lunes, 6 de diciembre de 2010

Amén

Así habló Lázaro de Betania, repudiado por la Muerte.

Mariam de Probática tenía catorce años cuando fue esposa de Yosef de Nazaret, carpintero, y con esa edad, en un establo de Belén, dio a luz a un varón, al que puso por nombre Yeshua, cuyo nacimiento fue motivo de gran regocijo para cuantos tuvieron noticia del acontecimiento. Y ocurrió que, tras ser objeto de adoración por parte de pastores y reyes, Mariam, en la más absoluta oscuridad de la sórdida cuadra, volvió a sentir los dolores del parto, y ante el pasmo de su marido Yosef alumbró a una nueva criatura, idéntica a la anterior hasta en el más insignificante detalle de su apariencia, excepto en los ojos, pues si aquél los tenía verdes, en éste brillaban pupilas de zafiro profundo. Apenas recuperados del inesperado milagro se les apareció Geberel, el arcángel, quien les anunció la voluntad de Dios con respecto al futuro de su segundo hijo, y les instó a que se lo entregaran y procuraran olvidarle, pues su destino enlazaba con los planes de la Providencia. Así, con pesar y gran aflicción, pero también con solícita reverencia, dijeron adiós al recién nacido e hicieron tal como les dijera el mensajero, y criaron al pequeño Yeshua con amor y lo educaron en el temor a Yahvé.

En cuanto a su hermano gemelo, Geberel lo llevó dormido en sus brazos hasta Emaús, y allí le encargó su cuidado a una mujer llamada Berenice, viuda a sus apenas veinte años, advirtiéndole que, un día, Dios lo llamaría a cumplir una misión terrible, en cuyo éxito estaba la última esperanza del Hombre. Berenice se rindió a la Divina Palabra y, con alegría en el corazón, sin prestar atención al agorero vaticinio del ser celestial, acogió al niño, a quien dio el nombre de Tomás. Y Tomás creció y se hizo hombre, y por profesión tomó la de alfarero, haciéndose muy pronto de gran fama en toda la región los intrincados trampantojos con que decoraba las jarras y los lebrillos, en los que sus vecinos decían leer toda suerte de misterios en que mucho se entretenían. Observaba todo esto Berenice, con orgullo indisimulado, rebosante de felicidad al contar, en su vejez, con la dicha de un amante hijo capaz de aliviarle el peso de la soledad que durante tanto tiempo había padecido, cuando Tomás oyó en el fondo de su espíritu esa llamada inequívoca que sólo podía proceder de los Cielos. Y, despidiéndose de su madre, partió a llevar a cabo la obra de Dios.

En una loma que entre olivares se levantaba cerca de Getsemaní, pocos años después, estaba Yeshua, al que llamaban, como a su padre, el de Nazaret, orando en voz alta y entre grandes tribulaciones, sudando un sudor rojo y sintiendo en las sienes, muñecas y tobillos, el principio de un dolor lancinante. Al término del rezo, en una última súplica, dijo «Padre mío, si es posible, pasa este cáliz lejos de mí», y al punto apareció entre los árboles la figura de Tomás, y ambos se miraron como quien busca en un espejo una respuesta. Y Tomás dijo a Yeshua «anda, hermano, y ponte a salvo, pues nuestro Padre no quiere arriesgarte a daño alguno», y éste así lo hizo. Fue después el gemelo a reunirse con los discípulos de su hermano, que dormían entonces en aquel bosque, y les increpó por así encontrarlos, y estos, al mirarle, reconocieron a su Maestro. Llegaron entonces los guardias del Templo conducidos por Yehudá, quien, besándole en los labios y abrazándole, tras susurrarle al oído, sin que nadie más lo oyese, «está hecho», dio señal a los soldados para que lo prendiesen, lo que lograron aún con la oposición, decidida, pero inútil, de sus camaradas. Y se lo llevaron de allí.

Conducido a presencia del Sanedrín, Yosef Cayafás, el sumo sacerdote de aquel año, tras escuchar hablar a Tomás con elocuencia y facundia que él, y casi todos los demás, juzgaron blasfemia, especialmente al responder con arrogancia «yo soy» a la pregunta «¿eres tú, acaso, el Hijo de Dios?», se rasgó las vestiduras y le condenado a muerte, para lo cual habrían de contar con la aquiescencia del procurador Pilato. Mientras duraba el careo, en el solar anejo al edificio de la asamblea se habían reunido varios grupos de curiosos, y Cefás, el discípulo predilecto de Yeshua, se acercó para calentarse con ellos al fuego. Entonces vieron salir a Tomás, cargado de cadenas, camino de la casa del gobernador romano, y abriéndose paso entre la multitud que se agolpaba para ver mejor a su Maestro y amigo, Cefás, al tenerle cerca y sostenerle, por un ínfimo instante, una mirada clara, reparó en ese color azulado de unos ojos muy lejos de ese esmeralda que tan bien conocía, y sintió tremenda confusión y enredarse marañas de preguntas en su cabeza. Los demás, al ver la reacción en su rostro, le acusaron a fin de que los guardias le dieran también su escarmiento, gritándole «¡tú eras uno de los hombres que seguían a Yeshua de Nazaret!», y por tres veces, lleno de miedo, pero de un miedo que nacía de la certeza, respondió «¡os juro que jamás, hasta hoy, yo había visto a esta persona!».

Poncio Pilato interrogó, a su vez, a Tomás, y no vio en él culpa alguna de cuantas, con insistencia, le acusaban los sacerdotes de Israel. Cansado de discutir con un pueblo terco que le había tocado en mala suerte gobernar, decidió que el caso pasara a manos del rey de Judea, Antipas, pues Tomás, por nacimiento, era súbdito suyo. Pero el rey no quería saber nada de cuanto no estuviese directamente relacionado con el vino, con la orgía y el exceso, y despidió al reo en cuanto éste dijo que no podía obrar prodigios para él. De vuelta a la autoridad de Roma, Pilato, para contentar la incómoda turba, hizo que lo azotasen, creyendo que eso bastaría para aplacar la sed de sangre de cuantos gritan e insultaban, pidiendo la muerte. Pero no bastó, y el procurador interpeló a Tomás para que éste dijese algo en su favor, pero el alfarero sólo respondía con enigmas, donde nada quedaba claro, diciendo, al fin, que él había venido para «dar testimonio de la Verdad». Pero cuando Pilato le inquirió «¿y cuál es tu Verdad?», él bajó la cabeza y guardó silencio. Al fin, tras darle la oportunidad de librarse del suplicio merced a la piedad del pueblo, que prefirió indultar a un asesino antes que dejarle libre, no vio otra salida, si es que no quería provocar un nuevo levantamiento, que darle sentencia de cruz.

Lejos de allí, en un alto arjorán de ramas retorcidas, Yehudá, arrepentido de su traición, aun a pesar de ser traición pactada, habiendo arrojado a la tierra agrietada el pago de su colaboración con que le recompensara el Sanedrín, ignorante de la trama, estaba a punto de saltar al vacío con una soga atada alrededor del cuello. Pero justo antes de lanzarse, apareció a la carrera Yeshua, el mismo Yeshua que él pensaba haber vendido por esas diseminadas treinta monedas de plata, y éste se le acercó y le habló dulcemente, convenciéndole de que no se trataba de una fantasía, y haciéndole bajar del árbol y desatarse la soga, le dijo «ve ahora y márchate lejos, al Oriente, pues allí Dios ha dispuesto para ti cierto cometido». Y Yehudá, «pero, Maestro, ¿cómo podré yo servir a Yavhé cuando entregué a Su único hijo al tormento y al martirio?». Y Yeshua, «tu falta, si alguna cometiste, ya te ha sido perdonada, pues no al único hijo de Dios, sino a su segundogénito, que a tal fin fue concebido, entregaste. Ahora ve y haz cómo el Señor te dice. Cambia tu nombre por el de Juan y encamínate hacia la isla cuyo gobierno te ha sido concedido, y desde allí, reina con sabiduría y justicia en el nombre de Yavhé». Y así, Yehudá salió de la profana Historia y el Preste Juan entró en la sagrada leyenda.

En ese momento recorría Tomás las calles de Jerusalén con un madero a cuestas, cruzada la espalda de cintarazos y mancillada la cara de esputos, ceñida a la frente una corona de espinas, en dirección al monte Gólgota, que llamaban también, los legionarios de Roma, de la calavera, donde solían ajusticiar a los reos de muerte. Y en la pendiente que daba a la puerta de la ciudad, habiéndose juntado un gran número de curiosos y exaltados, se encontraba la buena Berenice, quien, al ver llegar al hombre, apenas ya una sombra de sangre y polvo, pidió permiso a los soldados para acercarse a él y llevarle siquiera un poco de agua, y así se lo concedieron. Pero al tenerle tan próximo y mirarle a los ojos, reconoció, en aquel que había inspirado su piedad por tan extraordinario parecido con su propio hijo, a ese niño que, en efecto, una noche le entregase a su cuidado el arcángel Geberel. Y Berenice lloró, y quiso llevárselo de allí y ponerlo a salvo, revelando a todos que se habían confundido de preso. Mas él, pleno de serenidad, la consoló diciendo «no llores por mí sino por ti, madre, ya que mi único temor al dejar este mundo es devolverte a la soledad. Toma, pues, ese lino que llevas contigo y enjúgame el rostro, a fin de que en tan humilde imagen, no olvides nunca que una vez tuviste un hijo». Así ocurrió, y Tomás, reuniendo fuerzas, se irguió sobre sus piernas renqueantes y siguió adelante.

Llegaron a la cima y, despojado de sus ropas, lo tendieron sobre la cruz y lo clavaron en ella, alzándole para que todos allí pudieran verlo, y le acolaron dos ladrones, cuyos nombres eran Dimas y Gestas, que, concentrados en sus gritos y su propio sufrimiento, no le dijeron nada a pesar de tenerle muy cerca. Mariam, la virgen madre, y también Yohannán, el hijo de Zebedeo, fundidos en un abrazo desesperado, apoyados la una en el otro para no desfallecer, contemplaban la agonía lenta del hombre que llenaba sus vidas, esperando tan sólo el final. Pero aquel hombre, casi sin aliento, al límite de su resistencia, movió los labios y habló hasta en siete últimas ocasiones, y en una de ellas, mirando a la mujer, y al varón que a su lado estaba, exclamó «¡mujer, ahí tienes a tu hijo!», y en ese grito, donde algo de furia podía adivinarse, había una caricia de alivio. Pues no a Yohannán se refería el crucificado, sino a Yeshua, que cubierta la cabeza con un paño, pues llovía, acudió al lugar donde tantas lágrimas se derramaban para, en secreto, atestiguar la consumación del que, quizás, fuese el más impensable de todos los misterios de Dios, y murmuró para sí «está hecho». Y con la mirada vuelta hacia los Cielos, Tomás expiró, y la vida se le fue del cuerpo maltratado.

A lanzazos comprobaron que efectivamente había muerto, y puesto que era así, no troncharon sus piernas como a sus dos compañeros de cruz, y lo bajaron al suelo para que su familia pudiera llevárselo. Mariam lo acunó, inerte, en su pecho, y sobre los fríos párpados cerrados le lloró y comenzó a extrañarle, y al fin, permitió que se lo quitaran y lo dejasen tendido en el nicho de un sepulcro, aún sucio, pues era ya entrado el Sabbat y no permitía la Ley que lo aseasen, y sin más, sellaron la entrada con una enorme piedra. Esa misma noche una cuadrilla de salteadores de tumbas, habiendo oído que la familia de Yosef de Arimatea era noble y poseedora de una gran riqueza, apartaron la roca, profanaron el sepulcro y se llevaron el cadáver de Tomás, decepcionados al no encontrar oro ni plata, pensando neciamente que, tal vez, de su carne algún provecho podrían sacar. Y al tercer día, cuando Mariam la de Magdala se dirigía a visitar al difunto para honrarlo y purificarlo, un ángel descendió y le dijo «mujer, no andes buscando a los vivos entre los muertos, pues Yeshua no yace ahí». Sin entender nada se adelantó y descubrió que la losa estaba apartada y el cuerpo había desaparecido, y corrió luego donde se escondían los discípulos, temerosos de ser también detenidos como su Maestro, asegurando con agitación que éste, tal como dijo, había resucitado.

Y Yeshua entró en el refugio y conversó con ellos, y quedaron confortados, pues vieron que había cumplido su promesa y regresaba de la muerte para reinar en una nueva vida. Le abrazaron Cefás y Yohannán, y también Yacob y todos los demás, y juntos rezaron ya libres de todo miedo. Muchas cosas les dejó encomendadas y muchos caminos les indicó para que hollaran la tierra llevando allá donde fuesen la Verdad, antes de partir por segunda vez y para siempre. Siguió la ruta de Emaús hasta la ciudad, donde compartió el pan y el vino nuevamente, y encontró a Berenice, para quien traía palabras de compasión y ternura que apenas escuchó, o escuchó, quizás, como quien oye hablar a un fantasma. Ella contestó, «mi hijo ha muerto, y ahora está sentado a la diestra del poder de Dios, como fue deseo de su Padre, y también permanece a mi lado. ¿Quién eres tú que, sin ser ángel, vienes en Su nombre a decirme lo que ya sabía?». Yeshua atendió a estas razones y sintió indecible pesadumbre, pues por vez primera un alma le cerraba el paso. Anduvo pensativo y taciturno por algún tiempo, y una mañana, advirtiendo un intenso resplandor tras él, se giró y contempló a Geberel en todo el esplendor de su majestad, y la luz que le cegaba no iluminó su corazón. Dijo el arcángel, «disfruta los días que Yavhé ha contado para ti y arrumba el recuerdo de los que pasaron, pues estaba escrito que, de Sus vástagos, el menor había de redimir con su muerte, y el mayor, santificar con su olvido».

Bienaventurados aquellos que, aun habiéndole visto, han creído.

Así sea.

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