jueves, 24 de febrero de 2011

El Departamento Z

Los antecedentes

El Departamento Z –nombre con el que era más conocida la Brigada Especial para la Defensa contra Amenazas Preternaturales, o BEDAP– fue creado en España, en el más estricto secreto, a finales de diciembre de 1978, poco después de ser aprobada la Constitución, a propuesta del ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, con el beneplácito del presidente Suárez y el conocimiento del Rey. La idea, que venía rumiándose desde hacía más una década en las altas esferas del Ejército, consistía en dotar a la Guardia Civil –en tanto que cuerpo militar con atribuciones policiales– de una fuerza de acción encubierta, entrenada en la lucha contra «elementos potencialmente peligrosos de naturaleza y causa desconocidas», que pudieran suponer un riesgo real para la seguridad del Estado. De esta forma, España se unía a la larga nómina de países que, tras el Primer Evento –como posteriormente fueron genéricamente designados los hechos ocurridos en Minsk el 22 de mayo de 1958–, tomaban medidas severas con la doble misión de contener el Contagio y evitar que la noticia del mismo llegase a dominio público. La primera base de la BEDAP, que con el tiempo se convertiría en su cuartel general, empezó a operar en Madrid el 9 de enero de 1979, con una dotación inicial de trescientos efectivos –procedentes todos de la lucha antiterrorista– dirigidos por el coronel A. S. C. con la misión de identificar, interceptar y neutralizar a cuantos sospechosos de contagio se encontrasen en la capital o pretendieran llegar a ella. Más tarde seguirían idéntico ejemplo ciudades como Zaragoza, Sevilla, Barcelona, Valencia, Santiago de Compostela y Burgos, que con sus respectivas subsedes contarían con la capacidad suficiente para actuar de forma inmediata, tras la primera señal de alerta, en cualquier punto del territorio nacional. El Departamento Z era, de hecho, el órgano armado más eficaz y contundente de que disponía el gobierno español a principios de los años ochenta.

La amenaza

La labor excepcional desempeñada por estos singulares miembros de la Benemérita, muy especialmente entre julio y agosto de 1980 –meses en los que se llevaron a cabo más de cuarenta intervenciones con éxito–, a punto estuvo de rubricar el final de una situación que tenía visos de convertirse en problema secular. Según el informe 91/80, con fecha de 10 de octubre, redactado por la Sección Central de Inteligencia de la BEDAP en colaboración con el CESID, «tras los recientes logros la tasa de Contagio en España había descendido en un 75 por ciento, mientras que el número de contagiados lo había hecho en una cuantía no inferior en ningún caso al 90 por ciento». Sin embargo, no tardó demasiado en comprobarse que estas estimaciones –o al menos, las conclusiones extraídas a partir de ellas– eran excesivamente optimistas. A pesar de haber recibido varios golpes demoledores, el conjunto de estos nuevos e inusitados «enemigos implacables de la patria», acuciados por el temor a ser definitivamente erradicados, arrinconados pero sin caer en la desesperación, comenzaron a copiar los modos y el propio funcionamiento de sus perseguidores, estructurándose conforme a un patrón de actuación similar que permitiese, en primer lugar, su supervivencia, y más adelante, su recuperación. De esta forma, los autodenominados lazarenos respondieron a las acciones de la BEDAP, no mediante violentos atentados de represalia, como esperaba el ya general de brigada A. S. C., sino a través de una artera y minuciosa –aunque rápida– operación de infiltración en las filas del Ejecutivo, provocando la desestabilización y el colapso final de la UCD, que terminó por forzar la dimisión de su presidente, mientras el ambiente de tensión social iba en aumento hasta hacerse casi insostenible. Simultáneamente, la cúpula dirigente de estos lazarenos estableció contactos con otros grupos de contagiados en Francia, con la intención de movilizar un contingente que ayudase a reforzar las posiciones que habían sido perdidas durante la «guerra silenciosa», como se la llamó entonces. Organizados en comandos, que en total sumarían más de 50.000 individuos, planeaban cruzar la frontera por Navarra y Cataluña a finales de febrero. Éste iba a ser el suceso más grave al que habría de enfrentarse el Departamento Z. Y también, aunque en la sombra, uno de los momentos más delicados de la Transición.

La solución

La BEDAP fue consciente del alcance del error que había cometido subestimando a sus adversarios cuando apenas quedaba tiempo para reaccionar. En enero de 1981, A. S. C. fue destituido y reemplazado por el general de división L. M. G., quien presentó a la JUJEM un proyecto tan prometedor como audaz para frustrar la entrada de los contagiados en suelo español. Valiéndose de un plan madurado con anterioridad por un amplio sector del Ejército, descontento con los nuevos cambios propiciados por la democracia y deseoso de hacerse con el poder para reconducir el rumbo que tomaba la nación, L. M. G. diseñó, para que la ciudadanía permaneciese al margen de los hechos cruciales que iban a producirse, el mayor señuelo jamás concebido en la historia de España. El día 23 de febrero de ese mismo año, cuando a las seis y media de la tarde millones de españoles quedaban conmocionados ante la noticia de que un grupo de guardias civiles, a las órdenes del teniente coronel Antonio Tejero Molina –que pertenecía a la BEDAP desde septiembre de 1979–, asaltaban el Congreso de los Diputados, en el norte se libraba una fiera batalla en la que cayeron 128 agentes especiales del Departamento Z y fueron abatidos un total de 35.615 contagiados, sin que nada, ni tan solo un rumor infundado, trascendiese a los medios de comunicación. Gracias a la confusión reinante y a los movimientos erráticos de algunas unidades del Ejército, como lo ocurrido en las calles de Valencia, una escuadrilla de helicópteros procedente de la Base Área de Zaragoza pudo ser empleada por miembros de la BEDAP como elemento de apoyo sin levantar sospecha. La mayor parte de los supervivientes del ataque fueron capturados y ejecutados en los días posteriores, sumida aún la población en el coma anestésico de información relativa al fracaso del golpe de Estado, que disfrazaba en realidad un éxito de calado incuantificable. Para abril de 1981 todas las células lazarenas habían sido desarticuladas.

El final

En noviembre de 1982 el presidente Calvo-Sotelo desvincula la BEDAP de la Guardia Civil, acordando con su director general que pase a depender directamente del Ministerio de Defensa. Tres años más tarde, en 1985, fallece en un piso franco de Murcia la última víctima del Contagio en España. La disolución de la Brigada Especial para la Defensa contra Amenazas Preternaturales fue decretada por el gobierno socialista de Felipe González el 20 de abril de 1992, coincidiendo con la inauguración de la Exposición Universal de Sevilla. Desde entonces y hasta hoy los antiguos integrantes del Departamento Z han pasado a la reserva activa, viviendo su retiro con identidades falsas y protegidos por el Gobierno, hasta que España vuelva a necesitarles.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Cascabel

«En tu afrutada procesión de medusas / rozas el alma con fugacidad de incienso»
(Vinho)


Despierta, continente, despierta: aquí te llamo, ¿no me oyes? Clavando un grito en forma de cruz en cada cima, de palo en palo colgando guirnaldas eléctricas, asustando a los pastores, inspirando leyendas y neblinas, voy por el camino persiguiendo la estela esquiva de tu sombra, hasta la tierra más verde de tu cuento. Ojalá te acuerdes de mí, patria, matria, sin celos, sin nombres, el día en que de los cielos veas caer una cuerda, y por la cuerda subas, y a la nube llegues. Porque en esa nube, junto al risco donde até la cuerda, tendrás, sólo para ti, el calendario de las máscaras que no caen nunca: el más exacto retrato de mi corazón, velado para siempre por la lluvia en el otoño de Todas las Sorpresas.

¿Volverás a mí desnuda, como yo te imaginaba, cuando el hedor de las pocilgas, de tus palacios y tus solios, te haga salir de entre las algas, aprendiendo de memoria, una vez más, ese llanto que hace años se te coló en el laberinto? Yo así lo creo; así te dibujo. Como poseída por una pataleta de titanes, rellenando el hueco amor de los océanos con una sola lágrima, un pasito, luego un paso, después un giro, otra rabieta, un piropo del viento a tus veintipocos años de aire: apenas un jirón de envidia, y vuelta a empezar; hasta el infinito. No quisiera yo más que darte ese beso, ése que no te da nadie, y anillarte los dedos y ofrecerte sacrificios, encogerme la vida en un hipo de tu carne –como un lunar, como una herida, quedarme para siempre– y olvidar los colores, la rigidez de los músculos, los desiertos colgantes de esa Ciudad y los pétalos de la magnolia: respirar, ya sin pulmones, quizás con branquias, por agallas de acero, un perfume que sé que guardas, suspicaz, en el rincón más ridículo y secreto de tu Historia.

No temas, mi princesa: no te llevará el dragón; no te malquerrá la bruja. Tendrás tu armiño blanco y tu diadema; un vestido, diamante de nieve, cuando suenen las campanas de tu boda, y también una corte de duendes, azaleas y caballitos de mar, tal vez algún silfo, un ojanco y un buitre, cosidos en una red de almadraba, confundida de atunes y sueños, por el más bello ajuar. Serás, mi princesa, la niña que eres y la mujer que eras. Y cuando hambriento venga a acometerte, cuando furioso desoiga tus súplicas, me ría, y mi lengua te lacere el torso, como quien fustiga los pilares de la noche, no habré en la boca otro sabor que la madera, y no habrá en tus ojos más resplandor que el de la almohada.

martes, 8 de febrero de 2011

Ojos negros tienes

Pocos, o tal vez ninguno, vieron a Amadeo Martín, con su traje de siempre, periódico en mano, mandíbula desencajada y labios verdes, brillantes de pena, correr calle abajo hasta perderse en la espesura del jardín. Quienes lo recuerdan, y más aún quienes bien lo conocían, no tardarán en desmentir esta historia, tildándola de embustera, o peor: de infamante. Sin embargo, en mi descargo he de aclarar que cuanto aquí escriba fue, si bien no completamente cierto, al menos, sí rigurosamente posible. Y es que en la misteriosa encrucijada de sueños, de espejismos y grandes esperanzas que fue la vida del ilustre matemático Amadeo Martín Belmonte, todo, o casi todo azar, estaba previsto, identificado y minuciosamente catalogado, a fin de ser fácilmente reconocible en la circunstancia precisa. Es por ello que, cuando finalmente ocurrió, no fue sorpresa, miedo o rechazo lo que experimentó, sino una profunda e inevitable –e irreparable– sensación de lástima. Se compadecía, en su personal tristeza, del destino de los otros y de la suerte del mundo, que ya sólo sentía, o percibía, como una ficción burda y de pésimo gusto.

Llegó, al final de su carrera, a la placita de piedra roja donde manaba, en tranquila repetición, una fuente de mosaicos; muy cerca del balcón desde donde podían verse la avenida, el ayuntamiento y la playa. Amadeo Martín se sentó en uno de los bancos, hundió la cara entre las manos y recordó, palabra por palabra, lo que apenas hacía unos minutos había sido incapaz de decir. Nuevamente se vio, forzado por el poder de su propio deseo –aunque poco lo comprendía–, en la mesa del café, con la taza humeante y el crucigrama a medio terminar, esperando el momento justo para tomar la decisión. Otra vez, aún más implacable, el peso de aquella mirada le cayó en la nuca, terca, como la bala que, sin prisa pero sin pausa, poco a poco va horadando el cemento. Se volvió –se volvía– entonces, con la intención de arrancarse ese puñal de la espalda, y vio –veía– por última vez la máscara, los dibujos de la máscara y la sonrisa de la máscara; y esa voz, que nunca mentía, susurró –susurraba– con cierto descaro, haciendo eco en alguna parte de su conciencia –y en muchas de su memoria–: «ojos negros tienes».

Más tarde, estaba –estuvo– en una casa que no era la suya, mirando paredes en las que jamás colgó –ni colgaría– un cuadro, bebiendo un agua que, lo sabía ya, desde antes de su sed, no le calmaría. Rebuscaba –rebuscó–, revolviendo en armarios y desvanes extraños, lejos de recuerdos reales siempre presentes, el origen de sombra tan arraigada, sin éxito. Luego, desistiendo, mientras trazaba en el aire elaboradas fórmulas de cálculo combinatorio, en cuya rígida coherencia no depositaba ahora fe alguna en obtener una respuesta que pudiera satisfacerle, caía –cayó– en la cuenta de que la solución al enigma era bien simple, y que había estado ante él todo el tiempo. «Sólo es necesario –pensaba (pensó)– encontrar el reloj y ponerlo en hora. Entonces, sabré donde estoy, quién soy y con qué fin vine aquí, huyendo de algo que he olvidado». En una repisa, junto a una planta mustia encerrada en cerámica, tras bastante jaleo, lo recuperaba –recuperó–.

Una mujer, que es la mujer de otro, le ayuda a ponérselo. Cuando se inclina sobre él, pasándole un brazo por el hombro, Amadeo Martín inspira un aliento que huele a vino, amargo; y, concentrándose como sólo él puede, escucha el rumor de su lengua dentro de la boca, el fluir de la saliva y de cada gota de saliva, tal que si fueran números, y cada número la perla de un collar, como el collar que, callado en el estuche, aún no ha sacado del bolsillo. «Si tú quieres, te doy una sorpresa. Pero antes, tienes que escuchar una cosa que me ha pasado». «¿Qué te ha pasado?». «Es una visión que he tenido hace poco. Voy caminando, despacio, muy despacio, pensando en un nombre que no acaba de venirme a la mente, hasta que, unos metros antes de tropezarme con un hombre –un hombre mayor, alto, muy elegante– que pasea a un perro, me detengo y miro hacia arriba». «¿Y qué hay arriba?». «La sorpresa». Cuando deja de mirarle con genuina preocupación, se atusa el pelo, comprueba la hora –once de la mañana–, agarra el diario y salta por la ventana al vacío del mundo.

Al banco, decidido a arrancarle de sus cavilaciones con un cargante canturreo, se ha acercado alguien. Sin más, se ha sentado a su lado, le ha quitado el periódico y le ha hecho dos o tres preguntas, que se ha negado a contestar, o que ha fingido no oír. Insiste: «a ti, y a nadie más, voy a contarte lo que ha pasado aquí, para que lo sepas y dejes de lamentarte. De camino a la muerte, en el alféizar, ni más ni menos, pensaste que, quizás, no sería tan mala idea seguir vivo, continuar como hasta ahora, con el miedo, con las pesadillas, y seguir investigando la causa y la guarida de los monstruos. Por eso me estás escuchando ahora. Por eso, cuando apartes las manos y me mires, verás lo que verás, y echarás a correr otra vez, para volver aquí». Antes de hacerlo, en un destello, Amadeo Martín repara en el más importante de los detalles del suceso, y lo comprende todo: el camino del café al suicidio, y del suicidio a la placita –como la correa del reloj, el collar y hasta la cadena del perro–, están inscritos en el borde de una bellísima, sutil, inacabada cinta de Moebius. «El resultado de la ecuación –comenta, a modo de despedida– siempre es equis».