domingo, 27 de junio de 2010

Oración final de los Arcángeles ('El jaez')

Una verdad por cada pluma.

Cierras los ojos cerrados y finges que no ves nada; y te callas, pensando que alguien puede ofenderse. No piensas que más allá de tus párpados, adentro, hay tal vez más gente que te escucha, y que te sigue viendo. Has colgado imágenes de tu cuerpo, como cuadros caros, por todas las galerías de tu pensamiento. Te has forzado a despreciarte por hartazgo; por obvio, te has vuelto invisible. Por creer que no vales nada, que nada puede valerte. Nada. Mejor que aún no hayas soñado que sueñas, para así no haber querido mover la mano y espantar el monstruo alado de tu pesadilla. Ojalá que no te duermas mientras caes al vacío…

¿Sabes una cosa del Imperio? Lo nombras y lo ensanchas. Lo guardas en tus labios, lo doras de saliva vuelta y vuelta, y crece dentro de ti, y te completa. No estás mascando una palabra como el pan, ni como las letras de la voz nostalgia, siempre en el filo. No estás caminando una tierra, ni mirando en la mena la escultura: no es mística ni ingrávida, porque no está en tu mano para que la pierdas. Es una idea, apenas; casi viento triste, exiliado de trompetas, que ya no mueve estandartes. El Imperio que tú tienes, que yo tengo y que nos tiene, que responde al grito de la lluvia en cada pozo, que se duele de la herida y el ungüento, está en el corazón, en lo más hondo, enquistado como un sueño de insensata juventud. Tierno ya, parado en una expiración eterna. No se hicieron para nosotros, los arcángeles, las grutas de miel del Imperio…

Y dime, hermano, si tú vuelas, y yo vuelo, ¿qué cielo nos estará vedado? Siento, acaso sin creerlo todavía, ese fluir delicado que golpea con batanes mis venas, que me besa sin delicadeza las sienes, y en su fulgor de estrellas innombrables me deja insatisfecho. Ese río, hermano, ¿no es cierto que llena el cielo? ¿No es verdad que nos cubrió en la placenta? Como tú, que he nacido, con muchos, de la misma madre y del imposible mismo padre, tengo alrededor de los dedos una densa ausencia de regusto amargo, de agrio acero. Al ascender y en el picado siento, en un rincón demasiado oscuro, una porción de arrogancia que no se borra, que con candor se aferra con uñas duras; siento, hermano, que en nada, más que mi piel, se complace Dios dibujando con sangre extraña. ¿Por qué –no me pregunto– puede albergar juntos el alma tanto orgullo y tanta, tanta, tantísima misericordia por las cosas que flotan?

No he sabido hacerlo bien. Más allá de correajes, de cosas simples y de razones profundas, nada amplía mi ámbito; nada me ata a este suelo, ni a ningún otro que fracture los huesos. Nada reconozco si no es mi sueño. Más allá del Imperio, no hay realidad que lamentar, ni hay nada perdido. El cielo puede serlo todo, y el pulso del cielo, y su sangre aliñada de polvo de cometas; pero al batir el espacio, igual que las gaviotas, se me llena el pecho de mar; se me abre la vida por el centro y doy a luz, sin pensarlo, nuevas esperanzas de humildad implacable. Quiero ser eso, pero yo no puedo. Ese jaez sobre mi cuello encaja, con elegancia de yugo, y me llama por mi verdadero nombre. ¡No ha nacido ni muerto el hombre que Le quite la brida de los puños bien cerrados!

Por cada pluma, una verdad.

Somos. Soy cada uno de vosotros, y todos los que están en ti, y los que no imaginarías nunca. Estoy delante de ti, de todos, en el mundo entero, aquí. Despliego las alas: rozo las claves de las bóvedas; amago el suspiro del universo. Siento, porque no siento, y nada me afecta ni me cambia, pues no soy permeable más que unas lágrimas: las Suyas. No sufro, porque sufro, y mi dolor no tiene carne para morderme. Solo, o en cascadas de soledad, en orgías de silencio o en bengalas de viejos candados, ante las bocas, asaeteado, sepultado de sextinas que repiten seis veces y desordenan seis miedos, permanezco quieto, como una vaina desechada, en pie siempre a Su lado. Tuve piel y hoy ya no tengo más que futuro.

Arcángel. Te ha descrito una pluma en cada pluma, tatuándote un verso de amor por una ciudad de oro, y una hermosa blasfemia reflejan los brillos de tu escudo. Has sido, Arcángel, paciente y generoso: has desviado el curso de cien arroyos, alimentado a mil pueblos, sanado los males de un enfermo mundo que no te dio las gracias ni te las dará. No estás, Arcángel, en la lista de los dones de la tierra, ni hay premio para ti. Te han reservado un asiento en el último acantilado y sólo esperan que cantes, que reines, que pintes de azul añil el caparazón de las tormentas, con una espada en la mano. Recuérdate, Arcángel, que haces lo que haces para que no lo hagan otros; ríete tú de los herreros, de los afónicos y de todos los estúpidos que coleccionan medallas.

La hierba que no pisas, reverdece. Eres un halo que incendia de valor todo lo que sangra, y una máscara que goza de ilusión en los que lloran. Tu jaez, ajustado, ceñido como una corona, cascabelea al paso de tu vuelo; chapoteará en lagunas rojas de deber cumplido. Porque eres el santo entre los Santos, y sagradas son hasta tus peores palabras; tus mejores actos. Empuñas con igual fiereza hierro y fusta, y gritas con el mismo grito honor o tierra; de la Fe has enseñado los dientes a las bestias, y sabe de tu fuego hasta el Infierno. Perfuma ya el laurel tu frente, el mercurio desgranado en riachuelos: el dibujo mismo de un árbol, de un castillo que sale de la arena, que a toda la patria del sol, en brazos, sostiene sobre el amanecer del Triunfo.

Y la verdad única, es ésta.

En la región más oscura,
en el laberinto de la incerteza,
mostró Su luz más pura.

Arcángel de Dios, nada temas.
Vas a vestir armadura.
Vas a morir en la guerra.

viernes, 25 de junio de 2010

La iguana

-No vamos a movernos de aquí.

El viento hace que el ala del panamá, muy pasada, le temblequee. El sol parpadea como un niño tonto, como si un ventilador grandísimo moviera las aspas debajo, provocando eclipses intermitentes. Hace calor; las piedras queman bajo la suela gruesa de las botas y se marcan con círculos rojos en el pie. Los dientes le suenan a uno dentro de la boca, por su cuenta, lo mismo que un árbol cayéndose de viejo. Dice Anguiano que no vamos a movernos de aquí.

-De aquí no se mueve nadie hasta que nos carguemos la iguana.

-Deja tranquila la iguana, que no le ha hecho nada a nadie.

-Cierra la boca, estúpido, que eres un estúpido.

-¿Alguien ha visto a Manuel?

Lo ha preguntado Sonia, la de Soria (está harta de siempre la misma gracia), con la boca abierta como un brocal, pero vacío. Ni saliva tiene; ni le importa lo más mínimo saber dónde está Manuel, que es su hermano, que no lo soporta de nunca. Lo que quiere sólo es que se calle Anguiano. No dice que le dan miedo las iguanas.

Por encima de ellos pasa volando un pájaro. De esos que distraen porque nadie se lo explica y ninguno sabe decir cómo se llaman. No se lo esperaban; una lámpara encendida en mitad de la noche más cerrada, una señal, pero vaya usted a saber a santo de qué. Y tal cómo vino, se fue. A Merche le recuerda eso a un sueño de cuando pequeña, a algo bonito de la infancia, de lo fácil, pero tampoco dice nada.

«Ahí va el conejo de la suerte, haciendo reverencias con su cara de inocencia. Tu besarás al chico o a la chica que te guste más». Ojalá nevase o lo que fuera. Ojalá.

-¿Alguien lo ha visto?

-¿Qué más dará? No haberse quedado atrás donde la fuente. Ahora, que se fastidie.

-¿Y la iguana?

-La iguana alguien la tendrá que matar.

-¿Y por qué no tiramos por otro lado?

Una vez, saliendo del colegio, Anguiano se tropezó con un señor mayor cargado de bolsas que lo hizo caer al suelo. Se dio con el bordillo de la calle en el costado y se quedó un momento, o un día entero, sin respiración. Los pulmones que no le daban. El señor mayor se le fue bastón en mano y se despachó a gusto con su espalda, chillándole: ¡estos jóvenes de hoy en día, estos jóvenes de hoy en día…! La lengua le sabía amarga. Amarguísima.

La piel del viejo arrugada, como escamas duras, brillante. El cuerpo sin huesos; con resortes, con engranajes y poleas. Espíritu de girasol, decía, espíritu de girasol. No lo había comprendido hasta ese mismo día.

-Anda, no seas cabezón y vamos por otro sitio.

-Tú quieres ver cómo te parto la boca, ¿verdad?

-Oye, ya está bien.

-No está bien. ¿Qué no veis que la iguana no nos va a dejar tranquilos, coño?

-¿Alguien ha visto a Manuel?

«Juntando el agua de todas las cantimploras se podría formar un charquito. Los oasis que dice la gente que hay andando por el desierto los tiene que poner alguien ahí. Igual son los mismos, que se cansan del camino y se montan un hotelito con piscina. Luego, como no se lo pueden llevar, lo dejan para los que vengan detrás. No sé si se morirán antes de llegar a donde otros se cansaron menos tarde que ellos». La Merche, por lo general, prefiere pasarse el rato pensando en otra cosa.

Casi que le gustaría que estuvieran las monjas aquí, en el paso, a ver si era capaz de ignorarlas también. Se mete las manos tras las asas de la mochila, quedándose como si fuera un espantapájaros manco. De repente, levanta la vista echando muy atrás la cabeza, muy rápido, pero ya no queda nada más que las nubes flacas. Cierra los ojos.

Esa gotita salada que le cuelga a Pedro por la oreja…

-A dos y medio.

-¿A dos y medio, qué?

-Que a dos metros y medio está la iguana.

-Pues felicidades.

-Ni se habrá enterado de que estamos aquí, borde, más que borde.

-Me da lo mismo. Te digo yo que aquí la espicha y eso es lo que hay. ¿Estamos?

-Jawohl, mein herr.

-Tú sigue… Tú sigue…

Un salteado de cebolleta y Lexatin. Un riojita. El plástico rosa del teléfono, frito por donde el cable está pelado. La voz que suena a través del auricular, alejada del ruido por el que no para de disculparse, justita, con un punto de floritura sin afectación y algún que otro gorgorito al final de las frases largas. Como el ¡ah! de después del trago de tequila, pero más elegante, menos emotivo. La voz del padre. El libro de senderismo en las manos y la lámpara encendida. No importa que sea de día. Lo está viendo en este mismo momento. Lo ve a través del hilo enrollado que se chamusca un poco más a cada palabra; que se ennegrece con cada reproche. Y un regusto ácido, de sueño ácido, de letargo y fritanga, al oír lo que ya sabía.

«Las cosas que se aprenden en el ejército ya no se te olvidan. Porque son importantes; porque sirven para algo. Yo, sin ir más lejos, no recuerdo nada de lo que me decía mi profesora de literatura, ni mi profesor de matemáticas, ni el de Historia. Pero me acuerdo de la noche que me tocó hacer mi primera imaginaria y me alejé demasiado del barracón. El sargento Burruecos me pegó un tiro en la pantorrilla por confundirme con un ladrón. Me dijo que merecido me lo tenía, que mi deber era quedarme en mi puesto. Me lo dijo allí y lo dijo otra vez en la enfermería. Luego mandó a los sanitarios que saliesen de la habitación y me dio un beso en la herida. Sentí sus labios contra la venda, pero el dolor que yo sabía que tenía que llegarme al cerebro se me quedó a la altura de la rodilla. Diez centímetros más y para casa. Menos mal, ¿eh, grandullón? El colegio no me sirvió para saber responder al sargento Burruecos, pero él me enseñó como nadie lo importantes que pueden llegar a ser las distancias».

Para venir aquí lo mejor es pensar en otra cosa. En lo que sea. Será por cosas que uno puede llegar a pensar sin tener que tocar la memoria…

-¡Pero mírala como no me quita ojo de encima, que parece que me está entendiendo y todo!

-Porque estás montando un escándalo.

Por las dunas sube y baja un hombre en bicicleta. Chirría. Chicharra. Cola de hierba y carbón. De hierba y carbón. De hierba y carbón... Siguen.

-Darme el palo ese, que esto lo termino yo ahora mismo.

-Pero, joder, ¡déjala ya en paz! Fíjate, ni se mueve el bicho.

-Estas hijas de puta engañan. A poco que te des la vuelta, ¡zasca!, la cabrona se te ha enganchado al tobillo y ni dios la suelta de ahí.

-Estás desvariando, Anguiano.

-Calla y dame el palo de una vez.

-¿Y si la espantamos en vez de matarla?

Una piedrecita. Dos piedrecitas. Tres piedrecitas. Por aquí tenía que haber un muro hace tiempo, fijo. Si no, esto no se explica. Cuatro piedrecitas. Seguro que así, seguro, que se iba el lagarto a otra parte y podíamos pasar, que ahora mismo parecer ser que no podemos. Con un mínimo de tino, cerca del tronco ese, plas. Y listo. Que seguro que será un bicho tela de valiente, pero seguro que un biendao así, seguro, que no lo aguanta y se va a tomar viento. Cinco piedrecitas. Vamos a practicar un poco…

Se le ha resaltado al lugar su perfil más de luna. Aquí ya sólo hace eco lo que no habla, y lo llena todo, colándose por cualquier hueco. Esto es como la cara oculta de una cosa que nadie mira, que no le preocupa a nadie. Sonia, la de Soria, le da por acordarse de lo del tío del burro, hace unas dos horas: «pero usté apure en llegando al cruce el olmo, que la revolviura le pone a uno en donde no quiere verse, que le empaña a uno las sienes con cosas más bien de cuento». ¿Está empezando a hacer un poco de frío?

«Hay una islita en Grecia (creo que es en Grecia) donde los barcos pasan y se vuelven con un pasajero de menos. Se lo comen, o creen los demás que lo comen, porque no lo encuentran por más que lo busquen, y porque luego se dan cuenta de que tienen pensamientos que no saben de dónde les vienen. Como robados». Pedro, colocándose bien la gorra, de la mano de Sonia, la de Soria, con las ganas puestas y apartándose las moscas de la cara. Cree que nadie le ha oído.

Ese nadie, por supuesto, es Anguiano.

-¿Y si le doy con una piedra para que se vaya?

-¿Tú estás tonto de la mente o qué te pasa? Si le das, te salta.

-¿Cómo va a saltarme la salamanquesa esa con las patillas que tiene?

-¡Que sueltes la puta piedra, cojones!

-Ya está. Suelta. ¿Ahora qué?

-Ahora vas a ver cómo funciona el mundo real.

En casa nunca se podía pasar corriendo por el aparador donde estaba el quinqué de las águilas que había sido de su abuelo, que se lo trajo al volver de un viaje a Córcega. Córcega era donde nació Napoleón, Napoleón Bonaparte, que siempre tenía la mano en la barriga y su abuelo lo admiraba desde que era un niño, que lo respetaba casi más que a su padre, a quien le quitaba las páginas del periódico todos los días para hacerse un sombrero de esos de dos picos, con el que salía luego al patio a mandar a los otros niños que jugaban a ser los conquistadores de Egipto. Cuando tiró el quinqué del aparador, su madre le obligó a rezar una novena por el alma del emperador de los franceses. No volvió a hablarle en toda su vida.

Se pasó toda su vida corriendo por el aparador y dando voces.

Hay puertas que las intentas abrir y en lugar de abrirse se estiran como acordeones, pero sin música, y te encierran en sitios de los que luego no se puede escapar. Yo, muchos años, quise salir de mi casa y ver qué otras cosas tenía el mundo, pero al final siempre me quedaba dentro, me quedaba corriendo y haciendo el tonto, sin acercarme mucho a la puerta y casi sin despegarme de las ventanas. ¿A alguien más le da grima cómo suena la lluvia contra los cristales? Sin aire en el cuerpo, con los pulmones vacíos, se oye como si fuera eco de iglesia. Rarezas que tengo yo…

-Se le ha reventado la cabeza.

-Igualito que aplastar una sandía de un pisotón.

-Y Manuel sin aparecer…

-Se acabó la jodida iguana.

-Sí.

-¿Por dónde?

-¿Eh?

-¿Por dónde era ahora?

-Ni idea.

Refresca, es verdad. Están las cosas un poco más apagadas que antes, pero les ha vuelto el ruido. Ya suenan. Se oye la sangre que chorrea de la iguana como si martillazos rabiosos fueran. Un charquito de sangre, enano, que para las moscas no tiene nada de espejismo. Y la toda la arena por delante, que parece un reloj sin dar la vuelta, donde el tiempo se ha quedado quieto a ver lo que pasa. Pero no pasa nada. Nunca pasa nada. Merche empieza a caminar por un barrunto que le da y los demás la siguen, hasta Anguiano, contentísimos de no estar ya parados, de no ser más como el tiempo.

En el pueblo siguiente les espera Manuel con ojos de acero macizo. El cuello anquilosado y las manos muy abiertas, apoyadas en el alféizar de la pensión. Ni un rastro de pelo.

-¿Se puede saber qué habéis estado haciendo?

-Un oasis.

(Inspirado en Pedro Páramo, de Juan Rulfo)

domingo, 13 de junio de 2010

Feliz cumpleaños

Se nos murió el abuelo la noche antes de Nochebuena, el 23, y hasta el lunes siguiente, el 27, no trabajaba la funeraria, así que tuvimos que improvisar una solución hasta entonces. El nieto mayor, mi hermano, sugirió de primera hora lo que terminamos haciendo, que fue subirlo al cuarto de invitados (que no estaba vacío) y dejarlo allí, destapado y con la ventana abierta, para que hiciera corriente y mantener el cuerpo en frío todo lo posible. El sobrino, que se marchó a los quince minutos de aquello, casi nos convence de meterlo en un arcón que teníamos en el sótano, con varias bolsas de hielo para conservarlo. Mamá no consintió porque decía que abajo en el sótano había ratas, y que no era ley dejar que le mordieran en los dedos de las manos y de los pies al hombre, que tenía derecho a que lo enterraran decentemente y sin el cuerpo roído. Además, en el arcón ese habríamos tenido que ponerlo encogido, porque el abuelo era muy alto y el largo del mueble no daba. Mamá dijo que ni hablar, que a su padre no lo iban a encajonar a la fuerza como quien mete mucha ropa en una maleta chica y luego intenta cerrarla sentándose encima, que eso era de gitanos y que en su casa a los difuntos se les guardaba un respeto y se les debía una consideración.

Así que lo subimos por la escalera entre mi padre, mi tío y yo, encima de una parihuela que apañamos con una sábana vieja. Lo subimos en poco tiempo aunque estuvo a punto de caérsenos dando el giro en el primer tramo, porque en ese momento apareció mi abuela (que mi madre, su hija, la estaba reteniendo con una tila en la cocina para ahorrarle la escena, pero se escapó igualmente) y se puso a chillar, diciendo que así había sido cuando se murió Franco y que no quería que su Antonio fuera igual, que ellos habían sufrido mucho cuando la guerra con los falangistas, que fusilaron a su primo Miguel, y que no iba a darles el gusto ahora, en el último momento, de darles la razón haciendo lo mismo como si eso fuese algo bueno. El susto fue tal que, ya digo, a pique estuvo de írsenos por el hueco, pero la cosa no pasó a mayores. Se llevaron entre mi madre y mi tía a la abuela al salón, a rastras, porque aunque yo no la veía, bien que se la podía oír berrear en toda la casa, que si su Antonio no hubiese permitido una cosa así en vida, que si su Antonio esto, que si su Antonio lo otro, el nombre de mi abuelo que salía por todas partes, y nosotros, en fin, que dejamos al susodicho sobre la cama, con las manos sobre el pecho, una vela en la mesita de noche (sin encender), tres señales de la cruz, tres amenes, una puerta cerrada y escaleras abajo sin hacer el más mínimo ruido.

Las mujeres habían empezado ya, por su parte, con los rezos y toda la parafernalia, mientras mi padre estaba que trinaba enganchado al teléfono, intentando contactar con alguna compañía que trabajase en esas fechas, pero naranjas de la China. Al colgar recuerdo que se agarró la cara con las dos manos, como si se la quisiera quitar, y se fue para mi madre negando con la cabeza, una sola vez, y no hizo falta ni una palabra más. Se fue mascando la rabia como si fuera cemento. Estoy bastante seguro de que luego, mirando por la ventana que daba al patio al perro metido la caseta, dijo: ya podía haberse muerto la semana pasada, el muy cabrón. Mi hermano, que lo oyó todavía mejor que yo y me vio la cara de cera total, me lo suavizó diciendo que estaba rajando de los de la agencia, que no querían venir, que eran unos cabrones, pero no colaba. No sé qué pretendía defendiendo así a nuestro padre, justificándolo de esa forma ante la memoria del recién muerto, que por otra parte no es que nos cayera demasiado bien a los dos. Supongo que le entró ese miedo extraño que tiene uno cuando alguien acaba de faltar, como cuando se echa de menos el colegio el primer día de trabajo y se olvida uno del coñazo que era. Supongo que era eso, o que estaba en realidad muy triste, no sé. Sé que mi padre, con esa filosofía que era normal en él, se lo tomó de la mejor forma posible, valorando la circunstancia con cabeza fría y sentido de la posibilidad. Y no cabe duda de que, en ese aspecto, había que darle toda la razón.

La abuela y sus dos hijas, más la vecina Angustias, que cuando más tarde se pasó a felicitar las fiestas se enteró de todo quiso quedarse a ayudar a preparar el duelo, sin que nadie pusiese mucho empeño en convencerla de que no, que no hacía falta, que se lo agradecían de corazón pero que era asunto de familia, subieron al cuarto de arriba con un traje negro que habían sacado del armario empotrado del salón, para vestir al abuelo y dejarlo más presentable. Cuando lo tuvieron a punto bajó mi tía a avisar y subimos los demás, apretujándonos en la habitación como buenamente pudimos. A los pies de la cama la viuda y las huérfanas, y la plañidera inesperada con una mano que no se caía del hombro de mi madre, que poco más y se lo saca a palmaditas. Me fijé en lo blanco que se había puesto ya el hombre. Era como si le hubieran untado la cara con polvos de talco para hacer juego con el color de las sábanas. Las manos no; ésas estaban, de moradas, azules. Y ahora que lo pienso es de recibo que me haya acordado de lo de los polvos, porque justo en ese momento, al poco de estar todos arriba, en mitad del avemaría, empezaron los estornudos. Primero mi hermano, que estaba más cerca de la ventana, y luego todos los demás: mi padre, mi tío Manuel, la tía Luisa, mi abuela, mi madre y la señora Angustias, que quiso hacerse la sueca pero todos vimos perfectamente cómo se limpiaba la nariz con las cuentas del rosario por no bajar a por el pañuelo. El frío que hacía era de castigo, todo hay que decirlo, pero el repertorio de miasmas sobre el fiambre enlutado de don Antonio Marmolejo, sahumado de vaho mocoso en vez de incienso, era un espectáculo digno del Berlanga más inspirado (y nunca mejor dicho). La última parte del salve de corrido la dijimos, que no estaba la noche para beatos. Bajamos. Luego la cena (que se quedó la vecina, que nos dimos cuenta tarde de que le gustaba más un velatorio que a un tonto un lápiz), un padrenuestro más por expreso deseo de doña Virtudes, la desconsolada esposa, buenas noches, dejar abierta la portezuela de la cocina para que el chucho no ladre, copazo de coñac para los hombres y a dormir, que mañana Dios dirá.

Si el sol salió el día 24 a las ocho y media de la mañana, antes de las nueve estaba otra vez mi padre llamando a los de la funeraria a ver qué iba a ser eso, que si estaban de cachondeo o qué pasaba, que si era normal que tuviese que quedarse con un cadáver en un cuarto porque no les daba la gana recoger muertos en Nochebuena, que si es que resultaba ahora que la gente tenía que tener cuidado de no morirse cuando les viniese mal a ellos, que si tan a pecho se tomaban eso de que era tiempo de paz y amor, se podían tomar igualmente muy en serio su sugerencia de que se fueran a tomar mucho por el culo. Suerte que mi madre no estaba entonces en casa para escucharle, porque si llega a sentir esa nada sutil referencia a los humanos asientos buena la hubiésemos tenido entonces, con una bronca de abuelo y muy señor mío de estrellita para el belén. Pero no; también se habían levantado temprano para ir a misa con mi abuela y mi tía y avisar al cura, por aquello de que no sabían qué había que hacer con el tema de la extremaunción y demás si se había muerto de repente, sin avisar. Que no tenían claro, le dijeron al pobre hombre, si es que era mejor dársela corriendo ahora que acababa de estirar la pata, no fuese que el alma se le escapara al cielo sin absolución. Volvieron a las once y media, ojerosas y con la cara hasta el suelo: que no iba a venir el cura hasta pasado mañana, que tenía mucho lío con la Misa del Gallo y no podía alejarse de la iglesia. Pues igual que los de la funeraria: unos cabrones todos, dijo mi padre. Milagrosamente, el temporal pasó de largo sin descargar ni una gota.

En completo silencio se empezó a preparar la comida, que se sirvió tarde, casi a las cuatro. Los demás parientes habían llegado en torno a las dos: mi otra tía y mis dos primos chicos y su padre. Ya sabían de la noticia, claro, así que todo se quedó en un abrazo largo, un café después del postre y poco más, que tenían que ir a ver a la familia del marido, que cenaban con ellos. Ni se puso la tele cuando se quitó la mesa y los que fumaban se echaban un pitillo. Ni una palabra ni media; nada. Ni siquiera cuando volvió a la tarde la vecina a sentarse al lado de mi abuela (le había tocado ahora a ella aguantar lo de la manita, pam pam pam) se abrió la boca para un hola ni después, cuando la cena, para un adiós. Se había traído de Huelva el cuñado apresurado de mi madre una caja de langostinos y una lata grande de melva de Isla Cristina, que con un bandejita de nada de cordero fue todo lo que nos metimos en el cuerpo esa noche, que parecía aquello una competición de a ver quién comía menos. Aunque, por otra parte, siendo honestos a algunos el premio estaba claro que no les llamaba en absoluto. Algún madre de Dios se dejó caer como el que no quería la cosa, y eso fue todo.

A las diez y veinte el personal ya no tenía ánimo para más fiestas, y como no había en la casa niños pequeños para ir a dar una vuelta al centro a ver las luces puestas, por unanimidad se decidió que muy feliz navidad a todos y a la cama, que ya han salido los Lunnis. Me fui a por un vaso de agua a la cocina antes de acostarme. De todas formas tenía que esperar un rato a que se fuera todo el mundo porque yo dormía en el salón al estar ocupada la cama del cuarto de arriba, y no podía abrir el sofá hasta que no se recogiese y se quitasen las sillas de en medio. Pasó también mi tío a coger unas aspirinas y se despidió de mí con dos besos, como si se fuera a la guerra. Me cogió de sorpresa y no supe reaccionar, con lo bien que estaba yo, distraído, mirando el cielo negro por la rendija de la portezuela abierta. Me vino a la cabeza la conversación del día anterior con mi hermano y lo que pensé sobre lo que pasa uno cuando alguien se muere, que se quedan las cosas como flotando un buen rato, sin que nadie se atreva a ponerlas otra vez en el suelo, aun a sabiendas de que, si no, se van a caer tarde o temprano. Pero ahí te paras, a verlas como si fuesen la Mona Lisa, sin que lo demás te importe mucho. No tenía ni idea de cómo lo estaría pasando mi tío pero no me podía imaginar que se estuviera derrumbando por dentro, sobre todo por cuanto mi abuelo no era sino su suegro, y por muy bien que se llevasen (que se llevaban, que mi abuelo era así) era, no raro: rarísimo que pudiera tener tanta pena. Hasta mañana, sobrino. Hasta mañana.

Que había que verlo. Que había que subir a darle las buenas noches y felicitarle, que era su cumpleaños. Eso, o más o menos, me dijo mi madre cuando nos despertó a mi hermano y a mí de madrugada (las dos eran), a requerimiento perentorio de mi abuela. Todavía en el séptimo sueño y con los ojos medio cerrados, me enteré de que el santísimo difunto hijo de mi santísimo difunto bisabuelo había tenido la bendita ocurrencia de nacer el mismo día que el niño Jesús, y que por unas historias o por otras se nos había pasado a todos. Sólo mi abuela, la santísima viuda, había caído en ello y tocó diana a base de chillidos, así que no quedaba otra. En procesión, con mi padre de cruz de guía, fuimos yendo al cuarto de invitados, dispuestos, algunos, a desearle lo mejor en su postrero aniversario, y los demás, sólo deseando terminar cuanto antes para volver al nórdico, que el frío casi se podía oler a diez metros de aquella puerta. También se podía oír a mi padre, aunque optamos por tomarlo como una original letanía, cagándose en los muertos de los ángeles de la guardia de mi abuelo, y en los de la funeraria, y en los del cura, para que nadie se quedase sin su legítima bendición. Amén. Y pasamos dentro, mirando al suelo como esperando una reprimenda.

El primer grito ya ni sé de quién fue. No sé si fue mi madre o mi tía o mi abuela, o las tres a la vez o mi hermano, gritando con voz de mujer, que para lo que era tampoco hubiese podido extrañarse nadie ni echárselo en cara. El caso es que los gritos se tropezaban y se confundían en un villancico histérico. Y aquello que lo provocaba todo era Toby (de Tobías, no se crean) subido encima de la cama, con sus setenta y tantos kilos de mastín del Pirineo sodomizando la pierna derecha de mi abuelo, con tanto ahínco en el desfogue que el cabecero de imitación de caoba, de tantos y tan fuertes porrazos que le pegaba a la pared, acabó por descolgar el crucifijo de alpaca, que aterrizó en la frente del muerto, faltando el canto de un duro para sacarle un ojo. Quién sabe si por el susto, o porque ya había culminado, el perrazo, más orgulloso que un niño con buenas notas, saltó con elegancia del colchón y bajó las escaleras casi sin tocar el suelo, en una nube. Lo escuchamos estornudar por la ventana abierta, y sonaba agradecido. Mi tío, colocado de antihistamínicos, fue el único que acertó a decir algo. Hasta mañana, don Antonio. Y feliz cumpleaños.

miércoles, 9 de junio de 2010

Zombis

Va Pan de Centeno y grita que lo va a hacer. Los demás, especialmente Col de Bruselas y Bohemian Rhapsody, le dicen que se calle, que deje de hacer el tonto, que a nadie le interesa lo que haga o deje de hacer. Pan de Centeno se enfada y le pega una patada a la silla donde duerme Premio Nobel, a punto de mandarlo al suelo. Ni se inmuta: como un tronco. En una esquina de la mesa, apoyado contra la puerta del salón, Canard à l’Orange se afana en embutir una moneda de cinco céntimos (que previamente ha afilado a base de golpearla con la maja del almirez, envuelta en un paño para que no hiciera demasiado ruido) en un tapón de champán. Le pregunta Mármol de Carrara, el novio de Col de Bruselas, que por qué lo hace. Responde Canard à l’Orange que leyó en no sabe dónde que era un amuleto muy efectivo; muy popular en los países nórdicos. Mármol de Carrara asiente y se encoge de hombros, le deja a lo suyo, sin darle mayor importancia. Piensa que todos allí son unos estúpidos (incluida Col de Bruselas) por creer que Pan de Centeno es el mayor lunático sólo por ser capaz de llamar la atención con numeritos como el que ahora está montando, trepando por una estantería, con un brazo enganchado en una lámpara, sosteniendo bajo el otro, casi como una amenaza, dos botellas de vodka. Maravilla de la evolución. Si fuesen un poco más despiertos, sólo un poco, se darían cuenta de que Canard à l’Orange, el silencioso y taimado Canard à l’Orange, es con diferencia la principal amenaza contra cualquier intento de sobrevivir cuerdo a la noche. Está allí, imbuido en sus obsesiones, aparentemente tranquilo, concentrado, tratando de embutirse a sí mismo aún más en su locura, dentro del corcho, para desaparecer, para convertirse en corcho, o en otra cosa, y salir de allí, tirarse al mar, flotar, irse lejos, muy lejos, y al llegar a donde le lleve la marea, irguiéndose sobre sus piernas raquíticas, recomponiéndose la chaqueta ajada, chillar con todas sus fuerzas lo harto que estaba de todos ellos, de sus estupideces, de la simpleza y del mal olor; harto del mundo entero y de todas las partes del mundo, porque nada sale nunca como uno espera. Nada. Nunca. Pero ha decidido no darle mayor importancia y lo deja pasar, cruzándose de brazos, centrándose en su copa. Bohemian Rhapsody, que había escuchado parte de la conversación, se apresura a precisar, con todo el aplomo de la pedantería más repelente, que no se trata de un amuleto sino de un talismán, puesto que posee un significado general para un colectivo amplio y no uno concreto para un único individuo. Antes de que Mármol de Carrara pueda decirle algo (y seguramente no fuese algo demasiado agradable), Pan de Centeno vuelve a anunciar que está a punto de hacerlo. Los cuatro pares de ojos se giran hacia él súbitamente imantados. El gluglú que hace el líquido bajando por su garganta es insufrible: un borboteo de cieno golpeado por toallas mojadas, tan denso que apenas salpica. Asqueroso. Por las comisuras de la boca se le derrama la mitad del licor y cae al suelo, junto al charco de orina caliente. Rompe la botella contra el techo cuando termina y continúa con la otra. Col de Bruselas, por no tirarle un tenedor a la cara, le cronometra. Catorce segundos menos que con la anterior: un nuevo récord del mundo. Tras la segunda pide una tercera, con la lengua anestesiada y el aliento que soflama la habitación. Todos quietos como estatuas de cera. Es Canard à l’Orange quien se levanta pasado un buen rato y le tiende un vidrio sin etiqueta de color verde oscuro. Pan de Centeno se la brinda y da cuenta de ella, batiendo su propia marca. Mármol de Carrara no ha hecho ningún comentario, pero ahora no le quita ojo de encima a Canard à l’Orange, que ha cejado en su empeño con la moneda y el tapón, sonriendo en su silla mientras disfruta del espectáculo. Una sucesión de convulsiones hacen que Pan de Centeno se tambalee y esté a punto de perder pie en la estantería, agarrándose ahora como un mono a la lámpara, metiendo la cabeza entre los sarmientos de hierro que sostienen las bombillas. (El tintineo metálico recuerda a la Quinta de Beethoven) El potente caño de vómito hace estallar algunas y cubre la mayoría con un baño espeso, dejándolo todo a oscuras. Cuando la sonora fuente de la catarata espontánea ha dejado de manar a alguien se le ocurre abrir una ventana para que entre un poco de claridad. Es Bohemian Rhapsody el primero en apreciar que Pan de Centeno no ha dejado de agitarse por gusto o por cansancio. Los labios amoratados y las escleróticas rojas son suficientemente elocuentes. Col de Bruselas niega con la cabeza compulsivamente, en un acceso de pánico. Mármol de Carrara la estrecha contra sí, con mucha fuerza, sin decirle una sola palabra, sólo su cuerpo, mientras fusila con la mirada a Canard à l’Orange, que sigue sonriente como un niño en un guiñol de marionetas. Cuando ha conseguido calmar a la chica se levanta y arranca de los dedos agarrotados de Pan de Centeno la botella, llevándosela a la nariz. Un olor amargo le refresca sus nociones básicas de química inorgánica. Como una exhalación vuelve, hecho una furia, coge al demente con nombre francés por las solapas raídas del traje y lo lanza por encima de la mesa. Empieza a golpearlo con saña, notando la humedad de la sangre en los nudillos, clavándose las uñas a cada puñetazo, histérico, ido; mientras el otro no deja de reírse a carcajadas. Después, ya no lo hace. Se alza resoplando, exhausto, y se deja caer en el asiento que tiene más cerca, zarandeando sin querer a Premio Nobel al hacerlo. Su cuerpo cae inerte a los pies del cadáver de Canard à a l’Orange. No tiene pulso. Bohemian Rhapsody, al deducirlo, sale corriendo dando un portazo, muerto de miedo. Ha sido al ver los ojos (blancos) de Mármol de Carrara. Éste también lo entiende todo en un instante; terrible instante. Sólo él sabía que Premio Nobel era el padre de Canard à l’Orange. Sólo él sabía que era de un país del norte. Ahora, no es él el único que sabe que Canard à l’Orange tenía un hermano que cuelga de una lámpara, pringado de vómito, y que se había emborrachado para olvidar el asesinato de su padre cometido unas horas antes, durante la cena. Ahora, no es él el único que sabe que ha pasado de ser un justiciero a un asesino; un hombre que ha quitado la vida a otro hombre que sólo buscaba venganza para aplacar el dolor de su pérdida; un hombre que odiaba y se contenía, aparentando ser un loco para los demás mientras preparaba su plan, esperando el momento justo para actuar y librarse de un ser despreciable. Podría haber quedado como una simple muerte provocada por el abuso de alcohol. Podría. Pero no fue así. La orgía de spleen y excesos ya no será una tapadera para nadie, y aún menos para él. La brutalidad de la farra no ha sido un atenuante desde tiempos de Calígula, y ni él redivivo dibujaría un panorama como éste. Deliciosa, patética sordidez; recidiva de tóxica realidad. Y por si fuera poco, un delator al que no conoce sino por el título de una canción ha huido para salvarse a costa de su pellejo. Bien hecho. Col de Bruselas lleva un par de minutos sin sentido. No lo ha soportado, y eso que aún no ha acabado de encajar todas las piezas. Ya tendrá tiempo de sobra, y más para arrepentirse. Por la ventana abierta que bate el viento se cuela el eco burlón de tres voces a coro. Idiota idiota idiota.

(Inspirado en Fantasmas, de Chuck Palahniuk)

martes, 8 de junio de 2010

El vito (Letra alternativa: 'El padre preso')

Desde el vientre de esta jaula
te traigo esta melodía.
Canta tú, porque mi llanto
me ha dejado la voz herida.

Cadenitas me has atado
de azucenas y secretos.
Si yo te canto una nana,
niña, duérmete en silencio.

¡Ay!, ¡qué andaluza te siento,
dueña de esta cárcel mía!
Si yo te canto una nana,
niña, duérmete deprisa.

domingo, 6 de junio de 2010

70 y una (Primera parte)

Esto pasó en Málaga hará tres o cuatro años, pero apenas trascendió. Por otra parte, nadie lo hubiese creído, así que no merecía la pena gastar tiempo en contarlo, con lo que el asunto se enfrió y terminó por olvidarse. Si ahora lo traigo yo de nuevo al presente no es más que por refrescarme la memoria; ni el mínimo interés tengo en dejar constancia de unos hechos que, con toda seguridad, alimentarán la nómina de leyendas urbanas de la Costa del Sol (otro reclamo más para el turismo), y que no interesarán más que a los morbosos, a los que disfrutan con los relatos bizarros y también, quizás, a los que coleccionan cuentos para no dormir. Uno no llega a comprender nunca qué tiene de atractivo lo extraño más allá de conferir una falsa apariencia de distinción y exclusividad a quienes se dejan seducir por sus ridículas obscenidades. Ellos sabrán; yo sólo voy a escribirlo tal como lo escuché. Luego que cada uno haga lo que quiera con estas palabras.
Era un muchacho que rondaba los veintidós años. No diré su nombre, pero tampoco importa. Estudiaba en la facultad de Ciencias de la Comunicación, rama audiovisuales, y pasaba más tiempo entre libros y películas documentales que con su familia o amigos, aunque no perdonaba el ritual de cada sábado, cuya liturgia consistía en una cenita rápida en la hamburguesería de la esquina de casa y una sesión de cine negro o de terror, según la temporada y el ánimo, en casa de un compañero de clase. Una noche, regresando ya de madrugada, se encontró una carta tirada en el suelo. Un siete de bastos, limpito y reluciente, junto a la puerta de un garaje, que parecía que se hubiese puesto ahí a conciencia, por obvio que resultaba. Lo anduvo mirando embobado y al poco tropezó con otro naipe, esta vez un as, también de bastos, en idéntico estado que el anterior. Siete y uno. Desde luego que no era hombre dado a creer en señales del destino o patochadas por el estilo (yo tampoco lo hago, ni siquiera ahora), pero por un momento se dio el capricho de confiar en el poder mágico e inexplicable de los buenos augurios. Metió los dos rectángulos de cartulina en la cartera y no pensó en nada más hasta el momento de meterse en la cama.
Recuerdo que un día, antes de lo que pasó, me contó que esa noche no había podido dormir bien. Se despertaba constantemente, desasosegado, con una pregunta absurda que machaconamente le daba vueltas en la cabeza, sin parar. Me la preguntó a mí, y pude verle unas ojeras como cardenales que le volvían a asomar en los ojos mientras hablaba, con un escalofrío de electricidad sacudiéndole el cuerpo. Me preguntó si sabía cuánta cuerda podía dársele a un reloj antes de que se rompiera el muelle. No le presté atención y le dije que fuera al médico, que me preocupaba. No fue, claro está, pero de todas formas no le hubiera servido para nada. Aún no ha nacido el licenciado en Medicina capaz de reconocer los síntomas de un ignorante condenado a muerte.
Al principio guardó para sí el secreto de su particular hallazgo, pero no tardó mucho en sentir el gusanillo del protagonismo y empezar a contarlo a todo su círculo de amistades, que luego se extendió al de los conocidos, y más tarde trascendió al de cualquiera con quien cruzase más de dos palabras. Una súbita sensación de orgullo creció en él pareja a la curiosidad que seguían despertándole las dos cartas, cuya naturaleza de casualidad acabó por desterrar al considerarla una terrible y peligrosa herejía. Razonó que, justo por tratarse de un suceso sin sentido aparente, poseía un significado más elevado de lo que cupiera imaginarse, y del que no se podía dudar en absoluto. Él, por su parte, aseguraba participar de la esencia mística del imponderable como un elegido, catalizador de la Providencia.
Por esta misma fecha sería cuando la onda de la historia rebotó en las orillas de la paciencia colectiva y regresó a él, silenciosa, concentrando el círculo hasta encerrarle en su propio mundo, solo.
Un jueves tras la clase de la tarde, en mayo, aprovechó para ir a la Biblioteca General a la hora en que la mayoría empezaba a volver a casa para cambiarse y salir. Apenas quedaba ya nadie cuando entró, pero en una de las mesas centrales, donde él solía sentarse, había un anciano con chaqueta de pana marrón, chalina al cuello y boina raída, hojeando (casi oliendo, puntualizó) un libro que conocía muy, pero que muy bien. Se trataba de un anuario del diario El Caso dedicado a las noticias de ejecuciones llevadas a cabo en los años cincuenta. Dominaba el tema desde el primer año de carrera, cuando presentó un trabajo de crítica sobre el documental Queridísimos verdugos de Martín Patino, por lo que no le resultaban para nada desconocidos nombres como el de Antonio López Sierra, Bernardo Sánchez Bascuñana o Vicente López Copete; y más allá de la frontera, tampoco el del afamado y postrero artista de la guillotina, Marcel Chevalier. El oficio de los funcionarios públicos ejecutores de la Justicia le fascinó desde el primero momento que entró en contacto con el tema. Con tal empeño se dedicó a desentrañar los misterios de la profesión, y tal profusión de detalles ofreció en las conclusiones finales de su estudio, que el día de la exposición más de uno tuvo que abandonar el aula para vomitar, o al menos para no tener que seguir oyéndole, asqueados. Se ganó un sobresaliente y el sambenito de rarito del curso, que por otra parte nada hizo por quitarse de encima. Le gustaba, de hecho, eso de saberse diferente a fuerza de sentirse apartado (ya hemos hablado de esto). Por ello, se sorprendió enormemente al ver a una persona tan inusitada como aquella interesándose por una materia tan frecuentemente denostada. Sencillamente: no encajaba.
Se sentó al otro lado de la mesa, frente a él, para observarlo mejor con tranquilidad. Debía tener unos ochenta años, aunque parecía un hombre fuerte, ancho de espaldas, algo chaparro y con brazos gruesos, que remataban unas manos trémulas como la luz de una vela. A pesar de que el calor era insoportable, incluso con el aire acondicionado, vestía con ropa de invierno sin sudar ni una sola gota, por lo que dedujo que se trataba de un hombre acostumbrado a rigores severos. El rostro adusto se complementaba con una mirada profunda e inquisitiva, que succionaba la verdad de la gente con un simple vistazo, como pudo descubrir cuando despegó los ojos de las páginas y se fijó en él. Lo dejó clavado en la silla sin una gota de sangre, transparente como el cristal, y no soportó su propia desnudez. Huyó a la carrera.

viernes, 4 de junio de 2010

Retrato de una guiri en autobús

Tendida en las barras del techo, casi a punto de echar a volar, agitada por el viento de las manos de todos (y vamos más de cincuenta), que no la ven nunca completamente seca. Parece que quisiera salir por la ventana por cómo la mira. Alguien le dice algo (¿la madre?) y le canta el acento luterano entre erre y erre. Me fijo en ella con ponderado voyeurismo, dejando que amanezca y sombree poco a poco sobre el horizonte de la cuartilla. Entonces, la calco:

-Piel rebozada de resoles blancos, brillantísimos.
-Ojos color miel de aceituna. No parpadean para no perderse.
-Bajo la nariz anecdótica, unos labios algo insulsos, ahogados en barniz de avellana.
-Las orejas (más abajo explico la quincalla) se le escapan hacia la nuca.
-Rubia improbable, entreverada de negro Ray-Ban.
-Prognata y algo más, porque no sonríe.
-Faldita rosa, suplicante, y top negro de caudales, anudado sin combinación a la espalda.
-El pecho de Levante más escorado que el de Poniente, medio aplastado por la bandolera.
-Leggings oscuros, más chivatos que las cejas.
-Zapatitos (de nuevo, negros) de verano.
-Sobre ellos, en equilibrio, apenas dos barquillos de canela.
-Hombros enrejillados que aherrojan la carne más salmonete.
-De pendientes dos corazones boca abajo, puntos suspensivos y frutillas de cristal que parecen moras.
-Codos cianóticos, alertas como dos radares.
-Dedos arracimados en manos demasiado grandes en torno a una lata de Nestea, cada uno dentro de una vitola bisutera.
-No lleva mechero en ninguno de los bolsillos que no tiene.
-Las uñas pintadas con redundancia, una tras otra, como púas de guitarra.
-Olor a chiringuito cinco estrellas.
-Paso rápido y saltarín, de sirena fuera del agua, al apearse.

No ha dejado ni la mancha de humedad en las pinzas viudas que se quedan dentro hasta la Alameda, y vuelta a empezar.

miércoles, 2 de junio de 2010

Lapso

¿Y si me salto las reglas y te sigo? ¿Y si me canso de ser correcto, o incorrecto, o de ser indeciso; y si dejo ya de preocuparme, cojo algunas cosas y te sigo? No te niego que me vendría de perlas un secuestro, unas pequeñas vacaciones, dejarlo todo como está ahora, tal cual, por un rato. No se oxidarán los ejes del mundo sin mi lubricante (por unos días), ni será más negra la noche, ni más dulce el viento, ni verá Erasmo más golondrinas en verano. Estoy deseando, en serio te lo digo, decirle bye bye a la manía del diccionario, a intentar hablar bien en cada momento, a pretender ser Castelar hasta en la panadería, donde luego sólo me callo y me atraganto con el silencio en el que quiero perderme, esconderme, con el que quiero emborracharme hasta perder el sentido. Arrancar un puñado de hielo de la cubitera, de las rodillas y de las frentes calientes, y sepultar las tonterías que se me caen de encima, que son muchas, que son, segurísimo, demasiadas, y poco momio (gracias, señor Cayo) saco de ellas. Aunque si, por otra parte, me licuo los sueños, es posible, no lo sé, que con algo de ese granizado inútil me salga un cóctel amarguito, ni pintado para una digestión pesada.
Mejor no cojo nada, no digo nada a nadie (como siempre); igual me llevo un espejo, o quizá no, que tampoco es importante: ya me llevo yo puesto, por si hace frío. No tiene que ser feo eso de meterse en el olvido, de cabeza, apuntarse en el pasado, para dejar un recuerdo tranquilo, sin oleajes ni lamparones sobre el luto (dragón de plata sobre campo de sable): pura normalidad, frecuencia, tránsito ordenado, puntualidad nada siniestra; en una palabra: transparente. Muerte de plástico, de viaje, que quepa en una maleta o en el bolsillo; desechable, estándar, inocua sólo el primer millón de veces.
Me haré la corbata con papel del bueno, y el nudo más complicado, y el último número de Esquire como una bandera pirata enrollada bajo el brazo (que hay que ser un poquito hipócrita, ¿no?), y, sin decir adiós, estaré ya de vuelta del naufragio.