jueves, 9 de diciembre de 2010

Bright Lake

‒Me alegra que hayas podido venir tan pronto. Estaba muy impaciente por contarte lo que me pasó anoche. Pero antes, permíteme un segundo… ‒X. B. Fahrenheit se abrió la chaqueta y extrajo, de un bolsillo interior, un paquete de pretzels que puso sobre la mesa. Ofreció uno a Myriam, pero ella no tenía hambre, o tal vez, no tenía, aún, demasiada confianza. ‒Se trata de un sueño ‒prosiguió. ‒Camino por un pasillo. Lo reconozco inmediatamente: es el de la segunda planta de mi hotel, y al fondo está mi habitación. Apenas me tengo en pie de lo cansado que estoy. Estoy tan cansado que ni te lo puedes imaginar. Así que entro, me siento sobre la cama y, cuando me quito los zapatos, me doy cuenta de que ya estaba dormido.

‒¿Cómo es eso? ‒preguntó Myriam, un poco trastornada.

‒Son los calcetines. Los calcetines que llevo son de color rojo. Debes saber que me apasionan los calcetines. Me gusta tanto la palabra como el objeto que representa. De pequeño, recuerdo que me pasaba horas jugando con los calcetines de mi madre. Ella era costurera y acostumbraba a zurcir los de toda la familia, por lo que siempre estaba rodeado de ellos en todo momento. Cogía uno, me lo ponía en la mano e imaginaba que era una criatura fantástica, que hablaba conmigo y me contaba cosas sobre otros mundos. Echo de menos esos días; pero, hay algo que aún sigo haciendo desde entonces. Una costumbre que, con el paso de los años, me ha resultado tremendamente útil.

‒¿De qué se trata?

‒Debes saber que, pase lo que pase –y aquí hizo una pausa y mordisqueó la punta de una de las galletitas saladas –nunca salgo de viaje con menos de una docena de pares de calcetines. Haga frío o calor, en invierno o en verano, me es igual; simplemente tengo que llevármelos. Pues bien, cada mañana, antes de empezar el día, selecciono los calcetines que me pondré, y siempre, siempre, dejo los de color rojo, incluso aquellos que tengan la menor costura con hilo rojo en su dibujo, para la hora de dormir. Puede decirse que es una superstición, aunque no creo en esas cosas. Con frecuencia veo lo poco fiables que son sus garantías –entonces, se echó hacia atrás en la silla y se balanceó con los pies, arriba y abajo, mirando el batido de fresa que alguien había dejado a medio acabar en la mesa de al lado.

‒¿No es posible que ese día te equivocases y te pusieras los calcetines rojos por error para ir al trabajo? –dijo Myriam, que trataba de adivinar qué llamaba su atención, aunque él ya había vuelto hacia ella la mirada.

‒Lo dudo mucho. Soy demasiado concienzudo con ese tipo de cosas. Es más: incluso te diría que soy obsesivo. De todas formas, lo que me ocurrió después confirma que verdaderamente estaba dormido. Que soñaba. Porque, de lo contrario, tendría que recurrir a un especialista, y sé que eso, amén de llevarme más tiempo del que dispongo, no me iba a gustar en absoluto. Pero, tranquila: no hay peligro. Aún sé diferenciar el sueño de la vigilia.

‒Cuéntame lo que viste ‒suspiró.

‒Claro. Es lo que quería hacer, pero necesitaba que tuvieras todos los detalles previos, para que pudieras comprender mejor lo importante que esta visión ha sido para mí –llamó a la camarera con un gesto y, cuando la muchacha se acercó, pidió cuatro lonchas de bacon muy hecho, patatas y un cortado. Volvió a mirar de soslayo el batido en la otra mesa, y se esforzó por no interesarse más en ello, pero algo dentro de sí parecía revelarse, obligándole constantemente a girar la cabeza como si fuera a perderse un acontecimiento trascendental. Myriam le acarició la mano, creyéndole preocupado –No es nada. Ahora, escúchame. Préstame toda tu atención y no digas nada hasta que haya terminado. Tienes que escuchar cada palabra como si fuesen las últimas que fueran a salir de mis labios. Verás, en el sueño estoy en un lugar iluminado por una lámpara que cuelga de arriba, aunque no puedo ver el techo ni las paredes, pero la luz amarilla enfoca perfectamente la mesa a la que estoy sentado. Frente a mí hay un hombre vestido con traje negro. Sé que le conozco, pero lleva puesta encima una cabeza de caballo de plástico. Sorbe el agua de su vaso a través de una pajita. Dice mi nombre. Luego, me indica con la mano que mire a mi espalda…

‒¿Y? –se atrevió a preguntar ella un rato después al advertir que Fahrenheit detenía el relato. Le habían dicho que solía hacerlo a menudo, como si su memoria le traicionase ocultando ciertos recuerdos en rincones de difícil acceso, que aparecían luego en el momento más inoportuno, interrumpiendo el curso natural de las palabras. Comoquiera que éste no le respondía ni proseguía en su narración, Myriam decidió esperar a que retomara el hilo mientras buscaba en el bolso el espejito y el lápiz de labios. Repasó las comisuras presionando con fuerza, sintiendo el filo de los dientes bajo la superficie carnosa, a poco ya de la primera incisión. Rojo cerca del agua, recordó de repente, y la boca se le llenó de saliva que hubo de tragar rápido, antes de que se le escurriera. Procuró centrarse y evitar pensamientos comprometedores. Cogió un pretzel y siguió esperando.

–… pero no hay nada allí –continuó Fahrenheit. –Al principio, cuando me vuelvo para mirar, no veo nada. Pienso que quizás se trata de una broma, teniendo en cuenta quien es mi interlocutor, pero aun así no me giro. Aguardo. Aguardo con la certidumbre de que algo va a suceder, justo ahí, ante mis ojos. Y en efecto, como si fuese mi propio deseo quien la conjurase, aparece una mujer. Va vestida con una falda gris, larga, y una camisa beige de encaje. Monta una bicicleta antigua; ya sabes, una Penny-Farthing, de esas que tienen la rueda delantera enorme y la trasera muy pequeña. Está dentro de un cilindro de madera, forrado de espejos, que gira al pedalear, enviando reflejos blancos en todas direcciones. En cada reflejo creo observar unos números, pero se mueven demasiado deprisa para que pueda fijarme en ellos. La mujer, no obstante, permanece ahí, sin avanzar ni retroceder, regalándome una amable sonrisa. Su expresión es dulce y despreocupada. Se diría que no conoce temor alguno, que está en paz con el mundo entero. Deja traslucir una emoción que provoca en mí un ambiguo sentimiento de envidia, mezclada, tal vez, con una compasión macabra, si es que algo así es posible. Luego…

–Su bacon y su café, señor –la misma camarera regresó con el plato del (segundo) desayuno, dejándolo tan cerca de Fahrenheit que, debido a la inercia, una patata frita a punto estuvo de saltar sobre su corbata. Seda azul ultramar y nudo doble Windsor. Azorada, la chica se apresuró a limpiarle, pero él la tomó por la muñeca, procurando no parecer demasiado directo ni mucho menos agresivo, y le susurró que no hacía falta. –Discúlpeme señor. No sé qué puede haberme pasado. De verdad que no lo entiendo. He ensayado. Puede usted creerme: he ensayado miles de veces, y casi siempre lo hago bien. Nunca meto la pata como ahora. Intento mejorar cada día para que no me pase, llevando las bandejas de las otras chicas para tener más oportunidades de batir mi marca, de sentirme un poco más orgullosa de mí misma; pero, al final, termino por estropearlo todo. Ya no sé qué hacer, no sé qué hacer, no sé… –atropelladamente repitió la misma frase hasta que perdió el sentido, mientras su voz iba ascendiendo a tonos más y más graves. Tomó la patata culpable del plato, la estrujó entre los dedos con furia y se restregó el puré por la cara, masticando lo poco que le había entrado en la boca, pateando el suelo hasta romperse las sandalias y chillando: «¡niña mala!, ¡niña mala!». Se recompuso y pidió nuevamente disculpas, esta vez, tratando de hacerse entender entre accesos de risa nerviosa. Se alejó de espaldas y desapareció.

–Luego, esa visión se esfumó y dio paso a una escena de lo más inquietante –reanudó X. B., sosteniendo con un dedo la cucharilla del café sobre el borde de la taza. –De una neblina carmesí surgían unos escalones de mármol, formándose de la nada hasta llegar a unos metros de mí, donde, sentado en un cojín de pinta oriental, ahora me miraba un cerdo. Era gordo y sonrosado, con pezuñas enanas, dotado sin embargo de unos ojos y unos dientes que recordaban vagamente a los de una persona. Esa apariencia tan… tan real, fue lo que me sorprendió –y, de nuevo, hizo una pausa.

–¿Quieres decir que conocías al cerdo?, ¿lo habías visto antes? –Myriam creyó empezar a intuir el rumbo al que apuntaba aquella ilación de ensoñaciones; y además, empezaba a impacientarse. Recordó la forma en que la mirada de Fahrenheit se había perdido minutos antes, y rastreó a su alrededor sin moverse, por ver si encontraba alguna huella de ese vistazo. Pero él volvió a hablar justo antes de toparse con la gran copa rosa.

–Igual no en ese cuerpo ni en ese color, pero estaba seguro de que aquel no era un rostro que yo contemplaba por primera vez. Como, por otra parte, también estaba seguro de que, para él, yo no era ningún desconocido. Me levanté de la silla para acercarme, con confianza, y pregunté: «¿dónde nos hemos visto?», a lo que contestó: «a los niños malos sus padres no les regañan por romper la pecera». Empezó a sonar una música suave antes de que pudiera reaccionar. Era una melodía muy famosa, aunque ahora la he olvidado –golpeó la mesa con los dedos, llevando el ritmo mientras tarareaba unas notas que era incapaz de continuar llegado a un punto. –No sé cómo seguía a partir de aquí. ¿No te suena?

–No me atrae demasiado la música onírica. Soy más de folk –respondió ella con sorna. Estaba embobada con las espirales de espuma que se formaban sobre la superficie del café de Fahrenheit, y el hecho de que éste la hubiese apartado un momento de su distracción con tan peregrina pregunta, en alguna medida, la había molestado como no hubiera podido imaginarse.

–Lástima –dijo él, caso perdido para la ironía –También yo prefiero otro tipo de música, pero, en tales circunstancias, no es fácil adecuar la situación a los gustos personales de cada uno. En fin. Volví a preguntar al cerdo sobre dónde nos habíamos encontrado, y en esta ocasión me dijo: «si los delfines estudian hermenéutica, ¿de qué sirve la inmortalidad?». Yo estaba tan confundido como antes. Después, quiso saber si tenía alguna pregunta más, y sin saber exactamente por qué, contesté que no –con el tenedor ordenó las lonchas de bacon para que formasen un cuadrado, para luego, una a una, pasar todas las patatas al centro. Sonrió, pinchó una y comió. ‒¿Sabes, Myriam? Si hay algo que me guste de este restaurante son sus patatas fritas. Tienen un toque especial, un sabor completamente distinto al de todas las demás. Llevo mucho tiempo viniendo a desayunar aquí y creo que ya sé lo que es. Un punto muy sutil de pimienta. ¿No te habías fijado?

–Sólo es la segunda vez que vengo a comer aquí, y nunca he pedido patatas –respondió, displicente, mientras él le acercaba el soporte metálico del salero y el pimentero.

–¿Ves? Estos recipientes son idénticos, por lo que no es de extrañar que, alguna vez, alguien en la cocina los haya confundido, y rellenado con sal el que debía ir con pimienta, quedando una pizca de condimento anterior mezclada con el nuevo. Cierto que hace falta tener un sentido del gusto muy entrenado para darse cuenta, pero a mí me viene de nacimiento y es casi automático. ¡Dios!, ¡cómo me gustan estas patatas!...

‒Ajá. ¿Y no has soñado nada más? ¿Mantas rayas voladoras con motas fucsia? ¿Peluches gigantes friéndose en sartenes, también gigantes? ¿Una margarita inteligente floreciendo en una cubitera de hielo?

–No; eso fue todo. Me desperté esta mañana y vi que seguía vestido. Me di una ducha, me cambié, pasé una hora revisando mis últimas notas sobre el caso y vine aquí –mantuvo esa sonrisa de satisfacción que tan fácilmente podía tomarse por estupidez, y que tanto, sin saberlo, enervaba a Myriam.

–Ya veo… ‒murmuró hosca, y cogió otro pretzel. Se dio cuenta de que estaba mordido. Lo miró más de cerca. Era el mismo que Fahrenheit había sacado de la bolsita al principio de la conversación, y que, sin que ella lo recordase, había vuelto a dejar en el mismo sitio. Tosió, medio ahogada, medio hundida. Él le preguntó si estaba bien y dijo que sí; ni lo pensó. Se palpó los labios, manchándoselos de carmín, revisando cada milímetro de la boca, desesperada, como quien busca un síntoma de contagio. –¿Tengo algo?, no… –dejó la frase sin terminar. Le vino una náusea violenta que la agitó en la silla. Con el gesto contrito por un dolor nada inocente, le miró, y acertó a balbucir: –X. B., son las nueve y media de la mañana. ¿Qué es lo que realmente quieres decirme?

–A eso iba, Myriam. Ahora mismo llego a eso –y troceó otro pedazo de bacon. –Lo que de verdad quería decirte es que creo que mi sueño tiene un significado, y que ese significado está relacionado directamente con el asunto de Ruth y Esther Gordon. Hace dos días enviaron las conclusiones del forense que practicó la autopsia a las gemelas. No nos vemos desde antes de ayer, pero supongo que también la habrás recibido. ¿Es así?

–Así es.

–Magnífico. Entonces, teniendo en cuenta la nueva información sobre la muerte de las dos niñas, y sin dejar de lado los elementos que componían mi sueño, ¿qué podemos inferir? –dio un sorbito al café, ya helado.

‒¿Agua? –silabeó Myriam.

‒Exacto. Justamente eso: agua. Delfines, peceras… incluso el baile de reflejos recordaba a los destellos del sol cuando sus rayos se proyectan sobre el agua del mar, ¿no te parece? –y sin ninguna intención de dejarla responder, añadió: –El doctor Higgins apunta en su informe que, a pesar de haber sido encontrados junto a la orilla, los cuerpos no tenían agua en los pulmones, por lo que la muerte se produjo fuera del lago. Dimos por sentado que, por el aspecto que presentaban, las hermanas fueron arrojadas al fondo y la corriente las sacó días después, cuando lo cierto es que nunca llegaron siquiera a rozar la superficie –sacó del bolsillo del pantalón el paquete de cigarrillos y el encendedor plateado con los símbolos de la baraja Zener grabados en un lado. Mientras él aspiraba el humo de su Dunhill, ella se dejó arrastrar por las pequeñas ondas sinuosas que parecían estirarse sobre el rectángulo de acero. –Es un lago precioso, ¿verdad, Myriam? Apacible, sereno; casi fuera del mundo. Al atardecer, la luz se atenúa, y el valle se llena de colores que no se repiten al día siguiente, y que convierten cada instante en un momento único. ¿Te has bañado alguna vez en el lago al caer la tarde, Myriam?

–No.

–Yo sí, y es una experiencia casi mística. He ido dos o tres veces, y cuando vuelvo, siento que algo dentro de mí ha cambiado. Pero, allí, no lo percibes. Sólo hay paz; una paz infinita, creciente, que te roba de la realidad y te hace desear quedarte para siempre allá donde te lleva. Te sientes parte del agua, como una isla de agua en medio del lago, confundida con el resto que te moja alrededor, y a la que tú también mojas. Es extraordinario, Myriam. Extraordinario… –fascinado por el poder evocador de su propia historia, Fahrenheit volvió a vagar la mirada hasta que se perdió, otra vez, en el batido que aún nadie había retirado. La chica se frotaba las manos bajo la mesa, sintiéndolas súbitamente humedecidas. El pelo también le pesaba y parecía chorrear sobre la blusa, que se oscureció. Un frío, líquido, le iba recorriendo la piel palmo a palmo, sumergiéndola, y al final se derrumbó.

–Fui yo.

–Ya lo sé –dijo, cogiendo el pretzel que ella no había llegado a comerse y cruzando una pierna sobre la otra para verse el calcetín.  –Pero me gustan demasiado estas patatas.


(Inspirado en Twin Peaks, de David Lynch)

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