jueves, 2 de diciembre de 2010

La última Navidad de Andresito

Al niño Andresito, como a cualquier otro niño, le encantaba la Navidad, y también cuanto la Navidad traía en su saco año tras año: las luces, el turrón, la familia de lejos, la familia de cerca, los villancicos, el belén, el árbol, siempre lleno de cosas brillantes y de adornos que se hacían mayores, y, por supuesto, los regalos. Pero por encima de cualquier otra cosa, lo que más le gustaba a Andresito era ir a pedírselos directamente a los Reyes Magos allí donde los veía, tanto si era en la calle, en las tiendas, incluso en el dibujo de las postales, como, por supuesto, en la cabalgata del día cinco. Sin olvidar, claro está, en esa ceremonia mágica que suponía escribir la Carta, así, con mayúscula, para luego echarla al Buzón, así, también con letras grandes, de donde luego Sus Majestades, al leerla, sabrían exactamente qué paquetes tenían que dejar en su casa. No obstante, lo que no gustaba tanto a Andresito, y sin embargo hacía enloquecer a su mamá, era eso que en la tele llamaban las Rebajas, así, sin saber por qué. Por tanto, después de las fiestas, y refunfuñando, Andresito acompañó a su mamá al centro comercial y se quedó esperando, sentado en un expositor de colonias, mientras ella terminaba de marear percheros de camisas, revolver cajones de bufandas y desordenar estanterías llenas de bolsos. Pero comoquiera que la mujer tardase demasiado y la paciencia del niño, condicionada por la promesa de las chuches a la vuelta, estuviese muy lejos de ser la del santo Job, Andresito, incorporado de un salto, decidió que aquel era buen lugar para entretenerse explorando hasta que su madre volviese a salir de la selva de ropa. Como era de natural curioso –le decían en casa ratoncito fisgón–, al poco de corretear por los pasillos atestados de gente loca, se cansó, y fijó su atención entonces en varios hombres con mono azul de trabajo que, cargados con cajas donde ponía QUEMAR, así, con toda la palabra muy crecida, desaparecían tras una misteriosa puerta que se confundía con la pared. Ni cinco segundos le hicieron falta. Procurando que nadie le descubriese, aunque todos estaban muy ocupados en pelearse por una chaqueta o un gorrito de lana –no comprendía Andresito cómo era que esa gente, si tanto quería lo que encontraban, no se lo habían pedido antes a los Reyes–, se deslizó como un auténtico ratoncito hasta llegar al marco disimulado, donde esperó a que los hombres de azul saliesen para colarse antes de que la puerta se cerrara de nuevo. Adentro estaba bastante oscuro, pero como no era Andresito niño de miedos fáciles, en vez de ponerse a chillar, se quitó los guantes gruesos, que no le gustaban nada –tendría que explicarse más claramente en la Carta del año que viene–, y fue toqueteando la pared alrededor de la habitación, hasta dar con el interruptor de la luz. Para lo que vio al encenderse la triste bombilla que colgaba sobre su cabeza sí que necesitó algo más de tiempo para reaccionar. Al principio, no conseguía entenderlo del todo, y pensaba que tal vez sería un sueño raro, de esos que se tienen después de comer mucho. Luego, cuando Comprendió, así, como suena, deseó no haber entrado jamás en esa cueva del horror. Apiladas en torres que subían bamboleándose desde el suelo, había allí cientos de cajas, millones de cajas de cartón con la palabra QUEMAR en letras rojas. Y más abajo, en cada una de ellas, CARTAS-REYES-NAV-2010, así, como escrito por niños tontos, o por mayores malos. Revisó una tras otra, apartando, primero, los sobres, algunos lisos, otros llenos de estrellas, de corazones, con delicadeza –eran, lo sabía mejor que nadie, los sueños en papel de otra personita como él–, y después, conforme iba pasando el tiempo y creciendo su enfado, arrojándolos al aire, destrozándolos con rabia, haciéndose daño en las manos, hasta que encontró la suya, muda entre las otras, casi con algo de vergüenza, esperando a que el fuego olvidase para siempre las palabras que nadie se había molestado en leer. Ya ni tenía lágrimas en los ojos, no le quedaban más. La arrugó, serio como no lo había estado nunca, y la tiró al suelo, donde la pisó, la pateó, se arrepintió, la recogió y la guardó. Apagó la luz, se puso los guantes y salió de allí, sin esconderse. Fuera del cuartucho le esperaban su mamá, atacada de los nervios, dos policías, el encargado de la planta y varios curiosos que se arracimaban para ver mejor lo que pasaba, algunos –algunas, las mismas que antes estaban a pique de saltarse un ojo con las uñas por una prenda que ninguna traía–, incluso, consolando a la pobre mujer. Cuando le vio, zarandeándole por los hombros le preguntó que dónde se había metido, que le había hecho pasar un infierno, que se olvidara de las chuches, pero el niño estaba muy lejos de aquella regañina. Sin abrir la boca, Andresito se limitó a sacar una bola blanca y amarilla de su bolsillo y enseñársela a su mamá, que no supo qué hacer cuando Comprendió, así, como antes él, de lo que se trataba. Sin más aspavientos se fueron de allí, dejando a la multitud con la palabra en la boca.

Aquel día, Andresito aprendió dos cosas. Que los Reyes Magos no existen, y que los Libros de Reclamaciones, así, en todo su esplendor, sí.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

T_T Que cruel T_T

^_^ ¡Fijo que no ganas el concurso por cruel! Pero como a mí me encanta si no ganas te daré un rosco de consolación :O Ummmmmm