viernes, 1 de abril de 2011

Imaginario

Imagino –no es inocente la palabra, como se comprobará en el decurso de esta narración– la sala amplia, de un rojo oscurecido por el tiempo las paredes, lámparas de cristal, casi muertas, colgando del techo decorado con molduras que representan escenas de la mitología persa, el suelo enmoquetado en cobalto, frío, como una leve capa de nieve azul derritiéndose bajo las hileras de asientos, dos filas de a diez hasta el horizonte de la salida, tapizados en damasco y brazo de nogal duro, el libreto en octavo mayor con grandes y elegantes caracteres dorados al alcance de la mano, junto a los binoculares, y al fondo el escenario. Vacío.

Imagino una multitud en silencio, a la espera primero, luego confusa, más adelante, tras preguntar la hora, ojear el reloj e intercambiar dos o tres palabras con el vecino de localidad, quien hasta el momento no existía, como súbitamente materializado por la necesidad del diálogo, del eco apenas, imagino entonces una muchedumbre, una masa tensa y poco amable de espectadores que se animan al murmullo, comedido, al comentario airado, incontinente, hasta el insulto directo y sin rebozo, energúmeno, cuando todos los presentes recuerdan a la vez, coordinados en la colectiva indignación, el precio de la entrada, o creen recordarlo, quizás en un sueño, nublado por la ceguera que rodea al deseo una vez se cumple, y sintiéndose estafados reclaman una explicación que justifique el retraso y alce finalmente el telón. Caído.

Imagino la sonrisa burocrática y conspiradora de los acomodadores, acomodados a su papel de verdugos, escapando por una puerta lateral, encerrando al público entre gestos de sorpresa, como cercas de alambre, que son ahora muecas de histeria, muros demasiado gruesos, al comprender que no hay ni habrá respuestas, al tener la certeza palpable de que nadie queda para recibir los gritos, pero sí para darlos, muchos, muchísimos, y la incógnita es hasta cuándo, porque en las dos hileras de asientos, dos filas de a diez, están presos todos cuantos respiran en la platea, misteriosamente adheridos a la butaca como la costra a la herida, sin que ningún esfuerzo pueda desplazar un mísero milímetro de cuerpo hacia adelante o arriba, fijos sin violencia, fusionados, compelidos a maravillarse con el macabro espectáculo de su propia y absurda desgracia. Asustados.

Imagino entonces, pasadas las primeras horas de la negación, y tras ella la lucha, el cansancio, el desánimo, asentada de nuevo la calma con la resaca del pandemónium, en jadeante resignación, por boca de un anónimo cautivo la sugerencia, tal vez patética, tal vez brillante, engendrada por un sentimiento que aprieta con más fuerza que el pánico, o aún el hambre: el aburrimiento, de jugar a cualquier cosa para pasar el rato y matar el tiempo, alguna distracción con la que poderse evadir, ilusoriamente siquiera, ya que físicamente se ha comprobado empeño inútil, de la penumbra moral y espiritual que poco a poco los atenaza hasta la asfixia, que los consume, y propone igualmente la misma persona que el juego consista en imaginar, sobre las tablas desnudas, frente a la concha desocupada, bajo los focos apagados, en un ejercicio de máxima concentración, la obra con la que apenas unos minutos antes iban a deleitarse. Íntegra.

Imagino que alguien, ofendido por la indolencia del gracioso, censura su frívola actitud, incapaz de apreciarla cándido consuelo, diciendo: no somos niños para andarnos con tales tonterías en un momento como éste, o bien: tenemos cosas más importantes en las que pensar, o acaso: lo único que yo quiero es irme de aquí, y más frases por el estilo pronunciadas, en la mayoría de casos, con el amargo e inconfundible acento de la nicotina imposible, por unos labios pegajosos que se secan al calor de la humanidad concentrada, haciendo un ruido obsceno al separarse para hablar, un desagradable soniquete que resulta insoportable para casi todo el teatro, provocando que acá y allá se disparen increpaciones a quienes siguen gastando saliva en balde, intimidándoles, o intentándolo al menos, con amenazas inmóviles, con agresiones congeladas en un rictus de furia que no explota, una batalla incruenta que desgasta las últimas pasiones y deja a su marcha una pausa de reflexión en la que todos, sin excepción, terminan cediendo. Derrotados.

Imagino a los reticentes trabajando junto a los entusiastas, sudando al alimón por traer a escena la primera imagen: una mano enfundada en algodón blanquísimo que muellemente abre la cortina de sangre, dejando ver un paisaje totalmente negro, sin dimensión, que muy despacio, despacito, para no alarmar, va dibujándose conforme al deseo inconstante de los rehenes, que se concreta ora en árbol, ora en casa, ora en rinoceronte, carentes de color y movimiento, metas todavía demasiado lejanas para unos primerizos en el arte de la figuración obligatoria, pero no se dejan vencer por la dificultad, no ésta vez, nunca más, y persisten en moldear la nada del espacio común para que afloren, libremente, dispensadas de todo criterio, norma o recato, cuantas extravagancias bullen en el interior de cada ser humano, que contribuyendo en la medida de su coraje, más que de su buen tino, a pergeñar esta génesis atroz, es ya irremediablemente actor, director y decorado de la farsa. Comedia.

Imagino esa energía creadora, animada por una simiente que promete sol, luna, mar y arena, fluyendo en oleadas de nueva vida, derramándose generosa por cada poro, con cada respiración, inundando los pasillos y golpeando las paredes, usurpando el ámbito del aire para conformar una suerte de burbuja amniótica, de útero en cuyo centro, radiante de fertilidad, confluyen las corrientes para alumbrar al personaje, hombre primordial, requerido, ineludible, que como un Atlas renacido carga sobre sus hombros la esperanza de un pequeño universo que lo perfecciona, perfeccionándose a sí mismo, añadiéndole venas y nervios, huesos y músculos, órganos y piel, inquietudes, sombras y lealtades, completándolo para que viva la historia, y más allá de la historia les sobreviva. Eterno.

Imagino al hijo compartido, que aún no tiene rostro, que aún no puede tenerlo o que no se atreve a mostrarlo, acurrucado entre las bambalinas, casi hecho, e incorporarse después con torpeza, tambaleándose hasta quedar afirmado sobre sus pies, que quieren correr, que quieren permanecer, que quieren hundirse y simultáneamente echar a volar, o amputarse, descubriendo a los que ahora son carceleros, todos con el semblante resbaladizo de un espermatozoide o una quimera, sin despertarles amor ni miedo, sin encontrar causa alguna de agradecimiento, repitiéndose infinitamente hasta llenar una nueva sala, eco de la original, amplitud, paredes, lámparas, techo, suelo, asientos, el escenario orillando otro escenario, desde donde fulminar a los ilusos, nuevamente presos por su pecado, con el mirar de quien trata de arrancar su imagen del espejo para dejar de soñarse. Despierto.

Imagino, por tanto, que aquí morirán, sobre estas mismas líneas, en el instante exacto en mi mano trace el último signo, si nada en breve lo remedia, si esta advertencia no impresiona lo suficiente, si a nadie conmueve esta súplica, todos los reflejos que, debatiéndose en temerario equilibrismo al borde los ojos, se pensaban reflejados, y con ellos, implacablemente, se soltarán los anclajes finales de la imaginación, y arrancados de cuajo los norayes que en la nebulosa frenaban el ansia del abismo, se estrellarán contra el cemento duro de la lectura –esta misma lectura, ninguna otra–, donde ya no existen rectificaciones, disculpas ni parches, quedando eclipsado el futuro de las renuncias y las fantasías, para siempre mutilado ese terreno elástico y amable del podría haber sido, cara a la luz el gesto agrio, grosero casi, del así es. Supongo.

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