miércoles, 20 de abril de 2011

Déjà vu

Hay un hombre sentado en el sofá, camiseta negra y pantalón de chándal, una pierna flexionada sobre la otra. La mano izquierda cruza el torso para hundirse en un bol de palomitas, compartido con la mujer que se sienta a su lado; la mano derecha sostiene en alto el mando a distancia. Las pupilas ensartadas por el fulgor catódico del televisor permanecen fijas en un punto vago, más allá de la pantalla, indiferentes al rápido discurrir de las imágenes que cada vez le parecen más un bucle de tarjetas de un test de Rorschach, ajenas por completo a cuanto sea seguir el hilo de la película. Se incorpora un momento para acercarse la mesa y coger el vaso de Coca Cola. Es un movimiento fácil, prácticamente automático; se hace sin pensar, todos los días, a todas horas, en cualquier sitio. Estirar el cuello, adelantar la columna, extender el brazo. Eso es todo. Sin embargo, cuando este hombre inicia el proceso, a mitad de camino un latigazo muscular lo detiene durante 0’36 segundos en una postura idéntica a la del primer modelo que Rodin bosquejara para esculpir El pensador. Prevenida por la onda leve de una epifanía estética, la mujer consigue hacerle una foto con el móvil en el momento exacto. Gira el teléfono y la ve. Le arranca una sonrisa. Decide guardarla en memoria. El archivo pesa menos de un mega y, transferido al disco duro del portátil, es renombrado como tiron_casa.jpg. Al día siguiente aparece ya establecido como fondo de escritorio, moteado de iconos multiformes: puertas que principian recorridos virtuales (y circulares) que desembocan insistentemente en el mismo mar de píxeles, como un núcleo nietzscheano al que toda la información quiere retornar.

El hombre estudia la imagen. Matices borrosos por la insuficiente resolución de la cámara se muestran ahora vívidos, definidos al detalle; una luz desconocida resalta la curvatura de los volúmenes, perfila los contornos con un bisturí hiperrealista, afilado y preciso, que destapa nuevas calidades. Lentamente se obsesiona con su perfección expansiva. Dedica varias semanas a aprender hasta el rasgo más insignificante, a consignar en un catálogo privado cada oscuridad, cada claridad, cada arruga en la ropa, el último cabello desprendido. Cuando la imagen se le acaba comprende en seguida que sólo queda una opción: repetirla. Gasta todo un mes reproduciendo minuciosamente el escenario que muestra el ordenador. Ordena los cojines sobre el sofá, ayudándose a veces de una cinta métrica para asegurarse de que respeta las proporciones originales. Vacía litros de refresco buscando la medida concreta de aquel vaso genuino. Ensaya frente al espejo una expresión que se empecina en huir de su rostro, rescatando en ocasiones gestos insuficientes. Una mañana anuncia a la mujer que ha dejado el trabajo, que necesita más tiempo para su proyecto (así lo llama), que ya le falta muy poco. Apenas duerme. Prueba una media de ciento sesenta combinaciones a diario, pero los remedos sólo penetran la membrana más externa de la imitación, que es la semejanza. Se desazona. Como cualquier ser humano, al final, conoce su límite y renuncia. Acepta la inutilidad de sus esfuerzos; se redime. Pone orden en su vida; recupera el empleo y se reconcilia con su mujer. Una noche ambos vuelven a ver aquella película a la que entonces no prestó atención. Le invade una oleada de pánico al descubrir que su retina, y controlando a su retina el cerebro, se niega a procesar un guión que persiste en presentarse como una sucesión anodina de escenas difusas, inconexas, desprovistas de sentido, y prefiere perderse en algún pensamiento ligero y cándido, distrayéndose. Advierte que a su lado, entre los dos, hay un bol lleno de palomitas que se lleva a la boca con la mano izquierda; con la derecha sujeta el mando a distancia. Lleva puesto el pantalón de chándal y la camiseta negra; una pierna cruzada sobre el muslo de la otra. Una gota de sudor frío le va ardiendo espalda abajo; todo confluye hacia un instante único y doble. De pronto, cuando se inclina y siente otra vez el calambre, se da cuenta de que en la mesa no suda ningún cristal. No hay vaso de Coca Cola. De alguna forma entiende que se ha salvado, que ha abortado el desastre. Suspira de alivio.

Pasan los años y el hombre aprende a convivir con un terror íntimo y constante a desaparecer. A reiterar por accidente un hecho singular, un nudo de los cordones, una caricia, una pasada del peine, un acorde de la guitarra, una temperatura del café, un bigote, y desvanecerse en la intolerable duplicación. Hace añicos los espejos, que tan buen servicio le prestaron, por miedo a mirarse y revelar una mueca antigua. Atiborra los armarios y el canapé con surtidos estrambóticos de camisetas y pantalones, aferrándose a la esperanza de no reincidir en algún conjunto. Teme acostarse con su mujer y reconocer inesperadamente un gemido, una sonrisa, un estremecimiento. Pide el divorcio; lo obtiene sin demasiadas lágrimas. Repara en que también teme despertarse solo y encontrar las gafas en el mismo ángulo que ayer, o que hace un lustro, sobre la cómoda. Evita las rutinas, los circuitos; no tardan en despedirle y embargarle. Deambula por los rincones de la ciudad acosado por la sospecha de su doppelgänger, sin detenerse, sin darse oportunidad para el recuerdo, para la imagen. La imagen (cree) aprisiona a la mente en una costumbre, en un afán violento por tender al arquetipo. No cabe otra manera de existir (cree) que forzar cada segundo una postura distinta, dibujar sombras cambiantes, complicando el argumento del mundo y agotando las fórmulas hasta que otra foto se convierte en el centro de la vida.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
Muy original e interesante si, si :D