martes, 12 de abril de 2011

Cualquiera vale

Una niña va a la feria con sus padres y tras mucho insistir consigue que se suban con ella a la noria. Cuando la cabina llega a la cúspide, en lugar de asomarse un poco por la ventanilla y mirar abajo como hacen los demás, cierra los ojos y se imagina un cuento.

En un prado de hierba suave y frondosa, bañado por el sol, rompen la monotonía del verde los restos de un antiguo pozo, negro como la noche y más profundo que el océano de los sueños, donde un anciano rey escondió, siglos atrás, un cofre que contenía el mayor de todos los tesoros acumulados tras una larga vida de guerras y aventuras. Junto al brocal en ruinas crece un granado gigante; tan grande que, a veces, las ramas más altas de la copa enganchan las nubes que vienen cargadas de agua, robando la lluvia a los pueblos cercanos. Llegada la época de maduración, el granado deja caer al hoyo algunos de sus frutos, que se rompen y desperdigan al chocar con el fondo, inundándolo todo de pepitas rojas. Con el correr de los años el pozo se acabó llenando, y ocurrió que un caluroso día de primavera el sol derritió las pepitas y el cofre perdido flotó a través del zumo y del tiempo hasta la superficie, donde lo encontró la hija coja de un pobre campesino. Al abrirlo descubrió que en su interior había otro arcón, y dentro de éste otro aún más pequeño, sobre cuyo cerrojo había unas palabras grabadas en una plaquita de bronce. El único tesoro es aquel que necesitas sólo en este momento.

Lo que el rey había guardado, envuelta en algodones para evitar que un mal bamboleo la rompiera, fue una sencilla copa de cristal. La chiquilla la tomó entre sus manos con lágrimas de emoción y la hundió en el pozo para llenarla de aquel jugo refrescante, contenta de tener algo con que aliviar su sed sin necesidad de regresar a casa. Luego, cuando atardecía, se acercó a la orilla del río, apartó con ayuda de una concha la tierra húmeda hasta que el agujero le pareció lo bastante hondo, puso allí el menor de los arcones, se descalzó y dejó dentro una de sus sandalias de esparto, cubriéndolo bien todo antes de irse. Aquella noche soñó que un hombre de la gran ciudad perdía un zapato al intentar cruzar el río. Sonrió, satisfecha.

La noria rueda varias veces más hasta que la fantasía termina. Camino de vuelta los padres se fijan en que la niña parpadea más de lo normal, como si algo se le hubiese metido en el ojo. Una semana más tarde, al no remitir el síntoma, la llevan a la consulta y le hacen un par de pruebas. El primer médico la deriva al segundo, y éste a su vez al tercero, que finalmente da con el diagnóstico. Utiliza una palabra muy rara que la niña no ha escuchado nunca, pero que le suena a nombre de bruja mala. Glaucoma.

El padre trata de consolar a la madre, incapaz de sostenerse ante el terrible anuncio, abrazando a su hija como si fuese ya la última vez que la siente contra su pecho. Después de una hora muy aburrida en que los mayores no han parado de hablar, el señor de blanco, que se sienta tras la mesa llena de papeles, mira a la pequeña y sonríe. Algo cautiva su atención desde hace un buen rato. Un cuenco de bronce, lleno de caramelos. Amablemente se lo ofrece y le pregunta:

–¿De qué sabor te gustan más?

–Cualquiera vale–, responde ella, radiante de felicidad.