domingo, 17 de abril de 2011

Endless Ness

No tendré nunca un retrato de este instante. No habrá ocurrido para mí en los años prometidos –tiene veintitrés: aún es joven, tiene toda la vida por delante, tú no te preocupes–; desaparecerá mucho antes, dentro de nada, y no quedará ni humo, no hará ni muesca; la senectud hurgará con saña, pero sólo se manchará las manos de polvo, se masturbará frente a otro recuerdo desangrado. Ni siquiera estoy seguro de que pase ahora, cuando lo vivo. ¿Será verdad que llego a verlo, que realmente alcanzo el quicio, de puntillas sobre las uñas? Apenas oigo la zambra frenética que debería dolerme en los oídos, que tendría que tirarme al suelo con sus temblores, cuya melodía destiñe corcheas en la presa de mi mano. Al final de la partitura, mi nombre. Y la fecha de hoy. Me rodea la humedad de una taberna en Escocia.

Qué serena se ha vuelto la juventud, a qué apetecible baño invita, deslizándose rastrera por la tubería que obstruye un colesterol tolerante. Pero me resisto, a duras penas; con lo que puedo. La esperanza que yo calzo tiene la forma de una caravana de cíngaros que al calor del verano responden con violentos rabeles, y se pierden con la tarde en una playa cerca de Gibraltar, pegadita a África, casi África, casi niebla, donde alucinan sin culpa con un desfile de guanacos fluorescentes. Se va el sol y los sigo por la carretera; aún se vislumbran, de cuando en cuando, allá a lo lejos, ráfagas ebrias que me buscan lo tierno como puñalitos. Me da por pedir un deseo. Apago los ojos. Deseo que crezca en el centro de la moraga ese olivo de la historia. Dice el abuelo que hay un olivo, no sé dónde pero no importa, importa que existe, que puede ser en algún sitio, que alguien lo ha visto, a lo mejor, o a lo mejor también se lo contaron, no lo sé, un olivo que echa sus raíces en la nube más grande del cielo, ahogándola como una escolopendra de patas de madera, montándola salvaje, exprimiéndole un rocío viscoso y nutritivo que cae hacia arriba, hacia las aceitunas, gordas y redondas como sandías de esmeralda, tatuado el verde comestible con todas las letras del alfabeto, del nuestro y de los otros, de todos, que luego en el molino, machacaditas, escriben un libro líquido que fluye en páginas de oro hasta un punto que nadie ha puesto todavía, y dice también mi abuelo que con pan y ajo, tomate y un poquito de sal, está que quita el sentío [sic].

He leído mil veces ese libro, con pan y lo que no es pan, siempre con ansia, al filo del vómito, en serio, y nada de nada. Ni una revelación, ni un adelanto; ni un mísero tráiler. Se me escapa demasiado rápido y me pilla, para qué negarlo, con menos ganas que fuerzas. Que se vaya. Voy a pasear tranquilo por esta orilla. Aquí estoy en paz, estoy bien, no tengo problemas, arena y agua, agua y arena, repetición sencilla, rutina automática, soledad de jaez transparente, sordo, que me acompaña, que me lleva subido a la grupa, ¿dormido?, hasta la puerta de la torre. Tampoco esta torre la conoceré mañana. Es alta y poderosa, de piedra negra y junta blanca, o medio gris. Tal vez sea una chimenea. Conmueve la obstinación con la que se empeña en seguir en pie, rodeada de tallos partidos de otras torres, emergiendo insolente de una hemorragia de ladrillo, como si se estuviese estirando para pulsar el botón rojo que enciende todas las guerras. Entonces cruza de repente ante mis ojos, desenrollando un cachito del Sáhara, a toda pastilla, una bodega móvil que se alumbra el camino con la estrella de Mercedes, derramando lagunas de moscatel hasta que alcanza la Ciudad de los Borrachos con un triste esqueleto de vinagre, y todos lloran, y el muecín llama a la oración, dios es grande, y en la parte derecha de la cara se me pone color de sueño. ¿Dónde se ha ido la torre? Desparece. Como vino, se marcha. Se arrastra mar adentro como un caracol desahuciado de su concha, rendido, vendiendo su baba a un consorcio cosmético a cambio de una lata vacía de Fanta, sabor limón. Aún huele.

Salgo de ahí. Me tumbo a pasar la vigilia de los justos a la sombra de una carpa que parchea las estrellas. Alguien a mi vera chamusca un par de espetos. Me da por mirar y veo, y sé que luego ya no lo veré más, un grano de sal que el fuego lame con lujuria, creyendo que nadie se da cuenta, que está solo mientras acosa al diamantito helado, con el rosario escapándosele de los dedos, balbuciendo pasajes de la Biblia hasta que el pescado se termina de hacer y una mano, quemándose, se lo lleva a la boca, lo muerde y lo deshace en átomos de miedo. Qué rico. Qué fácil parece, y qué cortés. Hay genocidios cada día, tan livianos, tan mínimos, tan elegantes como un tango sin pareja, chamuyando una casete palabritas de Discépolo, que parece que no suceden, o que se escurren, más bien, por alguna reja de la vista y caen en una cloaca, chof, y se confunden con el resto de los restos, se pierden sus principios, sus nudos y sus desenlaces; en la contraportada del catálogo de esquelas, luego, puedes toparte con un anuncio de crema facial, Rejuvenil devuelve la tersura a tu piel [sic], muy manido, piensas, pero cuando te fijas en los tres primeros números del teléfono que aparece al pie, 6, 5, 0, te das cuenta de que es el precio exacto a que va el kilo de sardinas: seis cincuenta, que ya está bien. Suerte que yo no arrugo periódicos ni me dedico a advertir casualidades. Yo no permito que los significados ocultos me toquen; los repelo con potentes insecticidas. Abro un cajón cualquiera y saco un álbum de fotos. No juzgo. Ojeo un rato, página tras página, y conforme avanzo voy descomponiendo el horizonte de su historia en piezas de Lego, rojas y azules, la junta negra, o medio gris. Construyo un arco que pisa Madrid y Buenos Aires, sobre el que el caballo de Franco, con un clavo a punto de soltarse en la herradura de plastilina, orina un río bravo y caliente que la Calle Larios encauza en un silencio del jueves santo, herida la noche por el dolor de María Santísima de la Esperanza, fajín de Estado Mayor, descalza por una alfombra de romero y cáscaras de pipas, escupiendo impúdica una lágrima que, recubierta de cera, hecha una bola, disparan arcabuces legionarios y rematan en Vietnam, en Afganistán, en Cascorro, a la estatua del soldado desconocido.

Cierro el álbum y me preparo una hamburguesa. No sé dónde estoy ahora. Tarda un minuto y medio en el microondas. Le doy un mordisco. El queso fundido se me pega a la lengua y al paladar. Observo el techo; me suena. Mientras espero a que se enfríe pienso en esas manzanas que vendía la vieja, moño alto, barnizadas de caramelo en la plaza de Uncibay. Pienso en ese gusano atrapado dentro, encerrado en una crisálida de azúcar, huyendo en laberintos espirales hasta darse de cabeza contra un muro, sin atravesarlo nunca, muriéndose de rabia y de aburrimiento. Pienso en ese gusano que agujerea los intestinos que llenan el ataúd; no sabrá nunca del esponjoso acolchado. Bebo un vaso de agua. Ya no hay más hamburguesa. La lengua raspa la ternilla cojonera que se agarra al diente. Escucho. El rumor de toros en estampida se abre paso por las diagonales anchas de la dehesa, esquivando rocas y acebuches, cuesta abajo, espantando a los cerdos que hozan despistados y a un organillero vestido de astronauta, United States of America, que toca a manivela lenta Set the controls for the heart of the sun, de Pink Floyd.

Pronto llegarán aquí. Vendrán volando. Conducirán deportivos italianos descapotables, apretados de rubias núbiles. Arrancarán la hierba marrón, casi una pasta, romperán las copas y soltarán los flejes de las últimas barricas. Se inundará la Malagueta y con un ruido sinuoso serán ceniza los júas plantados durante la madrugada, rellenos de versos de Verlaine y Cavafis, que ardieron en tirabuzones castigados de rebujito de absenta, que cocinaron chorizos parrilleros en el zaguán del Palacio de Villalón, hoy Museo Carmen Thyssen, aportando contenido calórico al arte aún demasiado magro, y desde allí fueron en rigurosa fila india al vertedero municipal a solazarse con ruinas estrambóticas, descubriendo reyes insepultos en el Escorial de los desguaces, echando a la piscina de los lixiviados tanzas aparejadas con el garfio de una percha para pescar a Nessie, al monstruo del Lago Ness, o sólo para fabricar burbujas, antes de sentir en el pecho desatado la sutura total de la cornada. Ya me tiene a su alcance. Ha ignorado la playa y el alarido de los chirimbolos, las sortijas de los gitanos; me tiene querencia desde la primera fotografía, desde el brillo en las cadenas del columpio. Se acerca. No deja nada tras de sí. No tendré nunca un retrato de este instante –eso dije–; de la raya para acá empezará de nuevo: ya está seco el brochazo que pintó el aquí fue Troya. Pero se retrasa. Se dilata; se divide en infinitas pantallas de cine. Previsible. La vida es como un tenedor cargado de espaguetis: nunca sabes cuándo se va a acabar.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

Me gusta muy muy mucho si , si ^_^