lunes, 25 de noviembre de 2013

Lo que vio Ferrer

«Vivimos en una plácida isla de ignorancia,
entre las brumas de negros mares de infinito,
y sin embargo no vamos muy lejos»

H. P. Lovecraft


No hay carcoma más corrosiva y obstinada, ninguna que socave el espíritu tanto como la locura; y no hay locura más cruel que aquella que concuerda con la realidad. Confío en que la benevolencia del lector sepa disculpar la audacia de una moraleja que se adelanta al cuento, pero no se me ocurre mejor resumen, ni tampoco mejor advertencia, de lo que a continuación se relata. Mi propósito es ser fiel al menos, por cuanto intuyo que no podré ser cauto.

A pesar de lo que puedan decir de él los que sólo le recordarán por sus cada vez más frecuentes ataques de histeria, hoy ya no me cabe la menor duda, tras haber pasado las últimas semanas poniendo un poco de orden en su deslavazada colección de apuntes, de que algo inefablemente espantoso y antinatural vio Ferrer durante su viaje al reino de los serbios, en 1927; y sé también que ese algo, sea lo que sea y signifique lo que signifique –o acaso por haber comprendido a la postre sus  implicaciones fatales–, ha sido lo que le ha llevado a la tumba.

Solía referirse al descubrimiento a la mínima oportunidad en nuestras primeras conversaciones. Se mostraba impaciente por sacar a relucir unos méritos que, aseguraba, de serles reconocidos por las decadentes autoridades académicas, le depararían la gloria de convertirse en un nuevo Howard Carter –no imaginaba hasta qué punto lo sería. Aseguraba que el suyo era un hallazgo de índole dual, arqueológico desde luego, pero también psicológico; tejía su exposición con hebras dispares, pasando de megalitos antediluvianos a técnicas de hipnosis colectiva como quien pasa del oporto al puro. Sin embargo, siempre que me interesaba por detalles específicos de su hallazgo o le rogaba que profundizase en las vagas descripciones que ofrecía, se tornaba ambiguo y ridículamente jovial, esquivando el asunto con retóricas malabares, adoptando esa pose nada esmerada, mezcla de embarazo y orgullo, con que se habla de un vicio poco corriente. No era difícil pensar que su única intención con aquellas historias incompletas y fantásticas era burlarse de mí, apenas un apocado profesor recién llegado a la facultad de literatura, ansioso por hacerse un nombre y codearse con las más ilustres personalidades de la universidad. Así lo pensaba, compadeciéndome, pero ya no puedo mantener esa opinión. Sólo puedo creer que, de alguna forma, estaba intentado protegerme.

Conocí al profesor Santos Ferrer en un simposio de lírica juglaresca alemana celebrado en Innsbruck, a finales del otoño de 1931. Coincidimos en la conferencia inaugural, una correosa disertación sobre la métrica del Orendel. Cambiamos desoladas impresiones respecto al ponente y esa misma tarde almorzamos juntos en un discreto mesón frente a la Stadtturm. Charlamos durante varias horas: de Dante, de Virgilio, de la posibilidad de los ángeles y del solapado rumor de una nueva sangría en Europa. Debo confesar que me intimidó aquel hombre extraordinario, fuente inagotable de atractivos conocimientos, que sin motivo aparente había decidido fijarse en mí para abrirse la vida en canal. Antes del café supe que había nacido en Carcasona en 1879, y que su padre, un rico industrial catalán llamado Ildefonso Ferrer i Saravia, era el instigador [sic] de sus estudios en filosofía, ya que a juicio de éste una carrera tan inútil no podía por menos que pasar por distinguida. Su francés natal, el alemán y el inglés los había aprendido de su madre, Solange Chavanel, una juncosa dama de Lille al que un deplorable azar, según el despecho de sus antiguos pretendientes, había arrojado a los brazos de un bruto extranjero. Desde la abdicación del káiser había ocupado una cátedra de teología en la Universidad de Lyon, pero su precaria salud, agravada por una inexplicable y persistente neumonía, le había obligado a abandonar las aulas tres años atrás, poco después del viaje que lo cambiaría todo. Por aquel entonces, jubilado inquieto, su desbordante actividad involucraba casi en exclusiva el funcionamiento y la promoción del pintoresco Círculo de Cangjie, del que era miembro fundador y más entusiasta.

Permítaseme aquí una fugaz digresión, ya que para entender la relevancia del Círculo en esta historia, y antes de contar nada acerca de sus normas extravagantes, es necesario prestar atención a la peculiaridad más eminente del genio que fue Santos Ferrer. Es improbable –y no es sino mi impenitente escepticismo lo que me impide escribir imposible– que haya existido sobre la faz de la tierra un enemigo más acérrimo y porfiado de Gutenberg que el profesor. Su inquina vesánica por la tipografía y los incunables alcanzaba proporciones que no pocas veces me hicieron temer por su integridad. Imputaba a la imprenta, y por extensión a la literatura que gracias a ella había florecido, prácticamente todas las catástrofes que habían azotado a la humanidad desde mediados del siglo XV, y con especial énfasis las masacres perpetradas por las Guerras de Religión en su país natal. Las discusiones que sostenía con sus conocidos escritores y filólogos, quienes toleraban sus dicterios por consideración a su privilegiada inteligencia, acababan sin dificultad en graves amenazas, e incluso me habló de una trifulca que por poco no llegó a las pistolas; aunque el blanco favorito de sus diatribas era siempre el provecto decano de la facultad de ingeniería, un anciano corvo y medio ciego a quien gustaba de llamar hierofante y asesino. Su desprecio por esta disciplina me llevó a pensar que las razones de sus belicosas posturas en materia literaria eran de una naturaleza mecánica, más que fruto de una irreconciliable discrepancia teórica. Desde luego, no se trataba de una burda fobia reaccionaria a la tecnología –Ferrer, ni en público ni en privado, se abstuvo nunca de criticar a los conservadores–, pero no podía imaginar qué provocaba tales accesos de amarga cólera.

Aclarado este extremo, vale decir que el Círculo de Cangjie, instituido en 1928, no era sino la consecuencia inevitable de estas creencias, expresadas en un curioso, y hasta cierto punto, romántico principio: la rotunda negativa a publicar nada salido de una prensa. Estaba proscrito además, según los estatutos, llevar reloj, lucir anillo, alfileres o gemelos, el agua de colonia embotellada en cristal, la carencia de cicatrices y comer judías. Conformaban este club una mezcla de bohemios resentidos y nostálgicos del scriptorium que veneraban el oficio de amanuense con auténtica latría, reverenciaban la péndola y la navaja, se extasiaban ante el pergamino viejo, borrachos de latín, y se descubrían con solemnidad ante la doble mirada del santo chino que les daba nombre. Se reunían cada año para renovar sus votos e intercambiar confidencias en el almacén de un edificio excéntrico de Maguncia, lo que no dejaba de ser al mismo tiempo una ironía y una pequeña venganza. Ferrer fungía de maestro de ceremonias en aquellos congresos íntimos, animando con la tenacidad de su espíritu inquebrantable a sus correligionarios, cuyo número disminuía de sesión en sesión; para nuestro encuentro en la capital tirolesa, las últimas actas del Círculo sólo consignaban la asistencia de tres socios. Tras la muerte de Ferrer, y a pesar de mi insistencia, no he logrado dar con ninguno de ellos, lo que me hace sospechar que se trataba de otra broma piadosa; una destinada a atenuar la incómoda impresión que podía provocar, y a menudo provocaba, su irreverente doctrina.

La obra de Santos Ferrer –cuya breve reseña tampoco resultará impertinente y acaso redundará en la mejor interpretación de estas notas–, debido a su exótica idiosincrasia y a su escasez, había alcanzado en muy poco tiempo un éxito relativo. Sus libros eran demandados por prestigiosos intelectuales y por afamados bibliófilos, que perseguían su nombre en los anaqueles no tanto por interés en sus tesis controvertidas como por el deseo de hacerse con una rareza contemporánea. Cualquiera de sus ejemplares era, literalmente, único e irreproducible: densas monografías e inspirados estudios que redactaba con una caligrafía soberbia, de trazo renacentista y pulso inflexible, aun en los volúmenes que excedían con largueza las mil páginas. Si bien había difundido en una revista lionesa un par de trabajos menores antes de la iniciática y secreta expedición a los Balcanes, el grueso de su producción había sido manuscrito en los últimos tres años; el resto precedente estaba ya fuera de circulación. Ni siquiera quiso adecuar esos artículos prematuros a su nuevo estilo. Era como si temiese que fijar la vista en aquellas líneas rectas, sin vida, pudiera contaminarle de algún modo. Esta letra constriñe la razón, asfixia el pensamiento, me dijo una vez, reprochándome que ojeara un diario en su presencia; esta letra, este insufrible ejército de hormigas criminales acabará con todo, y cuando nada les quede irán a lo más profundo, hasta su prístina meta, pero no la destruirán porque sólo les place la mutilación, la agonía imperfecta e insatisfecha; nos dejarán así, con la voluntad ilesa y el alma lisiada, puros espantapájaros. Recuerdo ahora estas palabras, más de una década después, y todavía consigue estremecerme el acento de melancólica indiferencia con que las pronunciaba, como si leyese la esquela de un desconocido.

Numerosas y más logradas muestras de este ingenio tan punzante e indolente pueden hallarse en los títulos más celebrados de Ferrer. Conviene destacar, por supuesto, Los doce Iscariotes, fábula compleja en la que se aborda el papel de la contrición como piedra angular de la fe católica, razonándose con exquisita lucidez la figura del martirio como el inapelable devengo de la gracia. El silencio instrumental, en cambio, revisa a la luz de una inédita perspectiva económica los argumentos menos hollados por el agnosticismo, y concluye que el creciente superávit de certezas que obtendrá el hombre en el futuro –entre otras, la certeza de la felicidad– delatará la trama de la Providencia y precipitará el colapso de la creación; es, con mucho, su libro más polémico y el que mayor precio ha alcanzado en subasta. Previamente había escrito Malas hiedras y Epílogo de un inmortal, dos selecciones de ficción fantástica, muy en la línea de Leopoldo Lugones, en las que demuestra más erudición que talento. Completa la trilogía Osos que piensan en el mar, siete inconcebibles narraciones infantiles en lengua castellana que, por encima del resto de sus obras, seguirá alimentando la leyenda de Santos Ferrer mientras dure la tinta que la sostiene; así funciona el misterio. Mención aparte merece Anatomía de Ariadna, un dilatado ensayo sobre la influencia de los mitos griegos en la consolidación de liturgia cristiana, que gracias a sus excesos barrocos ha pasado a la historia como un tratado general sobre el concepto de laberinto en la literatura mística. Quedan fuera de este florilegio algunas piezas de las que el propio Ferrer acabó por renegar, y a las que nunca he podido acceder. La lectura de estos frágiles legajos me ha costado varios años de telegramas y penosos desplazamientos entre dos continentes, toda vez que se hallaban –y aún se conservan– en herméticas bibliotecas privadas, suspicaces ante el ojo y los dedos extraños. Me consuela saber que sus dueños, honrando la memoria de Ferrer, aunque movidos por razones menos compasivas, han jurado no vender jamás sus tesoros a las grandes compañías editoriales. Empero, el valor creciente al que cotiza el nombre de su autor en el mercado internacional franqueará las puertas de esos templos pretendidos más temprano que tarde.

Concluso el seminario en Austria, tras días inolvidables de metafísica y recios licores, nos despedimos con la sugerencia de volver a vernos tan pronto como nos fuese posible. A ambos nos separaban nuestros trabajos, nuestras casas y el mar, pero mantuvimos el contacto como no había hecho falta prometernos. Durante los años siguientes nuestra amistad progresó al ritmo que permitía el servicio postal británico, y para junio de 1933, fecha en que nos encontramos de nuevo en París con ocasión de un esperado concierto, prescindimos de las leves cortesías y nos fundimos en un caluroso abrazo. Departimos, era obligado, de cosas nimias, y yo pude notar, luego de unas horas, que el paso del tiempo se había empleado contra él con feroz saña. No me he referido aún a su aspecto ni a su ánimo, y la omisión no es casual; tenía que componer primero el rompecabezas de sus obras para que el espejo resultante pudiera reflejarlo con justicia y coherencia. A un año de fatigar los once lustros, Ferrer llevaba los ojos azules de cualquiera bien remachados en una expresión de soledad con denominación de origen, pero pasada de moda. Sabía mirar y sonreír, pero si tenía que escoger le costaba horrores decidirse. Lo que sí tuvo claro desde el principio es que prefería las esdrújulas a los besos –son los puzles de saliva que menos me cuesta resolver, confesaba–, razón por la que seguía soltero y sin perspectivas en un siglo que ya no era el suyo. Vestía como si se empeñara en atravesarlo a contracorriente, con la levita fósil sorbiéndole el color de la melena y un bastón de médula oxidada en ristre, zapatos reventados, unos quevedos sin brillo ni cordón y una chalina de las muchas que había heredado de su abuelo francés: la que mejor le caía y la que menos le gustaba. Caminaba por la calle buscando una oportunidad para arrepentirse, como si a cada momento le tirase la sisa de la mala conciencia; sus modales, excepto cuando mediaban facsímiles o los molinos de Alonso Quijano, eran todo lo correctos que cabría esperar en un hombre de temperamento, por lo demás, inclinado a la compañía de los fantasmas. Era maravilloso verlo sostener la estilográfica con la ansiedad de un cigarrillo, y ese fumar meditado, compositor, que nos hacía quedar a los demás como imbéciles babeando humo. Su cercanía no siempre fue fácil, he de admitirlo, pero su vacío ha trastocado demasiadas cosas. Honestamente creo que aún no se han manifestado todas las secuelas de su brutal pérdida.

A la cita en París siguieron otras que se sucedían con irregular frecuencia, pero aun así procurábamos vernos al menos una vez al año. En mayo de 1940, casi como un favor personal en el último momento, Santos Ferrer huyó de Francia ante la invasión nazi y se instaló en una casita de Knutton, cerca de Newcastle-under-Lyme, en Staffordshire. Apenas tuvo noticia de su desembarco, el rector de la Universidad de Exeter le ofreció un puesto en el departamento de filosofía que rechazó con desaire, aduciendo que estaba muy viejo para andarse con semejantes zarandajas [sic]. Me alegré no obstante, ya que el tiempo libre de que dispondría a partir de ahora me iba a permitir visitarle todos los meses. Supo arreglárselas bien durante lo peor de la guerra: la venta de libros –en especial un análisis hermenéutico sobre el ascenso de Hitler que tituló El serafín en el acantilado– le reportó más que suficiente para vivir con desahogo; incluso por los panfletos más exiguos llegaron a pagarle una fortuna. Juntos, en las tardes de exilio sin té, comentábamos a Petrarca, a Berceo, a Troyes; repasábamos –o reescribíamos– el Medievo y, en ocasiones, incursionábamos con brío en la Antigüedad Clásica –Ferrer se negaba a despegar los labios para referirse a un autor que fuese coetáneo o heredero de Erasmo de Rotterdam, a quien toleraba a duras penas. Parecía que su vigor se iba reponiendo a medida que la cocina local se hacía más digerible y los rosales, que le sustraían la mitad de la jornada, crecían en el jardín; vislumbraba la tranquilidad como vislumbran el sol los ingleses. En la primavera exaltada de 1942 empezaron las pesadillas.

Al principio no fueron más que sobresaltos ocasionales que tanto él como yo achacábamos a la fuerte medicación para la neumonía, pero después de varias semanas estaba persuadido de que veía cosas –la indefinición de la palabra en un hombre que, sin arrugarse, optaba por letífico antes que por alegre, me alarmó más que el objeto al que no se atrevía a nombrar. Desgreñado y cóncavo, pegado a los huesos, casi metido en la chimenea, me expuso sueños horribles; sueños que, de alguna forma, conectaban con ese viaje al este del que ahora fingía no acordarse. En uno de ellos, el más recurrente, se sumía, enrollado en una pesada cadena, en un océano abisal y caliginoso, transido de vértigo, cayendo sin alcanzar nunca un fondo en el que se insinuaban atroces mandíbulas; al despertar, sentía las manos húmedas y malolientes, y juraba que una vez se había limpiado de las palmas un fluido que era como sangre recién sacada del hígado. Cuando le pedí ver el pañuelo manchado se ofendió y estuvo a punto de echarme a empellones. En otro terror se veía a sí mismo manejando una herrumbrosa máquina del tamaño de una ciudad, una caótica profusión de engranajes, cintas y poleas cuyo efecto final, que se producía fuera del horizonte, no osaba suponer. El fragor de las piezas en movimiento, en cambio, lo percibía tan nítido como su propia voz, y el eco del desaforado mecanismo le seguía más allá del sueño. Cuando intentó imitar el ruido para mí, golpeando la mesa frenéticamente con un par de cucharas, supe que no tenía ni un segundo que perder. Conseguí, tras infinitas súplicas, arrastrarlo al North Staffordshire de Stoke-on-Trent para un reconocimiento médico, pero no le hallaron mal alguno fuera de la neumonía y una leve anemia. Antes de salir del hospital, Ferrer despedazó furioso la baraja de prescripciones a las que un imberbe facultativo había confiado su suerte. Cayó una noche amarilla y apaisada sobre nosotros, y ambos fuimos tenues luciérnagas. Le hablé de la posibilidad de contratar a alguien para que cuidara de él mientras yo permanecía en Londres, pero se cerró en banda ante la idea de dejar entrar a un desconocido en su casa. Se volvió huraño y resentido, lo que contribuyó a extender su fama entre los cenáculos más pretenciosos de la ciudad y del país, en cuyas borrosas tertulias brindaba a la concurrencia agitados recitales de insultos. Desesperado, quise pensar que la vejez, que siempre se había adelantado a la edad su cuerpo, al fin tomaba posesión de su mente e iniciaba una cacería contra su cordura. Ojalá hubiera gozado de esa misericordia.

La carta llegó con matasellos de Bogotá el 16 de octubre de 1945. Hacía dos años que la esperaba, pero la noticia me sacudió con más violencia que la capitulación del Reich, apenas cinco meses antes. En el prolijo garabato policial, firmado por un tal inspector Bueno, entre laboriosas escusas por el retraso en la recuperación del cadáver y un párrafo de torpes condolencias, no se descartaba la hipótesis del suicidio. Que una persona como Santos Ferrer se hubiese decantado, para enmarcar su muerte, por una latitud tan próxima al ecuador, desde luego no casaba en absoluto con su flema boreal ni con su aversión a los mosquitos; aún así, no me hubiera sorprendido más de haber recibido la misma comunicación desde el Congo o Nueva Guinea. Semanas antes de desaparecer sin dejar rastro, mi pobre amigo había hecho pie definitivamente en aquel fangoso lecho infernal que creía insondable; todo su mundo se disolvía en un ácido invisible y minucioso.

Rugió el teléfono la mañana de un viernes, mientras corregía las galeradas de mi primer poemario –Archipiélagos de cera, prologado por mi tío y antiguo profesor de Oxford, Sebastian Palmer. Era Ferrer, o al menos la voz de Ferrer, retándome entre carcajadas a que fuese a verle de inmediato, que ahora tenía las pruebas que tanto quería yo ver [sic]. Aún con la pluma entre los dedos, me sentí un traidor. Tomé el primer tren que salía para Stoke-on-Trent y en cuatro horas estaba golpeando su aldabón con cabeza de ganso. Me recibió en batín, con una tos de tambor destemplado, empuñando una copa vacía de coñac; antes de que hubiese podido decir nada, me agarró la muñeca con una energía nerviosa y me condujo al sótano. Leí en sus ojeras un insomnio de días, pero no dije nada. Sacó dos taburetes, se sentó en uno y me ofreció el otro como si fuese un revólver. En el silencio más impecable y absurdo del que tengo memoria contemplamos durante veinte minutos la sucia esquina de aquel subterráneo. Lo que me contó a continuación me puso al borde de las lágrimas. Una silueta sombría, que delineó con su prosa más técnica, se concretaba a esa hora de la tarde sobre la grumosa pared, proyectada por una ominosa criatura de aspecto nauseabundo, que parecía operar con un lóbrego simulacro de máquina de escribir [sic]. Estrelló la copa contra la desconchada capa de cal cuando me negué a compartir su paranoia, y rechinando los dientes me rogó que le dejara solo. Fue la última vez que le vi. Regresé a la casa al día siguiente y al que le siguió, sólo para comprobar que se había marchado. La puerta permaneció cerrada hasta después de la lectura del testamento. Un abogado de pomposo apellido me asaltó un lunes en el despacho de la facultad, peroró lo que debía y más aún, se rizó el bigote satisfecho y puso sobre mi bufete las escrituras y la llave. Aquello tampoco era ninguna sorpresa: tras la muerte de su ahijado Francisco en Annual, en 1921, yo era lo más parecido a un pariente de que podía disponer. En la Navidad de la victoria, aprovechando las vacaciones, volví a Knutton y me quedé allí hasta principios de enero. El sitio era la fotografía exacta, casi sin polvo, del refugio para desertores del idioma que tan bien conocía; rememoré frases deliciosas, sabrosos debates; busqué mi rastro habitación por habitación. Lo descubrí al poco tiempo.

Fue, claro está, un accidente. Supongo que lo último que hubiese querido Ferrer, que tanto se preocupó en otra época por mantenerme al margen de ciertos capítulos de su pasado, era que encontrase, escondido en el falso fondo de una gaveta, el arcón de sus secretos; pero, como ocurre y ocurrirá en estos casos, quizá motivado sólo por el afán de revivirlo, no me pude resistir al impulso de inmiscuirme en la inútil y desahuciada intimidad del ausente. Era un atado de cuartillas de papel salmón, unas cien hojas en total, timbradas con el insulso emblema del Círculo de Cangjie: cuatro ojos rasgados dentro de un óvalo. El contraste entre la anarquía del texto y la segura firmeza del dibujo a mano alzada, confería a éste un aire de talismán. Desplegué sobre la alfombra, frente a la precaria lumbre, el enmarañado documento y comencé a leer como quien descifra un jeroglífico. Un buen número de páginas aludían con terquedad una primitiva y perversa conspiración cuyos tentáculos culebreaban por todo el planeta, ignorados y eficaces; nada hallé, sin embargo, acerca de sus fines o sus procedimientos. Otras páginas, la mayor parte, eran meros borradores en los que Ferrer repetía, obsesivo, una determinada combinación de letras hasta volverlas irreconocibles. Una de esas series consiguió asustarme, por cuanto advertí en su metódica ejecución una oscura y perturbada lógica. La encabezaba una línea inaudita, mecanografiada –con probabilidad, escrita por un funcionario de correos a pedido suyo–, de doce erres mayúsculas y minúsculas [RRRRrrrrRRRR], que progresivamente degeneraban en símbolos  más y más amorfos a lo largo de seiscientos demenciales renglones, al cabo de los cuales en la caligrafía ya se había disipado todo atisbo de humanidad. Una escalofriante nota al pie culminaba el delirio indicando una sugerencia de su pronunciación.

El montón de carillas restantes es la causa de este relato y de la píldora que hay junto al tintero. Tuve que leerlas varias veces hasta acertar con el orden, dado que no estaban numeradas y se habían entremezclado. Las copio ahora, sin alteraciones, y pido de nuevo perdón.

*   *   *

CRÓNICA DEL PROFESOR SANTOS FERRER

Knutton, 5 de septiembre de 1943

Voy a hablar del Bloque por última vez, antes de que un anónimo samaritano me lo saque de la memoria con una bala definitiva cuya detonación no oirá nadie. Me he encargado bien de ello. Sé que es lo que tengo que hacer, lo único que me queda por hacer; otros lo hicieron antes que yo, y muchos, de haber podido, lo habrían hecho también sin vacilar un instante. Los armazones de esta vida, incluso aquellos que jamás habrían de ser puestos a prueba, no fueron creados para soportar el peso con el que cargo desde hace ya dieciséis largos años; y antes de que las vigas cedan y los escombros aplasten a quienes, a pesar de todo, han querido permanecer a mi lado, es mi deber demolerlos mientras aún conservo el control. Acaso la muerte no supondrá la paz que busco, pero será alivio suficiente. Así lo espero. Me dispongo, por tanto, a olvidar parte a parte aquello que vi en una incierta ciudad situada en algún punto entre la frontera de Serbia y Rumanía, en el verano de 1927.

El 20 de julio, tras haber pasado la semana en la casa de campo de mi antiguo compañero de universidad, el profesor Zlatan Ivelic, abandoné Belgrado en un ruinoso tren con destino a Craiova, donde planeaba demorarme unos días antes de alcanzar Bucarest. En el trayecto conocí a un amable anciano, pastor montenegrino, que se defendía en un alemán infame. Trabamos amistad con la rapidez que impone la circunstancia de un viaje no demasiado largo y charlamos hasta bien entrada la noche. Gracias a él, supe que la gobernanta de mi pensión me había estafado con el precio del desayuno, dado que en ningún rincón del reino una hogaza de pan sobrepasaba los cinco dinares. Hizo algún comentario descarado sobre mi atuendo y me enseñó una cicatriz que le partía el codo en dos mitades de piel negruzca; más tarde mencionó la ciudad. Me contó que la había encontrado por casualidad el año pasado, al desviarse de una cañada para recuperar una oveja perdida. Sus señas fueron tan parcas y su actitud tan circunspecta que estimularon mi curiosidad y acabé por apearme en la estación que me indicó casi a regañadientes, dispuesto a buscarla y, con seguridad, a decepcionarme. El brillo en su mirada al despedirnos, que entonces tuve por inocua malicia, ahora sé que no era más que puro remordimiento.

Un grupo de estudiantes eslovacos se ofreció a llevarme en coche por la única carretera –y la denominación sólo podía entenderse como un compasivo favor del pueblo– que pasaba cerca de la ciudad. El viejo me había dicho cómo se llamaba, una palabra de cuatro sílabas, pero era incapaz de pronunciarla correctamente; poseía la sonoridad decorosa del griego, aunque la raíz era, sin duda alguna, otomana. Sólo los mapas baratos recogían su situación, marcándola con una manchita muda e irregular que cualquiera habría tomado por un fallo de imprenta, cosa que agradezco y rezo para que nunca se subsane. En el límite de una sierra exigua, el camino se desviaba hacia el norte describiendo una amplia curva; en ese punto bajé del automóvil, cogí la maleta, le atravesé el bastón y anduve no menos de una hora hasta bordear por completo la montaña tras la que se abría un valle inmenso y deprimido, cercado por una segunda cordillera y lo que, desde mi posición, parecía un injustificable desierto. Allí estaba la ciudad. Y clavado en el corazón de la ciudad, como la espiga de un reloj de sol, estaba el Bloque.

Pensé, como debieron de pensar cuantos antes que yo lo contemplaron desde el umbral de la ancha cuenca, que presenciaba un excepcional espejismo. Aquella mole oscura de colosales dimensiones no podía ser real, no era posible que ocupara una porción del espacio físico sin que ello constituyera una grave violación de alguna ley natural. Era, sencillamente, un error del paisaje. Salvé el considerable desnivel tropezando a cada paso –en una caída perdí mis lentes de lectura–, hipnotizado por el Bloque, hasta que di con un sendero que me condujo en línea recta al extremo sur de la ciudad. También ésta era mucho mayor de lo que había imaginado: no menos de cincuenta mil habitantes, según estimé en el tiempo que permanecí en ella, se apiñaban en sus angostas y ensortijadas calles, dedicados con resignación a la agricultura y la artesanía. No faltaban colmados, tabernas, dispensarios e incluso un burdel, si bien eran, por lo general, gentes hostiles al comercio. Que la cartografía eslava hubiese pasado por alto una urbe como aquella no me sorprendió. Tras la campaña de Von Mackensen, en el quince, fueron incontables los refugiados que se establecieron y prosperaron en asentamientos que más tarde asimilarían poblaciones de mayor tamaño, pero todavía quedaban, diseminados por todo el territorio, campamentos independientes –aunque ninguno tan grande ni tan arraigado. Lo asumí como la explicación más plausible: esa ciudad inadvertida era el plural coágulo de una herida de guerra.

Me alojé en una fonda con buenas vistas al Bloque, si bien hubiera dado lo mismo hacerlo en cualquier otro lugar, ya que no había un ángulo libre de su sombra. Constaté, y esto sí me chocó, que muchos edificios eran indudablemente anteriores a la fecha que le supuse a la fundación de la ciudad. Construcciones recientes, de apenas unas décadas, se alternaban con otras mucho más antiguas, casi con seguridad del período bizantino, integradas a la perfección en el insólito conjunto. La ciudad se ordenaba sobre un terreno cóncavo cuya pendiente se hacía más pronunciada al aproximarse a su centro. Me vino a la cabeza la imagen de un enorme cráter, uno provocado por el mismo Bloque, como si hubiera caído del cielo cual meteorito y la tolvanera levantada por la onda expansiva se hubiese condensado en una anómala arquitectura –esta idea aún me provoca espasmos de pavor. Consumí los primeros días en recabar información de los achaparrados vecinos acerca del monumento, pero lo que descubrí fue tan fabuloso como desconcertante: hasta el último de ellos, todos y cada uno sin excepción, no sólo eludían referirse al Bloque, sino que regateaban, contumaces, su misma existencia; apuntaba por encima de sus sombreros, en dirección a la monstruosa vertical, y sólo conseguía que me enseñaran a decir en su lengua la palabra nube. Lo ignoraban, no obstante, con ese rubor con que se ignora al mendigo en el umbral de la iglesia, como si la premeditada negativa bastase para invalidarlo. La razón de esta conducta, en cuya adopción he perseverado y fracasado, se me antojó un caprichoso defecto genético derivado de la forzosa endogamia. No lo era en absoluto, pero hacían lo que podían para obliterar de su panorama aquel siniestro fenómeno.

Sus supersticiones eran dignas de un estudio antropológico serio: cuellos disecados de cisnes –cuando ninguno vi en la ciudad ni en sus alrededores– colgaban de las puertas a modo de aldabas, y los dinteles, acaso como una ocurrente parodia del Éxodo, se decoraban con toscos brochazos de tinta; la primera hilera de tejas, que se amontonaban en un parque donde jugaban los niños, la sustituían viejos periódicos húngaros; no se daban la mano ni se saludaban, pero al cruzarse en la calle realizaban un curioso baile de dos pasos, que aprendí y ejecuté en innumerables ocasiones. Todo valía con tal de pensar en otra cosa, incluso los crímenes más nefandos. Una vez apareció la pierna de una mujer joven tirada en un zaguán, unida por un alambre al torso cercenado de un Cristo de madera en el que habían grabado a cuchillo, y de nuevo tiemblo al recordarlo, una fanfarrona erre mayúscula. No me sentí en peligro sin embargo, ya que mi único interés se centraba en el Bloque y mis energías estaban puestas en desentrañar cuanto antes su misterio. Apoyado en la ventana de mi habitación traté de esbozarlo mil veces, pero aun cuando sus hechuras eran simples y nunca se me dio mal el dibujo, no conseguí que del carboncillo surgiera nada que guardase la más leve relación de semejanza con lo que tan insolentemente se cernía sobre mis sueños. En mi archivo escondía hasta hace poco dos o tres de esos bocetos, pero he obrado con prudencia y los he quemado.

El 27 de julio perdí la paciencia y resolví que debía atravesar el laberinto de barrios confusos para observar su prodigioso centro desde una vista más privilegiada. Empleé en ello casi tres horas; los transeúntes, que ya me conocían, sospechando mi intención, procuraron retrasarme cuanto pudieron con peticiones disparatadas, pero fue en vano. Llegué al pie del imponente monolito, incrustado en la loma de una parcela abandonada, salpicada aquí y allá de astillas de huesos y tocones carbonizados, y examiné de cerca su singular morfología. Su planta era un rectángulo perfecto, de aristas afiladas que no eran –que no podían ser– producto de la erosión natural; sus medidas, calculadas con una aproximación que no distarían mucho de las reales, eran las siguientes: una base de sesenta por veintiséis metros, con cuatrocientos ochenta de altura, lo que lo convertía, hasta el presente, en la estructura más elevada del planeta. Comprendí al instante que nadie hubiese reportado la noticia: las montañas circundantes ocultaban al Bloque de inusuales miradas forasteras; sólo las más perspicaces podrían haberlo entrevisto, asomando tras las cumbres bajas. El color variaba según la incidencia solar: por la mañana era de un ocre apagado, siena en la tarde, pero a la noche presentaba una tonalidad verdosa, submarina, que se tragaba la luna. El material era y seguirá siendo un enigma: tenía el tacto suave y frío del ébano, pero su consistencia sólo podía ser metálica o mineral; presumo que no era macizo –no podía serlo. Sobre la superficie pulida, desprovista de puertas o ventanas, se enredaban venas de un pútrido icor azabache que emitía insanos reflejos, aunque no hubiese sabido decir si resbalaba desde la cumbre o afluía hacia ella; alrededor del zócalo se formaba un charco profundo –mi bastón no tocó el fondo– del que brotaban unos repulsivos líquenes azules que apestaban a vinagre. Nada elucubré respecto a su antigüedad.

Hasta seis veces regresé al Bloque con la esperanza de que sus paredes oleosas declarasen una verdad que, aunque terrible, le diese algún sentido; pero no hubo revelación y comencé a emborronar mi cuaderno de notas con insensatas teorías. Observé, por ejemplo, que las esquinas se alineaban con los puntos cardinales –de lo que inferí una utilidad astronómica, y que el viento, cuando soplaba del sur, gemía en una nota increíblemente aguda al cortarse con el vértice –ante lo que aventuré una endeble hipótesis de uso ritual. Durante esos días de llanto incisivo la ciudad parecía muerta, con las fallebas echadas y los postigos cerrados, como si una bestia fugitiva rondase las calles; yo me sentaba en un banco, de espaldas a los leones, y ensayaba postales de humo. A pesar del tiempo que había invertido en escudriñar la formidable atalaya, mientras me envanecía como hasta hace poco; que Dios me perdone en la figuración de ceremonias, premios y discursos, reparé de pronto en que nada había visto ni sabía aún de la remota cima que la coronaba, y para la que no existía en apariencia vía alguna de acceso. El 8 de julio, tras remover cielo y tierra, encontré al hombre que iba a darme la solución. Se llamaba Senén Estrada, argentino de nacimiento criado en Boston, condición que en aquel escondrijo recóndito del oriente europeo nos convertía a la fuerza en paisanos. Un corte en el pulgar con un vaso roto, y los muchos vasos que lo suplieron, probaron que no había perdido el español, aunque conmigo hablaba sólo en inglés. Regía un inusitado negocio sentenciado a la quiebra: vuelos en globo alrededor del valle para turistas, o para el primer desgraciado que se topara en su camino admitió al cabo de la noche que yo era su segundo cliente; el primero fue un niño que sólo quería orinar sobre los tejados. Nada dijo de lo que no se decía, pretendiéndose tan ciego como los demás. Convinimos un precio razonable y lo preparamos todo para salir temprano a la mañana siguiente.

Que lo venenoso y lo prohibido se deje fuera del alcance de los pequeños tiene una finalidad tan evidente y juiciosa que no tiene caso cuestionar; la altura del Bloque, su formato inabordable, operaban con idéntico propósito, pero no lo supe hasta que el daño fue irreparable. A las siete en punto Estrada ya había acabado de desplegar la tela del globo sobre la hierba y comprobaba el gas de los quemadores; a las nueve menos cuarto, tras el retraso provocado por una liebre que se escurrió dentro y no quería salir, estábamos listos para iniciar el ascenso. Nos acompañó durante la subida un severo manto de niebla que repelía a los pájaros. En ella se hilvané miríadas de ingenuos anhelos y especulaciones que se evaporaron –o hirvieron– cuando una racha de aire descorrió el telón que encubría la esencia de la maldad. Si Estrada no me hubiese ofrecido el catalejo y yo no hubiese mirado a través de él, puede que aún quedase una luz para mí entre las tinieblas; pero enfoqué y vi. Desde entonces no veo más que aquello. El globo sobrevoló una abrupta plataforma de márgenes biselados sobre la que resaltaba el grotesco contorno de una letra: la insidiosa erre mayúscula que rajaba el pecho del Cristo desmembrado, aunque no la misma; ésta era una abominable antepasada de nuestro decimonoveno signo, de asta sinuosa y cola trunca, superviviente del impío alfabeto que remedaron los demonios en las ruinas de Babel. Debía medir cincuenta metros de punta a punta, por otros veinte de ancho y al menos diez de alto, pero no confío en estos números como tampoco confiaba en mis sentidos. Vi también oquedades, sentinas donde se acumulaban siglos de escoria, inmundos pólipos burbujeantes de espuma, graderíos legamosos que trepaban al mellado relieve. Y allí, restregándose y babeando sobre el vil carácter en un frenesí blasfemo, vi a una legión de minúsculas criaturas, parásitos acéfalos de carne gris y flácida, que lo untaban con un tósigo que chorreaba por las cornisas, bruñéndolo con sus vientres y ultimándolo para la impresión... [el párrafo que sigue ha sido aniquilado a tachones furiosos que casi rasgan el papel, pero todavía se distingue la frase final: Y no quedará nada incorrupto] 

Dejé caer el catalejo y grité a Estrada que descendiera de inmediato; casi provoqué un incendio al jalar, sin poder dominarme, la cadena de uno de los quemadores. Vomité apenas hube salido de la cesta, desnortado y sin aliento. Volví a la ciudad y liquidé mi cuenta en la fonda, agarré el equipaje y huí tan rápido como me dieron las piernas. A la noche, medio muerto, sin saber cuántos kilómetros había recorrido, me recogió un transporte de aves que se dirigía a Budapest.

Las bondades que nunca se le reconocerán al mercado negro me han permitido obtener un pasaje en el Margot, de bandera canadiense, que zarpa desde Bournemouth con destino a Colombia dentro de una semana. Allí me juzgará Dios, según mis designios. Allí despertaré. He considerado dar al fuego este testimonio, pero una fuerza interior que debo obedecer quiere que permanezca en Inglaterra, cuna de incrédulos, como precaución o como indicio. Así sea. Lo he contado todo, excepto por qué he tardado tanto en decidirme. No lo revelaré aquí ni jugaré a las adivinanzas, pero sabed no se ha debido sólo al cansancio. Ruego a los santos arcángeles que os bendigan y velen por vosotros, que nunca os retiren su mano y tengan siempre presta la espada.


S. F.

*   *   *

Así concluye la crónica del profesor Santos Ferrer. Había otra página con un plano rudimentario y las coordenadas de la ciudad, pero preferí romperla; la narración es más que suficiente –o tendrá que serlo– para cumplir con la póstuma tarea que mi amigo se encomendó. Agrupé de nuevo las cuartillas y elegí un mejor sitio donde esconderlas; después, utilizando la puerta de su despacho, salí al jardín y respiré. El aire ya sabía distinto.

Correspondía entonces hacerse molestas preguntas. ¿Por qué esa insistencia en llamar Bloque a algo que era infinitamente más execrable y turbio? ¿Era aquella la única o habría otras letras diabólicas ocultas en selvas vírgenes y enterradas bajo desiertos inexplorados? ¿Qué eran en realidad aquellos seres mórbidos y cómo alcanzaron la inalcanzable cumbre? ¿Había un riesgo en posar los ojos sobre la letra impresa que tanto aborrecía el Círculo de Cangjie? ¿Fue la impostura de esa sociedad fetichista un grito desesperado de socorro? Y más importante aún: ¿qué pudo asustar a Ferrer hasta el extremo de querer matarse después de las cosas que había visto y con las que aprendió a vivir durante casi veinte años? La respuesta aguardaba no muy lejos, en el parterre al que daban los ventanucos del sótano, exhibiéndose sin vergüenza; el azar que premia al fisgón, de nuevo, jugó en mi contra. Ahora lo entendía todo, y por eso ahora no duermo. Justo allí, emergido de simas primordiales y vedadas donde la historia del mundo no se escribe por hombres ni para hombres, el azul de los fétidos líquenes había estrangulado a las rosas.

miércoles, 21 de agosto de 2013

El libro del monje Kan

El monje Kan era un renunciante famoso por sus enseñanzas sobre los caminos de la virtud y por una inexplicable habilidad para atraer la lluvia. Campesinos y rajás perseguían su consejo y se igualaban en pobreza al ofrecerle tributos inútiles. Un día, tras muchos años de retiro en los que sólo existió para el hambre y los insectos, el monje Kan regresó al Monasterio de Sung. Le vieron llegar con la piel agrietada por la humedad, la barba anudada al cuello y una expresión que revelaba la firme voluntad de cumplir un importante propósito.

Quería escribir un libro.

No se trataba de una falsa revelación o de un vanidoso espejo de letras: el suyo sería un libro definitivo, uno cuya lectura fuese capaz de vindicar para siempre las verdades del universo y absolver al hombre de la duda.       

Durante tres mil noches de insomnio le había dado forma en su mente, viéndolo a menudo como una pirámide repleta de ojos, o como un solitario cebú arando un inmenso campo de esmeraldas, o como un noray que retenía cien barcos, y supo desde el principio que necesitaría más de una vida para poder llevarlo a término.

Los Jueces Celestiales examinaron la causa del monje Kan. Después de muchas deliberaciones y alguna controversia –había quienes juzgaban imposible el proyecto, y por tanto frívola su pretensión; otros, en cambio, temían que su éxito los borrase de la Eternidad– encontraron que su deseo era puro y dictaminaron que su espíritu no abandonaría la tierra hasta que la última palabra hubiera sido escrita.

Un sueño en que el desierto amanecía florecido de nieve le comunicó la decisión adoptada. Al día siguiente, se despidió de los demás monjes de Sung y empezó a trabajar.

El proceso fue arduo, pero todo lo había previsto en su ascesis y redactaba sereno, embargado por una lenta felicidad. El libro avanzaba como una duna, empujado pacientemente por leves manos sucesivas pero inspirado por la misma incesante conciencia.

Vidas enteras las consumió valorando la oportunidad de una frase, sin llegar a decidirse; en otras, sólo desplazó una coma o alteró un adjetivo; otras, quemó el trabajo de siglos y recomenzó. Todo esto sucedía con frecuencia periódica.

Cada vez que renacía, el monje Kan tomaba el sendero que llevaba al Monasterio de Sung y recuperaba el manuscrito. Sus hermanos lo custodiaban tras una puerta de oro cuya intrincada cerradura nadie más sabía abrir. Escribía infatigable durante ocho o diez lustros en su celda, sin despegar los labios. Cuando intuía las uñas de la muerte, entregaba las páginas logradas a un novicio, rezaba durante un día con la frente pegada al suelo, se adentraba en la espesura y buscaba el consuelo de los tigres.

Llegó finalmente el momento en que el monje Kan releyó las últimas palabras y no sintió la necesidad de añadir más. Esperó a la noche y llevó las hojas finales a la cámara que se hundía profunda en la roca, dejando entornada la puerta de oro. Agotado por el esfuerzo de una labor que se había prolongado mil existencias terrenales, el monje Kan se despojó del cuerpo, abandonó el Ciclo y retornó a la Unidad.

El superior de Sung, al no hallar en ningún rincón del monasterio al venerable hermano, comprendió que el tiempo de su misión se había cumplido, y que ahora otro empezaba a contar para él y los suyos. Dio instrucciones para reunir todas las páginas del libro en el patio central, de modo que pudiesen ser ordenadas para su encuadernación. Aunque los brazos de un muchacho bastaban para transportar la producción de una de las vidas del monje Kan, hicieron falta diecinueve elefantes durante diecinueve días para vaciar la cámara. El patio no tardó en colmarse de hojas oscuras, y luego el resto del edificio, y luego la llanura que lo sostenía. Fue preciso convocar al ejército para que defendiese los confines de la obra frente a saqueadores y bestias.

Puestas en fila las páginas, el libro del monje Kan podía ceñir tres veces la frontera del reino; en el laberinto que tramaba la mampostería de volúmenes desnudos, un soldado se aventuró una noche y anduvo perdido hasta el amanecer.

Al asombro por la extensión pronto le siguió el desaliento por la complejidad. El texto no sólo se mostraba, en su mayor parte, inasequible al escolio, sino que el idioma en que estaba escrito era tan arcaico que la lectura acababa convirtiéndose en un ritual de arúspices; descifrar una simple idea requería meses de minucioso estudio.

Contra la opinión de sus pares –más dispuestos a preservar los legajos como una reliquia insólita–, un erudito de la capital sugirió llevar a cabo una traducción. El superior de Sung estimó que la propuesta se adecuaba a los intereses del monje Kan, de modo que hizo llamar a los expertos más reputados del país para confiarles la destilación de los infinitos misterios del libro.

Los preparativos de la gran tarea fueron comparables a la construcción de un palacio. En torno a la gigantesca estructura de papel y por encima de ella, se levantó un elaborado sistema de andamios que permitía llegar a cualquier página. Centenares de académicos y amanuenses lo recorrían día y noche, yendo y viniendo de un capítulo a otro, cruzando millas de extraordinario hermetismo o internándose, en alguna ocasión, en grutas farragosas para alcanzar los cimientos de un párrafo clave.

La exigencia de atender las necesidades de estos albañiles de la palabra permitió un próspero comercio. El trasiego de mercancías era constante: odres de vino, de aceite y de tinta, libras de carne salada y resmas de lino blanco, toda clase de utensilios de cocina y péndolas de oca se despachaban a lo largo y ancho del libro, al que los lugareños empezaron a referirse como la Ciudad Escrita.

Sin embargo, aunque no dejaba de aumentar el número de trabajadores, el celo por obtener una traducción lo más fiel posible amenazaba con provocar un documento tan desmesurado como el original, que de idéntica forma se dilatara durante siglos de ansia y sacrificio, desbordando la provincia y adentrándose en el mar en recios espigones de conocimiento. Y así fue. Las muchas vidas de los muchos hombres se sucedieron sin repetición en pos de la correcta inteligencia de unas pocas líneas; familias enteras perseveraron en la interpretación de un mismo pasaje, cuyo significado variaba de padres a hijos, sin que ninguna generación pareciese darse nunca por satisfecha. En su delirio, un sabio moribundo señaló demonios invisibles que aullaban sobre una columna de pliegos, acusándoles de haber engendrado una literatura que desangraba el alma.

Hubo quien quiso creerle y huir, pero nadie dejó de copiar, de desentrañar. El vasto relato era el horizonte de todo destino.

Se insinuaba un invierno remoto –la primera nevada había aclarado los bastiones del norte– cuando las academias de dragomanes anunciaron la conclusión de las faenas y presentaron al reciente superior de Sung los nueve mil novecientos noventa y nueve tomos que componían la traducción completa del libro del monje Kan.

Los festejos fueron proverbiales, generosos en danza, juego y desfiles. Pero a pesar del entusiasmo que motivó la noticia, bastó con abrir un ejemplar al azar para que cundiera el silencio. El estilo, fruto del insano afán por la exactitud, lastrado por la suma de pesados ayeres, seguía siendo tan enrevesado, y la filosofía tan impenetrable, que ni siquiera los propios autores acertaron a entender nada de lo que habían transcrito. 

Si, como afirman los piadosos, el sarcasmo es emanación de la Providencia, la repentina duplicación de aquel secreto secular fue el testimonio más terrible de su poder.    

Incluso en lo más hondo del desconcierto, la solución resplandecía con la audacia de la evidencia. Se acordó sin ceremonia. No quedaba otro remedio que hacer una traducción de la traducción.

Las actividades se retomaron con la urgencia y el aliento de quien planea una venganza. Antes de cuatro centurias, el nuevo superior de Sung tuvo en sus manos una segunda versión, esta vez de nueve mil novecientos noventa y ocho bellísimos códices azafranados, igualmente ilegible. La tercera, tan ineficaz como las anteriores, contaba con nueve mil novecientos noventa y siete. A ésta le siguió otra, y luego otra, y otra más. Cada traducción implicaba nuevas traducciones, más simples, más depuradas, menos extensas; se rindió culto a la sobriedad. 

La última edición consistía en una única página en blanco.

Un inmortal extranjero que la escudriñó durante muchas horas aseguró reconocer en ella la caligrafía rotunda del monje Kan. Su sonrisa fue la Llave.