«Vivimos en una plácida isla de ignorancia,
entre las brumas de negros mares de infinito,
y sin embargo no vamos muy lejos»
H. P. Lovecraft
No hay carcoma más corrosiva y obstinada, ninguna que socave el espíritu tanto como la locura; y no hay locura más
cruel que aquella que concuerda con la realidad. Confío en que la benevolencia del
lector sepa disculpar la audacia de una moraleja que se adelanta al cuento, pero no se
me ocurre mejor resumen, ni tampoco mejor advertencia, de lo que a continuación
se relata. Mi propósito es ser fiel al menos, por cuanto intuyo que no podré
ser cauto.
A pesar de lo que puedan
decir de él los que sólo le recordarán por sus cada vez más frecuentes ataques
de histeria, hoy ya no me cabe la menor duda, tras haber pasado las últimas
semanas poniendo un poco de orden en su deslavazada colección de apuntes, de
que algo inefablemente espantoso y antinatural vio Ferrer
durante su viaje al reino de los serbios, en 1927; y sé también que ese algo,
sea lo que sea y signifique lo que signifique –o acaso por haber comprendido a
la postre sus implicaciones fatales–, ha sido lo que le ha llevado a la
tumba.
Solía referirse al
descubrimiento a la mínima oportunidad en nuestras primeras conversaciones. Se
mostraba impaciente por sacar a relucir unos méritos que, aseguraba, de
serles reconocidos por las decadentes autoridades académicas, le depararían la
gloria de convertirse en un nuevo Howard Carter –no imaginaba
hasta qué punto lo sería. Aseguraba que el suyo era un hallazgo de índole dual, arqueológico desde luego, pero también psicológico; tejía su exposición con hebras dispares, pasando de megalitos antediluvianos a técnicas de hipnosis colectiva como quien pasa del oporto al puro. Sin embargo, siempre que me interesaba por detalles
específicos de su hallazgo o le rogaba que profundizase en las vagas
descripciones que ofrecía, se tornaba ambiguo y ridículamente jovial,
esquivando el asunto con retóricas malabares, adoptando esa pose nada esmerada,
mezcla de embarazo y orgullo, con que se habla de un vicio poco corriente. No
era difícil pensar que su única intención con aquellas historias incompletas y
fantásticas era burlarse de mí, apenas un apocado profesor recién llegado a la
facultad de literatura, ansioso por hacerse un nombre y codearse con las más
ilustres personalidades de la universidad. Así lo pensaba, compadeciéndome,
pero ya no puedo mantener esa opinión. Sólo puedo creer que, de alguna forma,
estaba intentado protegerme.
Conocí al profesor Santos
Ferrer en un simposio de lírica juglaresca alemana celebrado en Innsbruck, a
finales del otoño de 1931. Coincidimos en la conferencia inaugural, una
correosa disertación sobre la métrica del Orendel. Cambiamos desoladas impresiones respecto al ponente y esa misma tarde
almorzamos juntos en un discreto mesón frente a la Stadtturm. Charlamos durante varias
horas: de Dante, de Virgilio, de la posibilidad de los ángeles y del solapado
rumor de una nueva sangría en Europa. Debo confesar que me intimidó aquel hombre
extraordinario, fuente inagotable de atractivos conocimientos, que sin motivo
aparente había decidido fijarse en mí para abrirse la vida en canal. Antes del café supe que había nacido en Carcasona
en 1879, y que su padre, un rico industrial catalán llamado Ildefonso Ferrer i
Saravia, era el instigador [sic] de sus estudios en filosofía,
ya que a juicio de éste una carrera tan inútil no podía por menos que
pasar por distinguida. Su francés natal, el alemán y el inglés los
había aprendido de su madre, Solange Chavanel, una juncosa dama de Lille al que
un deplorable azar, según el despecho de sus antiguos pretendientes, había
arrojado a los brazos de un bruto extranjero. Desde la abdicación del káiser
había ocupado una cátedra de teología en la Universidad de Lyon, pero su
precaria salud, agravada por una inexplicable y persistente neumonía, le había
obligado a abandonar las aulas tres años atrás, poco después del viaje que lo
cambiaría todo. Por aquel entonces, jubilado inquieto, su desbordante actividad
involucraba casi en exclusiva el funcionamiento y la promoción del pintoresco
Círculo de Cangjie, del que era miembro fundador y más entusiasta.
Permítaseme aquí una fugaz
digresión, ya que para entender la relevancia del Círculo en esta historia, y
antes de contar nada acerca de sus normas extravagantes, es necesario prestar
atención a la peculiaridad más eminente del genio que fue Santos Ferrer. Es
improbable –y no es sino mi impenitente escepticismo lo que me impide
escribir imposible– que haya existido sobre la faz de la tierra un
enemigo más acérrimo y porfiado de Gutenberg que el profesor. Su inquina
vesánica por la tipografía y los incunables alcanzaba proporciones que no pocas veces me
hicieron temer por su integridad. Imputaba a la imprenta, y por extensión a la
literatura que gracias a ella había florecido, prácticamente todas las
catástrofes que habían azotado a la humanidad desde mediados del siglo XV, y con especial énfasis las masacres perpetradas por las Guerras de Religión en su país natal. Las
discusiones que sostenía con sus conocidos escritores y filólogos, quienes
toleraban sus dicterios por consideración a su privilegiada inteligencia,
acababan sin dificultad en graves amenazas, e incluso me habló de una trifulca que por poco no llegó a las pistolas; aunque el blanco favorito de sus diatribas
era siempre el provecto decano de la facultad de ingeniería, un anciano corvo y
medio ciego a quien gustaba de llamar hierofante y asesino. Su desprecio por esta disciplina me llevó a pensar que las razones de sus belicosas posturas
en materia literaria eran de una naturaleza mecánica, más que fruto
de una irreconciliable discrepancia teórica. Desde luego, no se trataba de una burda
fobia reaccionaria a la tecnología –Ferrer, ni en público ni en privado, se
abstuvo nunca de criticar a los conservadores–, pero no podía imaginar qué
provocaba tales accesos de amarga cólera.
Aclarado este extremo, vale
decir que el Círculo de Cangjie, instituido en 1928, no era sino la
consecuencia inevitable de estas creencias, expresadas en un curioso, y hasta
cierto punto, romántico principio: la rotunda negativa a publicar nada salido
de una prensa. Estaba proscrito además, según los estatutos, llevar reloj,
lucir anillo, alfileres o gemelos, el agua de colonia embotellada en cristal,
la carencia de cicatrices y comer judías. Conformaban este club una mezcla de
bohemios resentidos y nostálgicos del scriptorium que veneraban el oficio de
amanuense con auténtica latría, reverenciaban la péndola y la navaja, se
extasiaban ante el pergamino viejo, borrachos de latín, y se descubrían con
solemnidad ante la doble mirada del santo chino que les daba nombre. Se reunían
cada año para renovar sus votos e intercambiar confidencias en el almacén de un
edificio excéntrico de Maguncia, lo que no dejaba de ser al mismo tiempo una
ironía y una pequeña venganza. Ferrer fungía de maestro de ceremonias en
aquellos congresos íntimos, animando con la tenacidad de su espíritu inquebrantable
a sus correligionarios, cuyo número disminuía de sesión en sesión; para nuestro
encuentro en la capital tirolesa, las últimas actas del Círculo sólo
consignaban la asistencia de tres socios. Tras la muerte de Ferrer, y a pesar
de mi insistencia, no he logrado dar con ninguno de ellos, lo que me hace
sospechar que se trataba de otra broma piadosa; una destinada a atenuar la
incómoda impresión que podía provocar, y a menudo provocaba, su irreverente
doctrina.
La obra de Santos Ferrer
–cuya breve reseña tampoco resultará impertinente y acaso redundará en la mejor
interpretación de estas notas–, debido a su exótica idiosincrasia y a su
escasez, había alcanzado en muy poco tiempo un éxito relativo. Sus libros eran
demandados por prestigiosos intelectuales y por afamados bibliófilos, que
perseguían su nombre en los anaqueles no tanto por interés en sus tesis
controvertidas como por el deseo de hacerse con una rareza contemporánea.
Cualquiera de sus ejemplares era, literalmente, único e irreproducible: densas monografías
e inspirados estudios que redactaba con una caligrafía soberbia, de trazo
renacentista y pulso inflexible, aun en los volúmenes que excedían con largueza
las mil páginas. Si bien había difundido en una revista lionesa un par de
trabajos menores antes de la iniciática y secreta expedición a los Balcanes, el
grueso de su producción había sido manuscrito en los últimos tres años; el
resto precedente estaba ya fuera de circulación. Ni siquiera quiso adecuar esos artículos prematuros a su nuevo estilo. Era como si temiese que
fijar la vista en aquellas líneas rectas, sin vida, pudiera contaminarle de
algún modo. Esta letra constriñe la razón, asfixia el pensamiento,
me dijo una vez, reprochándome que ojeara un diario en su presencia; esta
letra, este insufrible ejército de hormigas criminales acabará con todo, y
cuando nada les quede irán a lo más profundo, hasta su prístina meta, pero no
la destruirán porque sólo les place la mutilación, la agonía imperfecta e
insatisfecha; nos dejarán así, con la voluntad ilesa y el alma lisiada, puros
espantapájaros. Recuerdo ahora estas palabras, más de una década después, y
todavía consigue estremecerme el acento de melancólica indiferencia con que las
pronunciaba, como si leyese la esquela de un desconocido.
Numerosas y más logradas
muestras de este ingenio tan punzante e indolente pueden hallarse en los títulos
más celebrados de Ferrer. Conviene destacar, por supuesto, Los doce
Iscariotes, fábula compleja en la que se aborda el papel de la contrición como piedra angular de la fe católica, razonándose con exquisita lucidez la
figura del martirio como el inapelable devengo de la gracia. El silencio instrumental, en cambio,
revisa a la luz de una inédita perspectiva económica los argumentos menos
hollados por el agnosticismo, y concluye que el creciente superávit de certezas
que obtendrá el hombre en el futuro –entre otras, la certeza de la felicidad– delatará
la trama de la Providencia y precipitará el colapso de la creación; es, con
mucho, su libro más polémico y el que mayor precio ha alcanzado en subasta. Previamente
había escrito Malas hiedras y Epílogo de un inmortal,
dos selecciones de ficción fantástica, muy en la línea de Leopoldo Lugones, en
las que demuestra más erudición que talento. Completa la trilogía Osos
que piensan en el mar, siete inconcebibles narraciones infantiles en lengua
castellana que, por encima del resto de sus obras, seguirá alimentando la
leyenda de Santos Ferrer mientras dure la tinta que la sostiene; así funciona
el misterio. Mención aparte merece Anatomía de Ariadna, un dilatado
ensayo sobre la influencia de los mitos griegos en la consolidación de liturgia
cristiana, que gracias a sus excesos barrocos ha pasado a la historia como un
tratado general sobre el concepto de laberinto en la literatura mística. Quedan
fuera de este florilegio algunas piezas de las que el propio Ferrer acabó por
renegar, y a las que nunca he podido acceder. La lectura de estos frágiles
legajos me ha costado varios años de telegramas y penosos desplazamientos entre
dos continentes, toda vez que se hallaban –y aún se conservan– en herméticas
bibliotecas privadas, suspicaces ante el ojo y los dedos extraños. Me consuela
saber que sus dueños, honrando la memoria de Ferrer, aunque movidos por razones
menos compasivas, han jurado no vender jamás sus tesoros a las grandes
compañías editoriales. Empero, el valor creciente al que cotiza el nombre de su autor en el
mercado internacional franqueará las puertas de esos templos pretendidos más temprano que tarde.
Concluso el seminario en
Austria, tras días inolvidables de metafísica y recios licores, nos despedimos
con la sugerencia de volver a vernos tan pronto como nos fuese posible. A ambos
nos separaban nuestros trabajos, nuestras casas y el mar, pero mantuvimos el
contacto como no había hecho falta prometernos. Durante los años siguientes
nuestra amistad progresó al ritmo que permitía el servicio postal británico, y
para junio de 1933, fecha en que nos encontramos de nuevo en París con ocasión
de un esperado concierto, prescindimos de las leves cortesías y nos fundimos en
un caluroso abrazo. Departimos, era obligado, de cosas nimias, y yo pude notar,
luego de unas horas, que el paso del tiempo se había empleado contra él con
feroz saña. No me he referido aún a su aspecto ni a su ánimo, y la omisión no
es casual; tenía que componer primero el rompecabezas de sus obras para que el
espejo resultante pudiera reflejarlo con justicia y coherencia. A un
año de fatigar los once lustros, Ferrer llevaba los ojos azules de cualquiera bien
remachados en una expresión de soledad con denominación de origen, pero pasada
de moda. Sabía mirar y sonreír, pero si tenía que escoger le costaba horrores
decidirse. Lo que sí tuvo claro desde el principio es que prefería las
esdrújulas a los besos –son los puzles de saliva que menos me cuesta
resolver, confesaba–, razón por la que seguía soltero y sin perspectivas en
un siglo que ya no era el suyo. Vestía como si se empeñara en atravesarlo a
contracorriente, con la levita fósil sorbiéndole el color de la melena y
un bastón de médula oxidada en ristre, zapatos reventados, unos quevedos sin
brillo ni cordón y una chalina de las muchas que había heredado de su abuelo
francés: la que mejor le caía y la que menos le gustaba. Caminaba por la calle
buscando una oportunidad para arrepentirse, como si a cada momento le tirase la
sisa de la mala conciencia; sus modales, excepto cuando mediaban facsímiles o los
molinos de Alonso Quijano, eran todo lo correctos que cabría esperar en un
hombre de temperamento, por lo demás, inclinado a la compañía de los fantasmas.
Era maravilloso verlo sostener la estilográfica con la ansiedad de un
cigarrillo, y ese fumar meditado, compositor, que nos hacía quedar a los demás
como imbéciles babeando humo. Su cercanía no siempre fue fácil, he de admitirlo, pero su
vacío ha trastocado demasiadas cosas. Honestamente creo que aún no se han manifestado
todas las secuelas de su brutal pérdida.
A la cita en París siguieron
otras que se sucedían con irregular frecuencia, pero aun así procurábamos
vernos al menos una vez al año. En mayo de 1940, casi como un favor personal en el último momento, Santos Ferrer huyó de Francia ante la invasión nazi y se
instaló en una casita de Knutton, cerca de Newcastle-under-Lyme, en
Staffordshire. Apenas tuvo noticia de su desembarco, el rector de la
Universidad de Exeter le ofreció un puesto en el departamento de filosofía que
rechazó con desaire, aduciendo que estaba muy viejo para andarse con
semejantes zarandajas [sic]. Me alegré no obstante, ya que el tiempo
libre de que dispondría a partir de ahora me iba a permitir visitarle todos los
meses. Supo arreglárselas bien durante lo peor de la guerra: la venta de libros –en especial un análisis hermenéutico sobre el ascenso de Hitler
que tituló El serafín en el acantilado– le reportó más que
suficiente para vivir con desahogo; incluso por los panfletos más exiguos
llegaron a pagarle una fortuna. Juntos, en las tardes de exilio sin té,
comentábamos a Petrarca, a Berceo, a Troyes; repasábamos –o reescribíamos– el
Medievo y, en ocasiones, incursionábamos con brío en la Antigüedad Clásica
–Ferrer se negaba a despegar los labios para referirse a un autor que fuese
coetáneo o heredero de Erasmo de Rotterdam, a quien toleraba a duras penas.
Parecía que su vigor se iba reponiendo a medida que la cocina local se hacía
más digerible y los rosales, que le sustraían la mitad de la jornada, crecían
en el jardín; vislumbraba la tranquilidad como vislumbran el sol los ingleses. En la
primavera exaltada de 1942 empezaron las pesadillas.
Al principio no fueron más
que sobresaltos ocasionales que tanto él como yo achacábamos a la fuerte
medicación para la neumonía, pero después de varias semanas estaba persuadido
de que veía cosas –la indefinición de la palabra en un hombre
que, sin arrugarse, optaba por letífico antes que por alegre,
me alarmó más que el objeto al que no se atrevía a nombrar. Desgreñado y
cóncavo, pegado a los huesos, casi metido en la chimenea, me expuso sueños
horribles; sueños que, de alguna forma, conectaban con ese viaje al este del
que ahora fingía no acordarse. En uno de ellos, el más recurrente, se sumía,
enrollado en una pesada cadena, en un océano abisal y caliginoso, transido de
vértigo, cayendo sin alcanzar nunca un fondo en el que se insinuaban atroces
mandíbulas; al despertar, sentía las manos húmedas y malolientes, y juraba que
una vez se había limpiado de las palmas un fluido que era como sangre recién
sacada del hígado. Cuando le pedí ver el pañuelo manchado se ofendió y estuvo a
punto de echarme a empellones. En otro terror se veía a sí mismo manejando una
herrumbrosa máquina del tamaño de una ciudad, una caótica profusión de
engranajes, cintas y poleas cuyo efecto final, que se producía fuera del horizonte,
no osaba suponer. El fragor de las piezas en movimiento, en cambio, lo percibía
tan nítido como su propia voz, y el eco del desaforado mecanismo le seguía más allá del sueño. Cuando intentó imitar el ruido para
mí, golpeando la mesa frenéticamente con un par de cucharas, supe que no
tenía ni un segundo que perder. Conseguí, tras infinitas súplicas, arrastrarlo al
North Staffordshire de Stoke-on-Trent para un reconocimiento médico, pero no le
hallaron mal alguno fuera de la neumonía y una leve anemia. Antes de salir del
hospital, Ferrer despedazó furioso la baraja de prescripciones a las que un
imberbe facultativo había confiado su suerte. Cayó una noche amarilla y
apaisada sobre nosotros, y ambos fuimos tenues luciérnagas. Le hablé de la
posibilidad de contratar a alguien para que cuidara de él mientras yo
permanecía en Londres, pero se cerró en banda ante la idea de dejar entrar a un
desconocido en su casa. Se volvió huraño y resentido, lo que contribuyó a
extender su fama entre los cenáculos más pretenciosos de la ciudad y del país,
en cuyas borrosas tertulias brindaba a la concurrencia agitados recitales de
insultos. Desesperado, quise pensar que la vejez, que siempre se había
adelantado a la edad su cuerpo, al fin tomaba posesión de su mente e iniciaba
una cacería contra su cordura. Ojalá hubiera gozado de esa misericordia.
La carta llegó con
matasellos de Bogotá el 16 de octubre de 1945. Hacía dos años que la esperaba,
pero la noticia me sacudió con más violencia que la capitulación del Reich,
apenas cinco meses antes. En el prolijo garabato policial, firmado por un tal
inspector Bueno, entre laboriosas escusas por el retraso en la recuperación
del cadáver y un párrafo de torpes condolencias, no se descartaba la hipótesis
del suicidio. Que una persona como Santos Ferrer se hubiese decantado, para
enmarcar su muerte, por una latitud tan próxima al ecuador, desde luego no
casaba en absoluto con su flema boreal ni con su aversión a los mosquitos; aún
así, no me hubiera sorprendido más de haber recibido la misma comunicación desde
el Congo o Nueva Guinea. Semanas antes de desaparecer sin dejar rastro, mi
pobre amigo había hecho pie definitivamente en aquel fangoso lecho infernal que
creía insondable; todo su mundo se disolvía en un ácido invisible y minucioso.
Rugió el teléfono la mañana
de un viernes, mientras corregía las galeradas de mi primer poemario –Archipiélagos
de cera, prologado por mi tío y antiguo profesor de Oxford, Sebastian
Palmer. Era Ferrer, o al menos la voz de Ferrer, retándome entre carcajadas a
que fuese a verle de inmediato, que ahora tenía las pruebas que tanto quería
yo ver [sic]. Aún con la pluma entre los dedos, me sentí un traidor.
Tomé el primer tren que salía para Stoke-on-Trent y en cuatro horas estaba
golpeando su aldabón con cabeza de ganso. Me recibió en batín, con una tos de tambor destemplado, empuñando una copa vacía de coñac; antes de que hubiese podido decir nada, me
agarró la muñeca con una energía nerviosa y me condujo al sótano. Leí en sus ojeras un insomnio de días, pero no dije nada. Sacó dos
taburetes, se sentó en uno y me ofreció el otro como si fuese un revólver. En
el silencio más impecable y absurdo del que tengo memoria contemplamos durante
veinte minutos la sucia esquina de aquel subterráneo. Lo que me contó a
continuación me puso al borde de las lágrimas. Una silueta sombría, que delineó
con su prosa más técnica, se concretaba a esa hora de la tarde sobre la grumosa
pared, proyectada por una ominosa criatura de aspecto nauseabundo, que parecía operar con un lóbrego simulacro de máquina
de escribir [sic]. Estrelló la copa contra la desconchada capa de cal
cuando me negué a compartir su paranoia, y rechinando los dientes me rogó que
le dejara solo. Fue la última vez que le vi. Regresé a la casa al día siguiente
y al que le siguió, sólo para comprobar que se había marchado. La puerta
permaneció cerrada hasta después de la lectura del testamento. Un abogado de
pomposo apellido me asaltó un lunes en el despacho de la facultad, peroró lo
que debía y más aún, se rizó el bigote satisfecho y puso sobre mi bufete las
escrituras y la llave. Aquello tampoco era ninguna sorpresa: tras la muerte de
su ahijado Francisco en Annual, en 1921, yo era lo más parecido a un pariente
de que podía disponer. En la Navidad de la victoria, aprovechando las vacaciones,
volví a Knutton y me quedé allí hasta principios de enero. El sitio era la fotografía
exacta, casi sin polvo, del refugio para desertores del idioma que tan bien
conocía; rememoré frases deliciosas, sabrosos debates; busqué mi rastro habitación por habitación. Lo descubrí
al poco tiempo.
Fue, claro está, un
accidente. Supongo que lo último que hubiese querido Ferrer, que tanto se
preocupó en otra época por mantenerme al margen de ciertos capítulos de su
pasado, era que encontrase, escondido en el falso fondo de una gaveta, el arcón
de sus secretos; pero, como ocurre y ocurrirá en estos casos, quizá motivado
sólo por el afán de revivirlo, no me pude resistir al impulso de inmiscuirme en
la inútil y desahuciada intimidad del ausente. Era un atado de cuartillas de
papel salmón, unas cien hojas en total, timbradas con el insulso emblema del
Círculo de Cangjie: cuatro ojos rasgados dentro de un óvalo. El contraste entre
la anarquía del texto y la segura firmeza del dibujo a mano alzada, confería a
éste un aire de talismán. Desplegué sobre la alfombra, frente a la precaria lumbre,
el enmarañado documento y comencé a leer como quien descifra un jeroglífico. Un
buen número de páginas aludían con terquedad una primitiva y perversa
conspiración cuyos tentáculos culebreaban por todo el planeta, ignorados y
eficaces; nada hallé, sin embargo, acerca de sus fines o sus procedimientos.
Otras páginas, la mayor parte, eran meros borradores en los que Ferrer repetía,
obsesivo, una determinada combinación de letras hasta volverlas irreconocibles.
Una de esas series consiguió asustarme, por cuanto advertí en su metódica
ejecución una oscura y perturbada lógica. La encabezaba una línea inaudita,
mecanografiada –con probabilidad, escrita por un funcionario de correos a
pedido suyo–, de doce erres mayúsculas y minúsculas [RRRRrrrrRRRR], que
progresivamente degeneraban en símbolos más y más amorfos a lo largo de
seiscientos demenciales renglones, al cabo de los cuales en la caligrafía ya se
había disipado todo atisbo de humanidad. Una escalofriante nota al pie culminaba
el delirio indicando una sugerencia de su pronunciación.
El montón de carillas
restantes es la causa de este relato y de la píldora que hay junto al tintero.
Tuve que leerlas varias veces hasta acertar con el orden, dado que no estaban
numeradas y se habían entremezclado. Las copio ahora, sin alteraciones, y pido de
nuevo perdón.
*
* *
CRÓNICA
DEL PROFESOR SANTOS FERRER
Knutton,
5 de septiembre de 1943
Voy a hablar del Bloque por
última vez, antes de que un anónimo samaritano me lo saque de la memoria con una
bala definitiva cuya detonación no oirá nadie. Me he encargado bien de ello. Sé
que es lo que tengo que hacer, lo único que me queda por hacer; otros lo
hicieron antes que yo, y muchos, de haber podido, lo habrían hecho también sin
vacilar un instante. Los armazones de esta vida, incluso aquellos que jamás
habrían de ser puestos a prueba, no fueron creados para soportar el peso
con el que cargo desde hace ya dieciséis largos años; y antes de que las vigas
cedan y los escombros aplasten a quienes, a pesar de todo, han querido
permanecer a mi lado, es mi deber demolerlos mientras aún conservo el control.
Acaso la muerte no supondrá la paz que busco, pero será alivio suficiente. Así
lo espero. Me dispongo, por tanto, a olvidar parte a parte aquello que
vi en una incierta ciudad situada en algún punto entre la frontera de Serbia y
Rumanía, en el verano de 1927.
El 20 de julio, tras haber pasado la semana en la casa de campo de mi antiguo compañero de universidad, el profesor Zlatan Ivelic, abandoné
Belgrado en un ruinoso tren con destino a Craiova, donde planeaba demorarme unos
días antes de alcanzar Bucarest. En el trayecto conocí a un amable anciano,
pastor montenegrino, que se defendía en un alemán infame. Trabamos amistad con
la rapidez que impone la circunstancia de un viaje no demasiado largo y
charlamos hasta bien entrada la noche. Gracias a él, supe que la gobernanta
de mi pensión me había estafado con el precio del desayuno, dado que en ningún
rincón del reino una hogaza de pan sobrepasaba los cinco dinares. Hizo algún
comentario descarado sobre mi atuendo y me enseñó una cicatriz que le partía el
codo en dos mitades de piel negruzca; más tarde mencionó la ciudad. Me contó
que la había encontrado por casualidad el año pasado, al desviarse de una cañada para recuperar una oveja perdida. Sus señas fueron tan parcas y
su actitud tan circunspecta que estimularon mi curiosidad y acabé por apearme en
la estación que me indicó casi a regañadientes, dispuesto a buscarla y, con
seguridad, a decepcionarme. El brillo en su mirada al despedirnos, que entonces
tuve por inocua malicia, ahora sé que no era más que puro remordimiento.
Un grupo de estudiantes
eslovacos se ofreció a llevarme en coche por la única carretera –y la
denominación sólo podía entenderse como un compasivo favor del pueblo– que
pasaba cerca de la ciudad. El viejo me había dicho cómo se llamaba, una palabra de
cuatro sílabas, pero era incapaz de pronunciarla correctamente; poseía la
sonoridad decorosa del griego, aunque la raíz era, sin duda alguna, otomana.
Sólo los mapas baratos recogían su situación, marcándola con una manchita muda
e irregular que cualquiera habría tomado por un fallo de imprenta, cosa que agradezco y rezo para que nunca se subsane. En el límite de una sierra exigua,
el camino se desviaba hacia el norte describiendo una amplia curva; en ese
punto bajé del automóvil, cogí la maleta, le atravesé el bastón y anduve no
menos de una hora hasta bordear por completo la montaña tras la que se abría un
valle inmenso y deprimido, cercado por una segunda cordillera y lo que, desde
mi posición, parecía un injustificable desierto. Allí estaba la ciudad. Y clavado en el corazón de la ciudad, como la espiga de un reloj de sol, estaba el Bloque.
Pensé, como debieron de
pensar cuantos antes que yo lo contemplaron desde el umbral de la ancha cuenca,
que presenciaba un excepcional espejismo. Aquella mole oscura de colosales dimensiones
no podía ser real, no era posible que ocupara una porción del espacio físico
sin que ello constituyera una grave violación de alguna ley natural. Era,
sencillamente, un error del paisaje. Salvé el considerable desnivel tropezando
a cada paso –en una caída perdí mis lentes de lectura–, hipnotizado por el
Bloque, hasta que di con un sendero que me condujo en línea recta al extremo
sur de la ciudad. También ésta era mucho mayor de lo que había imaginado: no menos de cincuenta mil
habitantes, según estimé en el tiempo que permanecí en ella, se apiñaban en sus
angostas y ensortijadas calles, dedicados con resignación a la agricultura y
la artesanía. No faltaban colmados, tabernas, dispensarios e incluso un burdel, si bien eran, por lo general, gentes hostiles al comercio.
Que la cartografía eslava hubiese pasado por alto una urbe como aquella no me
sorprendió. Tras la campaña de Von Mackensen, en el quince, fueron incontables
los refugiados que se establecieron y prosperaron en asentamientos que más
tarde asimilarían poblaciones de mayor tamaño, pero todavía quedaban, diseminados por todo el territorio, campamentos independientes –aunque ninguno
tan grande ni tan arraigado. Lo asumí como la explicación más plausible: esa
ciudad inadvertida era el plural coágulo de una herida de guerra.
Me alojé en una fonda con
buenas vistas al Bloque, si bien hubiera dado lo mismo hacerlo en cualquier otro
lugar, ya que no había un ángulo libre de su sombra. Constaté, y esto sí me chocó,
que muchos edificios eran indudablemente anteriores a la fecha que le supuse
a la fundación de la ciudad. Construcciones recientes, de apenas unas décadas, se alternaban con otras mucho más antiguas, casi con seguridad del período bizantino, integradas a la perfección en el insólito conjunto. La ciudad se ordenaba sobre un terreno cóncavo cuya pendiente se hacía más pronunciada al aproximarse a su centro. Me vino a la cabeza la imagen de un enorme cráter, uno provocado por el mismo Bloque, como si hubiera caído del cielo cual meteorito y la tolvanera
levantada por la onda expansiva se hubiese condensado en una anómala
arquitectura –esta idea aún me provoca espasmos de pavor. Consumí los primeros
días en recabar información de los achaparrados vecinos acerca del monumento, pero lo que descubrí fue tan fabuloso como desconcertante:
hasta el último de ellos, todos y cada uno sin excepción, no sólo eludían referirse al Bloque, sino que regateaban, contumaces, su misma existencia;
apuntaba por encima de sus sombreros, en dirección a la monstruosa vertical, y
sólo conseguía que me enseñaran a decir en su lengua la palabra nube. Lo
ignoraban, no obstante, con ese rubor con que se ignora al mendigo en el umbral de la
iglesia, como si la premeditada negativa bastase para invalidarlo. La razón de esta conducta,
en cuya adopción he perseverado y fracasado, se me antojó un
caprichoso defecto genético derivado de la forzosa endogamia. No lo era en
absoluto, pero hacían lo que podían para obliterar de su panorama aquel
siniestro fenómeno.
Sus supersticiones eran
dignas de un estudio antropológico serio: cuellos disecados de cisnes –cuando
ninguno vi en la ciudad ni en sus alrededores– colgaban de las puertas a modo
de aldabas, y los dinteles, acaso como una ocurrente parodia del Éxodo, se
decoraban con toscos brochazos de tinta; la primera hilera de tejas, que se
amontonaban en un parque donde jugaban los niños, la sustituían viejos
periódicos húngaros; no se daban la mano ni se saludaban, pero al cruzarse en
la calle realizaban un curioso baile de dos pasos, que aprendí y ejecuté en
innumerables ocasiones. Todo valía con tal de pensar en otra cosa, incluso los
crímenes más nefandos. Una vez apareció la pierna de una mujer joven tirada en
un zaguán, unida por un alambre al torso cercenado de un Cristo de madera en el
que habían grabado a cuchillo, y de nuevo tiemblo al recordarlo, una fanfarrona
erre mayúscula. No me sentí en peligro sin embargo, ya que mi único interés se
centraba en el Bloque y mis energías estaban puestas en
desentrañar cuanto antes su misterio. Apoyado en la ventana de mi habitación traté de
esbozarlo mil veces, pero aun cuando sus hechuras eran simples y nunca se me
dio mal el dibujo, no conseguí que del carboncillo surgiera nada que guardase
la más leve relación de semejanza con lo que tan insolentemente se cernía sobre
mis sueños. En mi archivo escondía hasta hace poco dos o tres de esos bocetos, pero he obrado
con prudencia y los he quemado.
El 27 de julio perdí la paciencia y resolví que
debía atravesar el laberinto de barrios confusos para observar su prodigioso centro desde una vista más
privilegiada. Empleé en ello casi tres horas; los transeúntes, que ya me
conocían, sospechando mi intención, procuraron retrasarme cuanto pudieron con
peticiones disparatadas, pero fue en vano. Llegué al pie del imponente
monolito, incrustado en la loma de una parcela abandonada, salpicada aquí y allá de astillas de huesos y tocones carbonizados, y examiné de cerca su singular morfología. Su planta era un rectángulo perfecto, de aristas afiladas que no eran –que no podían ser– producto de la erosión natural; sus medidas, calculadas con una aproximación que no
distarían mucho de las reales, eran las siguientes: una base de sesenta por veintiséis metros, con cuatrocientos ochenta de altura, lo que lo convertía, hasta el presente, en la
estructura más elevada del planeta. Comprendí al instante que nadie hubiese
reportado la noticia: las montañas circundantes ocultaban al Bloque de
inusuales miradas forasteras; sólo las más perspicaces podrían haberlo entrevisto,
asomando tras las cumbres bajas. El color variaba según la incidencia
solar: por la mañana era de un ocre apagado, siena en la tarde, pero a la noche
presentaba una tonalidad verdosa, submarina, que se tragaba la luna. El
material era y seguirá siendo un enigma: tenía el tacto suave y frío del ébano, pero su consistencia sólo podía ser metálica o mineral; presumo que no era macizo –no podía serlo. Sobre la
superficie pulida, desprovista de puertas o ventanas, se enredaban venas de un pútrido icor
azabache que emitía insanos reflejos, aunque no hubiese sabido decir si resbalaba desde
la cumbre o afluía hacia ella; alrededor del zócalo se formaba un charco profundo
–mi bastón no tocó el fondo– del que brotaban unos repulsivos líquenes azules
que apestaban a vinagre. Nada elucubré respecto a su antigüedad.
Hasta seis veces regresé al
Bloque con la esperanza de que sus paredes oleosas declarasen una verdad que,
aunque terrible, le diese algún sentido; pero no hubo revelación y comencé a emborronar mi cuaderno de
notas con insensatas teorías. Observé, por ejemplo, que las esquinas se
alineaban con los puntos cardinales –de lo que inferí una utilidad astronómica–, y que el viento, cuando soplaba del sur,
gemía en una nota increíblemente aguda al cortarse con el vértice –ante lo que aventuré una endeble hipótesis de uso ritual. Durante esos días de llanto incisivo la ciudad parecía muerta, con las fallebas echadas y los postigos
cerrados, como si una bestia fugitiva rondase las calles; yo me sentaba en un banco, de espaldas a los leones, y ensayaba postales de humo. A pesar del tiempo que había invertido en escudriñar la formidable atalaya, mientras me envanecía –como hasta hace poco; que Dios me perdone– en la figuración de ceremonias, premios y discursos, reparé de pronto en que nada había visto ni sabía aún de la remota cima que la coronaba, y para la que no existía en apariencia vía alguna de acceso. El 8 de julio, tras remover cielo y tierra, encontré al hombre
que iba a darme la solución. Se llamaba Senén Estrada, argentino de nacimiento criado en Boston, condición que en aquel escondrijo recóndito del oriente europeo nos convertía a la fuerza en paisanos. Un corte en el pulgar con un vaso roto, y los muchos vasos que lo suplieron, probaron que no había perdido el español, aunque conmigo hablaba sólo en inglés. Regía un inusitado negocio sentenciado a la quiebra: vuelos
en globo alrededor del valle para turistas, o para el primer desgraciado que se topara en su camino –admitió al cabo de la noche que yo era su segundo cliente; el primero fue un niño que sólo quería orinar
sobre los tejados. Nada dijo de lo que no se decía, pretendiéndose tan ciego como los demás. Convinimos un precio razonable y lo preparamos todo para
salir temprano a la mañana siguiente.
Que lo venenoso y lo
prohibido se deje fuera del alcance de los pequeños tiene una finalidad tan evidente y juiciosa que no tiene caso cuestionar; la altura del Bloque, su
formato inabordable, operaban con idéntico propósito, pero no lo supe hasta que
el daño fue irreparable. A las siete en punto Estrada ya había acabado de
desplegar la tela del globo sobre la hierba y comprobaba el gas de los
quemadores; a las nueve menos cuarto, tras el retraso provocado por una liebre
que se escurrió dentro y no quería salir, estábamos listos para iniciar el
ascenso. Nos acompañó durante la subida un severo manto de niebla que repelía a los pájaros. En ella se
hilvané miríadas de ingenuos anhelos y especulaciones que se evaporaron –o
hirvieron– cuando una racha de aire descorrió el telón que encubría la esencia de la
maldad. Si Estrada no me hubiese ofrecido el catalejo y yo no hubiese mirado a
través de él, puede que aún quedase una luz para mí entre las tinieblas; pero
enfoqué y vi. Desde entonces no veo más que aquello. El globo sobrevoló una
abrupta plataforma de márgenes biselados sobre la que resaltaba el grotesco contorno de una letra: la
insidiosa erre mayúscula que rajaba el pecho del Cristo desmembrado, aunque no
la misma; ésta era una abominable antepasada de nuestro decimonoveno signo, de
asta sinuosa y cola trunca, superviviente del impío alfabeto que remedaron
los demonios en las ruinas de Babel. Debía medir cincuenta metros de punta a punta, por otros veinte de ancho y al menos diez de alto, pero no confío en estos números como tampoco confiaba en mis sentidos. Vi también oquedades, sentinas donde se acumulaban
siglos de escoria, inmundos pólipos burbujeantes de espuma, graderíos legamosos que
trepaban al mellado relieve. Y allí, restregándose y babeando sobre el vil carácter en un frenesí blasfemo, vi a una legión de minúsculas criaturas, parásitos acéfalos de carne gris y flácida, que lo untaban con un tósigo que chorreaba por las cornisas, bruñéndolo con sus vientres y ultimándolo para la impresión... [el párrafo que sigue ha sido aniquilado a tachones furiosos que casi rasgan el papel, pero todavía se distingue la frase final: Y no quedará nada incorrupto]
Dejé caer el catalejo y grité a Estrada que descendiera de inmediato; casi provoqué un incendio al jalar, sin poder dominarme, la cadena de uno de los quemadores. Vomité apenas hube salido de la cesta, desnortado y sin aliento. Volví a la ciudad y liquidé mi cuenta en la fonda, agarré el equipaje y huí tan rápido como me dieron las piernas. A la noche, medio muerto, sin saber cuántos kilómetros había recorrido, me recogió un transporte de aves que se dirigía a Budapest.
Dejé caer el catalejo y grité a Estrada que descendiera de inmediato; casi provoqué un incendio al jalar, sin poder dominarme, la cadena de uno de los quemadores. Vomité apenas hube salido de la cesta, desnortado y sin aliento. Volví a la ciudad y liquidé mi cuenta en la fonda, agarré el equipaje y huí tan rápido como me dieron las piernas. A la noche, medio muerto, sin saber cuántos kilómetros había recorrido, me recogió un transporte de aves que se dirigía a Budapest.
Las bondades que nunca se le
reconocerán al mercado negro me han permitido obtener un pasaje en el Margot,
de bandera canadiense, que zarpa desde Bournemouth con destino a Colombia
dentro de una semana. Allí me juzgará Dios, según mis designios. Allí
despertaré. He considerado dar al fuego este testimonio, pero una fuerza
interior que debo obedecer quiere que permanezca en Inglaterra, cuna de
incrédulos, como precaución o como indicio. Así sea. Lo he contado todo, excepto por qué he tardado tanto en decidirme. No lo revelaré aquí ni jugaré a las adivinanzas,
pero sabed no se ha debido sólo al cansancio. Ruego a los santos arcángeles que
os bendigan y velen por vosotros, que nunca os retiren su mano y tengan siempre
presta la espada.
S.
F.
*
* *
Así concluye la crónica del
profesor Santos Ferrer. Había otra página con un plano
rudimentario y las coordenadas de la ciudad, pero preferí romperla; la
narración es más que suficiente –o tendrá que serlo– para cumplir con la
póstuma tarea que mi amigo se encomendó. Agrupé de nuevo las cuartillas y elegí un mejor
sitio donde esconderlas; después, utilizando la puerta de su despacho, salí al
jardín y respiré. El aire ya sabía distinto.
Correspondía entonces
hacerse molestas preguntas. ¿Por qué esa insistencia en llamar Bloque a
algo que era infinitamente más execrable y turbio? ¿Era aquella la única o habría otras letras diabólicas ocultas en selvas vírgenes y enterradas bajo desiertos inexplorados? ¿Qué eran en
realidad aquellos seres mórbidos y cómo alcanzaron la inalcanzable cumbre?
¿Había un riesgo en posar los ojos sobre la letra impresa que tanto aborrecía
el Círculo de Cangjie? ¿Fue la impostura de esa sociedad fetichista un grito desesperado de socorro? Y más importante aún: ¿qué pudo asustar a Ferrer hasta
el extremo de querer matarse después de las cosas que había visto y con las que
aprendió a vivir durante casi veinte años? La respuesta aguardaba no muy lejos, en el parterre al que daban los ventanucos del sótano, exhibiéndose sin
vergüenza; el azar que premia al fisgón, de nuevo, jugó en mi contra. Ahora lo
entendía todo, y por eso ahora no duermo. Justo allí, emergido de simas
primordiales y vedadas donde la historia del mundo no se escribe por hombres ni
para hombres, el azul de los fétidos líquenes había estrangulado a las rosas.