martes, 8 de febrero de 2011

Ojos negros tienes

Pocos, o tal vez ninguno, vieron a Amadeo Martín, con su traje de siempre, periódico en mano, mandíbula desencajada y labios verdes, brillantes de pena, correr calle abajo hasta perderse en la espesura del jardín. Quienes lo recuerdan, y más aún quienes bien lo conocían, no tardarán en desmentir esta historia, tildándola de embustera, o peor: de infamante. Sin embargo, en mi descargo he de aclarar que cuanto aquí escriba fue, si bien no completamente cierto, al menos, sí rigurosamente posible. Y es que en la misteriosa encrucijada de sueños, de espejismos y grandes esperanzas que fue la vida del ilustre matemático Amadeo Martín Belmonte, todo, o casi todo azar, estaba previsto, identificado y minuciosamente catalogado, a fin de ser fácilmente reconocible en la circunstancia precisa. Es por ello que, cuando finalmente ocurrió, no fue sorpresa, miedo o rechazo lo que experimentó, sino una profunda e inevitable –e irreparable– sensación de lástima. Se compadecía, en su personal tristeza, del destino de los otros y de la suerte del mundo, que ya sólo sentía, o percibía, como una ficción burda y de pésimo gusto.

Llegó, al final de su carrera, a la placita de piedra roja donde manaba, en tranquila repetición, una fuente de mosaicos; muy cerca del balcón desde donde podían verse la avenida, el ayuntamiento y la playa. Amadeo Martín se sentó en uno de los bancos, hundió la cara entre las manos y recordó, palabra por palabra, lo que apenas hacía unos minutos había sido incapaz de decir. Nuevamente se vio, forzado por el poder de su propio deseo –aunque poco lo comprendía–, en la mesa del café, con la taza humeante y el crucigrama a medio terminar, esperando el momento justo para tomar la decisión. Otra vez, aún más implacable, el peso de aquella mirada le cayó en la nuca, terca, como la bala que, sin prisa pero sin pausa, poco a poco va horadando el cemento. Se volvió –se volvía– entonces, con la intención de arrancarse ese puñal de la espalda, y vio –veía– por última vez la máscara, los dibujos de la máscara y la sonrisa de la máscara; y esa voz, que nunca mentía, susurró –susurraba– con cierto descaro, haciendo eco en alguna parte de su conciencia –y en muchas de su memoria–: «ojos negros tienes».

Más tarde, estaba –estuvo– en una casa que no era la suya, mirando paredes en las que jamás colgó –ni colgaría– un cuadro, bebiendo un agua que, lo sabía ya, desde antes de su sed, no le calmaría. Rebuscaba –rebuscó–, revolviendo en armarios y desvanes extraños, lejos de recuerdos reales siempre presentes, el origen de sombra tan arraigada, sin éxito. Luego, desistiendo, mientras trazaba en el aire elaboradas fórmulas de cálculo combinatorio, en cuya rígida coherencia no depositaba ahora fe alguna en obtener una respuesta que pudiera satisfacerle, caía –cayó– en la cuenta de que la solución al enigma era bien simple, y que había estado ante él todo el tiempo. «Sólo es necesario –pensaba (pensó)– encontrar el reloj y ponerlo en hora. Entonces, sabré donde estoy, quién soy y con qué fin vine aquí, huyendo de algo que he olvidado». En una repisa, junto a una planta mustia encerrada en cerámica, tras bastante jaleo, lo recuperaba –recuperó–.

Una mujer, que es la mujer de otro, le ayuda a ponérselo. Cuando se inclina sobre él, pasándole un brazo por el hombro, Amadeo Martín inspira un aliento que huele a vino, amargo; y, concentrándose como sólo él puede, escucha el rumor de su lengua dentro de la boca, el fluir de la saliva y de cada gota de saliva, tal que si fueran números, y cada número la perla de un collar, como el collar que, callado en el estuche, aún no ha sacado del bolsillo. «Si tú quieres, te doy una sorpresa. Pero antes, tienes que escuchar una cosa que me ha pasado». «¿Qué te ha pasado?». «Es una visión que he tenido hace poco. Voy caminando, despacio, muy despacio, pensando en un nombre que no acaba de venirme a la mente, hasta que, unos metros antes de tropezarme con un hombre –un hombre mayor, alto, muy elegante– que pasea a un perro, me detengo y miro hacia arriba». «¿Y qué hay arriba?». «La sorpresa». Cuando deja de mirarle con genuina preocupación, se atusa el pelo, comprueba la hora –once de la mañana–, agarra el diario y salta por la ventana al vacío del mundo.

Al banco, decidido a arrancarle de sus cavilaciones con un cargante canturreo, se ha acercado alguien. Sin más, se ha sentado a su lado, le ha quitado el periódico y le ha hecho dos o tres preguntas, que se ha negado a contestar, o que ha fingido no oír. Insiste: «a ti, y a nadie más, voy a contarte lo que ha pasado aquí, para que lo sepas y dejes de lamentarte. De camino a la muerte, en el alféizar, ni más ni menos, pensaste que, quizás, no sería tan mala idea seguir vivo, continuar como hasta ahora, con el miedo, con las pesadillas, y seguir investigando la causa y la guarida de los monstruos. Por eso me estás escuchando ahora. Por eso, cuando apartes las manos y me mires, verás lo que verás, y echarás a correr otra vez, para volver aquí». Antes de hacerlo, en un destello, Amadeo Martín repara en el más importante de los detalles del suceso, y lo comprende todo: el camino del café al suicidio, y del suicidio a la placita –como la correa del reloj, el collar y hasta la cadena del perro–, están inscritos en el borde de una bellísima, sutil, inacabada cinta de Moebius. «El resultado de la ecuación –comenta, a modo de despedida– siempre es equis».

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:O Pobrecitooo :O

Me gusta si,si ^_^