Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar.
(Jorge Luis Borges, La casa de Asterión)
Los
habitantes de aquella región hablaban una lengua tan sutil y enrevesada como el
propio Laberinto. La falta de consonantes y de una normalización fonética cabal
reducía toda ocasión de diálogo a un deplorable torneo de aullidos, lo que despertaba
el recelo visceral de cualquier explorador que se acercara a tan primitivos
vericuetos.
Este
pueblo –los llamé lasqhibelianos,
como recordaba haber leído en un viejo volumen de aritmética fantástica, si
bien nunca se dieron nombre– ocupaba el territorio que, dejando al oriente el
Océano De Las Espirales, se abría paso a través de selvas tenebrosas, con
pasillos y recodos cuyas paredes no eran sino la urdimbre de raíces
petrificadas de los Árboles Más Grandes, hasta alcanzar los campos de avena de
las Llanuras De Las Rectas Sin Fin. La insólita geografía anticipaba la
naturaleza de su léxico. Para ellos, palabras tan necesarias para nosotros como
hola o gracias eran tenidas por solecismos y aun por imperdonables
ofensas, ya que al parecer, estando interdicha entre ellos la presunción de una
identidad particular, incompatible con la del clan, no contemplaba su gramática
la posibilidad de un caso vocativo.
La
filosofía que había tramado semejante idioma me atrajo de tal modo que, durante
años, centré mis esfuerzos en comprender mejor el carácter de tan
extraordinarios seres, estudiando sus tradiciones y aprendiendo sus costumbres,
confiando en que los misterios más ocultos me serían revelados algún día, y que,
gracias a esta labor, mis compatriotas no habrían de seguir temiendo a quienes
siempre habían reputado como criaturas ferales, ariscos a la menor caricia de
civilización.
En
efecto, fue mucho lo que descubrí, pero en forma alguna tanto como había confiado
encontrar al comienzo de mi expedición, y a medida que el tiempo gastaba las
cabañas de concha y las brumas de las primeras incertidumbres se disipaban para
dar luz a evidencias cada vez más predecibles, iban desapareciendo mis
esperanzas de recuperar esos tesoros de conocimiento milenario que las noches
prometían. Superada la barrera de la comunicación, los lasqhibelianos resultaban una sociedad francamente aburrida. Su
acervo se limitaba a dos o tres docenas de leyes ancestrales transmitidas en
torno al fuego de generación en generación, referidas a aspectos tan absurdos
como la forma de morder las hojas de caña los días de lluvia, qué hacer con el
pelo que se cortaba a los ancianos con piedra biselada o qué estación del año
era la más propicia para la adoración de las lianas podridas. Sospecho ahora,
con la perspectiva que me dan la experiencia y la distancia, que tamaños sinsentidos
no obedecían, como podría pensarse, a erróneas interpretaciones fruto de la
insalvable cacofonía de su constelación de dialectos –catalogué más de una
treintena; muchos variaban en función del perfil del terreno, el hambre o la
ausencia de lluvia–, sino a una interesada, providencial tergiversación cuyo fin
era protegerse de una terrible Verdad que permanecía allí oculta, y que sólo
las voces procedentes de otros países del Laberinto, filtradas por el eco
místico de aquellas fragosidades, podían nombrar. De este modo, el
mantenimiento de un estado permanente de estulticia por medio de una cultura, a
fuer de tonta, alienante, permitía que los lasqhibelianos
no tropezaran con dicha revelación por casualidad, y que incluso si así
ocurriese no la comprendieran, para evitar enloquecer. Aunque no descarto esta conjetura,
debo admitir, sin embargo, que nunca he podido confirmarla, si bien es cierto
que existen elementos significativos que la sostienen. Baste decir que, en este
sentido, puedo afirmar, sin miedo a equivocarme o a incurrir en falacias, que
de todo el Universo perceptible, los lasqhibelianos
son los únicos hombres que no profesan la fe del Dios-Centro.
Alguna
vez oí hablar, en uno de mis viajes, acerca de territorios inhóspitos, alejados
de toda geometría coherente, donde los nómadas morían de inanición y sus restos
eran devorados por monstruos primordiales, que defecaban luego sobre los
vestigios de pueblos cuya antigüedad comprometía la mera estructura del
Laberinto, que se guarecían en cuevas donde veneraban a imágenes semihumanas
grabadas en la roca, y que afirmaban, en una escritura ya perdida, que el Todo
es infinito y que cualquier ser viviente, como cualquier esquirla de uña o gota
de agua, es su Centro Exacto, y por lo tanto, es Dios. Sobre este relato, que jamás
fue otra cosa que cuento de cuna y farsa de comediantes, gravita la duda que me
corroe a todas horas y me impide dormir. Siento hundirse su aguijón a cada paso,
paciente. La oigo susurrar, en estrofas repulsivas, razones elegantes que ponen
a prueba lo más precioso que tengo en el mundo. Mi fe.
Por
ella he escudriñado las junglas lasqhibelianas
y he expuesto mi cuerpo al castigo de una cellisca hirviente y de alimañas
chupadoras de bilis. Por ella he recorrido los Reinos Cuadriculados y he
fatigado los Desiertos Hexagonales, perdiéndome en las simas más remotas y apareciendo
de nuevo en las cumbres más insolentes, allá en los Dominios De Lo Irracional,
desde donde se divisan los famosos Muros Cambiantes y, se cuenta, puede
contemplarse el panorama más hermoso y vasto de todo el Laberinto, siempre en
busca de una respuesta que calmase la desazón de mi alma. Pero en cuanto camino
he hollado, en todas las sendas posibles e imposibles, sólo he encontrado
nuevos interrogantes, nuevos rastros que me impulsan a ir aún más lejos. Razono
que acaso sea esa la auténtica, la única justificación del Laberinto. La
necesidad de seguir buscando.
Sé
que hay, por ejemplo, impías latitudes donde cofradías de fanáticos minotauros proclaman
la supremacía del Dios-Centro, y abominan, en brutales ceremonias de execración,
de herejías tales como la del Dios-Vértice o la del Dios-Perímetro, que
preconizaban extintos cultos gnósticos, y las condenan severamente,
crucificando en sus galerías de adobe a todo infiel que siquiera las recuerde
en voz baja. La histeria prende con rapidez en esta y en otras gentes cuando la
ortodoxia es contestada, y en su angustia no ven otra forma de guardar los
misterios inmaculados –un monje ciego, no obstante, hablaba del Divino Ardid–
que la minuciosa, continua usurpación de la verdad. Yo he presenciado sus
crímenes. He visto cómo estos miserables, los zrelianos, se afanaban en el sabotaje de acueductos, emponzoñando el
agua para enfermar peregrinos y acabarlos antes de que pudieran hacer sus
preguntas; les he visto alterar, henchidos de una alegría siniestra, las señales
de provincias enteras del Laberinto, confinando a los hombres en una jaula
cíclica. También falseaban mapas y desplazaban fronteras, enviando a los
incautos a pozos de bestias voraces de donde no volvían a salir. En otras
comarcas, hacia el norte, he visitado las ruinas de bibliotecas colosales en
cuyos volúmenes ya nadie sabe leer la Ciencia, y que bajo las nubes levantan interminables
cordilleras de olvido documentado –no es infrecuente tener noticia de la exhumación,
en ciertas cuevas secretas, del esqueleto de un erudito idealista. Al sur, en
las lindes del Páramo Asimétrico, ascienden las Escaleras Interconectadas de
Penrose, que suspenden, a muchas leguas por encima de la superficie, otro Laberinto de menor tamaño y pintado en ocre. La intrincada sombra reticular que
proyecta, semejante a una araña o una incesante serpiente, suscribe el trazado
del primero. Aquellos que se aventuran en esta síntesis flotante, se abandonan
a la ilusión de que ubicando a Dios en la copia es dable hallarlo en el
original –he comprobado que estos penitentes, para evitar extraviarse, siguen un
itinerario de huellas sangrientas (acaso las suyas), aunque no es insensato
pensar que su propósito sea otro menos útil. Durante algún tiempo me consolé en
el candor de esta ingenua teoría, pero no tardé en volver a las lágrimas.
A
menudo, repasando mis notas sobre la religión de los lasqhibelianos, enfrascado en penosas cavilaciones, he llegado a
lugares y corolarios que mi mente lucha por rechazar, pero a los que mi corazón
y mis pasos siempre regresan. A diferencia de los nabelitas, que moran en oscuras catedrales volcánicas y procrean en
parajes donde la acumulación de escoria permite ídolos deformes –y que, aunque
salvajes, adoran a un panteón de dioses concéntricos–, los lasqhibelianos entienden que el Laberinto es contingente y que sólo
sucede para los que no pueden ver a
través de la bruma. Por tanto, razonan (tolérese el término) que no es
concebible un Dios que, por ser total, integre esa niebla impenetrable, cuya
condición está sujeta al albur de la percepción. Habida cuenta de que este
pueblo no es pródigo en metáforas, ni siquiera para expresar las inquietudes
más íntimas, he perseguido la bruma
desde entonces, sea lo que sea, convencido de que en algún lugar sobrevive el
arquetipo que la inspiró, custodiando aún las soluciones.
Debo
al pobre relato de un coleccionista de arena la única pista fiable. El anciano hablaba
sobre gigantescas columnas de humo y ceniza que avientan fieras batallas de
guerras periódicas, a décadas de viaje hacia el occidente, allí donde la
constante humedad hace crecer un musgo cáustico que erosiona las murallas y
abre nuevos caminos, que invariablemente conducen a enervantes contradicciones.
He creído advertir el resplandor de esa violenta bruma, que figuro plateada y
muy brillante, cegadora, en un despacho de carne de escorpión en los Marjales De
Espejos, o partiendo el pan con un escuadrón de esclavos en las Tierras Sin
Dimensión, o justo antes de cerrar los ojos, como un preludio burlón de mis
pesadillas; en mi delirio, la siento oasis, océano.
Esa
Verdad lasqhibeliana, a la que acaso
ya he renunciado, me es tan ajena allá donde los edificios de cristal rompen la
monotonía de los surcos de acero y los hombres han aprendido a volar, como en los
profundos estanques de limo donde la vida aún necesita eones de evolución antes
de adquirir consciencia. Si es que existe, me digo, quizá sea necesario nacer
de nuevo para aceptarla.
En
Szuszkir-Äng, la ciudad-templo de los mencebucos,
resiste en letras de oro la siguiente inscripción: «Creo en una Realidad de inagotables Laberintos, cuyo Centro es otro
Laberinto inaccesible». Ruego a los diecinueve soles que me concedan el
reposo de saberla falsa.
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