jueves, 28 de abril de 2011

Bloques

Se llama Natascha y fue campeona mundial de Tetris en el año 2009. Ahora mismo está en el salón de su casa, un ático de la Diagonal de Barcelona, coqueto refugio, organizando por quinta vez en lo que va de semana los libros de la estantería, colocándolos por orden decreciente del centro a los extremos, formando una campana de Gauss. A Natascha le gusta decir que es una chica metódica, aunque quienes la conocen prefieren llamarla maniática (su novio pensaba lo mismo, aunque apreciaba en ella otras virtudes). Después de quince años de juego ha comprendido que los principios básicos del Tetris (todo encaja sólo en su lugar; siempre hay un hueco donde cada cosa encaja) son muy válidos para la vida diaria, y los aplica continuamente, en multitud de ocasiones. Nada más sencillo ni entretenido que dividir el mundo en bloques y convertirse en un maestro acomodándolos en desafiantes estructuras, sin que se amontonen, en el menor tiempo posible. Así consigue, por ejemplo, que el modesto salario que percibe por dar clases particulares de inglés todos los martes y jueves sea suficiente para cubrir sus necesidades, y aún para permitirse algún que otro –aparente– capricho. Sin embargo este sistema obliga a una rigurosa conducta que, de igual modo, la fuerza a cosas tan curiosas, o ridículas, como calcular la medida exacta de masa que necesita una tortita para que su circunferencia coincida al milímetro con el contorno del plato en que se sirve. Busca la armonía, la simetría, la coherencia y la regularidad donde los demás sólo se preocupan por el aroma, la cantidad, la textura o el sabor. Es matemática hasta en el sexo. Para ella el coito es una aritmética más, una geometría de los cuerpos desnudos que luchan por adaptarse a un patrón indeterminado, por lo que lleva desde los dieciséis aprendiendo nuevas posturas y filigranas. Éstas son las otras virtudes a las que se refería el novio, o tal vez los pretextos, según se entienda a tenor de lo que ocurrió. Una mañana el chico, recién duchado y con la camisa planchada, confiesa que no se siente con fuerzas para continuar con una relación en la que lentamente se ahoga, en la que no se siente completado, y que prefiere dejarlo y quedar como –aparentes– buenos amigos. Natascha no dice nada; no reacciona. Durante cuatro años ni un mal gesto, ni una palabra amarga, ni la menor señal de advertencia. Lo creía satisfecho, cómodo; pero se equivocó. A la campeona mundial de Tetris, por primera vez, hay algo que no le cuadra. Se siente como si la pieza alargada, la de los cuatro módulos en línea, hubiese caído tumbada taponando un espacio vertical, hecho a medida, estropeando la siguiente jugada. Él hace las maletas y se marcha, callejeando. Ella sale a pasear y camina hacia adelante sin detenerse, con una mano rozando las paredes de los edificios, corrigiendo mentalmente las interrupciones (puertas, pasajes, escaleras que suben o que bajan, balcones…) para quedarse con ese segmento conceptual, completo, constante. Así se topa con el frío panel de un escaparate, donde encuentra la solución. Se llama Crystal Lover y es un estimulador acrílico e hipoalergénico de diseño. Mide 25 centímetros de largo, ancho en punta 2'5, medio 2'8 y base 3'5; cuesta 32’95 euros. Todo encaja sólo en su lugar; siempre hay un hueco donde cada cosa encaja. Si la decoración, la economía, la cocina e incluso la anatomía siguen esa regla, piensa Natascha, ¿por qué iba a ser diferente con los sentimientos? Lo compra y vuelve a casa. Un dedo acaricia el envoltorio de cartón a través de la bolsa y toda ella se agita, casi se sacude, en un estremecimiento repentino. La pieza caída ha desaparecido, un nuevo bloque se acerca. Puede seguir jugando: nada obstaculiza ya la partida perfecta. Sonríe, tarareando los acordes de una de las melodías MIDI más reconocibles de todos los tiempos como quien canta el We are the champions, de Queen.

Suicidio (por correo ordinario)

Yo maté al hombre que escribió esta frase. Traté de avisarle diciéndoselo en una carta, pero cuando la leí ya no había nada que hacer.

miércoles, 20 de abril de 2011

Déjà vu

Hay un hombre sentado en el sofá, camiseta negra y pantalón de chándal, una pierna flexionada sobre la otra. La mano izquierda cruza el torso para hundirse en un bol de palomitas, compartido con la mujer que se sienta a su lado; la mano derecha sostiene en alto el mando a distancia. Las pupilas ensartadas por el fulgor catódico del televisor permanecen fijas en un punto vago, más allá de la pantalla, indiferentes al rápido discurrir de las imágenes que cada vez le parecen más un bucle de tarjetas de un test de Rorschach, ajenas por completo a cuanto sea seguir el hilo de la película. Se incorpora un momento para acercarse la mesa y coger el vaso de Coca Cola. Es un movimiento fácil, prácticamente automático; se hace sin pensar, todos los días, a todas horas, en cualquier sitio. Estirar el cuello, adelantar la columna, extender el brazo. Eso es todo. Sin embargo, cuando este hombre inicia el proceso, a mitad de camino un latigazo muscular lo detiene durante 0’36 segundos en una postura idéntica a la del primer modelo que Rodin bosquejara para esculpir El pensador. Prevenida por la onda leve de una epifanía estética, la mujer consigue hacerle una foto con el móvil en el momento exacto. Gira el teléfono y la ve. Le arranca una sonrisa. Decide guardarla en memoria. El archivo pesa menos de un mega y, transferido al disco duro del portátil, es renombrado como tiron_casa.jpg. Al día siguiente aparece ya establecido como fondo de escritorio, moteado de iconos multiformes: puertas que principian recorridos virtuales (y circulares) que desembocan insistentemente en el mismo mar de píxeles, como un núcleo nietzscheano al que toda la información quiere retornar.

El hombre estudia la imagen. Matices borrosos por la insuficiente resolución de la cámara se muestran ahora vívidos, definidos al detalle; una luz desconocida resalta la curvatura de los volúmenes, perfila los contornos con un bisturí hiperrealista, afilado y preciso, que destapa nuevas calidades. Lentamente se obsesiona con su perfección expansiva. Dedica varias semanas a aprender hasta el rasgo más insignificante, a consignar en un catálogo privado cada oscuridad, cada claridad, cada arruga en la ropa, el último cabello desprendido. Cuando la imagen se le acaba comprende en seguida que sólo queda una opción: repetirla. Gasta todo un mes reproduciendo minuciosamente el escenario que muestra el ordenador. Ordena los cojines sobre el sofá, ayudándose a veces de una cinta métrica para asegurarse de que respeta las proporciones originales. Vacía litros de refresco buscando la medida concreta de aquel vaso genuino. Ensaya frente al espejo una expresión que se empecina en huir de su rostro, rescatando en ocasiones gestos insuficientes. Una mañana anuncia a la mujer que ha dejado el trabajo, que necesita más tiempo para su proyecto (así lo llama), que ya le falta muy poco. Apenas duerme. Prueba una media de ciento sesenta combinaciones a diario, pero los remedos sólo penetran la membrana más externa de la imitación, que es la semejanza. Se desazona. Como cualquier ser humano, al final, conoce su límite y renuncia. Acepta la inutilidad de sus esfuerzos; se redime. Pone orden en su vida; recupera el empleo y se reconcilia con su mujer. Una noche ambos vuelven a ver aquella película a la que entonces no prestó atención. Le invade una oleada de pánico al descubrir que su retina, y controlando a su retina el cerebro, se niega a procesar un guión que persiste en presentarse como una sucesión anodina de escenas difusas, inconexas, desprovistas de sentido, y prefiere perderse en algún pensamiento ligero y cándido, distrayéndose. Advierte que a su lado, entre los dos, hay un bol lleno de palomitas que se lleva a la boca con la mano izquierda; con la derecha sujeta el mando a distancia. Lleva puesto el pantalón de chándal y la camiseta negra; una pierna cruzada sobre el muslo de la otra. Una gota de sudor frío le va ardiendo espalda abajo; todo confluye hacia un instante único y doble. De pronto, cuando se inclina y siente otra vez el calambre, se da cuenta de que en la mesa no suda ningún cristal. No hay vaso de Coca Cola. De alguna forma entiende que se ha salvado, que ha abortado el desastre. Suspira de alivio.

Pasan los años y el hombre aprende a convivir con un terror íntimo y constante a desaparecer. A reiterar por accidente un hecho singular, un nudo de los cordones, una caricia, una pasada del peine, un acorde de la guitarra, una temperatura del café, un bigote, y desvanecerse en la intolerable duplicación. Hace añicos los espejos, que tan buen servicio le prestaron, por miedo a mirarse y revelar una mueca antigua. Atiborra los armarios y el canapé con surtidos estrambóticos de camisetas y pantalones, aferrándose a la esperanza de no reincidir en algún conjunto. Teme acostarse con su mujer y reconocer inesperadamente un gemido, una sonrisa, un estremecimiento. Pide el divorcio; lo obtiene sin demasiadas lágrimas. Repara en que también teme despertarse solo y encontrar las gafas en el mismo ángulo que ayer, o que hace un lustro, sobre la cómoda. Evita las rutinas, los circuitos; no tardan en despedirle y embargarle. Deambula por los rincones de la ciudad acosado por la sospecha de su doppelgänger, sin detenerse, sin darse oportunidad para el recuerdo, para la imagen. La imagen (cree) aprisiona a la mente en una costumbre, en un afán violento por tender al arquetipo. No cabe otra manera de existir (cree) que forzar cada segundo una postura distinta, dibujar sombras cambiantes, complicando el argumento del mundo y agotando las fórmulas hasta que otra foto se convierte en el centro de la vida.

domingo, 17 de abril de 2011

Endless Ness

No tendré nunca un retrato de este instante. No habrá ocurrido para mí en los años prometidos –tiene veintitrés: aún es joven, tiene toda la vida por delante, tú no te preocupes–; desaparecerá mucho antes, dentro de nada, y no quedará ni humo, no hará ni muesca; la senectud hurgará con saña, pero sólo se manchará las manos de polvo, se masturbará frente a otro recuerdo desangrado. Ni siquiera estoy seguro de que pase ahora, cuando lo vivo. ¿Será verdad que llego a verlo, que realmente alcanzo el quicio, de puntillas sobre las uñas? Apenas oigo la zambra frenética que debería dolerme en los oídos, que tendría que tirarme al suelo con sus temblores, cuya melodía destiñe corcheas en la presa de mi mano. Al final de la partitura, mi nombre. Y la fecha de hoy. Me rodea la humedad de una taberna en Escocia.

Qué serena se ha vuelto la juventud, a qué apetecible baño invita, deslizándose rastrera por la tubería que obstruye un colesterol tolerante. Pero me resisto, a duras penas; con lo que puedo. La esperanza que yo calzo tiene la forma de una caravana de cíngaros que al calor del verano responden con violentos rabeles, y se pierden con la tarde en una playa cerca de Gibraltar, pegadita a África, casi África, casi niebla, donde alucinan sin culpa con un desfile de guanacos fluorescentes. Se va el sol y los sigo por la carretera; aún se vislumbran, de cuando en cuando, allá a lo lejos, ráfagas ebrias que me buscan lo tierno como puñalitos. Me da por pedir un deseo. Apago los ojos. Deseo que crezca en el centro de la moraga ese olivo de la historia. Dice el abuelo que hay un olivo, no sé dónde pero no importa, importa que existe, que puede ser en algún sitio, que alguien lo ha visto, a lo mejor, o a lo mejor también se lo contaron, no lo sé, un olivo que echa sus raíces en la nube más grande del cielo, ahogándola como una escolopendra de patas de madera, montándola salvaje, exprimiéndole un rocío viscoso y nutritivo que cae hacia arriba, hacia las aceitunas, gordas y redondas como sandías de esmeralda, tatuado el verde comestible con todas las letras del alfabeto, del nuestro y de los otros, de todos, que luego en el molino, machacaditas, escriben un libro líquido que fluye en páginas de oro hasta un punto que nadie ha puesto todavía, y dice también mi abuelo que con pan y ajo, tomate y un poquito de sal, está que quita el sentío [sic].

He leído mil veces ese libro, con pan y lo que no es pan, siempre con ansia, al filo del vómito, en serio, y nada de nada. Ni una revelación, ni un adelanto; ni un mísero tráiler. Se me escapa demasiado rápido y me pilla, para qué negarlo, con menos ganas que fuerzas. Que se vaya. Voy a pasear tranquilo por esta orilla. Aquí estoy en paz, estoy bien, no tengo problemas, arena y agua, agua y arena, repetición sencilla, rutina automática, soledad de jaez transparente, sordo, que me acompaña, que me lleva subido a la grupa, ¿dormido?, hasta la puerta de la torre. Tampoco esta torre la conoceré mañana. Es alta y poderosa, de piedra negra y junta blanca, o medio gris. Tal vez sea una chimenea. Conmueve la obstinación con la que se empeña en seguir en pie, rodeada de tallos partidos de otras torres, emergiendo insolente de una hemorragia de ladrillo, como si se estuviese estirando para pulsar el botón rojo que enciende todas las guerras. Entonces cruza de repente ante mis ojos, desenrollando un cachito del Sáhara, a toda pastilla, una bodega móvil que se alumbra el camino con la estrella de Mercedes, derramando lagunas de moscatel hasta que alcanza la Ciudad de los Borrachos con un triste esqueleto de vinagre, y todos lloran, y el muecín llama a la oración, dios es grande, y en la parte derecha de la cara se me pone color de sueño. ¿Dónde se ha ido la torre? Desparece. Como vino, se marcha. Se arrastra mar adentro como un caracol desahuciado de su concha, rendido, vendiendo su baba a un consorcio cosmético a cambio de una lata vacía de Fanta, sabor limón. Aún huele.

Salgo de ahí. Me tumbo a pasar la vigilia de los justos a la sombra de una carpa que parchea las estrellas. Alguien a mi vera chamusca un par de espetos. Me da por mirar y veo, y sé que luego ya no lo veré más, un grano de sal que el fuego lame con lujuria, creyendo que nadie se da cuenta, que está solo mientras acosa al diamantito helado, con el rosario escapándosele de los dedos, balbuciendo pasajes de la Biblia hasta que el pescado se termina de hacer y una mano, quemándose, se lo lleva a la boca, lo muerde y lo deshace en átomos de miedo. Qué rico. Qué fácil parece, y qué cortés. Hay genocidios cada día, tan livianos, tan mínimos, tan elegantes como un tango sin pareja, chamuyando una casete palabritas de Discépolo, que parece que no suceden, o que se escurren, más bien, por alguna reja de la vista y caen en una cloaca, chof, y se confunden con el resto de los restos, se pierden sus principios, sus nudos y sus desenlaces; en la contraportada del catálogo de esquelas, luego, puedes toparte con un anuncio de crema facial, Rejuvenil devuelve la tersura a tu piel [sic], muy manido, piensas, pero cuando te fijas en los tres primeros números del teléfono que aparece al pie, 6, 5, 0, te das cuenta de que es el precio exacto a que va el kilo de sardinas: seis cincuenta, que ya está bien. Suerte que yo no arrugo periódicos ni me dedico a advertir casualidades. Yo no permito que los significados ocultos me toquen; los repelo con potentes insecticidas. Abro un cajón cualquiera y saco un álbum de fotos. No juzgo. Ojeo un rato, página tras página, y conforme avanzo voy descomponiendo el horizonte de su historia en piezas de Lego, rojas y azules, la junta negra, o medio gris. Construyo un arco que pisa Madrid y Buenos Aires, sobre el que el caballo de Franco, con un clavo a punto de soltarse en la herradura de plastilina, orina un río bravo y caliente que la Calle Larios encauza en un silencio del jueves santo, herida la noche por el dolor de María Santísima de la Esperanza, fajín de Estado Mayor, descalza por una alfombra de romero y cáscaras de pipas, escupiendo impúdica una lágrima que, recubierta de cera, hecha una bola, disparan arcabuces legionarios y rematan en Vietnam, en Afganistán, en Cascorro, a la estatua del soldado desconocido.

Cierro el álbum y me preparo una hamburguesa. No sé dónde estoy ahora. Tarda un minuto y medio en el microondas. Le doy un mordisco. El queso fundido se me pega a la lengua y al paladar. Observo el techo; me suena. Mientras espero a que se enfríe pienso en esas manzanas que vendía la vieja, moño alto, barnizadas de caramelo en la plaza de Uncibay. Pienso en ese gusano atrapado dentro, encerrado en una crisálida de azúcar, huyendo en laberintos espirales hasta darse de cabeza contra un muro, sin atravesarlo nunca, muriéndose de rabia y de aburrimiento. Pienso en ese gusano que agujerea los intestinos que llenan el ataúd; no sabrá nunca del esponjoso acolchado. Bebo un vaso de agua. Ya no hay más hamburguesa. La lengua raspa la ternilla cojonera que se agarra al diente. Escucho. El rumor de toros en estampida se abre paso por las diagonales anchas de la dehesa, esquivando rocas y acebuches, cuesta abajo, espantando a los cerdos que hozan despistados y a un organillero vestido de astronauta, United States of America, que toca a manivela lenta Set the controls for the heart of the sun, de Pink Floyd.

Pronto llegarán aquí. Vendrán volando. Conducirán deportivos italianos descapotables, apretados de rubias núbiles. Arrancarán la hierba marrón, casi una pasta, romperán las copas y soltarán los flejes de las últimas barricas. Se inundará la Malagueta y con un ruido sinuoso serán ceniza los júas plantados durante la madrugada, rellenos de versos de Verlaine y Cavafis, que ardieron en tirabuzones castigados de rebujito de absenta, que cocinaron chorizos parrilleros en el zaguán del Palacio de Villalón, hoy Museo Carmen Thyssen, aportando contenido calórico al arte aún demasiado magro, y desde allí fueron en rigurosa fila india al vertedero municipal a solazarse con ruinas estrambóticas, descubriendo reyes insepultos en el Escorial de los desguaces, echando a la piscina de los lixiviados tanzas aparejadas con el garfio de una percha para pescar a Nessie, al monstruo del Lago Ness, o sólo para fabricar burbujas, antes de sentir en el pecho desatado la sutura total de la cornada. Ya me tiene a su alcance. Ha ignorado la playa y el alarido de los chirimbolos, las sortijas de los gitanos; me tiene querencia desde la primera fotografía, desde el brillo en las cadenas del columpio. Se acerca. No deja nada tras de sí. No tendré nunca un retrato de este instante –eso dije–; de la raya para acá empezará de nuevo: ya está seco el brochazo que pintó el aquí fue Troya. Pero se retrasa. Se dilata; se divide en infinitas pantallas de cine. Previsible. La vida es como un tenedor cargado de espaguetis: nunca sabes cuándo se va a acabar.

jueves, 14 de abril de 2011

El tapiz de Bayeux

Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux, que fue bordado en el siglo XI, donde colores simples y latines graves nos cuentan la epopeya de ese ejército francés que combatió y derrotó a los huscarles del rey Harold, es algo más; que es otra cosa. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux no es un resumen por voluntariosa intención artística sino por imposición de índole práctica, y que el auténtico tapiz, el imaginado, atestigua en su extensión real, o ideal, la suma completa y exacta de los momentos del paisaje que nos muestra: cada gesto en el rostro del soldado durante la lucha; cada perfil de las velas normandas según la fuerza del viento; cada ángulo de la flecha en todos los puntos que dibujaron su trayectoria, hasta acertar o fallar; cada piedra, cada hoja de hierba, cada descosido de estandarte; cada suposición del autor, cada olvido. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux no es el único; que existen otros, confeccionados en paralelo y secretamente, como aquél en el que se observan las manos de un recolector de arroz en un campo del Tíbet, encallecidas y en paz a la vez que en Hastings se pronunciaba el destino de Inglaterra; también uno en el que el Nilo sigue encauzado en los precisos márgenes que conocieron los faraones, mientras el duque Guillermo recupera del barro la corona de El Confesor; alguno, es posible, transcribe la elegía que recitó inesperadamente un pastor de los Urales cautivado por un oscuro presentimiento, y que ya no pudo recordar. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux, como la Historia, está tejido con un mismo hilo que en el pasado se tramó en la forma impensada de los dinosaurios y se urdirá  en el futuro de acuerdo al patrón caprichoso que otros compondrán a partir de nuestras sombras, sin pausa. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux no acaba; que sus extremos se prolongan invisiblemente y se arrollan formando muelles, como dinamómetros que miden la intensidad del hombre en el tiempo, y que se encuentran en las antípodas de la eternidad en un día esférico, mágico, que consiente al fin la victoria de los sajones. Yo me he figurado que el tapiz de Bayeux es una mortaja común que arropa a las generaciones en la idéntica muerte, desde Adán hasta la última incertidumbre.

Pero cuando yo lo miro, sólo veo el tapiz de Bayeux.

martes, 12 de abril de 2011

Cualquiera vale

Una niña va a la feria con sus padres y tras mucho insistir consigue que se suban con ella a la noria. Cuando la cabina llega a la cúspide, en lugar de asomarse un poco por la ventanilla y mirar abajo como hacen los demás, cierra los ojos y se imagina un cuento.

En un prado de hierba suave y frondosa, bañado por el sol, rompen la monotonía del verde los restos de un antiguo pozo, negro como la noche y más profundo que el océano de los sueños, donde un anciano rey escondió, siglos atrás, un cofre que contenía el mayor de todos los tesoros acumulados tras una larga vida de guerras y aventuras. Junto al brocal en ruinas crece un granado gigante; tan grande que, a veces, las ramas más altas de la copa enganchan las nubes que vienen cargadas de agua, robando la lluvia a los pueblos cercanos. Llegada la época de maduración, el granado deja caer al hoyo algunos de sus frutos, que se rompen y desperdigan al chocar con el fondo, inundándolo todo de pepitas rojas. Con el correr de los años el pozo se acabó llenando, y ocurrió que un caluroso día de primavera el sol derritió las pepitas y el cofre perdido flotó a través del zumo y del tiempo hasta la superficie, donde lo encontró la hija coja de un pobre campesino. Al abrirlo descubrió que en su interior había otro arcón, y dentro de éste otro aún más pequeño, sobre cuyo cerrojo había unas palabras grabadas en una plaquita de bronce. El único tesoro es aquel que necesitas sólo en este momento.

Lo que el rey había guardado, envuelta en algodones para evitar que un mal bamboleo la rompiera, fue una sencilla copa de cristal. La chiquilla la tomó entre sus manos con lágrimas de emoción y la hundió en el pozo para llenarla de aquel jugo refrescante, contenta de tener algo con que aliviar su sed sin necesidad de regresar a casa. Luego, cuando atardecía, se acercó a la orilla del río, apartó con ayuda de una concha la tierra húmeda hasta que el agujero le pareció lo bastante hondo, puso allí el menor de los arcones, se descalzó y dejó dentro una de sus sandalias de esparto, cubriéndolo bien todo antes de irse. Aquella noche soñó que un hombre de la gran ciudad perdía un zapato al intentar cruzar el río. Sonrió, satisfecha.

La noria rueda varias veces más hasta que la fantasía termina. Camino de vuelta los padres se fijan en que la niña parpadea más de lo normal, como si algo se le hubiese metido en el ojo. Una semana más tarde, al no remitir el síntoma, la llevan a la consulta y le hacen un par de pruebas. El primer médico la deriva al segundo, y éste a su vez al tercero, que finalmente da con el diagnóstico. Utiliza una palabra muy rara que la niña no ha escuchado nunca, pero que le suena a nombre de bruja mala. Glaucoma.

El padre trata de consolar a la madre, incapaz de sostenerse ante el terrible anuncio, abrazando a su hija como si fuese ya la última vez que la siente contra su pecho. Después de una hora muy aburrida en que los mayores no han parado de hablar, el señor de blanco, que se sienta tras la mesa llena de papeles, mira a la pequeña y sonríe. Algo cautiva su atención desde hace un buen rato. Un cuenco de bronce, lleno de caramelos. Amablemente se lo ofrece y le pregunta:

–¿De qué sabor te gustan más?

–Cualquiera vale–, responde ella, radiante de felicidad.

viernes, 8 de abril de 2011

El inventor de títulos

El inventor de títulos era un hombre bastante normal. Normal en el sentido en que pueden serlo una calabaza de noventa kilos o un huevo con siete yemas. Extraordinarios, sí, pero no sobresalientes. Diferentes, si se quiere; monstruos indoor que sólo impresionan entre los conocidos y como pasatiempo de fin de semana. Este tipo de normalidad le sentaba como un guante, ya que a pesar de su irrepetible talento nunca le gustó destacar demasiado. Era uno de esos genios alérgicos a la fama y siempre temerosos del juicio despiadado de las multitudes. Una rata de biblioteca, bicho de costumbres solitarias, capaz de disfrazarse con asombrosa frecuencia de persona común para evitar chismorreos incómodos. Su actitud quedaba plenamente justificada por la naturaleza de su arte, que bien podía ser fácilmente malinterpretado, confundido con la mera pretensión del escritor moderno, que suele entender la concisión del minimalismo como una licencia para engordar libros a razón de frase por página. No era éste su caso. Sabía perfectamente lo que quería decir y cómo quería decirlo, aunque rara vez sus textos alcanzaban el segundo renglón. La suya era una literatura lacónica, calculada, o mejor dicho, quirúrgica: siempre directa a la esencia de las palabras –o de la palabra–, atacando el tuétano, sin entretenerse en los pasadizos del lenguaje; analítica, incluso sagaz: profética, interesada en la diagnosis precisa de la evocación; pero nunca, bajo ningún concepto, humilde. En una sola línea conseguía agrupar todas las posibles y necesarias lecturas –y relecturas (e interpretaciones)– de una obra aún por desarrollar; todos los matices, toda la riqueza expresiva en su esplendor más prístino, sin relumbrón, sin atropello, en un orden tan nítido y lógico, tan intrínseco, que añadir más podía ser, y debía ser, tildado de superfluo. Por eso el inventor de títulos jamás completó un relato breve, o un cuento, ni mucho menos una novela –género que despreciaba debido al vicio invariable de la reiteración–. De hecho, por lo que sé, ni siquiera lo intentó. Era suficiente con escribir el mejor principio, el único, y tener la certeza de que los más esmerados finales no llegarían a ser dignos de él, a cumplirlo. Aspiraba, eso sí, a componer el título ideal, inalcanzable, que estuviese por encima de todos y los resumiese a todos, sublime, frágil y efímero, tras el cual no cabría más que el silencio eterno. Hacia el final de su vida razonó que tal título no podía existir, pues pronunciarlo, siquiera imaginarlo, haría impertinente el propio universo.

Una tarde, mientras charlábamos con él en una cafetería, cansados ya los ojos por el esfuerzo de la búsqueda, habiendo dejado tras de sí inspirados intentos que hundirían la moral de los más aclamados autores, conjeturó que tal vez su grial no fuese una combinación de letras –había renunciado tiempo atrás a la eventualidad de un idioma en concreto–, sino más bien de un simple trazo, certero, vibrante como un rayo. O tal vez sólo del modo de sostener el lápiz sobre el papel el instante antes de reproducirlo.

miércoles, 6 de abril de 2011

Dependencia

Al Rey lo tienen en una habitación bajo tierra, sin ventanas, atado a una camilla y salvado del exterior por una melena de tubos que horadan su carne, unos rojos, otros amarillos, algunos azules y pocos blancos, que le rellenan y le vacían a diario el escombro de vida que le queda, hinchándolo levemente por las mañanas, como una bolsa inflada por la brisa, y evacuándolo a la noche, sin miramientos, hasta que se vuelve del color del papel, adornado con la pureza de la última página, para que los funcionarios puedan seguir planificando, sobre sus prolongados aunque discretos estertores, la gloria de la nación.

Son cuatro los que se sientan a la mesa, en el piso superior a la cámara real, con el monóculo firme, todos presumiendo de frente despejada, mentón prominente y barriga aristocrática, luciendo constelaciones de óxido sobre las solapas y con jirones de nobleza cruzándoles el pecho, atentos como alumnos aplicados al menú que se sirve sobre la vajilla de plata, mirándose unos a otros con las lenguas ardientes, con los labios trémulos de emoción, llegando en silencio al acuerdo tácito de que no serán necesarios los cubiertos dorados, que entre caballeros esas cosas pueden disculparse, y sin esperar a la oración se lanzan sobre los asados, sobre las patatas y los salmones, hincando dientes adamantinos en ostras incalculables, hundiéndose en las salsas y limpiándose con vino los lamparones, que como nuevas credenciales presentarán luego a su majestad junto con el informe del último semestre.

El Estado marcha formidablemente, aseguran, mucho mejor que en el ejercicio pasado y todo hace pensar que la cosa mejorará en el siguiente, le dicen, susurrando a media luz, a media sombra, sin que el Rey les pueda ver las caras de satisfacción, las sonrisas de escualo con que se regalan afectuosos golpecitos con el codo, abnegados, sufridos, entregados padres de la patria, próceres del reino y acrisolados defensores de la virtud y la justicia, héroes de bronce animado que velan por el mantenimiento de la paz y el imperio de la ley mientras el monarca, a quien dios guarde aún por muchos años, se encuentra impedido para el desempeño de sus regias prerrogativas, incapaz de proporcionar a su pueblo el gobierno que sin duda bien merece desde su lecho de vejez, el trono del consuelo burocrático, donde poco más alcanzan sus fuerzas que asentir al gesto de sus ministros, que entienden otorgada la licencia de tomarle la mano, asirle la pluma y ayudarle a firmar el decreto, os contempla la historia, señor, afirman.

Hay por la capital, al final de cada calle, una iglesia donde se ruega por el sosiego del tránsito del Rey y se dicen misas por la eterna salvación de su alma, donde se intercalan homilías con panegíricos muy inspirados, con ciertos rasgos poéticos bien medidos, libres de frívolos versos, en los que se glosa la fortaleza y el valor del augusto soberano que, en el cantil de la muerte, persiste en el trabajo y el voluntarioso servicio al país que tanto amó y que tanto amor le demuestra, depositando donativos en el cepillo de los templos al terminar la ceremonia, decorando con flores frescas su efigie colgada en los principales edificios, en los parques, en los colegios, leyendo en clase los niños redacciones ditirámbicas con faltas de ortografía, llorándole a sus madres el sincero dolor por un hombre que sólo han visto en el revés de las monedas, del que oyeron hablar mucho a sus mayores sin escuchar nunca su voz, y que ahora se apaga en silencio, en un lento otoño de la civilización, habiendo olvidado hace demasiado tiempo quién fue y qué hizo.

Las palmas rollizas hacen un ruido asqueroso al chocar, aplastando moscas polvorientas, como si estuvieran cubiertas de grasa y salpicasen, pero nadie protesta, nadie lo nota porque son así todas las palmas, todos los aplausos pringosos que se escuchan en el parlamento cuando el presidente acaba de presentar la moción, que secunda el pleno de los diputados como si no hubiera más que un partido, el partido del sebo, de la ceba orgullosa e irreprochable, un lodo político en el que se revuelcan, estallando de contento, trescientos cincuenta representantes electos democráticamente que detentan el poder legislativo en nombre del Rey y para beneficio de los ciudadanos, compatriotas, que entonando himnos y encendiendo velas en históricos altares servirán el festín que deleita a la piara y lubrica los engranajes del progreso, siempre adelante, sin desfallecer, hacia un mañana más grande y hermoso, un futuro en el que los sueños se cumplan, en el que mane la felicidad en forma de vivienda y trabajo, a nadie faltará su plato de habichuelas y otros eslóganes pegadizos, que a rebenque de esperanza echa a andar el invento, se acepta sin chistar como el menor de los males, luego votos a favor tantos, en contra tantos pero pocos, se aprueba la ley y sonría usted, por favor.

Está la corona desmayada, como la flor del famoso poema, sobre el cojín de una butaca carcomida, apagado su radiante esplendor de otras épocas cerca del cabezal, alumbrando apenas los rescoldos una conversación que se precipita, palabra a palabra, con inclemencia de granizo, sobre la testa desnuda del anciano príncipe cristiano, sedado tras la quinta crisis de la semana, su corazón no resistirá otro golpe tan contundente, osa informar al gabinete el médico venido del extranjero, ya no se puede hacer nada más, la medicina no puede revertir el estado en que se encuentra su majestad, a duras penas podemos hacérselo tolerable, y qué sugiere usted, pregunta un funcionario, actuar con humanidad y desconectarlo para que deje de sufrir, responde el anterior, es lo que dicta el sentido común, caballeros, lo único decente que se puede hacer, ahora se adelanta otro engalanado miembro de la administración que, limpiándose las gafas con el paño de la corbata, recita de memoria a garganta picante los artículos primero a cuarto del código penal, que establecen la pena de treinta años de prisión a quien obrare, conspirare o por omisión provocare la muerte del Rey, agravantes por brutalidad a un lado, y con la amenaza planeando ligera por la habitación cargada, pálido el personal sanitario como sus batas inmaculadas, sale en perfecto orden la comisión a tiempo de asistir a los protocolarios actos benéficos que figuran en la agenda del día, no se olviden de cambiar los tubos, dice el que cierra la puerta.

Lo hacen, desde luego, y sin demorarse más de lo prudente extraen todo el cable viejo y lo sustituyen por otros modernos cables, finas tuberías encargadas por el gobierno que al acoplarse, al contacto con la real persona, se agitan como tentáculos histéricos y crecen, crecen hasta desbordar la habitación y toda la planta, reptando a través de la galería, abriéndose paso por cada hueco del sótano hasta que el espacio es insuficiente, pasando entonces a derribar las paredes para acomodar su gigantesca estructura y no taponarse en nudos, enroscándose en los pilares y las columnas para alcanzar el acceso del complejo y quebrantar sus cierres de seguridad, emergiendo como una erupción festiva hacia las abiertas calles del reino, por las que se extienden y multiplican en alambicados conductos capilares, como una arteria comunal, pública, que irriga ya no sólo las ansias de los cuatro comensales obesos, sino a toda la población, a todos los fieles súbditos, a todos los animales y alimañas, mamando con fruición de las nutricias cánulas umbilicales, alimentándose de los desechos del Rey sin la menor expresión de arrepentimiento, siquiera de gratitud, entre las lágrimas, borrando del idioma y del sentir la palabra necesidad, desplazando la carencia a lejanos ámbitos, mientras plácidamente transita el jardín de las edades una sanguijuela, brillante, interminable, escoltada en solemne procesión por severos policías en uniforme de gala.

Una noche el sacerdote de la capilla privada es requerido por una piadosa enfermera para administrarle el viático al casi difunto, y lo halla en tan inefables circunstancias –como tantos otros, todo lo desconocía o se esforzaba en desconocerlo– que corre a quejarse al director general de la instalación, no se puede consentir una cosa así, es inaudito lo que aquí abajo está ocurriendo, alguien debería poner orden y depurar responsabilidades, y demás razones por el estilo que no conmueven al bigote ni al corazón del corpulento ciudadano ejemplar, quien sirviéndole un trago e invitándole a tomar asiento, derrochando maloliente condescendencia, se limita a explicarle, camarada, que no son necesarias eucaristías ni santos óleos, que según la actual normativa, que mucho le convendría repasar, en el nuevo Estado un rey puede permitirse el lujo de morir, pero el Rey es imprescindible, oficialmente inmortal, por tanto, a todos los efectos jurídicos y no jurídicos pertinentes, quiéralo o no, dado que le corresponde, como se lee en la constitución, la responsabilidad final de proteger y sostener a su pueblo, y eso es precisamente, camarada, lo que su majestad está haciendo y hará, hoy y siempre, pase lo que pase, por todos nosotros, ¿le queda claro?

Mucho después guerras extrañas variaron el trazado de aquellas fronteras e impusieron un sistema nuevo, más ecuánime que el antiguo, en teoría, que no logró prosperar debido a la reacción de las masas, quienes, esquilmados los vestigios de la monarquía, imploraron con desespero, con amor, con hambre, la tiranía de otro Rey.

viernes, 1 de abril de 2011

Imaginario

Imagino –no es inocente la palabra, como se comprobará en el decurso de esta narración– la sala amplia, de un rojo oscurecido por el tiempo las paredes, lámparas de cristal, casi muertas, colgando del techo decorado con molduras que representan escenas de la mitología persa, el suelo enmoquetado en cobalto, frío, como una leve capa de nieve azul derritiéndose bajo las hileras de asientos, dos filas de a diez hasta el horizonte de la salida, tapizados en damasco y brazo de nogal duro, el libreto en octavo mayor con grandes y elegantes caracteres dorados al alcance de la mano, junto a los binoculares, y al fondo el escenario. Vacío.

Imagino una multitud en silencio, a la espera primero, luego confusa, más adelante, tras preguntar la hora, ojear el reloj e intercambiar dos o tres palabras con el vecino de localidad, quien hasta el momento no existía, como súbitamente materializado por la necesidad del diálogo, del eco apenas, imagino entonces una muchedumbre, una masa tensa y poco amable de espectadores que se animan al murmullo, comedido, al comentario airado, incontinente, hasta el insulto directo y sin rebozo, energúmeno, cuando todos los presentes recuerdan a la vez, coordinados en la colectiva indignación, el precio de la entrada, o creen recordarlo, quizás en un sueño, nublado por la ceguera que rodea al deseo una vez se cumple, y sintiéndose estafados reclaman una explicación que justifique el retraso y alce finalmente el telón. Caído.

Imagino la sonrisa burocrática y conspiradora de los acomodadores, acomodados a su papel de verdugos, escapando por una puerta lateral, encerrando al público entre gestos de sorpresa, como cercas de alambre, que son ahora muecas de histeria, muros demasiado gruesos, al comprender que no hay ni habrá respuestas, al tener la certeza palpable de que nadie queda para recibir los gritos, pero sí para darlos, muchos, muchísimos, y la incógnita es hasta cuándo, porque en las dos hileras de asientos, dos filas de a diez, están presos todos cuantos respiran en la platea, misteriosamente adheridos a la butaca como la costra a la herida, sin que ningún esfuerzo pueda desplazar un mísero milímetro de cuerpo hacia adelante o arriba, fijos sin violencia, fusionados, compelidos a maravillarse con el macabro espectáculo de su propia y absurda desgracia. Asustados.

Imagino entonces, pasadas las primeras horas de la negación, y tras ella la lucha, el cansancio, el desánimo, asentada de nuevo la calma con la resaca del pandemónium, en jadeante resignación, por boca de un anónimo cautivo la sugerencia, tal vez patética, tal vez brillante, engendrada por un sentimiento que aprieta con más fuerza que el pánico, o aún el hambre: el aburrimiento, de jugar a cualquier cosa para pasar el rato y matar el tiempo, alguna distracción con la que poderse evadir, ilusoriamente siquiera, ya que físicamente se ha comprobado empeño inútil, de la penumbra moral y espiritual que poco a poco los atenaza hasta la asfixia, que los consume, y propone igualmente la misma persona que el juego consista en imaginar, sobre las tablas desnudas, frente a la concha desocupada, bajo los focos apagados, en un ejercicio de máxima concentración, la obra con la que apenas unos minutos antes iban a deleitarse. Íntegra.

Imagino que alguien, ofendido por la indolencia del gracioso, censura su frívola actitud, incapaz de apreciarla cándido consuelo, diciendo: no somos niños para andarnos con tales tonterías en un momento como éste, o bien: tenemos cosas más importantes en las que pensar, o acaso: lo único que yo quiero es irme de aquí, y más frases por el estilo pronunciadas, en la mayoría de casos, con el amargo e inconfundible acento de la nicotina imposible, por unos labios pegajosos que se secan al calor de la humanidad concentrada, haciendo un ruido obsceno al separarse para hablar, un desagradable soniquete que resulta insoportable para casi todo el teatro, provocando que acá y allá se disparen increpaciones a quienes siguen gastando saliva en balde, intimidándoles, o intentándolo al menos, con amenazas inmóviles, con agresiones congeladas en un rictus de furia que no explota, una batalla incruenta que desgasta las últimas pasiones y deja a su marcha una pausa de reflexión en la que todos, sin excepción, terminan cediendo. Derrotados.

Imagino a los reticentes trabajando junto a los entusiastas, sudando al alimón por traer a escena la primera imagen: una mano enfundada en algodón blanquísimo que muellemente abre la cortina de sangre, dejando ver un paisaje totalmente negro, sin dimensión, que muy despacio, despacito, para no alarmar, va dibujándose conforme al deseo inconstante de los rehenes, que se concreta ora en árbol, ora en casa, ora en rinoceronte, carentes de color y movimiento, metas todavía demasiado lejanas para unos primerizos en el arte de la figuración obligatoria, pero no se dejan vencer por la dificultad, no ésta vez, nunca más, y persisten en moldear la nada del espacio común para que afloren, libremente, dispensadas de todo criterio, norma o recato, cuantas extravagancias bullen en el interior de cada ser humano, que contribuyendo en la medida de su coraje, más que de su buen tino, a pergeñar esta génesis atroz, es ya irremediablemente actor, director y decorado de la farsa. Comedia.

Imagino esa energía creadora, animada por una simiente que promete sol, luna, mar y arena, fluyendo en oleadas de nueva vida, derramándose generosa por cada poro, con cada respiración, inundando los pasillos y golpeando las paredes, usurpando el ámbito del aire para conformar una suerte de burbuja amniótica, de útero en cuyo centro, radiante de fertilidad, confluyen las corrientes para alumbrar al personaje, hombre primordial, requerido, ineludible, que como un Atlas renacido carga sobre sus hombros la esperanza de un pequeño universo que lo perfecciona, perfeccionándose a sí mismo, añadiéndole venas y nervios, huesos y músculos, órganos y piel, inquietudes, sombras y lealtades, completándolo para que viva la historia, y más allá de la historia les sobreviva. Eterno.

Imagino al hijo compartido, que aún no tiene rostro, que aún no puede tenerlo o que no se atreve a mostrarlo, acurrucado entre las bambalinas, casi hecho, e incorporarse después con torpeza, tambaleándose hasta quedar afirmado sobre sus pies, que quieren correr, que quieren permanecer, que quieren hundirse y simultáneamente echar a volar, o amputarse, descubriendo a los que ahora son carceleros, todos con el semblante resbaladizo de un espermatozoide o una quimera, sin despertarles amor ni miedo, sin encontrar causa alguna de agradecimiento, repitiéndose infinitamente hasta llenar una nueva sala, eco de la original, amplitud, paredes, lámparas, techo, suelo, asientos, el escenario orillando otro escenario, desde donde fulminar a los ilusos, nuevamente presos por su pecado, con el mirar de quien trata de arrancar su imagen del espejo para dejar de soñarse. Despierto.

Imagino, por tanto, que aquí morirán, sobre estas mismas líneas, en el instante exacto en mi mano trace el último signo, si nada en breve lo remedia, si esta advertencia no impresiona lo suficiente, si a nadie conmueve esta súplica, todos los reflejos que, debatiéndose en temerario equilibrismo al borde los ojos, se pensaban reflejados, y con ellos, implacablemente, se soltarán los anclajes finales de la imaginación, y arrancados de cuajo los norayes que en la nebulosa frenaban el ansia del abismo, se estrellarán contra el cemento duro de la lectura –esta misma lectura, ninguna otra–, donde ya no existen rectificaciones, disculpas ni parches, quedando eclipsado el futuro de las renuncias y las fantasías, para siempre mutilado ese terreno elástico y amable del podría haber sido, cara a la luz el gesto agrio, grosero casi, del así es. Supongo.