domingo, 12 de diciembre de 2010

Un plan

Tengo un plan.

El próximo día 20 de diciembre descolgaré el teléfono y marcaré un número. En otro punto de la ciudad se oirá la llamada y alguien contestará. Se trata de un hombre de cincuenta y cinco años, calva reluciente y traje barato, que se llama J. Éste, a su vez, tras buscar en el altillo de su casa una bolsa que dejé allí escondida, viajará en tren trescientos kilómetros hacia el noroeste. Durante el trayecto irá repasando una lista de acciones bien estudiada, cuya repetición, más adelante, habrá de serle primordial para tener éxito. En la estación le estará esperando una mujer vestida de azul, con una flor naranja a modo de tocado. Llevará un maletín negro. J. le mostrará la bolsa abierta y, si todo está correcto, como sé que lo estará, ella asentirá y le entregará el maletín. Luego, una vez la haya perdido de vista, arrojará el contenido de la bolsa en una papelera, pero no se deshará de ella aún, sino que la guardará en un bolsillo. Esperaré una hora a partir del momento de la llegada del tren y, entonces, volveré a llamarle. Le recordaré una vez más que no está autorizado a abrir el maletín, y que responde de él con la vida. Le aconsejaré tomar un café y relajarse, dejar pasar un rato hasta que empiece a atardecer, cuando deberá caminar hasta cierta calle, detenerse frente a cierto portal, pulsar el portero electrónico de cierto piso y oír la palabra tentáculos. Abrirán la puerta y pasará dentro. Allí verá un pasillo estrecho que termina en un recodo, pasado el cual se llega a un amplísimo recibidor de estilo victoriano con muebles de época y varias esculturas de escayola. Hay una mesa, la única pieza de la estancia que no casa con el resto del lugar, de color verde azulado, sobre la que se sienta un niño que apenas aparenta los doce. Chasqueará los dedos tres veces si hay alguien cerca de allí en ese momento. Si todo está despejado, lo hará sólo dos veces, y será la señal para que J. le presente el maletín. Pondrá mucho cuidado en hacerlo como si se tratara de una bandeja de canapés, con la misma delicadeza y, por incomprensible que pueda parecer, con idéntica intención. Entonces, el chico dirá ¡caracoles!, y descorrerá una cortina de damasco rojo que coquetamente oculta el acceso a unas escaleras que suben. Las seguirá hasta contar ciento veintiocho peldaños. Es vital que preste toda su atención a esta cuenta, ya que cada dieciséis escalones hay una puerta a la izquierda, sin numerar, y llamar a la equivocada supondría terribles consecuencias para todos los implicados. Al llegar a la que sin la menor sombra de duda es la correcta, golpeará suavemente con la yema de los dedos hasta en cinco ocasiones, dejando un espacio entre golpe y golpe de siete segundos exactos. Del interior surgirá una voz agrietada de anciana achacosa, que preguntará con insistencia si se trata del cartero. J. responderá , con convicción, y la puerta se desplazará una cuarta. Oirá entonces unos pasos y no cruzará el umbral hasta que deje de sentirlos. Pasará, sin cerrar, y caminará a lo largo de lo que a primera vista le parecerá una galería de espejos, de todos los tamaños y diseños posibles, cada uno con un nombre propio debajo en letras mayúsculas, escritas a fuego en la propia pared empapelada. Llegará a una salita, más bien pequeña, donde tendrá que identificar a la mayor rapidez los siguientes elementos: una lámpara, una radio antigua, un bonsái, un libro fuera de su sitio, un vaso de agua medio lleno y una cabeza de madera para pelucas. Si uno o más de uno de los citados objetos no fuese visto en la sala, abandonará la casa inmediatamente. Si alguno estuviese roto o cubierto con una tela negra, abandonará la casa inmediatamente y me llamará. Si todo está en perfecto orden, pasará de la sala a la cocina, donde la octogenaria dueña estará preparando un guiso de carne y zanahorias. Habrá llegado el momento de depositar el maletín, preferentemente sobre una silla o en la mesa. Sujetas a la nevera con imanes habrá varias notas. La que interesa es aquélla que sostiene una langosta de patas móviles, donde están escritos un nombre y una cifra, que memorizará. Antes de salir se fijará en las zanahorias que la mujer ha dejado sobre la tabla de madera, junto a los fogones. Si están enteras, significará que no hay peligro. Si están cortadas, la seguridad no estará garantizada y será mejor abandonar el edificio por la escalera de incendios. Sea como fuere, una vez de nuevo en la calle regresará a la estación, tomará el tren de vuelta a la ciudad y vendrá aquí a informarme. Una vez los datos estén en mi poder, con un tono amable y tranquilo, al tiempo que le ofrezco una copa, le pediré que me devuelva la bolsa de plástico que dejé en su casa semanas atrás. Esperaré a que termine de dar el primer sorbo y le taparé con ella la cabeza, disparándole luego en la sien, dos veces. Esconderé la pistola, desnudaré el cadáver, le arrancaré con unas pinzas el dedo medio del pie derecho, que pondré en el congelador, y saldré de allí sin más demora. Me estarán esperando con un coche de carrocería gris en la puerta, cerca de la parada del autobús. Entraré y me acomodaré en el asiento trasero, donde un hombre con una máscara blanca me pedirá, por favor, que le diga el nombre y la cifra. Se los diré, claramente y sin titubear, sin añadir nada más hasta que lleguemos a nuestro destino. Estará ya a punto de amanecer. Me entregarán un abrigo y una llave, dejándome luego allá donde el coche se haya detenido, es decir, al comienzo de un sendero que va a morir en una cabaña cerca de un río, a cuarenta y cinco minutos del centro de la ciudad. Recorreré el camino, abriré con la llave, entraré en la cabaña y, sin habérmelo puesto, colgaré el abrigo en el perchero que encontraré justo en el centro del diáfano habitáculo. En uno de los bolsillos, no sé en cuál, habrá un sobre, un fajo de dinero y una linterna. Guardaré los últimos para cuando necesite utilizarlos y abriré el sobre, de cuyo interior sacaré una fotografía doblada. En ella aparecen dos hombres sentados en un banco, de aspecto juvenil, aunque la imagen parece haber sido tomada hace varios años. En el revés leeré un fragmento de un poema, sin rima, del que tendré que apuntar las últimas letras de cada verso, que formarán un mensaje con mis instrucciones. No deberé esperar mucho antes de que alguien llame a la puerta. Yo diré ¿es la cena?, y desde fuera contestarán y ya se enfría. Introduciré el dinero por la ranura del correo hasta el otro lado. Abriré cinco minutos más tarde para recoger del suelo un elaborado reloj de arena, de cristal tallado encerrado en una estructura de ébano afiligranado de marfil. Lo voltearé y, completamente quieto, pausando la respiración, evadiéndome de la realidad que me rodee, observaré caer el tiempo grano a grano, hasta que el plazo se haya consumido. Encenderé la linterna y saldré de la cabaña, con el abrigo bajo el brazo, para seguir la línea de árboles que se pierde más allá del nacimiento del río. Hacia la mitad de la ruta tomaré la bicicleta que dejara preparada en la última visita a la zona, encadenada a una piedra, y pedalearé en dirección a cierto claro del bosque. Haré una pequeña hoguera y la mantendré viva hasta que asomen las primeras estrellas. Mi pensamiento huirá entonces a la memoria de otras noches, de demasiadas noches, de excesivas noches perdidas bajo el cielo, confiado en sonrisas estatuarias, serpenteando entre faroles y señales de tráfico, tratando de extraer algún sentido, como tantos idiotas, al vuelo de una polilla alrededor de un cuenco de luz. Y dormiré, con la certeza de que, al despertar, aún estará oscuro y el fuego habrá prendido más allá de las pocas ramas, hasta la hierba húmeda. El humo negro alertará a dos hombres que, desde minutos antes, permanecerán apostados en un embarcadero al otro lado del río. Montarán en una lancha, cruzarán el cauce y llegarán hasta mí. Apagaré la linterna y la pondré en la mano extendida de aquél que lleve una escopeta. Al otro, le entregaré el abrigo. Hablaremos un buen rato sobre la localización de la mercancía y les explicaré, minuciosamente, cómo deben hacer para recuperarla sin trabas de ningún tipo. Luego, tras darme la vuelta para regresar a la cabaña, recibiré un tiro en la espalda y moriré en pocos segundos.

Es un plan infalible.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

OMG
¡Que precisión!
Umm lo de arrancar un dedo con unas pinzas lo veo... difícil, te aseguro que incluso haciéndolo bien cuesta bastante jijiji

Me gusta si, si.