viernes, 8 de abril de 2011

El inventor de títulos

El inventor de títulos era un hombre bastante normal. Normal en el sentido en que pueden serlo una calabaza de noventa kilos o un huevo con siete yemas. Extraordinarios, sí, pero no sobresalientes. Diferentes, si se quiere; monstruos indoor que sólo impresionan entre los conocidos y como pasatiempo de fin de semana. Este tipo de normalidad le sentaba como un guante, ya que a pesar de su irrepetible talento nunca le gustó destacar demasiado. Era uno de esos genios alérgicos a la fama y siempre temerosos del juicio despiadado de las multitudes. Una rata de biblioteca, bicho de costumbres solitarias, capaz de disfrazarse con asombrosa frecuencia de persona común para evitar chismorreos incómodos. Su actitud quedaba plenamente justificada por la naturaleza de su arte, que bien podía ser fácilmente malinterpretado, confundido con la mera pretensión del escritor moderno, que suele entender la concisión del minimalismo como una licencia para engordar libros a razón de frase por página. No era éste su caso. Sabía perfectamente lo que quería decir y cómo quería decirlo, aunque rara vez sus textos alcanzaban el segundo renglón. La suya era una literatura lacónica, calculada, o mejor dicho, quirúrgica: siempre directa a la esencia de las palabras –o de la palabra–, atacando el tuétano, sin entretenerse en los pasadizos del lenguaje; analítica, incluso sagaz: profética, interesada en la diagnosis precisa de la evocación; pero nunca, bajo ningún concepto, humilde. En una sola línea conseguía agrupar todas las posibles y necesarias lecturas –y relecturas (e interpretaciones)– de una obra aún por desarrollar; todos los matices, toda la riqueza expresiva en su esplendor más prístino, sin relumbrón, sin atropello, en un orden tan nítido y lógico, tan intrínseco, que añadir más podía ser, y debía ser, tildado de superfluo. Por eso el inventor de títulos jamás completó un relato breve, o un cuento, ni mucho menos una novela –género que despreciaba debido al vicio invariable de la reiteración–. De hecho, por lo que sé, ni siquiera lo intentó. Era suficiente con escribir el mejor principio, el único, y tener la certeza de que los más esmerados finales no llegarían a ser dignos de él, a cumplirlo. Aspiraba, eso sí, a componer el título ideal, inalcanzable, que estuviese por encima de todos y los resumiese a todos, sublime, frágil y efímero, tras el cual no cabría más que el silencio eterno. Hacia el final de su vida razonó que tal título no podía existir, pues pronunciarlo, siquiera imaginarlo, haría impertinente el propio universo.

Una tarde, mientras charlábamos con él en una cafetería, cansados ya los ojos por el esfuerzo de la búsqueda, habiendo dejado tras de sí inspirados intentos que hundirían la moral de los más aclamados autores, conjeturó que tal vez su grial no fuese una combinación de letras –había renunciado tiempo atrás a la eventualidad de un idioma en concreto–, sino más bien de un simple trazo, certero, vibrante como un rayo. O tal vez sólo del modo de sostener el lápiz sobre el papel el instante antes de reproducirlo.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:OOO ¿te has dado cuenta que tu creación te insulta? Jijiji

:*