viernes, 13 de mayo de 2011

El almacén del silencio

Visto desde afuera no se diferencia gran cosa de cualquier otra nave industrial: cuatro paredes blancas formando un rectángulo de 56 por 22, siete metros de altura repartidos entre dos plantas, una puerta abatible de chapa azul (lo bastante ancha para permitir el paso de transportes de gran tonelaje) y el sencillo tejado a un agua que cae hacia el frontal, dándole al conjunto un vago aire de alpendre. El edificio, o más propiamente la parte construida por encima de la superficie, no es más que una diáfana sala de espera, zona de carga y descarga, oficina y recibidor, que aun a pesar de sus inevitables necesidades sonoras está sujeta a la inflexible normativa que rige en todo el complejo, por lo que queda terminantemente prohibido hablar si no es en susurros, e incluso así, no superar en ningún caso los cinco minutos de conversación. No se permite el uso de teléfonos móviles, buscas o dispositivos similares; el arco de seguridad de la entrada es de funcionamiento silencioso. Todo el interior está forrado con paneles acústicos de un inexplicable tono burdeos, suelo incluido (la impresión que ofrece, según algunos, no es muy distinta de la de encontrarse dentro de una enorme aurícula en sístole). El mobiliario, sillas, mesas, estanterías, así como los teclados de los ordenadores y hasta el material fungible están, también, acolchados para reducir el ruido que provoca su uso en la medida de lo posible. Se observan unas maneras y se respira ya un ambiente que no puede ser tenido por menos que religioso. No obstante, el verdadero almacén empieza varios pisos más abajo.

Se accede a través de un elevador con capacidad suficiente para albergar dos camiones contenedores de tamaño estándar. Del número -1 a -18 encontramos, además del salón de juntas, el registro, la escuela y el hospital, las viviendas de los trabajadores, integradas en la propia estructura del almacén y adjudicadas según el cargo que desempeñan. Cuando la pantalla de cristal líquido ilumina el nivel -19, el sistema requiere la introducción de una contraseña. Una vez confirmada su validez, las compuertas de acero se desplazan verticalmente para dar paso a amplia galería de iluminación neutra, plagada de carteles indicadores y brazos mecánicos que facilitan la carga de mercancías, donde los usuarios (meros visitantes o compradores) son conducidos por los operarios a las cámaras de consulta. Muros de cemento de noventa centímetros de espesor, atravesados por placas de plomo, separan un compartimento estanco del siguiente, conservando el silencio aséptico y evitando filtraciones que puedan provocar algún tipo de contaminación. Para pasar es obligatorio desvestirse por completo y enfundarse una ajustada malla blanca, con un código identificativo resaltado en braille sobre el hombro izquierdo. Hay que llevar, también, una mascarilla que cubre completamente la nariz y la boca (dependiendo de la duración de la estancia, las autoridades recomiendan el uso de una escafandra insonorizada como protección adicional), así como guantes y zapatillas especiales, fabricados de un tejido similar al que recubre el suelo. Ningún documento o depósito debe, por supuesto, ser manipulado directamente, sino a través del instrumental adecuado.

En cada habitáculo hay un pilar central, cilíndrico, rodeado de sucesivos anaqueles circulares. Allí se ordenan millones de libros en blanco (borrados o jamás escritos), colecciones enteras de bolígrafos y plumas gastadas, horas y horas de casetes, cintas de vídeo, CD, DVD y Blu-ray totalmente mudas, que pueden reproducirse en altavoces ultrasensibles capaces de ecualizar la frecuencia exacta del vacío. Desde los legajos más remotos hasta el último avance de la tecnología, todas las entradas recogidas en el inventario del almacén devanan la dilatada e inopinada historia del silencio. Aprendemos, en primer lugar, que el silencio, probablemente, sea anterior al hombre, y que por lo tanto no existe forma de crearlo o destruirlo, ni siquiera de transformarlo. A todo lo más que se puede aspirar es a mantenerlo, estabilizando sus condiciones para permitir su análisis (no falta quien ha especulado con la esperanza de la replicación, aunque a día de hoy los intentos no han tenido éxito). Hay silencios y silencios, claro está. No puede compararse, por ejemplo, el que se oyó tras la erupción del Krakatoa (referencia: KR-M-1883) con aquél que siguió al siseo metálico de la cuchilla que seccionó la cabeza de Luis XVI (referencia: FR-E-1793). Son silencios únicos, irrepetibles. También los hay cotidianos y sencillos, como el de las cinco y cuarto de la tarde en el cruce del Ecuador con el meridiano de Greenwich (referencia: AT-#-#), o el que se produce bajo una alfombra en el pasillo de un séptimo piso de la calle Cruz del Molinillo, Málaga, un día de lluvia (referencia: ALF-#-[α]). Si una cualidad define al silencio, por encima de cualquier otra consideración, ésa es la especificidad.

No es impertinente recordar que la empresa responsable de esta organización no se dedica exclusivamente a tareas de almacenamiento. Como mencionábamos antes, es corriente que tanto particulares como grandes firmas se interesen por los productos en existencia, y cierren suculentos contratos a cambio de los derechos de explotación de un silencio en concreto, bien para reforzar la imagen corporativa con un halo de solemnidad (en millares de kilogramos), o bien para saber callar con distinción y eficacia garantizadas. Por medio de estas transacciones se obtienen ingresos suficientes para financiar las labores de investigación, que constituyen el capítulo principal de gastos de la compañía. Desde la fundación se viene estudiando el que fue el germen de todo el proyecto, y que con los años ha ido acumulando complejidad y asombro para los científicos especializados: una raíz del silencio original, pura, hallada a los pies del Teide a las cuatro y cincuenta minutos de la madrugada del 13 de abril de 1967 (referencia: A-0-0). Fue transportada hasta lo más profundo del recinto en un silo presurizado y a temperatura constante, donde aún se guarda. Lo custodian jóvenes empleados, nacidos en el almacén, que ni siquiera sospechan un mundo en el que los decibelios no sean pecado. Una vez por década el Director entra en el Sancta Sanctórum, sin testigos, y destila un 0’01% de la raíz para liberarla al exterior y equilibrar la armonía terrestre. Luego lo incineran y muelen las cenizas. La pérdida es inmensurable, desde luego, pero la merma más insignificante de ese silencio debe ser compensada, restituida, con una ausencia total que a la nada sume nada. Me atormenta pensar que cuando la humanidad desaparezca, tras el último sacrificio, un eco inextinguible brotará del almacén y corromperá el espacio. Haber muerto para entonces es un argumento que no logra consolarme.

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