Ybarra
se despertó de golpe al cambiar de postura, como si se hubiera clavado en la
espalda los añicos de un sueño trepidante. El mismo de siempre. Palpó las
sábanas. Ni rastro. De nada. De nadie. Como siempre, recalcó, desde hacía ya no sabía
cuánto. Mucho, eso desde luego. Probablemente demasiado. Había preferido no echar cuentas.
Inspiró. El aire alquilado del piso le asestó una puñalada de incienso con
intenciones de alpechín en la fosa nasal izquierda. Una mojada limpia, bien
calculada, de esas que se han ensayado en sótanos sin espejo y que se guardan
para el momento justo. Suspiró, rascándose la sien tensa. Se levantó y fue a la
cocina, a por un café que planeó enfriar al borde de la cama. El colchón era
algodón templado, una balsa de muelles. Contempló el humo un instante, enrollándolo a soplidos, hasta que
le entró el pánico y se abalanzó sobre la taza. Apretó los párpados para aislarse de un
público invisible, maldiciendo en silencio, tranquilamente. Se había abrasado
la lengua y pelado la garganta, pero seguía vivo. Había apagado el incendio de
un solo trago, sin dejarse una chispa. Otro.
Abrió los ojos y vio el móvil posado sobre la mesita de noche como una mosca a punto de echar a volar. Lo miró fuerte, sacándole el sabor a los colores, concentrado en el pulso que le palpitaba en las encías. Tenía que contárselo. Tenía que contárselo o no podría dormir nunca más (ojalá). Necesitaba recrearlo en voz alta, para convencerse o explicárselo, o para darse cuenta por fin de que era una completa estupidez. Pero entonces la escuchó. Escuchó la advertencia, la de siempre, trazadora, cargada de metralla. La escuchó jurándole que esta vez llamaría a la policía, que no se le ocurriera intentarlo, que ya estaba harta de que la acosase y que no lo iba a consentir por más tiempo. Ybarra eructó con fastidio. Putos cardenales, murmuró. La culpa no es mía, sino de esos putos cardenales. Si no fuera por ellos, ella estaría aquí, no se habría marchado. Estrelló la taza vacía contra el cabecero, sin cólera, casi con educación. Sensato. Quería ver algo roto sobre la almohada.
Abrió los ojos y vio el móvil posado sobre la mesita de noche como una mosca a punto de echar a volar. Lo miró fuerte, sacándole el sabor a los colores, concentrado en el pulso que le palpitaba en las encías. Tenía que contárselo. Tenía que contárselo o no podría dormir nunca más (ojalá). Necesitaba recrearlo en voz alta, para convencerse o explicárselo, o para darse cuenta por fin de que era una completa estupidez. Pero entonces la escuchó. Escuchó la advertencia, la de siempre, trazadora, cargada de metralla. La escuchó jurándole que esta vez llamaría a la policía, que no se le ocurriera intentarlo, que ya estaba harta de que la acosase y que no lo iba a consentir por más tiempo. Ybarra eructó con fastidio. Putos cardenales, murmuró. La culpa no es mía, sino de esos putos cardenales. Si no fuera por ellos, ella estaría aquí, no se habría marchado. Estrelló la taza vacía contra el cabecero, sin cólera, casi con educación. Sensato. Quería ver algo roto sobre la almohada.
La pesadilla venía atosigándole los últimos tres años. En realidad no era una pesadilla sino más bien un sueño absurdo, desquiciado, que pese a lo ridículo de su planteamiento no lograba quitarse de encima, como si muy en el fondo lo disfrutara y no quisiera librarse de él. Empezaba siempre de la misma forma. Se despertaba al mediodía tras una noche de retortijones, iba al baño descalzo y cuando entraba al salón lo encontraba invadido de cardenales. Decenas de cardenales, tantos como permitían los pocos metros cuadrados de la casa. Cardenales gordos, viejos, astrosos, frente a él pero también ahora a su espalda, haciendo cola sin orden, agotando el oxígeno y chocando entre sí, gimiendo y babeándose como un patético circo de payasos lobotomizados. No habían salido de ninguna parte (al menos de ninguna parte lógica) pero lo llenaban todo, como un gas que presionaba las paredes y descolgaba los cuadros. Ybarra trataba como buenamente podía de contener el flujo, ya que renunciaba a una respuesta. Era inútil. Aquella marea grana se vertía desde el interior, era orgánica. El pasillo menstruaba cardenales, los emitía en ondas bamboleantes hacia los huecos de las habitaciones, a ocupar hasta el último resquicio de reposo. Sin más que hacer, solía reír.
Al cabo de las primeras semanas se dedicó a observar y reconoció ciertas pautas de conducta. Descubrió que se organizaban en dicasterios enfermizos dependiendo de la zona y tomaban decisiones que luego no llevaban a la práctica, pero que discutían largamente. Y que les fascinaba además revolver los cajones, volcar la ropa, lanzarla como si fuese confeti, aplaudiendo y pateando el suelo, escandalizando a los vecinos que ya ni protestaban.
Asimismo comprobó que, aunque el tema principal del sueño se repetía noche tras noche, en cada una de ellas aparecían variaciones curiosas que las convertían en experiencias únicas. Por ejemplo, podía ocurrir que se oficiase una misa frente al televisor de plasma y que en el ofertorio, en lugar de hostia, se elevase un DVD. También que un guardia suizo desafiara la monocromía y le impidiera con su alabarda salir a la calle. O que un turiferario sahumase los muebles de la cocina hasta tal punto que Ybarra tenía que abrirse paso a empujones para encender la campana extractora y salvarlos a todos de perecer asfixiados.
Le intimidaba aquella niebla. En cualquier estremecimiento de vapor veía su preludio.
Sea como fuere, a la mañana siguiente, con la casa ancha, siempre había algo nuevo que contar. Y sólo una persona con quien compartirlo. Son muchos, muchísimos, mi amor, y son tontísimos, muy tontos, de verdad. Se dan golpes con la barriga, están como ballenas, ¿sabes?, y lo tocan todo, y todo lo dejan perdido, y murmuran en latín, yo creo que son insultos, o algo peor, quizás, y van de rojo, de la cabeza a los pies, enteros de rojo. De púrpura, corregía Verónica. El color de los cardenales es el púrpura, el púrpura de los príncipes, no el rojo. Como el pendón de Castilla, que no es morado sino púrpura.
Verónica era culta a zancadas, a mordiscos. Ybarra sabía perfectamente que ella lo quería también así, a mordiscos, pero eso le bastaba. Aunque él la devorase entera y sin masticar, quemándose la boca. La recordaba sin esfuerzo, sin costumbre. Era una chica especial. O especialista. Se quejaba constantemente. De que él fuese incapaz de describir las cosas simplemente enumerando sus cualidades, sin recurrir a comparaciones cursis. De que no tirase a la basura los cartones de leche vacíos y los fuese acumulando en las baldas de la nevera. De que comentase la película cuando a ella no se le ocurría ningún comentario. Pero era una chica cálida y bonita en la que Ybarra encontraba, sin proponérselo, argumentos de sobra para contrarrestar sus eventuales reproches.
Le hacía feliz su previsibilidad. Le embriagaban sus vicios.
Verónica tenía la manía de acostarse con él sin quitarse la camiseta. La tela hipnótica se le pegaba al cuerpo en ventosas de sudor. Le encogía, la encogía, se arrugaba en acordeón hasta hacerla parecer una serpiente mudando la piel. Tampoco le gustaba dormir con pantalones. Él celebraba su método de descanso. Abría los ojos de madrugada, o acaso no llegaba a cerrarlos, para estudiarle el escorzo de las piernas infinitas, y leerle el poema triste del culo interrumpido por la cesura del tanga, versos de carne que en la oscuridad de la habitación relucían como dos clamorosas aceitunas negras. Más arriba, la cabeza se le vaciaba sobre la almohada en lentos entorchados de pelo que Ybarra tentaba con la lengua, chupaba y escupía como huesecillos.
Pero el espectáculo alcanzaba el cénit de su gloria al amanecer, cuando el sol enhebraba las rendijas del estor y la rebanaba despacio, imprimiéndola en el colchón con la tipografía de la mañana, nimbando su horizonte salado con una aureola de ángeles oblicuos, envolviéndola en un celofán de luz para regalarla al mundo. Ybarra la contemplaba con un dedo puesto sobre el botón del despertador, repasando el contorno como si hurgase en la ingle del tiempo.
Luego, repentinamente, la tendencia del amor zozobraba y daba paso a la alergia, a un conato de xenofobia. Fantaseaba Ybarra, sin explicárselo tampoco (menos obsesivo, eso sí), con la idea de que Verónica se arrancaba el rostro de cuajo antes de irse a la cama y que uno distinto se le remendaba durante el sueño. Porque por un momento, cuando ambos despertaban, él no la reconocía. Y estaba seguro de que ella, por segundos de diferencia, tampoco. No advertía el matiz con precisión, pero estaba claro que era otra. Una intrusa. Un onírico polizón. Un residuo.
Mientras se arreglaban para el trabajo, Ybarra se esmeraba en un piropo tranquilizador al que ella correspondía habitualmente con una sonrisa clara, a veces con una carcajada neutra. Charlaban un rato en el comedor. Desayunaban (nunca café; tostadas sí), ponían la radio y entonces él sentía a las termitas católicas en acción, minando memoria arriba hasta usurpar el ahora. De improviso, pronunciaba una palabra que a mitad del vuelo tomaba la forma de un solideo o una casulla, o se anudaba como un cíngulo alrededor de su cuello. Verónica apretaba los pulgares, se daba la vuelta, completamente vestida, y ya no se hablaban hasta el día siguiente.
Ybarra se acuchillaba la sien con las uñas. Los cardenales no cesaban de incurrir en desvaríos nocturnos excepcionales, insólitos, y él recibía con nitidez la orden apremiante de trasladárselos íntegros a Verónica.
Así lo quería, lo requería, todas las semanas, cada vez con mayor frecuencia para, de algún modo, afianzar su cordura.
Pero la paciencia de ella hacía vistosas acrobacias sobre el cantil del empacho, y acabó por perder el equilibrio antes de que sus discusiones pasaran de moda.
Un día le contó Ybarra, a ella o al pie de la lamparita, era imposible saberlo, que los cardenales, reunidos en cónclave sumarísimo, habían decretado su muerte, por herejía, no te lo pierdas Vero: por herejía, así, como suena, y que la sentencia debía ejecutarse, a lo más tardar, en un mes. Lo contó entre risas, como solía hacerlo, aplanando la gracia para que durase más en el aire. Verónica no dijo nada esta vez. En su gesto había una pausa movediza, semejante a la de una mecha que el viento apaga justo antes de la explosión. Él creyó que ella por fin se acomodaba a sus relatos, que empezaban a gustarle, que más adelante incluso pudiera pedirle que repitiese algún pasaje especialmente cómico. Pero la actitud de Verónica se mantuvo así, en suspenso, sin cambios. Estaba distante, remota. Paseaba por la casa como si estuviese perdida, como un fantasma amnésico. Fue perdiendo sus hábitos, llenándose de virtudes transparentes, livianas. Hasta consentía en sacarse la camiseta por las noches para enseñar dos senos asperjados de pecas, donde Ybarra intuía siempre una amenaza escrita en braille, o un versículo de la Biblia, o su propia cara, punto a punto.
Más tarde, en una de muchas resacas, comprendió que Verónica no estaba sino preparando su fuga, (mal)acostumbrándolo a su ausencia para que, llegada la hora, tardase en reaccionar.
El último día ella le miró y le habló, con esa mirada y ese tono de voz que tienen las mujeres cuando han decidido que a un hombre le pasa algo, y miran y hablan hasta que ese algo termina por suceder y sólo queda entonces darles la razón y pedir disculpas. Tuvo que esforzarse Ybarra, sin embargo, para que aquello que los ojos y los labios de Verónica le exigían desde el otro lado de la cama aconteciera. No supo nunca si tuvo éxito. Ni siquiera recordaría la conversación ni las formas que se urdían frente a las gafas mientras poco a poco dejaban de verse. La única certeza es que durmió, bailó entre los cardenales, despertó y ella ya no estaba. Se la había tragado la misma fuerza misteriosa que los borraba con ácido para la vigilia. Ybarra buscó como un loco por todo el piso la nota de despedida que se negaba a aceptar que ella se hubiese negado a escribirle. Casi estuvo a punto de suplicarle a la curia que le echara una mano. Eminencia, por favor, deje en paz mis calzoncillos y ayúdeme a encontrarla. Acabó desistiendo. Reparó en que no se había llevado las maletas. Su ropa planchada aún hacía eco en el armario. Bramó, sin ánimos para embestir.
Por alguna razón tuvo la certeza de que no debía llamarla, de que cualquier intento de comunicarse con ella hubiera resultado tan impertinente como haberle preguntado si en efecto se había ido de casa o si estaba escondida en un altillo. No obstante imaginó la nueva voz de Verónica alcanzándole dispersa y sin peso, granulada por el tamiz de la distancia, un polen sonoro estéril, apenas descifrable. Los putos cardenales, masculló Ybarra. Han sido ellos, ellos la han echado, la han excomulgado de esta Iglesia maldita, la han exorcizado, humillado, vencido. Para que no regrese. Para que me abandone. Y lloró. Y rezó. Y volvió a llorar.
El espejito redondo de la cómoda parecía un ojo de buey abierto en su vejez, empañado de cataratas. Desde el lado hermético, Ybarra se asomaba furtivo, con pupilas atentas de azulejo recién fregado. Lo rodeaban reflejos de otros hombres que apenas le sonaban. Sonrientes en un restaurante, o en la nieve, o en la orilla de la playa. Todos con Verónica. Afortunados.
Pasó dos navidades atragantándose con polvorones de angustia por creerse lo que decían los anuncios. Nadie llamó a la puerta. Sólo los cardenales, con zambombas y gorros de Papá Noel. Casi se divertía. La echaba de menos tanto que acababa por permitirse pensar en cualquier otra cosa.
Al final se decidió a llamarla. O se lo impusieron, pero le dio igual y marcó el número. Como acordó, no hizo preguntas. Para su sorpresa Verónica no colgó. Ybarra tomó aliento, se arrepintió, se lanzó. Déjame hablar contigo sólo un minuto, tengo algo muy importante que contarte. Y contó lo mismo de siempre. La respuesta (los insultos, el rencor, el llanto) se volvió una nana. Ironía cruel. La voz de Verónica era el embudo que rellenaba de monstruos el sueño de Ybarra, y la espita por la que ella se iba vaciando de su vida.
Quiso vengarse, quiso dejarlos desnudos, quiso matarlos a insomnio, pero parpadeaba y estaban allí. Los odió (recordó que los odiaba) por habérsela bebido. Y la odió a ella (descubrió que la odiaba) por provocarlos y huir, por dejarle solo, a merced de sus sotanas, y se odió a sí mismo por odiarla, y dio vueltas y vueltas hasta que el bumerán de odio volvió y tuvo los reflejos suficientes para esquivarlo antes de que le atizase en la frente. Hasta aquí, declaró, con un acento que tendía sobre las palabras alambre de espino.
Se cortó en un dedo al sacudir la funda de la almohada para retirar los fragmentos de loza. Miró el punto de sangre. Miró la semilla de sangre. Miró la hebra de sangre. La flecha. Apuntaba a la mesita. El teléfono seguía allí. La advertencia también. Y su promesa. Se encogió de hombros. La quiero, se rindió. Tecleó con el pulgar y acercó la oreja. Un tono. El resplandor áspero de las farolas de la calle se coagulaba sobre el papel de las paredes. Dos tonos. Un calcetín cruzaba la alfombra, de puntillas, clausurando la noche. Tres tonos. Nada. A pocos metros de allí, en el baño, el móvil de Verónica tiritaba sobre un charco púrpura. Saltó el contestador. Confesó durante más de una hora, comulgó saliva y obtuvo la absolución. Indulgencia plenaria. Las encías le iban a reventar.