El
monje Kan era un renunciante famoso por sus enseñanzas sobre los caminos de la
virtud y por una inexplicable habilidad para atraer la lluvia. Campesinos y
rajás perseguían su consejo y se igualaban en pobreza al ofrecerle tributos inútiles.
Un día, tras muchos años de retiro en los que sólo existió para el hambre y los
insectos, el monje Kan regresó al Monasterio de Sung. Le vieron llegar con la
piel agrietada por la humedad, la barba anudada al cuello y una expresión que
revelaba la firme voluntad de cumplir un importante propósito.
Quería
escribir un libro.
No se
trataba de una falsa revelación o de un vanidoso espejo de letras: el suyo
sería un libro definitivo, uno cuya lectura fuese capaz de vindicar para
siempre las verdades del universo y absolver al hombre de la duda.
Durante
tres mil noches de insomnio le había dado forma en su mente, viéndolo a menudo como una pirámide repleta de ojos, o como un solitario cebú arando un inmenso campo de
esmeraldas, o como un noray que retenía cien barcos, y supo desde el principio
que necesitaría más de una vida para poder llevarlo a término.
Los
Jueces Celestiales examinaron la causa del monje Kan. Después de muchas
deliberaciones y alguna controversia –había quienes juzgaban imposible el
proyecto, y por tanto frívola su pretensión; otros, en cambio, temían que su
éxito los borrase de la Eternidad– encontraron que su deseo era puro y dictaminaron
que su espíritu no abandonaría la tierra hasta que la última palabra hubiera
sido escrita.
Un
sueño en que el desierto amanecía florecido de nieve le comunicó la decisión
adoptada. Al día siguiente, se despidió de los demás monjes de Sung y empezó a
trabajar.
El
proceso fue arduo, pero todo lo había previsto en su ascesis y redactaba sereno,
embargado por una lenta felicidad. El libro avanzaba como una duna, empujado pacientemente
por leves manos sucesivas pero inspirado por la misma incesante conciencia.
Vidas
enteras las consumió valorando la oportunidad de una frase, sin llegar a decidirse;
en otras, sólo desplazó una coma o alteró un adjetivo; otras, quemó el trabajo
de siglos y recomenzó. Todo esto sucedía con frecuencia periódica.
Cada
vez que renacía, el monje Kan tomaba el sendero que llevaba al Monasterio de Sung
y recuperaba el manuscrito. Sus hermanos lo custodiaban tras una puerta de oro
cuya intrincada cerradura nadie más sabía abrir. Escribía infatigable durante ocho o diez lustros en su celda, sin despegar los labios. Cuando intuía
las uñas de la muerte, entregaba las páginas logradas a un novicio, rezaba durante un día con la frente pegada al suelo, se adentraba en la espesura y buscaba el
consuelo de los tigres.
Llegó
finalmente el momento en que el monje Kan releyó las últimas palabras y no
sintió la necesidad de añadir más. Esperó a la noche y llevó las hojas finales
a la cámara que se hundía profunda en la roca, dejando entornada la puerta de oro. Agotado por el esfuerzo de una
labor que se había prolongado mil existencias terrenales, el monje Kan se
despojó del cuerpo, abandonó el Ciclo y retornó a la Unidad.
El
superior de Sung, al no hallar en ningún rincón del monasterio al venerable
hermano, comprendió que el tiempo de su misión se había cumplido, y que ahora
otro empezaba a contar para él y los suyos. Dio instrucciones para reunir todas
las páginas del libro en el patio central, de modo que pudiesen ser ordenadas
para su encuadernación. Aunque los brazos de un muchacho bastaban para
transportar la producción de una de las vidas del monje Kan, hicieron falta
diecinueve elefantes durante diecinueve días para vaciar la cámara. El patio no
tardó en colmarse de hojas oscuras, y luego el resto del edificio, y luego la
llanura que lo sostenía. Fue preciso convocar al ejército para que defendiese
los confines de la obra frente a saqueadores y bestias.
Puestas
en fila las páginas, el libro del monje Kan podía ceñir tres veces la frontera
del reino; en el laberinto que tramaba la mampostería de volúmenes desnudos, un
soldado se aventuró una noche y anduvo perdido hasta el amanecer.
Al
asombro por la extensión pronto le siguió el desaliento por la complejidad. El
texto no sólo se mostraba, en su mayor parte, inasequible al escolio, sino que
el idioma en que estaba escrito era tan arcaico que la lectura acababa convirtiéndose
en un ritual de arúspices; descifrar una simple idea requería meses de
minucioso estudio.
Contra la opinión de sus pares –más dispuestos a preservar los legajos como una
reliquia insólita–, un erudito de la capital sugirió llevar a cabo una
traducción. El superior de Sung estimó que la propuesta se adecuaba a los intereses
del monje Kan, de modo que hizo llamar a los expertos más reputados del país
para confiarles la destilación de los infinitos misterios del libro.
Los
preparativos de la gran tarea fueron comparables a la construcción de un palacio.
En torno a la gigantesca estructura de papel y por encima de ella, se levantó
un elaborado sistema de andamios que permitía llegar a cualquier página. Centenares
de académicos y amanuenses lo recorrían día y noche, yendo y viniendo de un
capítulo a otro, cruzando millas de extraordinario hermetismo o internándose,
en alguna ocasión, en grutas farragosas para alcanzar los cimientos de un párrafo
clave.
La
exigencia de atender las necesidades de estos albañiles de la palabra permitió
un próspero comercio. El trasiego de mercancías era constante: odres de vino,
de aceite y de tinta, libras de carne salada y resmas de lino blanco, toda
clase de utensilios de cocina y péndolas de oca se despachaban a lo largo y
ancho del libro, al que los lugareños empezaron a referirse como la Ciudad
Escrita.
Sin
embargo, aunque no dejaba de aumentar el número de trabajadores, el celo por
obtener una traducción lo más fiel posible amenazaba con provocar un documento
tan desmesurado como el original, que de idéntica forma se dilatara durante
siglos de ansia y sacrificio, desbordando la provincia y adentrándose en el mar
en recios espigones de conocimiento. Y así fue. Las muchas vidas de los muchos
hombres se sucedieron sin repetición en pos de la correcta inteligencia de unas
pocas líneas; familias enteras perseveraron en la interpretación de un mismo
pasaje, cuyo significado variaba de padres a hijos, sin que ninguna generación
pareciese darse nunca por satisfecha. En su delirio, un sabio moribundo señaló demonios
invisibles que aullaban sobre una columna de pliegos, acusándoles de haber engendrado
una literatura que desangraba el alma.
Hubo
quien quiso creerle y huir, pero nadie dejó de copiar, de desentrañar. El vasto
relato era el horizonte de todo destino.
Se
insinuaba un invierno remoto –la primera nevada había aclarado los bastiones
del norte– cuando las academias de dragomanes anunciaron la conclusión de las
faenas y presentaron al reciente superior de Sung los nueve mil novecientos noventa y
nueve tomos que componían la traducción completa del libro del monje Kan.
Los
festejos fueron proverbiales, generosos en danza, juego y desfiles. Pero a
pesar del entusiasmo que motivó la noticia, bastó con abrir un ejemplar al azar
para que cundiera el silencio. El estilo, fruto del insano afán por la
exactitud, lastrado por la suma de pesados ayeres, seguía siendo tan enrevesado,
y la filosofía tan impenetrable, que ni siquiera los propios autores acertaron
a entender nada de lo que habían transcrito.
Si, como afirman los piadosos, el sarcasmo es emanación de la Providencia, la repentina duplicación de aquel secreto secular fue el testimonio más terrible de su poder.
Si, como afirman los piadosos, el sarcasmo es emanación de la Providencia, la repentina duplicación de aquel secreto secular fue el testimonio más terrible de su poder.
Incluso
en lo más hondo del desconcierto, la solución resplandecía con la audacia de la
evidencia. Se acordó sin ceremonia. No quedaba otro remedio que hacer una
traducción de la traducción.
Las
actividades se retomaron con la urgencia y el aliento de quien planea una
venganza. Antes de cuatro centurias, el nuevo superior de Sung tuvo en sus
manos una segunda versión, esta vez de nueve mil novecientos noventa y ocho bellísimos códices
azafranados, igualmente ilegible. La tercera, tan ineficaz como las anteriores,
contaba con nueve mil novecientos noventa y siete. A ésta le siguió otra, y luego otra, y
otra más. Cada traducción implicaba nuevas traducciones, más simples, más depuradas,
menos extensas; se rindió culto a la sobriedad.
La última edición consistía en una única página en blanco.
La última edición consistía en una única página en blanco.
Un
inmortal extranjero que la escudriñó durante muchas horas aseguró reconocer en
ella la caligrafía rotunda del monje Kan. Su sonrisa fue la Llave.