miércoles, 8 de diciembre de 2010

Domus

Invirtió en ella el sacrificio de toda una vida a cambio de años de insomnio trasegado de facturas, reformas que consumían inexorablemente sus órganos y el devastador ultraje de una pernada que, cada mes, engordaba la casa a costa de un hambre que le horadaba hasta lo más hondo la cordura. Pero un día dijo basta, y empezó por lo más lógico.

Decidido, fue a la cocina, abrió el frigorífico, dispuso los cartones de leche uno junto a otro sobre la encimera, tomó las tijeras y cortó el pico de cada envase, que fue vaciando luego en una sopera, hasta que casi rebosó. Agarró el excesivo cuenco con las dos manos y se amamantó de él, ignorante, al contemplar el fondo blanqueado, de que dentro de sí pudiera albergar semejante ansia alimenticia.

De la leche pasó al pan, del día y de otros días, y después apuntó a las conservas, con las que volvió a repetir el experimento de la fuente, esta vez, tras calentar la inusitada mezcla en el microondas. Con la cuchara dio buena cuenta de alubias, mejillones, calamares en su tinta, alcaparras, atún, espárragos y concentrado de carne, todo ello regado con vino dulce y gratinado con sirope de fresa. Siguió con las galletas, con los congelados –fritos primero, y a medida que la gula superaba a su paciencia, tal cual los sacaba de los cajones helados–, los paquetes de salchichas, el queso y los embutidos, la fruta, y, en fin, cuantos víveres encontró, no ya en la cocina, sino en el último rincón de la casa.

Pero todo ese improvisado y desaforado banquete ni siquiera había llegado aún a rozar el fondo de su vacío, que antes bien, crecía a medida que devoraba.

Se quedó sentado en el comedor por algún tiempo, sin saber qué hacer, pero transido de una inquietud atenazante. Pronto, incluso la basura que ni siquiera los extremos de la desesperación hubieran permitido llevarse a la boca, se le había acabado. Incluso los restos del perro y de la comida del perro. Apático, cogió una de las cajas abiertas que estaban esparcidas a su alrededor. La miró, imaginó que ésta le devolvía la mirada, y ya no hubo dudas. Mordisqueó con timidez, destrizó con confianza, zampó con vehemencia y saboreó, embargado por una suerte de síndrome de Stendhal gastronómico, tan inesperado como exquisito manjar. Corrió a cerrar la puerta y arrojó las llaves lejos de sí. Se hizo con algunas tablas y tapió las ventanas. Aquí, a este lado, estaba todo lo que necesitaba o podía desear. Fuera, no había más que oscuridad y desierto.

Uno por uno acabó con el resto de latas, garrafas y embalajes, que precedieron a las bolsas de la compra y al postre, un tanto sibarita, que consistió en cáscaras de huevo y pieles de plátano sobre un lecho de pasta requemada, con motas de mayonesa rancia. Más tarde, se ocupó del libro de instrucciones del horno, que, aderezado con una rociada de limpiacristales, le pareció una auténtica delicia, tristemente descubierta a destiempo. Constató, asimismo, que los platos y vasos de plástico no le iban a la zaga, al igual que los paños, húmedos o secos, que mascaba con fruición.

El papel sustituyó al pan como alimento de primera necesidad, por lo que apiló en el salón los muchos o pocos libros y revistas que tenía y los dividió después en tres montones. El primero sería para llevar a cabo una reciente revelación culinaria: le prendería fuego y moldearía bizcochos de ceniza de celulosa, espolvoreados con azúcar glas. El segundo, aliñado con vinagre de Módena, aceite de oliva virgen y sal, bien picadito, se lo iría comiendo en los días siguientes, conservándolo en varias fiambreras. El tercero, por supuesto, lo engulliría crudo y sin ningún tipo de preparación.

Desfilaron por su mandíbula, insuflada de una potencia y un aguante nunca antes conocidos, camisas, pantalones, abrigos, toallas, cortinas, manteles y objetos de tela de cualquier tamaño, forma o sabor. Con cuchillo y tenedor almorzó el colchón de su dormitorio, y luego, en la cena, hirvió el teléfono hasta que adquirió un tono rosado y aspecto jugoso, perfecto para despiezarlo con las tenazas de marisco. Lo mismo hizo en noches sucesivas con el mando a distancia, los cuatro trozos en que rompió la televisión y su colección de música, que sirvió en risotto sobre portarretratos.

Adoró a la casa en festines rituales de alfombras y moho, agradeciendo la probidad de la diosa que le protegía y sustentaba, que jamás le abandonaría.

Elaboró salsas multicolores con pintura acrílica, suavizante y gel de baño, con que acompañó pedacitos de cucaracha y bombillas. Dejó a los muebles para el plato fuerte, y desde luego que no le decepcionaron en absoluto. Arrancó las puertas con verdadero frenesí, tumbándose sobre ellas, restregando su desnudez y lamiendo el contorno de los picaportes, besando cada palmo de la madera y reblandeciéndola con saliva antes de tarascarla y tragar. Sintió entonces que su vacío se ramificaba, tal vez, hacia emociones que trascendían lo meramente comestible, y juzgó que lo más sensato era no reprimir esos nuevos instintos y darles una salida creativa.

Fornicó con armarios, con las mesas, con una silla de ruedas, fantaseando de tanto en tanto con la posibilidad de procrear centauros con cuerpo de butaca y cabeza de hombre, o más inspirados, cíclopes de escay con aspas de ventilador en lugar de un ojo solitario. Pero le asaltó el pánico cuando reparó en que sus monstruosos vástagos heredarían su insaciabilidad y pondrían en peligro su supervivencia debido a la creciente escasez de alimento, por lo que hubo de cesar de inmediato en su entrega a tan bajas pasiones.

Una madrugada le sorprendió, colándose por una ranura, un rastro de luz que le delató en una esquina, encogido, royendo el hueso de la pata de una banqueta. Terminó desclavando los tablones de las ventanas para cocinarlos al vapor, y le siguieron las lamas de la persiana y la cuerda que las enrollaba y desenrollaba. Ya apenas podía moverse. Se arrastraba entre sus propios desechos, carroñando restos podridos de cerámica, aluminio y granos de arroz, golletes de botella y macetas de barro sin tierra. Aun llegó a probar sus propias heces, y, en rigor, no le disgustaron, pero cada vez era más difícil encontrar con qué procurárselas. Por tanto, tras el último hervido de tuercas, echó en una olla uno de sus dedos, y después otro, y también la oreja izquierda, y remató la faena comiéndose la olla. Puso en fila los cubiertos, pues dentro de poco dejaría de necesitarlos, y los fue sorbiendo, relamiéndose en un –penúltimo– catártico éxtasis gustativo.

Al final, no quedó en la casa más que la casa.

La masticó desde los marcos de las puertas pared adentro, hasta el zócalo, que le supo a pura gloria. Bocado a bocado, del suelo al techo, habitación por habitación, se comió los ochenta metros cuadrados, según escritura, de su apartamento, junto con los recuerdos y las palabras que aún permanecían allí, como fantasmas agarrados al cemento y la escayola.

Y cuando la acabó, volvió a hipotecarse.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

Dios, que maravillaaaaaaa.

He tenido que parar a la mitad para hacerme un sandwish jajjaja que hambreeeeeee.

¡Lo dicho, una maravilla!