domingo, 30 de octubre de 2011

Preámbulo a las instrucciones para renegar de un idioma (remake)

Y piensa en esto otro: cuando te enseñan un idioma te enseñan una dulce nana de insomnio, un catálogo de espejismos, una mordaza de letras. No aprendes solamente el idioma, que lo observes con rigor y confiamos en que lo honres porque tiene su historia, castellano, de la pluma que sostuvo Cervantes; no te enseñan solamente ese organillo invisible que llevarás en la boca y sonará por ti. Te enseñan –lo saben, lo terrible es que lo saben–, te enseñan un angosto desfiladero inasequible a los demás humanos, algo que es tuyo pero no te obedece, que tienes que obedecer en todo momento para no sentirte perdido, como el mapa actualizado de una ciudad fantasma. Te enseñan la necesidad de hablarlo todos los días, la obligación de hablarlo para que siga siendo un idioma; te enseñan la obsesión de buscar la palabra exacta en las hojas de los diccionarios, en los congresos de la academia, en una bronca nocturna. Te enseñan el miedo a olvidar una tilde, a colar una hache, a bloquear mayúsculas y que te llamen analfabeto. Te enseñan su gramática, y la seguridad de que es una gramática superior a las otras, te enseñan la costumbre de leer tu idioma en los demás idiomas. No te enseñan un idioma, tú eres la asignatura, a ti te imparten para afinar el eco del idioma.

sábado, 15 de octubre de 2011

Introducción a la invisibilidad

Un anciano derviche oriundo de Bagdad, que por muchos años fue patrón del desierto y señor de sus ropas, presintiendo la muerte cerca de una mezquita, apremiado por la falta de tiempo y papel, copió en un margen del Alcorán (que Alá lo perdone) la fórmula para hacerse invisible. El santo libro conoció un milenio de arena antes de ser recuperado por un aventurero inglés y llevado a Londres para su restauración y estudio. Meses más tarde, mirando a través de una lupa sostenida por arneses de acero, un reputado paleógrafo a cargo de la investigación se topa en la orilla de una página con el garabato del viejo sufí. Sólo una palabra, inscrita dentro de un torpe círculo en un dialecto insondable. El informe remitido al director del Museo Británico sugiere una traducción aproximada del término, que fervientemente rebate un catedrático de Cambridge. El documento asegura que en ese añadido posterior se lee vete. El profesor insiste en que la transliteración estricta de los signos da vuelve. Aún no se ha llegado a un acuerdo.

viernes, 14 de octubre de 2011

Corbata

Una única corbata, una corbata lenta y robusta, pariente tal vez de una anaconda, anillada de alfileres dorados, con una perlita que se esconde en el repliegue de los nudos, atosiga el cuello de todos los hombres. Por la ciudad se vierte en aluviones de seda estampada, remontando en urgente desemboque las nieves perpetuas de la camisa, corriente textil con espíritu de salmón, abrazándose a las gargantas, protegiendo del frío y de la frivolidad. Gracias a la corbata ya nadie hace el ridículo ni sobresale por encima de la media. Gracias a ella han retirado de los restaurantes el odioso cartel, siempre en caligrafía gótica, que reprochaba su ausencia. Ahora, los oficinistas marchan impecables al trabajo, funcionarios de la corbata, bogando en líneas rectas que entienden calles distintas, de cabeza al máximo rendimiento. Para la ópera desfilan conjuntados con su color, péndulos, engalanados de simetría, hisopados con idénticas gotas de colonia. Que la noche, que la dicha, como la corbata, no acaben. Hasta el dormitorio acompañan los mismos lazos, mullidos en forma de almohada o imbricándose en exquisitos edredones que adulteran el sueño. Afluentes más atrevidos dan a las escuelas primarias, a las grutas de ozono de los hospitales, o se adentran en el campito que ensombrece el mármol de los nombres y las fechas. Al final de la Avenida Libertad, junto a una palmera amarilla, se dan la mano dos desconocidos y se felicitan por el triunfo final de la corbata, por la abolición de las otras modas, argucias de la marginación que en mala hora gozaron la fama. Aquí todos tienen su sitio, no hay arrabales ni privilegios, reina una armoniosa ecuanimidad. Si ella no estuviese, dicen, si nos faltara un día, Dios nos coja confesados. Asienten y se despiden. El primero toma el camino de la derecha, el segundo el de la izquierda. No dan más que unos pasos. La tela, con reflejo pastoril, pronto los llama de regreso a la fila que los cruzaría más adelante, y que los seguirá cruzando cada mañana. Huir de la corbata, burlar su tutoría, desatarse, es el peor delito contemplado en el Derecho, acreedor del escarnio, la inhabilitación pública, la mácula indeleble del apellido y la pérdida de los pulgares. Por algo son parónimos desatar y desertar. Pero ella vigila para que no ocurra. Tiene bien guardadas las fronteras de su hilo. Cuentan algunos que en ciertas puntadas, a la luz de una farola, le han descubierto ojuelos de perdiz que observan, que escudriñan, que van al hígado, que miden, que se cercioran y señalan, que recomiendan una película, una marca de cigarrillos o una tienda de postales, que ordenan, los domingos, la tendencia de la raya en el peinado, que escriben tildes olvidadas, que marcan precios excesivos en las jugueterías, que reprueban las uñas sucias, el escándalo y la anorexia de los libros, que escuchan, que sonríen, que golpean en el pecho un compás que prohíbe la catástrofe, que saludan, que agradecen, que nunca, nunca abandonan. Nadie teje en el horizonte esta corbata, este mundo sostenido por el mundo. Cuando acaben los hombres seguirá, inmóvil, famélica, tendida en el suelo como la piel vacía de un incesante ciempiés.

jueves, 13 de octubre de 2011

Diagnóstico y tratamiento de la sospecha

Se hará la pregunta al cerrar la puerta del ascensor, al abrir un libro por la penúltima página, al entrar en la consulta del médico o al salir de la peluquería. Se la hará igualmente en cualquier otro país, en cualquier estación. Se la hará, si la duda es perentoria, dentro de un submarino, bajo el paraguas rosado, en la cama (esto ocurrirá muchas veces) o a punto de estornudar. Ante todo, no se alarme. Dejando a un lado la intensa angustia que provoca, el mal que usted padece, a priori, es inocuo. El desarollo de la afección es común. Sobreviene el contagio en ambientes propicios al silencio y la conjetura, espaciosos y despoblados en la mayoría de casos, apacibles, aunque no es infrecuente que se produzca en una caravana o en la cola del aseo de una taberna. Comienza con una sensación similar al picotazo leve de una hormiga. Luego, inoculada la sospecha, la inquietud arraigará a velocidad variable dependiendo del estado de ánimo del sujeto. Pase entonces a cuestionar con regularidad, preferentemente a media tarde después de comer; evite hacerlo en las primeras horas de la mañana. No tema ser crítico: indague, ahonde. Rechace las evidencias inocentes: ¿por qué se enfría el café?, ¿por qué el cielo se enreda de nubes? Repita la operación durante varios días hasta que la suspicacia original cristalice en una pregunta bien formada. (Si aparecen cefaleas masque dos aspirinas mientras descuenta segundos en un reloj de pared). Observará que la pregunta será siempre la misma, inconfundible, aunque se presente con elementos de aparente novedad, como sucede con las guerras cuando se retoman tras una tregua demasiado larga. Desconfíe, por tanto –y por sistema–, de los buhoneros que pregonan nuevas incertidumbres. Sepa que no es la pregunta lo importante. Tampoco lo es la respuesta, ni su forma ni su contenido. Si algo debe quitarle el sueño es la disponibilidad de ciudadanos, familiares, amigos (la desesperación también admite anónimos) que se dejen preguntar, que le extraigan a uno del vientre esa tenia fantasma y succionen todo el veneno. Dese prisa y encuentre el suyo lo antes posible. Recuerde que quedan pocos, que se esconden, y cada día se pregunta más. Exprese su recelo en voz alta y clara, sin atropellarse. Acuda a la radio si es preciso, a la ventana o al azar de los números telefónicos. No deje, bajo ningún concepto, reposar la intriga. Puede enconarse y provocar alucinaciones.

sábado, 8 de octubre de 2011

Eraserheart

La noche anterior había acompañado a su hermana a ver Melancholia, la última película de Lars von Trier. No sé si el dato es pertinente para entender esta historia, y además no la he visto. Nunca me ha atraído ese tipo de cine. Sin embargo era de lo único que hablaba Sabino en las contadísimas ocasiones en que abrió la boca después de aquello, por lo que me figuro que algo debía significar. Al menos para él. Tenía la costumbre, como buen profesor de álgebra que era, de atribuir un valor determinado a cada elemento que conformaba su vida. A veces no eran más que números al azar agolpados en un cuaderno. Otras veces eran palabras o grupos de palabras inconexas que recitaba de memoria, como un padrenuestro cifrado. No había detalle que escapara a su rigurosa codificación y al que no correspondiese, en su secreta escala, una precisa equivalencia. Pero en el laberinto que sufren los locos las contraseñas se olvidan y los métodos fracasan. Puede que Sabino hubiera logrado resolver el misterio que lo hundió en las tinieblas mucho antes de que se lo llevaran. Puede que nos estuviera repitiendo durante años la solución del enigma y no la entendiésemos, porque él ya no recordaba la clave para traducir la respuesta. Ni siquiera recordaba su nombre cuando a la fuerza lo metieron en la ambulancia.
Yo no hubiese reaccionado de otra forma. Hay quien pierde las llaves, el móvil o la cartera, pero no se preocupa demasiado porque, a fin de cuentas, tienen que andar por algún rincón de la casa. No pueden haber ido muy lejos. Pero lo que Sabino perdió (y le hizo perder el juicio) fue su casa. No se trató de un desahucio ni de una catástrofe doméstica, como un incendio o una inundación. No le robaron ni le sellaron la cerradura con silicona. Tampoco le ocuparon la casa a traición, mientras estaba fuera, impidiéndole entrar. Sencillamente, al levantarse una mañana, descubrió que no estaba en su piso. Que estaba en otro, en el de uno de sus vecinos, aunque en la placa exterior indicase todavía 1º F: la puerta en la que llevaba viviendo diecinueve años. El desconcierto apenas le permitió articular palabra cuando el nuevo propietario, al verlo aparecer por el salón, se puso histérico y le obligó a salir al descansillo, amenazándole con llamar a la policía. En pijama y confundido, comprobó que efectivamente se encontraba en su planta. Reconocía la pared, las baldosas del suelo, la bombilla rota del plafón en el techo, el macetero de piedra labrada, la planta de plástico. Reconocía incluso el timbre, pero cuando llamó, convencido de que todo, de alguna forma, no había sido más que un mal sueño, una alucinación quizá producto de la fiebre que no sentía, vio otra vez al mismo hombre que lo había echado con la misma cara de pocos amigos, y tras él un recibidor, un espejo y una mesita que desde luego no eran los suyos.
Debían ser las diez de la mañana. Intentó calmarse y pensar. Se sentó en el saliente de una columna, con la cabeza entre las manos. Entonces reparó en que tenía sus llaves en el bolsillo del pijama. La idea le impactó como un rayo. No se preguntó qué hacían allí, sólo se dejó llevar por ese pensamiento. Puede que la casa siga en el edificio. Era absurdo por completo, sí, pero también lo era la situación, y no se le ocurría otra cosa que hacer. Puerta por puerta se dispuso a comprobar los otros cincuenta y cinco pisos del bloque (ocho plantas de a siete letras cada una, A, B, C, D, E, F y G), esperando que alguna se abriese. A punto de desistir dio con ella en el 4º C, después de casi una hora de intentos fallidos y de inventarse una excusa medio creíble cuando le sorprendió de cuclillas en el rellano, con la nariz en la cerradura, el responsable de mantenimiento. Un escalofrío le sacudió la espina dorsal en el instante de empujar el pomo. Era como si una parte de él, no sabía cuál, temiera que fuese posible, que fuese tan simple. Y lo fue. Allí estaba su piso. Allí estaban su recibidor, su espejo y su mesita. Allí estaban también los cuadros, las alfombras, los libros sobre el estante en su exacto desorden, los platos sucios en el fregadero de la cocina, el ventilador encendido y la cama deshecha. Allí estaba, otra vez, su vida, borrada de su línea original y reescrita en otro párrafo, un poco más arriba, sin añadidos ni correcciones, con las mismas letras, con el mismo sentido. Exhausto para plantearse siquiera pensar en ello, se echó en el sofá y cerró los ojos. Horas más tarde, cuando despertó, la casa había vuelto a desaparecer.
Con el tiempo constató que el fenómeno era frecuente, muy frecuente (al menos cinco cambios por mes), y que su periodicidad no podía concretarse. Tan pronto el piso permanecía tres semanas anclado en el 6º E, prometiendo el fin del suplicio, como se extraviaba consecutivamente en el 8º D, 7º A, 2º G y 3º C en el transcurso de tres días. Observó también que el apartamento experimentaba episodios de no más de un par de horas antes de regresar a la misma ubicación, y que con mayor virulencia hasta era capaz de trasladarse en lapsos inferiores a diez minutos, convirtiendo la búsqueda en una odisea contrarreloj. Previendo estas circunstancias, Sabino tomó por hábito llevar siempre consigo una mochila con comida y ropa, ya que no sería cosa extraña verse, de cuando en cuando, forzado a pasar la noche en el recodo de las escaleras. Después del primer año los vecinos se resignaron a su extravagancia, aceptándola como un mal menor. Lo veían deambular por los pasillos, en el ascensor con la mirada perdida, bisbiseando, o apoyado en la pared del portal sin atreverse a salir, espiando la calle como si ya fuese mentira. No molestaba a nadie, o al menos nadie se quejaba. Se limitó a obsesionarse en silencio con hallar una explicación, con despejar la incógnita, renunciando a todo lo demás para concentrar sus energías en esa única y capital tarea. Rascó en las paredes encrespados algoritmos para calcular las probabilidades de desplazamiento de la casa, pero los saltos eran cada vez más impredecibles. Cuanto más empeño ponía en perseguirla, más rápido escapaba. Huía, fintando y quebrando, y en el sueño la imaginaba con el gesto burlón de una hiena, respirándole en la nuca un aliento helado antes de volver a ocultarse.
La última vez que pudo localizar el piso estaba en el 5º B. Llevaba cuatro meses sin verlo. Pasó, afirmó el pie y juró que no lo dejaría marchar. Y buscó. Buscó por todas las habitaciones, en todos los armarios, dentro de cada cajón, bajo la cama y bajo las mesas, tras los muebles y los retratos, rasgando la almohada y los cojines, levantando las losas de la terraza, escarbando la tierra de las macetas, vaciando el frigorífico y desmontando la lavadora, desguazando el ordenador y reventando la tele, arrancando las páginas de los libros, los ganchos de la cortina y el marco de las ventanas, en el paragüero, en el revistero y en la doble rendija de la tostadora. Buscó el porqué, sólo el porqué, aclarado en una carta sin firma ni remitente. Buscó un revulsivo para su angustia, pero no hubo nada, ni una pista. Cogió del trastero una lata de pintura blanca y una brocha, cambió la mochila por una maleta de viaje y esperó. Cuando la casa se fue al día siguiente supo que su adiós iba totalmente en serio. Pero no pensaba darse por vencido. Inspiró, con la sonrisa remota, preparándose. Pintó un corazón diminuto en el marco de la puerta, y lo pintó también en el de la puerta contigua. Los fue pintando por toda la planta y por las otras plantas: marcaba los naipes que no revelaban su suerte. El edificio se le acabó y volvió a empezar, reiterando corazones blancos que se derramaban por las jambas hasta tocar el suelo, como señales de peligro en una selva invisible. Sus ecuaciones le decían que ya estaba muy cerca, que faltaba poco. Pero los vecinos se habían cansado. Sintió el rumor de las sirenas y las manos de los enfermeros cayendo sobre él casi al mismo tiempo. Mientras lo arrastraban, antes de que la sedación hiciese efecto, los vio. Eran muchos, treinta o quizás cuarenta, todos iguales. Se habían ignorado recíprocamente en su peregrinar a lo largo de los años, convenciéndose unos a otros de que cada cuál era el único. Pero ahora estaban allí. Los veía diáfanos, con las greñas hirsutas y las barbas rotas, cubiertos con penosos harapos, medio ciegos, cojos, desechos. Apretaban en la mano derecha, bendito rosario, oxidada de sangre, una llave gastada por el uso.