miércoles, 15 de diciembre de 2010

Los tiburones no dicen «lo siento»

       Había una vez un mar en la Luna, que era el auténtico Mar. Las gotas de su agua eran granos líquidos de una arenilla gris, que unas veces tenía el color de la plata, y otras, cuando la alcanzaban los rayos del sol, devolvía destellos de un dorado semejante al del atardecer en la Tierra. Bajo la superficie, ignorada generalmente por la mayoría de los seres lunares, se levantaban colosales ciudades de alga y coral, donde vivían y soñaban las más insospechadas criaturas. Pero, de entre todas ellas, ninguna era más hermosa, grácil y esquiva, ninguna levantaba más intensas pasiones y más enconados odios, que las sirenas de cola violácea. Eran, entre otras muchas cosas, las nadadoras más rápidas del Mar entero; mucho más que los atunes, cuando, tenaces, los acosaban los pescadores; y mucho más, por supuesto, que los engreídos delfines, que siempre andaban tramando alguna maldad. Se divertían con juegos absurdos en los que enredaban a las morenas y las anguilas, y con sus dulces cánticos adormecían a los habitantes del fondo mucho antes de que llegara la noche, para así tener el mar para ellas solas cuando salían de fiesta.

       Un día, el Emperador Submarino, que desde tiempo inmemorial había gobernado las leves, medianas y abisales profundidades, encomendó a las sirenas la suprema misión de proteger y mantener ocultos los cándidos túneles del Secreto –ya desvirgados, siglos atrás, en la Tierra–, a fin de evitar que nadie, nunca, a propósito o por error, diese con ellos y echase a perder las Sorpresas. Mucho se alegraron éstas al saber la confianza que el soberano depositaba en sus virtudes, que, por otra parte, nunca se preocuparan demasiado en cultivar, sino que les venían tan naturales como la risa o el rubí de los cabellos. Sin embargo, aunque grandes en verdad eran, a partes iguales, la inteligencia y la agilidad de estas doncellas de morado apéndice, se contaban entre las más débiles y delicadas de la acuática fauna, por lo que recurrieron a la ayuda de los más inesperados aliados que cupiera imaginarse: los tiburones.

       Persuadidos, quién sabe por qué razones, los escualos, con sus inagotables filas de dientes renovables, su esqueleto flexible y músculos que jamás, pasase lo que pasase, conocían la fatiga, se convirtieron en los mejores y más temidos defensores del anonimato de las recónditas cuevas. Pero, si bien es cierto que eran, sin discusión, los más fuertes y valientes, no lo era menos que también los más tontos entre los tontos. No en vano, un pulpo, que una vez visitó los océanos de la Tierra y, por descuido, algún que otro acuario, y había conseguido regresar para contar la hazaña, habiendo atesorado durante su estancia muchos y muy interesantes conocimientos sobre las terrestres costumbres, extendió la moda de referirse a los tiburones como los borregos del Mar, por aquello de que, donde uno iba, todos le seguían. Las sirenas cuidaron bien de que nunca escuchasen estos tales palabras; o, si las sentían, convencerlos de que, en realidad, se trataba de gentiles halagos mal comprendidos por ellos.

       Pero ocurrió que una flaqueza menos famosa, y aun así más peligrosa que las antedichas, que no era otra sino la temeridad, pronto vino a confundir, trastocar, y, al fin, arruinarlo todo. Así pues, cuando de vez en vez algún tiburón volvía magullado de una pelea, las sirenas limpiaban sus heridas frotándolas con medusas, y las tapaban con esponjosas estrellas de mar, y, animados ambos por la íntima desenvoltura de tan cercano trato, terminaban haciendo el amor los unos con los otros, de forma que se completaban, tomando, ellas, algo de seguridad y fortaleza, y sintiendo, ellos, la certeza de la vulnerabilidad. Y como fuese que, cada vez con mayor frecuencia, alegremente se entregaran a estos entretenimientos gratificantes, sin saber muy bien de qué manera ni exactamente en qué momento, una chispa prendió en los corazones de las sirenas, de suerte que éstas se enamoraron perdidamente de tal o cual tiburón.

       Para mayor desgracia –pues desgracia son todos los amoríos en la Luna–, cuando estos olían el perfume de la sangre hirviente agitarse en el pecho de sus damas, un ansia frenética se encendía también en ellos, invadiéndoles y nublándoles hasta la mínima luz de su discernimiento, despertándoles los más prístinos instintos, por lo que acababan acometiéndolas, dándoles muerte y devorándolas. Pero cuando el hambre pasaba y un pececillo, al limpiarles las fauces, sacaba de entre los terribles filos una resplandeciente escama púrpura, los tiburones la miraban y encogían las aletas con indiferencia, porque, tontos entre los tontos como eran, ya lo habían olvidado todo.

       Con el tiempo, cuando ya no quedaron más sirenas y nadie hubo que se atreviera a recordar a los fieros guardianes la tarea en que se habían comprometido, los accesos fueron abandonados y el velo que los cubría finalmente cayó. Entonces, los hombres aprendieron a subir a la Luna y los descubrieron. Penetraron hasta lo más remoto de sus galerías, explorando los misterios, y, cuando obtuvieron las respuestas, ya nunca más fue posible lo Imposible.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

Piturones malosss ._.

Precioso :3