miércoles, 6 de abril de 2011

Dependencia

Al Rey lo tienen en una habitación bajo tierra, sin ventanas, atado a una camilla y salvado del exterior por una melena de tubos que horadan su carne, unos rojos, otros amarillos, algunos azules y pocos blancos, que le rellenan y le vacían a diario el escombro de vida que le queda, hinchándolo levemente por las mañanas, como una bolsa inflada por la brisa, y evacuándolo a la noche, sin miramientos, hasta que se vuelve del color del papel, adornado con la pureza de la última página, para que los funcionarios puedan seguir planificando, sobre sus prolongados aunque discretos estertores, la gloria de la nación.

Son cuatro los que se sientan a la mesa, en el piso superior a la cámara real, con el monóculo firme, todos presumiendo de frente despejada, mentón prominente y barriga aristocrática, luciendo constelaciones de óxido sobre las solapas y con jirones de nobleza cruzándoles el pecho, atentos como alumnos aplicados al menú que se sirve sobre la vajilla de plata, mirándose unos a otros con las lenguas ardientes, con los labios trémulos de emoción, llegando en silencio al acuerdo tácito de que no serán necesarios los cubiertos dorados, que entre caballeros esas cosas pueden disculparse, y sin esperar a la oración se lanzan sobre los asados, sobre las patatas y los salmones, hincando dientes adamantinos en ostras incalculables, hundiéndose en las salsas y limpiándose con vino los lamparones, que como nuevas credenciales presentarán luego a su majestad junto con el informe del último semestre.

El Estado marcha formidablemente, aseguran, mucho mejor que en el ejercicio pasado y todo hace pensar que la cosa mejorará en el siguiente, le dicen, susurrando a media luz, a media sombra, sin que el Rey les pueda ver las caras de satisfacción, las sonrisas de escualo con que se regalan afectuosos golpecitos con el codo, abnegados, sufridos, entregados padres de la patria, próceres del reino y acrisolados defensores de la virtud y la justicia, héroes de bronce animado que velan por el mantenimiento de la paz y el imperio de la ley mientras el monarca, a quien dios guarde aún por muchos años, se encuentra impedido para el desempeño de sus regias prerrogativas, incapaz de proporcionar a su pueblo el gobierno que sin duda bien merece desde su lecho de vejez, el trono del consuelo burocrático, donde poco más alcanzan sus fuerzas que asentir al gesto de sus ministros, que entienden otorgada la licencia de tomarle la mano, asirle la pluma y ayudarle a firmar el decreto, os contempla la historia, señor, afirman.

Hay por la capital, al final de cada calle, una iglesia donde se ruega por el sosiego del tránsito del Rey y se dicen misas por la eterna salvación de su alma, donde se intercalan homilías con panegíricos muy inspirados, con ciertos rasgos poéticos bien medidos, libres de frívolos versos, en los que se glosa la fortaleza y el valor del augusto soberano que, en el cantil de la muerte, persiste en el trabajo y el voluntarioso servicio al país que tanto amó y que tanto amor le demuestra, depositando donativos en el cepillo de los templos al terminar la ceremonia, decorando con flores frescas su efigie colgada en los principales edificios, en los parques, en los colegios, leyendo en clase los niños redacciones ditirámbicas con faltas de ortografía, llorándole a sus madres el sincero dolor por un hombre que sólo han visto en el revés de las monedas, del que oyeron hablar mucho a sus mayores sin escuchar nunca su voz, y que ahora se apaga en silencio, en un lento otoño de la civilización, habiendo olvidado hace demasiado tiempo quién fue y qué hizo.

Las palmas rollizas hacen un ruido asqueroso al chocar, aplastando moscas polvorientas, como si estuvieran cubiertas de grasa y salpicasen, pero nadie protesta, nadie lo nota porque son así todas las palmas, todos los aplausos pringosos que se escuchan en el parlamento cuando el presidente acaba de presentar la moción, que secunda el pleno de los diputados como si no hubiera más que un partido, el partido del sebo, de la ceba orgullosa e irreprochable, un lodo político en el que se revuelcan, estallando de contento, trescientos cincuenta representantes electos democráticamente que detentan el poder legislativo en nombre del Rey y para beneficio de los ciudadanos, compatriotas, que entonando himnos y encendiendo velas en históricos altares servirán el festín que deleita a la piara y lubrica los engranajes del progreso, siempre adelante, sin desfallecer, hacia un mañana más grande y hermoso, un futuro en el que los sueños se cumplan, en el que mane la felicidad en forma de vivienda y trabajo, a nadie faltará su plato de habichuelas y otros eslóganes pegadizos, que a rebenque de esperanza echa a andar el invento, se acepta sin chistar como el menor de los males, luego votos a favor tantos, en contra tantos pero pocos, se aprueba la ley y sonría usted, por favor.

Está la corona desmayada, como la flor del famoso poema, sobre el cojín de una butaca carcomida, apagado su radiante esplendor de otras épocas cerca del cabezal, alumbrando apenas los rescoldos una conversación que se precipita, palabra a palabra, con inclemencia de granizo, sobre la testa desnuda del anciano príncipe cristiano, sedado tras la quinta crisis de la semana, su corazón no resistirá otro golpe tan contundente, osa informar al gabinete el médico venido del extranjero, ya no se puede hacer nada más, la medicina no puede revertir el estado en que se encuentra su majestad, a duras penas podemos hacérselo tolerable, y qué sugiere usted, pregunta un funcionario, actuar con humanidad y desconectarlo para que deje de sufrir, responde el anterior, es lo que dicta el sentido común, caballeros, lo único decente que se puede hacer, ahora se adelanta otro engalanado miembro de la administración que, limpiándose las gafas con el paño de la corbata, recita de memoria a garganta picante los artículos primero a cuarto del código penal, que establecen la pena de treinta años de prisión a quien obrare, conspirare o por omisión provocare la muerte del Rey, agravantes por brutalidad a un lado, y con la amenaza planeando ligera por la habitación cargada, pálido el personal sanitario como sus batas inmaculadas, sale en perfecto orden la comisión a tiempo de asistir a los protocolarios actos benéficos que figuran en la agenda del día, no se olviden de cambiar los tubos, dice el que cierra la puerta.

Lo hacen, desde luego, y sin demorarse más de lo prudente extraen todo el cable viejo y lo sustituyen por otros modernos cables, finas tuberías encargadas por el gobierno que al acoplarse, al contacto con la real persona, se agitan como tentáculos histéricos y crecen, crecen hasta desbordar la habitación y toda la planta, reptando a través de la galería, abriéndose paso por cada hueco del sótano hasta que el espacio es insuficiente, pasando entonces a derribar las paredes para acomodar su gigantesca estructura y no taponarse en nudos, enroscándose en los pilares y las columnas para alcanzar el acceso del complejo y quebrantar sus cierres de seguridad, emergiendo como una erupción festiva hacia las abiertas calles del reino, por las que se extienden y multiplican en alambicados conductos capilares, como una arteria comunal, pública, que irriga ya no sólo las ansias de los cuatro comensales obesos, sino a toda la población, a todos los fieles súbditos, a todos los animales y alimañas, mamando con fruición de las nutricias cánulas umbilicales, alimentándose de los desechos del Rey sin la menor expresión de arrepentimiento, siquiera de gratitud, entre las lágrimas, borrando del idioma y del sentir la palabra necesidad, desplazando la carencia a lejanos ámbitos, mientras plácidamente transita el jardín de las edades una sanguijuela, brillante, interminable, escoltada en solemne procesión por severos policías en uniforme de gala.

Una noche el sacerdote de la capilla privada es requerido por una piadosa enfermera para administrarle el viático al casi difunto, y lo halla en tan inefables circunstancias –como tantos otros, todo lo desconocía o se esforzaba en desconocerlo– que corre a quejarse al director general de la instalación, no se puede consentir una cosa así, es inaudito lo que aquí abajo está ocurriendo, alguien debería poner orden y depurar responsabilidades, y demás razones por el estilo que no conmueven al bigote ni al corazón del corpulento ciudadano ejemplar, quien sirviéndole un trago e invitándole a tomar asiento, derrochando maloliente condescendencia, se limita a explicarle, camarada, que no son necesarias eucaristías ni santos óleos, que según la actual normativa, que mucho le convendría repasar, en el nuevo Estado un rey puede permitirse el lujo de morir, pero el Rey es imprescindible, oficialmente inmortal, por tanto, a todos los efectos jurídicos y no jurídicos pertinentes, quiéralo o no, dado que le corresponde, como se lee en la constitución, la responsabilidad final de proteger y sostener a su pueblo, y eso es precisamente, camarada, lo que su majestad está haciendo y hará, hoy y siempre, pase lo que pase, por todos nosotros, ¿le queda claro?

Mucho después guerras extrañas variaron el trazado de aquellas fronteras e impusieron un sistema nuevo, más ecuánime que el antiguo, en teoría, que no logró prosperar debido a la reacción de las masas, quienes, esquilmados los vestigios de la monarquía, imploraron con desespero, con amor, con hambre, la tiranía de otro Rey.

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