domingo, 13 de junio de 2010

Feliz cumpleaños

Se nos murió el abuelo la noche antes de Nochebuena, el 23, y hasta el lunes siguiente, el 27, no trabajaba la funeraria, así que tuvimos que improvisar una solución hasta entonces. El nieto mayor, mi hermano, sugirió de primera hora lo que terminamos haciendo, que fue subirlo al cuarto de invitados (que no estaba vacío) y dejarlo allí, destapado y con la ventana abierta, para que hiciera corriente y mantener el cuerpo en frío todo lo posible. El sobrino, que se marchó a los quince minutos de aquello, casi nos convence de meterlo en un arcón que teníamos en el sótano, con varias bolsas de hielo para conservarlo. Mamá no consintió porque decía que abajo en el sótano había ratas, y que no era ley dejar que le mordieran en los dedos de las manos y de los pies al hombre, que tenía derecho a que lo enterraran decentemente y sin el cuerpo roído. Además, en el arcón ese habríamos tenido que ponerlo encogido, porque el abuelo era muy alto y el largo del mueble no daba. Mamá dijo que ni hablar, que a su padre no lo iban a encajonar a la fuerza como quien mete mucha ropa en una maleta chica y luego intenta cerrarla sentándose encima, que eso era de gitanos y que en su casa a los difuntos se les guardaba un respeto y se les debía una consideración.

Así que lo subimos por la escalera entre mi padre, mi tío y yo, encima de una parihuela que apañamos con una sábana vieja. Lo subimos en poco tiempo aunque estuvo a punto de caérsenos dando el giro en el primer tramo, porque en ese momento apareció mi abuela (que mi madre, su hija, la estaba reteniendo con una tila en la cocina para ahorrarle la escena, pero se escapó igualmente) y se puso a chillar, diciendo que así había sido cuando se murió Franco y que no quería que su Antonio fuera igual, que ellos habían sufrido mucho cuando la guerra con los falangistas, que fusilaron a su primo Miguel, y que no iba a darles el gusto ahora, en el último momento, de darles la razón haciendo lo mismo como si eso fuese algo bueno. El susto fue tal que, ya digo, a pique estuvo de írsenos por el hueco, pero la cosa no pasó a mayores. Se llevaron entre mi madre y mi tía a la abuela al salón, a rastras, porque aunque yo no la veía, bien que se la podía oír berrear en toda la casa, que si su Antonio no hubiese permitido una cosa así en vida, que si su Antonio esto, que si su Antonio lo otro, el nombre de mi abuelo que salía por todas partes, y nosotros, en fin, que dejamos al susodicho sobre la cama, con las manos sobre el pecho, una vela en la mesita de noche (sin encender), tres señales de la cruz, tres amenes, una puerta cerrada y escaleras abajo sin hacer el más mínimo ruido.

Las mujeres habían empezado ya, por su parte, con los rezos y toda la parafernalia, mientras mi padre estaba que trinaba enganchado al teléfono, intentando contactar con alguna compañía que trabajase en esas fechas, pero naranjas de la China. Al colgar recuerdo que se agarró la cara con las dos manos, como si se la quisiera quitar, y se fue para mi madre negando con la cabeza, una sola vez, y no hizo falta ni una palabra más. Se fue mascando la rabia como si fuera cemento. Estoy bastante seguro de que luego, mirando por la ventana que daba al patio al perro metido la caseta, dijo: ya podía haberse muerto la semana pasada, el muy cabrón. Mi hermano, que lo oyó todavía mejor que yo y me vio la cara de cera total, me lo suavizó diciendo que estaba rajando de los de la agencia, que no querían venir, que eran unos cabrones, pero no colaba. No sé qué pretendía defendiendo así a nuestro padre, justificándolo de esa forma ante la memoria del recién muerto, que por otra parte no es que nos cayera demasiado bien a los dos. Supongo que le entró ese miedo extraño que tiene uno cuando alguien acaba de faltar, como cuando se echa de menos el colegio el primer día de trabajo y se olvida uno del coñazo que era. Supongo que era eso, o que estaba en realidad muy triste, no sé. Sé que mi padre, con esa filosofía que era normal en él, se lo tomó de la mejor forma posible, valorando la circunstancia con cabeza fría y sentido de la posibilidad. Y no cabe duda de que, en ese aspecto, había que darle toda la razón.

La abuela y sus dos hijas, más la vecina Angustias, que cuando más tarde se pasó a felicitar las fiestas se enteró de todo quiso quedarse a ayudar a preparar el duelo, sin que nadie pusiese mucho empeño en convencerla de que no, que no hacía falta, que se lo agradecían de corazón pero que era asunto de familia, subieron al cuarto de arriba con un traje negro que habían sacado del armario empotrado del salón, para vestir al abuelo y dejarlo más presentable. Cuando lo tuvieron a punto bajó mi tía a avisar y subimos los demás, apretujándonos en la habitación como buenamente pudimos. A los pies de la cama la viuda y las huérfanas, y la plañidera inesperada con una mano que no se caía del hombro de mi madre, que poco más y se lo saca a palmaditas. Me fijé en lo blanco que se había puesto ya el hombre. Era como si le hubieran untado la cara con polvos de talco para hacer juego con el color de las sábanas. Las manos no; ésas estaban, de moradas, azules. Y ahora que lo pienso es de recibo que me haya acordado de lo de los polvos, porque justo en ese momento, al poco de estar todos arriba, en mitad del avemaría, empezaron los estornudos. Primero mi hermano, que estaba más cerca de la ventana, y luego todos los demás: mi padre, mi tío Manuel, la tía Luisa, mi abuela, mi madre y la señora Angustias, que quiso hacerse la sueca pero todos vimos perfectamente cómo se limpiaba la nariz con las cuentas del rosario por no bajar a por el pañuelo. El frío que hacía era de castigo, todo hay que decirlo, pero el repertorio de miasmas sobre el fiambre enlutado de don Antonio Marmolejo, sahumado de vaho mocoso en vez de incienso, era un espectáculo digno del Berlanga más inspirado (y nunca mejor dicho). La última parte del salve de corrido la dijimos, que no estaba la noche para beatos. Bajamos. Luego la cena (que se quedó la vecina, que nos dimos cuenta tarde de que le gustaba más un velatorio que a un tonto un lápiz), un padrenuestro más por expreso deseo de doña Virtudes, la desconsolada esposa, buenas noches, dejar abierta la portezuela de la cocina para que el chucho no ladre, copazo de coñac para los hombres y a dormir, que mañana Dios dirá.

Si el sol salió el día 24 a las ocho y media de la mañana, antes de las nueve estaba otra vez mi padre llamando a los de la funeraria a ver qué iba a ser eso, que si estaban de cachondeo o qué pasaba, que si era normal que tuviese que quedarse con un cadáver en un cuarto porque no les daba la gana recoger muertos en Nochebuena, que si es que resultaba ahora que la gente tenía que tener cuidado de no morirse cuando les viniese mal a ellos, que si tan a pecho se tomaban eso de que era tiempo de paz y amor, se podían tomar igualmente muy en serio su sugerencia de que se fueran a tomar mucho por el culo. Suerte que mi madre no estaba entonces en casa para escucharle, porque si llega a sentir esa nada sutil referencia a los humanos asientos buena la hubiésemos tenido entonces, con una bronca de abuelo y muy señor mío de estrellita para el belén. Pero no; también se habían levantado temprano para ir a misa con mi abuela y mi tía y avisar al cura, por aquello de que no sabían qué había que hacer con el tema de la extremaunción y demás si se había muerto de repente, sin avisar. Que no tenían claro, le dijeron al pobre hombre, si es que era mejor dársela corriendo ahora que acababa de estirar la pata, no fuese que el alma se le escapara al cielo sin absolución. Volvieron a las once y media, ojerosas y con la cara hasta el suelo: que no iba a venir el cura hasta pasado mañana, que tenía mucho lío con la Misa del Gallo y no podía alejarse de la iglesia. Pues igual que los de la funeraria: unos cabrones todos, dijo mi padre. Milagrosamente, el temporal pasó de largo sin descargar ni una gota.

En completo silencio se empezó a preparar la comida, que se sirvió tarde, casi a las cuatro. Los demás parientes habían llegado en torno a las dos: mi otra tía y mis dos primos chicos y su padre. Ya sabían de la noticia, claro, así que todo se quedó en un abrazo largo, un café después del postre y poco más, que tenían que ir a ver a la familia del marido, que cenaban con ellos. Ni se puso la tele cuando se quitó la mesa y los que fumaban se echaban un pitillo. Ni una palabra ni media; nada. Ni siquiera cuando volvió a la tarde la vecina a sentarse al lado de mi abuela (le había tocado ahora a ella aguantar lo de la manita, pam pam pam) se abrió la boca para un hola ni después, cuando la cena, para un adiós. Se había traído de Huelva el cuñado apresurado de mi madre una caja de langostinos y una lata grande de melva de Isla Cristina, que con un bandejita de nada de cordero fue todo lo que nos metimos en el cuerpo esa noche, que parecía aquello una competición de a ver quién comía menos. Aunque, por otra parte, siendo honestos a algunos el premio estaba claro que no les llamaba en absoluto. Algún madre de Dios se dejó caer como el que no quería la cosa, y eso fue todo.

A las diez y veinte el personal ya no tenía ánimo para más fiestas, y como no había en la casa niños pequeños para ir a dar una vuelta al centro a ver las luces puestas, por unanimidad se decidió que muy feliz navidad a todos y a la cama, que ya han salido los Lunnis. Me fui a por un vaso de agua a la cocina antes de acostarme. De todas formas tenía que esperar un rato a que se fuera todo el mundo porque yo dormía en el salón al estar ocupada la cama del cuarto de arriba, y no podía abrir el sofá hasta que no se recogiese y se quitasen las sillas de en medio. Pasó también mi tío a coger unas aspirinas y se despidió de mí con dos besos, como si se fuera a la guerra. Me cogió de sorpresa y no supe reaccionar, con lo bien que estaba yo, distraído, mirando el cielo negro por la rendija de la portezuela abierta. Me vino a la cabeza la conversación del día anterior con mi hermano y lo que pensé sobre lo que pasa uno cuando alguien se muere, que se quedan las cosas como flotando un buen rato, sin que nadie se atreva a ponerlas otra vez en el suelo, aun a sabiendas de que, si no, se van a caer tarde o temprano. Pero ahí te paras, a verlas como si fuesen la Mona Lisa, sin que lo demás te importe mucho. No tenía ni idea de cómo lo estaría pasando mi tío pero no me podía imaginar que se estuviera derrumbando por dentro, sobre todo por cuanto mi abuelo no era sino su suegro, y por muy bien que se llevasen (que se llevaban, que mi abuelo era así) era, no raro: rarísimo que pudiera tener tanta pena. Hasta mañana, sobrino. Hasta mañana.

Que había que verlo. Que había que subir a darle las buenas noches y felicitarle, que era su cumpleaños. Eso, o más o menos, me dijo mi madre cuando nos despertó a mi hermano y a mí de madrugada (las dos eran), a requerimiento perentorio de mi abuela. Todavía en el séptimo sueño y con los ojos medio cerrados, me enteré de que el santísimo difunto hijo de mi santísimo difunto bisabuelo había tenido la bendita ocurrencia de nacer el mismo día que el niño Jesús, y que por unas historias o por otras se nos había pasado a todos. Sólo mi abuela, la santísima viuda, había caído en ello y tocó diana a base de chillidos, así que no quedaba otra. En procesión, con mi padre de cruz de guía, fuimos yendo al cuarto de invitados, dispuestos, algunos, a desearle lo mejor en su postrero aniversario, y los demás, sólo deseando terminar cuanto antes para volver al nórdico, que el frío casi se podía oler a diez metros de aquella puerta. También se podía oír a mi padre, aunque optamos por tomarlo como una original letanía, cagándose en los muertos de los ángeles de la guardia de mi abuelo, y en los de la funeraria, y en los del cura, para que nadie se quedase sin su legítima bendición. Amén. Y pasamos dentro, mirando al suelo como esperando una reprimenda.

El primer grito ya ni sé de quién fue. No sé si fue mi madre o mi tía o mi abuela, o las tres a la vez o mi hermano, gritando con voz de mujer, que para lo que era tampoco hubiese podido extrañarse nadie ni echárselo en cara. El caso es que los gritos se tropezaban y se confundían en un villancico histérico. Y aquello que lo provocaba todo era Toby (de Tobías, no se crean) subido encima de la cama, con sus setenta y tantos kilos de mastín del Pirineo sodomizando la pierna derecha de mi abuelo, con tanto ahínco en el desfogue que el cabecero de imitación de caoba, de tantos y tan fuertes porrazos que le pegaba a la pared, acabó por descolgar el crucifijo de alpaca, que aterrizó en la frente del muerto, faltando el canto de un duro para sacarle un ojo. Quién sabe si por el susto, o porque ya había culminado, el perrazo, más orgulloso que un niño con buenas notas, saltó con elegancia del colchón y bajó las escaleras casi sin tocar el suelo, en una nube. Lo escuchamos estornudar por la ventana abierta, y sonaba agradecido. Mi tío, colocado de antihistamínicos, fue el único que acertó a decir algo. Hasta mañana, don Antonio. Y feliz cumpleaños.