado) con su muñeca hinchable. Un hombre natural de Catoira, provincia de Pontevedra, 3489 vecinos. El bebé es negro. 

¿Qué significa esto?, pregunta furioso a la madre, con una aguja de punto (cargada) en la mano. Es una cuestión de genética elemental, mi amor, responde ella con indiferencia neumática. Mi abuelo era una Zodiac.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Escribir bien

Escribir es extirpar del cerebro un tumor caliente, picante y resbaladizo, que es la idea original. Hacerlo bien significa intervenir practicando el menor número posible de incisiones, que son las palabras justas y no otras. 

Si no se opera a tiempo, o si no se elimina de una vez todo el tejido afectado –o peor aún: se daña parte del sano, por barroquismo o simple temeridad, dejándolo inútil para la imaginación–, existe el riesgo de que la idea se malogre y la corrupción se propague.

La metástasis de la escritura frustrada es una suerte de gangrena de la voluntad, que entibia y revoca, en último caso, el deseo de decir. La sensación, cuentan, es comparable a ese trocito de estornudo que no acaba de soltarse cuando uno se ve sorprendido por la urgencia en medio de mucha gente y no quiere armar jaleo, y que se queda dentro, a medio camino entre la garganta y la nariz, casi sólido, aferrándose a la pared blanda con pinzas de bogavante. Obstinado, como un remordimiento que se encona, se pudre y revienta, y del que fluye luego una pus-calostro, aprovechable únicamente como tóner para imprimir disculpas.

El cáncer, entonces, con rapidez devendrá para el escritor en aullido salvaje, insomne, enmarañado, al que no podrá –ni querrá–, empero, dejar de prestar toda su atención. Agotará cuadernos y presente en el ensayo de groseras partituras, intentando, siempre en clave de sol, alisar la greña. Sin conseguirlo.

A partir de este momento está condenado; no hay quimioterapia que valga.

Sentirá el gorgorito subir y subir, hasta el gallo histérico, y luego retorcerse, estrujándose como una esponja sedienta de sí misma, que se rompe derramando un desierto de símbolos, un crucigrama arborescente que cizañea los surcos rosas, desplegándose sin prisa, recreándose en cada curva del arabesco con meticulosa vanidad, como una rosa de Jericó desperezándose en un cuenco de vino tinto, sin contar nada, sin callar nada: repitiéndose en un fractal de letras celulares, un arduo mandala vedado al malabarismo de los caleidoscopios, tan imposible como un mosaico de aceite.

Después tendrá fiebre y morirá. O, si resiste, escribirá algo como esto.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El (otro) dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso


Cuando despertó al día siguiente, harto de que lo leyeran hasta el tuétano de los huesos, el dinosaurio de Monterroso (un diplodocus longus) juró que se iría de allí y nunca más regresaría. Se alzó triunfante sobre el escueto relato que protagonizaba y rugió. El eco de la protesta pudo oírse a varias páginas de distancia, reclamando para sí el espacio literario que por derecho y por volumen le correspondía. Pero alguien cerró el libro de pronto, como un meteorito, y el dinosaurio se extinguió.

jueves, 25 de octubre de 2012

K&P's Prague tattoo con dos fotografías perdidas

Desnuda ante el espejo del baño, sosteniéndose un pecho, con el agua de la ducha salpicando la mampara semitransparente, Elisa recordó el invierno en que viajó a Praga.

Lo primero que pensó, dejando caer las maletas en la cama del albergue para estudiantes, después de un vuelo de más de siete horas con escala en Berlín, fue que determinados lugares en el mundo contagiaban una incómoda sensación de elasticidad. Sensación que nada tenía que ver con la distancia ni con el tiempo, y que se intensificaba especialmente en ciudades muy turísticas, como era el caso. Lo segundo que pensó fue en una anguila hecha de chicle buceando entre peines de coral, troceándose en miles de gusanillos rosas que dibujaban espirales en el agua. Llevaba mucho sin masticar chicle. Nunca encontraba el momento.

No fue consciente, hasta que la vio, de cuándo había dejado de estar de camino a Praga para, simplemente, estar en Praga. Era esa elasticidad, esa inercia torpona del avión que aún la empujaba, esa indefinición en el paso la que conseguía ponerla nerviosa. Recordó un poema en el que Quevedo hablaba a un peregrino sobre una Roma sin Roma. De pronto, sin aún saber por qué, se sintió adúltera.

Había una frontera que cruzar. Eso era obvio. Un límite a partir del cual establecer una referencia que diese contenido a palabras como aquí y allí, que permitiera afirmar sin titubeo: esto es otro sitio. Lo buscó. Lo esperó más bien, como una epifanía, en el centro del Puente de Carlos, en un mirador de Vyšehrad, frente a la tumba de San Juan Nepomuceno, sentada en la terraza interior de U Fleků, tras cinco jarras de cerveza ocre, pero la certeza de no llegar persistía: las calles la extenuaban como cintas transportadoras que debía atravesar a contracorriente, flanqueadas por tiendas de recuerdos falsos. El destino que pretendía resultaba inalcanzable, no porque lo desconociera o fuera imposible de intuir –aunque le hubiera gustado encontrar en el lugar exacto una señal de meta que lo indicase con luces amarillas–, sino porque, de hecho, lo tenía ubicado a la perfección: sólo un poco más lejos. Era como si el sueño acelerado de adolescente enamoradiza, tras años de deseo corrosivo –tal vez, pensó, había agotado la ciudad de tanto desearla, y lo que quedaba no era más que el holograma kitsch de la memoria colectiva, sin dimensiones reales, sin magia–, se ralentizara justo ahora, casi a punto de cumplirse, como los últimos bytes de una película eternizando la descarga en una mala conexión, alimentando el temor de que, al final, la espera no haya merecido la pena. Esa frontera huidiza forzaba una pregunta no menos espeluznante: ¿dónde estaba Praga? O más inquietante: ¿qué era Praga? 

Por lo que a ella se refería, hasta el momento, la Praga que poco a poco se dejaba habitar no era más que una prolongación de su barrio, de la misma forma que su maleta era una prolongación de su piso. No tenía que esforzarse para reconocer, en cualquier rostro, la sonrisa partida del portero de su bloque, o la nariz esbelta del panadero de la esquina; una heladería frente al reloj astronómico seguía siendo su heladería de siempre, con las mismas mesas, la misma carta y las mismas nubes a la tarde; el chocolate, la cucharilla, le sabían igual. El espejismo que yo llamo Praga, pensó Elisa, desborda la Praga auténtica, la hincha, como si la suela de mis botas provocara en ella una reacción alérgica, una inflamación del paisaje cotidiano, y entre tanta deformidad ya sólo pudiera distinguirse el chubasquero finito de piedra y cristal, ceñido por el Moldava, que esconde un cadáver tan hueco como el esqueleto de un pájaro.

Aun así, le divirtió la manera en que la capital de Bohemia jugaba al pollito inglés, desesperada por llamar la atención, compinchándose con los tranvías y los mendigos, estrellándole risas en la nuca y congelándose en una postal típica cuando ella se daba la vuelta inesperadamente. Lo repitió a menudo durante su primera semana en la ciudad. Una de esas veces, al girarse, se topó con la casita número 22 del Callejón de Oro, en el Castillo, la de fachada cyan, puerta y ventanitas verdes, con los números pintados en gris claro como si fuesen dos zetas traviesas. Franz Kafka había vivido y escrito allí entre 1916 y 1917. Ahora era un diminuto despacho de souvenirs, una librería mínima. El recuerdo de aquel zulo arcoíris –no lo decían así los guías, aunque el dato es verídico–, por irónico contraste, le inspiraría años después la segunda de sus tres novelas inacabadas: Das Schloß. Elisa la conocía de memoria. Podía recitar párrafos enteros con la facilidad que otros separan las claras de las yemas o desabrochan un sujetador en la oscuridad. A su alemán le faltaba un punto de confianza en la relajación de las erres para sonar como en los viejos cilindros de fonógrafo, que le encantaban, pero oyéndola, pronunciando con la convicción que sin duda el checo no tuvo jamás al escribir, uno podía creer que aquellas palabras eran suyas por legítimo derecho de conquista.

Se acercó al edificio. Pegó la frente y los guantes a la ventanita. Frente a un ejemplar de Der Golem, de Meyrink, que se materializaba lentamente a través del cristal empañado, acaso por mediación de la Cábala, obtuvo su revelación.

[Fotografía nº 1. Encontrada por un barrendero en Praga, República Checa. Tamaño: 8,9 x 12,7. Color, brillo. Descripción: una mujer de veintiséis años, morena, abrazada a un hombre de veintinueve, castaño, bajo una sombrilla de Coca-Cola en la playa de El Ejido, Almería, España. Al fondo, el mar en calma, con algunos barcos cerca del horizonte. Sobre la toalla, unas piedras blancas y redondas, una botella de agua mineral y un estuche de gafas de sol abierto, sin gafas de sol. La mujer sonríe.]

El plan requeriría de uno o dos días de preparativos como máximo, dependiendo de lo rápido que fuese capaz de leer. Lo dispuso todo en cuestión de minutos, mientras cenaba. Se encerraría en la habitación del albergue y abriría sobre el colchón –esto no era capricho: el colchón era prácticamente la única superficie lisa del cuarto; las paredes estaban cubiertas con un espantoso papel estampado con amapolas, y era necesario que nada la distrajera– el gastado volumen con las obras completas de Kafka, regalo de su abuelo, que se había acordado de echar a la maleta en el último segundo, antes de cerrarla y salir para el aeropuerto –la maleta era también, pensó, una prolongación de su infancia–, sacaría las gafas de cerca, que casi nunca se ponía, decía que no le quedaban bien, que le molestaban, y diseccionaría a la luz del flexo, página tras página, atenta, el puzle de la ciudad que, ahora lo sabía, estaba desperdigado entre las obsesiones del autor, oculto bajo el oblicuo telón de las sombras de los ficheros vacíos, cuyas piezas corrían histéricas sobre el papel como insectos blandos de muchas patas. Las iría recopilando, secando y uniendo en un plano con el que saldría luego a la calle, a los colores y a las formas, a buscar Praga en Praga como quien busca el último manantial de la tierra, capítulo primero de Das Schloß en mano por horquilla de zahorí. Si existe, si no es una alucinación, o si es una alucinación duradera, tiene que estar aquí, en él.

Acabó de cenar y se acostó. La mañana siguiente empezó el libro. Bastaron doce horas y eran las doce. La supo cercana e inquieta: una novia americana en la baranda del porche, antes del baile. Rellenó el abrigo y se arrojó a sus brazos.

Fue prodigioso. Estaba allí, ante sus ojos, subrayada con fluorescente: inevitable. En el rizo de humo de un tubo de escape, Praga. En un zigurat momentáneo de hojas en el suelo, Praga. En el reverso de cada billete de un dólar que una mano restregaba bajo una ventanilla de metacrilato, invariablemente Praga. Funcionó. Con la precisión de un marcapasos y con el mismo propósito. Cada palabra era intercambiable por un latido, y cada latido por una coordenada; cada línea de texto era una referencia concreta, una tienda de marionetas, o un cine, o un bache en la calzada, o un parque con columpios. Todo estaba descrito. Kafka se había arrancado la careta y sonreía. Ya no era literatura. Era, había sido siempre, travestido, la chaira con que afilar el jamonero que despellejaba el alma de la ciudad. Un atlas profundo, subcutáneo, de la Praga que sólo sostenía el peso de las hormigas y los edificios, donde no había banderitas ni silbatos y los extranjeros sólo se admitían tras un riguroso examen. Esa aduana de la realidad apócrifa era la que se dispuso a cruzar, y estaba segura de que no pitaría al pasar por el arco.

No pudo dejar de recordar a Joyce, y sintió con plena consciencia la culpa de la infidelidad. Si Dublín desapareciese mañana, había dicho, sería posible reconstruirla a partir del Ulises. La idea de que un libro pudiese resumir, y hasta sustituir una ciudad, desalojándola de sus cimientos para ponerla a salvo en un plano inmarcesible, la hizo estremecer. Ahora tenía la prueba. Si Kafka había sabido pespuntear el perfil de Josefov y Malá Strana en sus manuscritos, ¿cuántos lugares protegería en silencio la biblioteca de su salita, en Madrid? ¿Cuántas montañas y valles, cuántos palacios, cuántas cocinas, grifos, manchas de humedad, parabólicas; cuántos sótanos y catedrales se repetirían secretamente entre las dos tapas de una edición medio tragada por las polillas? ¿Cuántos universos cabrían en la loncha digital de un iPad? Sin embargo a ella sólo le importaba Praga, y Praga estaba segura.

Un ácido cosquilleo la tentó a seguir un regato de luz que desembocaba cerca de la estación de Florenc. Se oyó a lo lejos la coda triste de un cacareo metálico. Daban las cuatro. Toda la calle bostezó con una misma boca. Elisa se detuvo y comprobó por última vez el croquis. No había duda: estaba en el sitio correcto. El núcleo más íntimo de aquella galaxia recóndita se desgranaba ante ella, idéntica a como la había imaginado, con todos sus detalles en orden y su música de bienvenida, sólo que en otra parte. Llegué, susurró, y se permitió el lujo de perderse. Entonces lo vio. Llevaba un chaleco confeccionado a partir de un chaqué de boda con las mangas arrancadas, lo que le daba el aspecto de un novio plantado y florecido ante el altar. Estaba fumando sobre la tapa de una alcantarilla, iluminando una farola que le servía de media hamaca. En las manos sostenía un cuaderno amarillo en el que, de cuando en cuando, tras echar la cabeza hacia atrás y exhalar una impaciente bocanada de fantasmas, tachaba lo que acababa de poner. Elisa no lo espió un momento antes de acercarse ni dedicó un rato a estudiar la fisonomía y las costumbres de aquel habitante del envés de Praga. Por eso no reparó en la cresta que le cruzaba la calva de oreja a oreja, como el penacho de un centurión romano, más roja que una lágrima del demonio, hasta que lo tuvo delante. Por eso sólo se dio cuenta al día siguiente de que llevaba tatuado, en el interior del antebrazo derecho, la fórmula de la curva cola de golondrina alrededor de una calavera mellada. Elisa no quiso esperar. Se acercó sin miedo y ambos compartieron la tapa de alcantarilla, como dos náufragos apurando su suerte. ¿Eres escritor?, preguntó ella. Sólo cuando escribo, respondió él.

Václav había nacido en Ládví nueve meses después de mayo de 1968. Su madre odió toda su vida a Kundera, a Sartre y a Ginsberg, por perezosos, aunque idolatraba a Alberto Korda. No es la diana, es el gatillo, decía. Era estudiante de segundo año de conservatorio cuando conoció a su padre, un reportero que coleccionaba lápices mordidos y que caminaba fascinado por el nudo de sus cordones. Excepto en el concurso de su concepción, sus engendradores, como empezó y no dejó de referirse a ellos cuando cumplió los quince, no coincidieron nunca en nada. Lo de escribir le venía de aquella época. Lo de los tatuajes y los piercings vendría poco más tarde, a rebufo de la Perestroika. Durante un tiempo vivió en un bloque abandonado, junto con otros camaradas que se sentían en la obligación de continuar la obra inacabada de la generación que los había precedido. Él hizo su parte: recogió tantos lápices mordidos como pudo, hasta tener el juego completo, y luego se marchó. Desde entonces, salvo por eventuales escapadas al quiosco de Hans, que había estado en el Pointe du Hoc en el 44 y pensaba que los elefantes eran cosa seria, y alguna que otra visita a la ópera –guardaba un traje planchado en el hueco de un callejón, hasta que se dio cuenta de que lo suyo con Tosca no iba a ningún lado–, permanecía allí, apuntalando la farola, tomando apuntes de todo lo que no pasaba. La silueta de Elisa fue lo último que tachó.

¿Duele?, dijo ella. ¿El qué?, dijo Václav. Las dilataciones de los lóbulos, ¿te duelen? Él sonrió, encendiendo otro cigarro. No, para nada. Los tatuajes son peores. No soporto las agujas. Ella le dio un sorbo al café de la madrugada. ¿Y por qué los llevas? Para ensayar, explicó él. Se trata de un experimento. Un experimento publicitario. Václav contó, con algún recelo, creyendo que alguien los escuchaba aunque fuesen los únicos clientes del bar, que muchos años atrás, cuando niño, había realizado un sorprendente descubrimiento mientras ojeaba un recorte de periódico con una fotografía a color de un cuadro de Jackson Pollock. Ritmo de Otoño: Número 30 (1950). Lo vio de pronto y fue como un golpe. Aquello no era expresionismo abstracto. No había accidente. Ni siquiera era pintura. En ese lienzo, con pulcritud matemática, estaba impreso el más delicioso tratado de peluquería ideado jamás por la mente del hombre, éxtasis de tijeras y cepillos, con las instrucciones específicas para acometer el peinado perfecto. Václav contó también que le parecía sumamente injusto que un genio como Pollock hubiese pasado a la historia por una habilidad secundaria, mientras su verdadera contribución al mundo del arte pasaba desapercibida. Por esa razón ensayaba, pinchándose tinta cada veinte meses: había resuelto tatuarse el cuadro y su glosa desde la coronilla a la nuca, a la vista de todos, imposible de ignorar. La suya sería una vindicación pública y gloriosa de un talento heroico, de una belleza axiomática e ineludible: ningún ser humano nacía sin pelo. Yo también quise hacerme un tatuaje cuando era niña, dijo Elisa, dando un sorbo al café de la aurora, y aún lo pienso, no creas, pero si me decidiera alguna vez tengo muy claro lo que me pondría. En mi caso ya no puede ser otra cosa. ¿El qué?, preguntó él. El principio de Das Schloß, de Kafka, hasta el primer punto y aparte. Suspiró. Tienes que hacerlo, no lo dudes, animó Václav, que no lo había leído, pero no te lo escondas en el tobillo, como si estuvieses huyendo de él, ni tampoco te lo cuelgues del hombro, como si fuese una mosca. Sé valiente: háztelo en la teta, en espiral a partir del pezón, como escribía Apollinaire. Se le cayó una mirada en el pliegue suave del jersey de Elisa. Ella la recogió y se la devolvió untada con cayena. Demasiado texto para tan poco papel.

Caminaron de la mano por un filito de la ciudad y él la acompañó hasta la puerta del albergue. Aplastó lo que quedaba del cigarro y sacó un paquete de chicles de nicotina. Hans se los regalaba cada domingo por la tarde, después de prometerle al Niño Jesús que lo dejaba. A veces, él también lo prometía. ¿Quieres uno?, dijo. Saben a fresa. Con los ojos nevados, ella lo troqueló del resto de Praga. Le cabalgaban por los muslos manadas de centauros radiactivos. Sí, creo que es un buen momento.

[Fotografía nº 2. Encontrada por un taxista de la estación de Atocha, Madrid, España. Tamaño: 10,2 x 15,2. Color, brillo. Descripción: un hombre de cuarenta y dos años, sin pelo, tendido en la cama de un hospital en Bratislava, Eslovaquia. Al fondo, a modo de cabecero, un pedazo arrugado de papel estampado con un motivo de amapolas. Sobre la sábana, una gavilla de lápices viejos, un cuaderno amarillo y un libro en alemán. No se ve el título. El hombre sonríe tras la mascarilla de oxígeno.]

Elisa voló de vuelta a casa a las nueve de la noche. No abrió la boca. Puso el pie en Barajas, resbaló y se dio de bruces con un Madrid tallado en granito. Siguió sin abrir la boca. ¿Para qué? Aquella cama, aquel enredo y desenredo, estarían ya consignados para la posteridad en algún rincón de Kafka y Pollock. No hacía falta insistir. Lo demás, confió, estaría en manos de quienes se consagraban a la tarea de registrar la vida en el vano del viento o en porcelanas sintéticas. Ahora era su turno para darles algo con lo que trabajar. Se puso el pijama y durmió. Lo supo todo un año más tarde.

Recordando el invierno en que viajó a Praga, con el agua de la ducha salpicando la mampara semitransparente, sosteniéndose un pecho, desnuda ante el espejo del baño, Elisa decidió que había llegado el día. Con la vista anclada en la orilla de la areola, leyendo en círculos, calculó, como quien mide para un plato de macarrones, que bastaría con aumentarse dos tallas.

domingo, 21 de octubre de 2012

Brüllen (Rugido)

Un guripa charolado ha encontrado un trozo de papel en la lengua de bronce de Daoíz –uno de los leones que guardan las puertas del Congreso; concretamente el que olisquea San Jerónimo anhelando encontrar, en un hipo de brisa fresca, una traza de las croquetas de Lhardy–. Se trata de una carta, un pliego sucio y acribillado, en el que ya sólo puede leerse la última línea. Dice: «Wer ist John Galt?». Mierda de alemanes, opina, aunque ha tardado un poco en reconocer el idioma. La revisa al trasluz. No hay firma.

Antes de que la mirada del benemérito centinela llegue al suelo ya se ha arrepentido de la idea –además hay gente mirando, y los de Ahumada tienen una imagen–, así que suspira, arruga el trozo de papel y se lo guarda en un bolsillo del pantalón. Un rato después, con la violencia de ese latigazo muscular que a uno consigue levantarlo en mitad de la noche, siente un intenso escozor en el muslo derecho, como si el fémur se asfixiara y se abriera paso a través de la piel para tomar aire. La sensación dura apenas un parpadeo, pero ha estado a punto tirarle escaleras abajo. Luego, en casa, mientras la lavadora transcribe en jeroglífico de espuma la bola de garabatos, olvidada en el fondo de una sima verde, referirá a su mujer lo ocurrido.

Pero no le dirá –porque no lo recuerda; porque no ha querido tener que recordarlo– que, al limpiarle la boca al león, se notó los dedos húmedos de saliva.

sábado, 20 de octubre de 2012

Felación metafísica

Ella se recogía el pelo mientras él se bajaba la cremallera de la mente.

jueves, 18 de octubre de 2012

Equorym (o Atlas de las Coincidencias)


Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
(Jorge Luis Borges, Everness)


«En el centro del Mundo hay una Fuente. Todas las demás son aproximaciones inexactas, moralejas inmaduras de la Primera. Su Silueta no se repite en ningún Espejo. Su Caudal empezó antes que el Agua y la Sed. No la verás hasta que, buscándola, te ahogues en su Océano. Haz que mis pasos mueran en tu Orilla; sálvame de la Oscuridad que me acompaña y guíame al Sagrario donde la Luz que ciega al Olvido mana por siempre». Así reza nuestro credo. Así alienta nuestra fe, desde el Prólogo. Por ella es posible el Lugar.

Diremos, ya sin miedo alguno, Catedral, considerando que la palabra, al operar intensamente en la fantasía más sensible por evocación de arquitectónica desmesura, de religiosidad condensada, acaso de misterio, alude a la noción más precisa de lo que para el Tiempo supone la Biblioteca. No basta hoy, como bastó en épocas anteriores, con pretender la mera acumulación de volúmenes, en cuyos márgenes no siempre nítidos, análogos quizá a los del sueño, los amanuenses confiaban abarcar la contingencia del Futuro. La Catedral está habitada por libros, eso es cierto, pero atesora y cobija en su seno mucho más que la reiteración del papel y de los vocabularios.

Aquí se consignan, entre los sillares rebosantes de pergamino, todos los desiertos de la tierra, la nieve y sus montes, las espigadas torrecillas de plata, los nogales y los cardos, la soledad que pauta las nubes, la incesante memoria del suelo, los minuciosos diagramas del azar, el enigma de los que sonríen; también los monstruos, los cíclopes, las mantícoras, los endriagos que pueblan selvas vírgenes; también los reflejos, las tentativas, las alucinaciones que incuba el vino; también, en una burbuja, la feliz ilusión de la Nada. A lo largo de la nave central se propagan, dispuestos en diques que encauzan el silencio, altos panales a modo de estanterías donde los recuerdos son fecundados por ciegos arcángeles, que después pupan y resurgen en cronologías detalladas. En el ábside, los canónigos (o bibliotecarios) cultivan y trascriben el Eco, imagen primera de la Fidelidad, alimentando la reverberación del Pasado con inocuas apostillas, renovándolo para permitir la continuidad de la Historia.

A mí me engendraron los siglos, para los siglos, en algún anaquel irrecuperable, y formo parte desde entonces junto a mis hermanos, los adeptos, los muros y los arbotantes, de la eterna Estructura. La clave de bóveda, donde pulsa nuestro corazón, es el Índice.

No mentirá quien afirme que la naturaleza de la Catedral es esencialmente glandular, por cuanto una de sus funciones básicas consiste en segregar información, emitiéndola a través de su superficie porosa hacia el dilatado horizonte. Las gentes beben de estos manantiales, sin barruntárselo, el néctar de un conocimiento fermentado en noches impenetrables. Yo, sin embargo, contemplo el Hogar (me es concedido nombrarlo así) como un ilimitado palimpsesto de agua que el cielo borra y reescribe, en el que las ideas se solapan y las verdades se muestran, con la insolencia de la desnudez, en una diáfana y casi lúbrica simultaneidad. Nada puede perderse; nada puede morir. En la Catedral no hay cementerios: cuanto es, habrá de ser, insistirá en su ser; en otro lugar, bajo otra signatura. Constantemente legible.

Mis votos sacramentales exigen un compromiso absoluto con la custodia del saber, con la preservación de los intervalos. Pero mi temperamento, más inclinado a la creativa inquietud que a la serenidad encapsulada, uterina, que domina estos amplios salones (o mares), con frecuencia me ha movido a la indagación, de suerte que he consumido días, que sin esfuerzo pueden ser décadas, en las mesas prolijas del Scriptorium, devanando el inextricable Universo letra por letra. He horadado las profundidades de ese Templo en caóticas galerías, sorteando los cimientos que sostienen la carga del Infinito, hasta contemplar el asomo de magnitudes tan rotundas, tan blasfemas, que me han hecho comprender, al cabo de los años, la inevitable realidad, no por todos hoy compartida: la Catedral, no importa cuán extensa llegue a ser, no es más que un sumario.

Lejos de entristecerme, el descubrimiento me ha impulsado por senderos aún sin marcar, en busca del prodigio que habrá de salvarnos algún mañana. Perseguí miniaturas, vitelas y arcanas tipografías; abandoné la Palabra. Desenterré piltrafas de lona de oscuras carabelas, languideciendo frente a unas olas que alejaban el Deseo. Grité, tal vez violando algún precepto, soberbio en la exigencia, pero la resaca sólo recuperó lo que la marea no había traído. Hubo lágrimas entonces, prohibidas lágrimas, excepcionales. Lágrimas que traspasaron la arena y fueron costa, sin límite ni alianza: puro lenguaje. Allí vi el Manantial. El razonamiento es el siguiente. Asumamos que el mundo, la hierba, el fuego, las lombrices, las caras de la luna, todos los rostros y los espejos vacíos, se resumen en la Biblioteca, y la Biblioteca misma en su Catálogo. Por ende, ideas cada vez más depuradas sintetizan otras menos específicas, intimándose en una espiral de significados que conduce a la Evidencia última y única, germinal, que yo imagino descifrada en los versos de un Poema cuya composición los dioses aún no me han deparado.

Decirlo, en voz alta y clara, será una génesis perfecta: una garantía contra el desastre. Será, como las ediciones facsímiles, una copia de seguridad de la Existencia. En la insondable vigilia de la Catedral he llamado a esa oda (o semilla) Equorym. El título, huérfano de semántica, me conforta como el abrigo de promesa honesta que es. Cuando al fin lo haya completado, cuando su elocuencia feral desborde la métrica y trascienda el Arte, no seré yo quien le dé lectura. Lo ocultaré en la capilla más remota y cubriré, si es preciso con la degradación de mi cuerpo, la entrada y las señales. Renunciaré al consuelo de convertirme, como los demás, en manuscrito, de ensanchar la Ciencia, sólo por mantener el secreto. Ciertamente no habrá sido inútil. Basta con que la Catedral conozca la Respuesta, aunque se ignoren las preguntas.

viernes, 13 de abril de 2012

El guante

Escribo estas páginas y siento que es él quien golpea las teclas, quien dicta y quien deliberadamente omite ciertos párrafos. Ojalá su influjo no alcance también la lectura. Ojalá sepas discernir mi delirio en su delirio.

Salí de clase aquella mañana –aún no serían las once; las nubes apenas permitían la vaga impresión de las nueve– y encontré el guante tirado al pie del seto amarillo que flanqueaba el costado de la facultad. Estaba allí, evidente hasta la arrogancia, severo, con gesto inequívoco, casi reprochándome la impuntualidad. Lo miré sin ilusión, como quien mira a un fantasma ya conocido. (No imaginaba entonces lo poco que tardaría en serlo.) Era menudo, de una reluciente y deplorable imitación de cuero negro, con una mancha cobriza sobre el botón de cierre, todo él moteado de implacable rocío; la mano que alguna vez lo animó, que se cansó de él, había sido una zurda. Me fijé mejor y vi cómo el hilo de una costura suelta se urdía en una breve espiral; lo mismo intentaban varios de mis cabellos, muertos sobre el abrigo. 

Dudé antes de recogerlo. Me fue inevitable pensar –me dije, tal vez para mitigar el sonrojo, que también lo hubiera sido para cualquiera– en la solemne e impúdica liturgia del duelo; pensé en la ofensa, como un diente de león incandescente, oscilando con terquedad sobre las escaleras de la ópera vetusta, entre las lámparas de un concurrido restaurante, irrumpiendo en el salón de fumadores de un hipódromo; pensé en palabras, rectas como el acero que prometían, irrecuperables; pensé en una noche propicia, que era todo el siglo XIX; pensé en las seguras ruedas de un coche, en la infinita niebla, en capotes cayendo de hombros maduros para el ancho del ataúd; pensé en Goethe –yo estaba en la Turingia–, en Stendhal, en Dumas; pensé en pájaros oscuros revelando el esqueleto de un árbol al amanecer. Pensé en el guante, como imperfecto resumen de un capricho infantil, y temí que al llevármelo, siquiera al moverlo con el pie, de algún modo activara el invisible resorte que me comprometiera en una trama ajena y remota, haciéndome acreedor de un violento desenlace.

Luego, más prosaico, temí que el tiempo de su abandono lo hubiera convertido en saco de orugas. 

Miré a uno y otro lado. Esperaba encontrar a alguien revisando el parterre, comprobando el seto en busca de la prenda perdida, pero –debo confesarlo– me sedujo la siniestra esperanza de descubrir, en la soledad de la esquina cercana, sombríamente épica, la silueta de mi enigmático contrincante, larvando en silencio un odio antiguo, anónimo y secretamente justificado. No vi a nadie, pero aún me resistí; fue inútil. Cogí el guante, casi sin tocarlo, y lo guardé en la delatora cartera (la decoraban, en mayúsculas políglotas, las letras de la palabra ERASMUS).
En ningún momento sentí que lo estuviese robando. Esta convicción hizo posible que durante unos días me olvidara por completo de él. 
En Ilmenau yo solía almorzar poco antes del mediodía en un comedor para estudiantes de la calle Max Planck. Con el café, desordenaba sobre la mesa los apuntes para la lección de la tarde, como un torpe tahúr que hubiese derribado un castillo de cartas. Iba repasando mentalmente en alemán –que con alguna pedantería prefería llamar tudesco– las frases aprendidas la semana anterior: Woher kommen Sie? Ich komme aus Spanien. La repetición mecánica me distraía de la lluvia terca (en Málaga, recordé, los domingos pronto serían patrimonio de las playas). Así reapareció el guante un día de mayo, como si hubiese florecido entre las fotocopias, y me fastidió tener que recibirlo con genuina sorpresa. Me asaltó un remordimiento ilegítimo, anacrónico. De nuevo dudé en acercar la mano, pero esta vez me movía una incómoda curiosidad, acaso una sospecha. Lo sostuve frente a mí y, por unos instantes, los justos para no despertar recelo en el vecino de asiento (nadie en su sano juicio se extasía con semejante cosa), lo examiné a la luz de los fluorescentes. No sabía entonces ni sé ahora lo que esperaba ver en el guante, pero por un segundo, tal vez porque yo no estaba lejos del cristal empañado de la ventana, lo juzgué espejo. Lo acepté sin aberración ni sonrisa, casi sin esfuerzo.
Consideré que no me lo había probado, que ni siquiera había pensado hacerlo, desde que lo recogí. Me quedaba ridículo de tan pequeño; al sacar los dedos vi que los tenía morados y suspiré. Con el tiempo, pude entender que su talla menor era uno de sus muchos ardides: si me hubiera entrado, yo habría consumido su misterio al convertirlo en mera ropa; inservible, desprendido de su condición de objeto, no era difícil que mi fantasía lo elevara a la categoría de talismán, consintiéndole sus malévolas maquinaciones. 
Puse los cubiertos sobre el plato vacío y llevé la bandeja a la cinta móvil. La vi alejarse lentamente, reprimiendo el impulso de despedirla con el guante en la mano.
Esa tarde –la primera de muchas– no fui a clase. 
Me encerré en mi cuarto y durante una hora creo que no me moví. Al cabo, me consagré a la tarea ineludible de figurarme al dueño del guante. Lo evoqué sureño, como yo (los alemanes no usaban guantes en primavera), dentro de una trenca color azafrán, atareado, negligente. Lo vi más tarde confuso, con moderada pena, lamentado el descuido. Compuse rostros, miradas, cabelleras, dientes; detallé todo un catálogo de manos ateridas, de uñas grises. No pude suponerlo mujer. Comprendí que mi propósito era absurdo. Las posibilidades se multiplicaban, se seguirían multiplicando más allá de mi imaginación. Por otra parte, ya no estaba dispuesto a devolverlo.
Cuando reparé en el reloj comprobé, con menos horror que vergüenza, que había gastado el día con el tonto juego. La habitación parecía una cueva –símil poco inocente– y yo no había advertido el progreso de la oscuridad, que sin duda fue veloz. 
Me tumbé en la cama y dormí. Los sueños de aquella noche, todavía pacíficos, son ya reliquias que el óxido de la memoria apenas deja descifrar.
Desperté sin inquietud y palpé la mesilla en busca de las gafas. Antes que con cualquier otra cosa –había llaves, libros, monedas, bolígrafos– di con el guante. La intromisión me resultó graciosa y tímidamente reí, recordando la tarde anterior. La imagen sencilla del guante me atrapó con amabilidad y, como aún faltaban unas horas para la primera clase del día, me entretuve dibujando su contorno en una hoja en blanco. Debí tardar poco menos de un minuto; el calcado no requiere más tiempo. Al acabar, la caricatura de aquella caricatura de mano logró satisfacerme; a mí, que siempre había renegado de las artes plásticas, que ni siquiera envidiaba el talento de los demás. Una emoción me atacó el pecho: era el orgullo. Firmé en una esquina de la hoja y colgué en la pared el retrato del guante. Lo contemplé sentado en la cama deshecha. Descubrí, con pánico, que no había sido feliz hasta ese momento. 
En el aula –yo me había quedado dentro durante un descanso, o era incapaz de levantarme de la silla, ya no lo recuerdo– percibí con claridad el mecanismo minucioso, nada complejo, de la obsesión. Me fue deparado diáfano, sin acertijos: candoroso. Lo percibí, no como paredes que se cernían, sino como paredes que largamente se desvanecen, sin dejar ver nunca lo que del otro lado se intuye. Yo ya sabía que el guante ocupaba ese espacio especular, llenándolo como el argón, y también que, sin desinflarse, se extendía hacia lo concreto; yo deseaba que lo hiciera. Ese deseo –reconocerlo es justo– no fue indiferente al amor.
Pasaron semanas y mi adicción al guante era procaz. No podía salir del cuarto sin llevarlo encima, en la cartera o en el bolsillo; poco después no me bastó: necesitaba sentirlo cerca, entre los dedos, siempre sobre la piel, donde no tenía que pensarlo y podía aplazar el temor a perderlo. Me divirtió inventar presuntuosas razones para explicarme lo inexplicable; terminé confirmando que el ejercicio era miserablemente perentorio. Decía: tal vez el guante es un engranaje providencial del universo, y yo debo custodiarlo como el sumo sacerdote custodiaba el verdadero nombre de Dios (Shem Shemaforash) y cada una de sus 216 letras. Decía: tal vez el guante es la materialización precisa de un arquetipo, y mi conciencia ya no puede alejarse de él; o bien, decía: tal vez el guante es un zahir.  
En julio llegué a la conclusión de que el guante era un azar grotesco, que no era nada, pero que la inercia de mi ansiedad lo requería –acaso lo imploraba– pleno de un significado poderoso y terrible.
Me preparé a borrarlo, pero entonces el guante se reveló. 
Por el minúsculo dormitorio se dedicó a acecharme, escondiéndose bajo los edredones, apareciendo en cada cajón, en cada estante, en la despensa, dentro del frigorífico; emergía por arte de magia de los bolsillos llenos, del cesto de la ropa sucia, de la vuelta de las cortinas. Una vez, alegre por no habérmelo cruzado en todo el día, me animé a salir a la calle; lo encontré enfundando el picaporte de la puerta, como si saludara con sorna. Este guante –razoné– ciertamente no es ubicuo; su naturaleza es mucho más perversa, mucho más repulsivo es su proceder: horada la realidad en túneles secretos para atajar a los hombres, para atraparme en una jaula recóndita y prodigarme falsas llaves.
En una ocasión, lo juro, pude sorprenderlo acariciándome la frente.
La voluntad de mi pesadilla siempre daba con la forma para frustrar mi esfuerzo por ignorarla. Dos o tres veces el guante se me cayó o lo dejé caer; alguien no dejaba nunca de advertirlo y con presteza me lo devolvía. Me tentó la posibilidad de destrozarlo con unas tijeras. Ahora digo que no me atreví a hacerlo por miedo a que su negra sangre me salpicase la cara.
Una nota fechada que la limpiadora deslizó bajo la puerta me instaló en agosto. Pensé que mi reacción no hubiera sido distinta si en el papel hubiera leído febrero. Todo se había reducido al guante. Llegué a pensar que ambos, él y yo, éramos la cifra y el compendio exacto (y suficiente) del mundo, que lo demás eran apariencias o reverberaciones de apariencias predichas. El guante, invocando una oscura y nefanda autoridad, anulaba el pasado y el futuro, licuaba el presente y lo almacenaba en aljibes prohibidos, lo corrompía y luego administraba mi sed. Su dedicación era absoluta. Se complacía en inundarme el sueño de imágenes excesivas, de insoportable claridad, de degenerada coherencia, que me asfixiaban. Trataba de mantenerme despierto practicando el idioma que, a ráfagas, en las fugaces treguas, me parecía oír a mi alrededor: Wie heißt du? Ich bin Álvaro Martí. No sirvió.
Tuve la certeza de que no me había equivocado con mi primer barrunto. El guante, así era, formaba parte de la elaborada parafernalia de un duelo, de un reto cíclico cuyo origen era el Origen. El tiempo me desafiaba a cambiarme con él, a ser él, para que las cosas siguieran siendo. Y lo consiguió.
Pero no se contentó con la victoria, o tal vez yo me resistí demasiado.
Fui castigado sin miramientos, preso a pan y aire. El guante me arrebataba el horizonte, usurpando toda posibilidad de paisaje, sin sustitución. Se superponía a los sentidos, negando la menor experiencia, cualquier placer, todo dolor. Al margen de sus espejismos, me visitaron alucinaciones leales. En unas, yo veía la pradera bajo la ventana, alfombrada de tela negra y brillante. Había nevado toda la noche. En otras, el guante se dilataba interminablemente, cubriendo la ciudad, la región, el país, el continente entero. Antes del desmayo aún llegaba a ver cómo sostenía el planeta sobre la palma cóncava, cómo empezaba a cerrar el puño.
A principios de septiembre conocí un instante de fortaleza. Supe que la oportunidad era única y que debía elegir rápido entre la locura o la cobardía. No lo dudé.
Tomé el tren a Erfurt. Caminé unas horas con los ojos pegados al suelo, como barriendo mis huellas, hasta que di con un solar en obras. Pensé que la denostada lluvia rubricaría un final más digno, pero ese día no quiso llover. Me aseguré de que nadie miraba y arrojé el guante sobre la arena del mortero. Tan pronto como me alejé, me arrepentí de no haberlo enterrado. El trayecto de vuelta se prolongaba menos de una hora; pareció ser eterno. No suspiré –no lo merecía– hasta que pasamos el apeadero de Martinroda. No me ha seguido, musité. Tampoco me esperaba en mi habitación, que registré a fondo. Aún demasiado viscosa, fluyó la libertad.
Pude salvar algunas asignaturas y recrearme en la cruel ironía de que no había perdido el tiempo. El 30 de septiembre aterricé por fin en España. Me abrazó el calor sofocante del veranillo de San Miguel; me sentí a salvo. Bajé del avión, subí a un transporte de tierra, recuperé el equipaje, busqué a mi familia. En el coche, de camino a casa, lloré. Me preguntaron y no respondí. Un frío rencoroso me mordía los dedos de la mano izquierda.