viernes, 25 de junio de 2010

La iguana

-No vamos a movernos de aquí.

El viento hace que el ala del panamá, muy pasada, le temblequee. El sol parpadea como un niño tonto, como si un ventilador grandísimo moviera las aspas debajo, provocando eclipses intermitentes. Hace calor; las piedras queman bajo la suela gruesa de las botas y se marcan con círculos rojos en el pie. Los dientes le suenan a uno dentro de la boca, por su cuenta, lo mismo que un árbol cayéndose de viejo. Dice Anguiano que no vamos a movernos de aquí.

-De aquí no se mueve nadie hasta que nos carguemos la iguana.

-Deja tranquila la iguana, que no le ha hecho nada a nadie.

-Cierra la boca, estúpido, que eres un estúpido.

-¿Alguien ha visto a Manuel?

Lo ha preguntado Sonia, la de Soria (está harta de siempre la misma gracia), con la boca abierta como un brocal, pero vacío. Ni saliva tiene; ni le importa lo más mínimo saber dónde está Manuel, que es su hermano, que no lo soporta de nunca. Lo que quiere sólo es que se calle Anguiano. No dice que le dan miedo las iguanas.

Por encima de ellos pasa volando un pájaro. De esos que distraen porque nadie se lo explica y ninguno sabe decir cómo se llaman. No se lo esperaban; una lámpara encendida en mitad de la noche más cerrada, una señal, pero vaya usted a saber a santo de qué. Y tal cómo vino, se fue. A Merche le recuerda eso a un sueño de cuando pequeña, a algo bonito de la infancia, de lo fácil, pero tampoco dice nada.

«Ahí va el conejo de la suerte, haciendo reverencias con su cara de inocencia. Tu besarás al chico o a la chica que te guste más». Ojalá nevase o lo que fuera. Ojalá.

-¿Alguien lo ha visto?

-¿Qué más dará? No haberse quedado atrás donde la fuente. Ahora, que se fastidie.

-¿Y la iguana?

-La iguana alguien la tendrá que matar.

-¿Y por qué no tiramos por otro lado?

Una vez, saliendo del colegio, Anguiano se tropezó con un señor mayor cargado de bolsas que lo hizo caer al suelo. Se dio con el bordillo de la calle en el costado y se quedó un momento, o un día entero, sin respiración. Los pulmones que no le daban. El señor mayor se le fue bastón en mano y se despachó a gusto con su espalda, chillándole: ¡estos jóvenes de hoy en día, estos jóvenes de hoy en día…! La lengua le sabía amarga. Amarguísima.

La piel del viejo arrugada, como escamas duras, brillante. El cuerpo sin huesos; con resortes, con engranajes y poleas. Espíritu de girasol, decía, espíritu de girasol. No lo había comprendido hasta ese mismo día.

-Anda, no seas cabezón y vamos por otro sitio.

-Tú quieres ver cómo te parto la boca, ¿verdad?

-Oye, ya está bien.

-No está bien. ¿Qué no veis que la iguana no nos va a dejar tranquilos, coño?

-¿Alguien ha visto a Manuel?

«Juntando el agua de todas las cantimploras se podría formar un charquito. Los oasis que dice la gente que hay andando por el desierto los tiene que poner alguien ahí. Igual son los mismos, que se cansan del camino y se montan un hotelito con piscina. Luego, como no se lo pueden llevar, lo dejan para los que vengan detrás. No sé si se morirán antes de llegar a donde otros se cansaron menos tarde que ellos». La Merche, por lo general, prefiere pasarse el rato pensando en otra cosa.

Casi que le gustaría que estuvieran las monjas aquí, en el paso, a ver si era capaz de ignorarlas también. Se mete las manos tras las asas de la mochila, quedándose como si fuera un espantapájaros manco. De repente, levanta la vista echando muy atrás la cabeza, muy rápido, pero ya no queda nada más que las nubes flacas. Cierra los ojos.

Esa gotita salada que le cuelga a Pedro por la oreja…

-A dos y medio.

-¿A dos y medio, qué?

-Que a dos metros y medio está la iguana.

-Pues felicidades.

-Ni se habrá enterado de que estamos aquí, borde, más que borde.

-Me da lo mismo. Te digo yo que aquí la espicha y eso es lo que hay. ¿Estamos?

-Jawohl, mein herr.

-Tú sigue… Tú sigue…

Un salteado de cebolleta y Lexatin. Un riojita. El plástico rosa del teléfono, frito por donde el cable está pelado. La voz que suena a través del auricular, alejada del ruido por el que no para de disculparse, justita, con un punto de floritura sin afectación y algún que otro gorgorito al final de las frases largas. Como el ¡ah! de después del trago de tequila, pero más elegante, menos emotivo. La voz del padre. El libro de senderismo en las manos y la lámpara encendida. No importa que sea de día. Lo está viendo en este mismo momento. Lo ve a través del hilo enrollado que se chamusca un poco más a cada palabra; que se ennegrece con cada reproche. Y un regusto ácido, de sueño ácido, de letargo y fritanga, al oír lo que ya sabía.

«Las cosas que se aprenden en el ejército ya no se te olvidan. Porque son importantes; porque sirven para algo. Yo, sin ir más lejos, no recuerdo nada de lo que me decía mi profesora de literatura, ni mi profesor de matemáticas, ni el de Historia. Pero me acuerdo de la noche que me tocó hacer mi primera imaginaria y me alejé demasiado del barracón. El sargento Burruecos me pegó un tiro en la pantorrilla por confundirme con un ladrón. Me dijo que merecido me lo tenía, que mi deber era quedarme en mi puesto. Me lo dijo allí y lo dijo otra vez en la enfermería. Luego mandó a los sanitarios que saliesen de la habitación y me dio un beso en la herida. Sentí sus labios contra la venda, pero el dolor que yo sabía que tenía que llegarme al cerebro se me quedó a la altura de la rodilla. Diez centímetros más y para casa. Menos mal, ¿eh, grandullón? El colegio no me sirvió para saber responder al sargento Burruecos, pero él me enseñó como nadie lo importantes que pueden llegar a ser las distancias».

Para venir aquí lo mejor es pensar en otra cosa. En lo que sea. Será por cosas que uno puede llegar a pensar sin tener que tocar la memoria…

-¡Pero mírala como no me quita ojo de encima, que parece que me está entendiendo y todo!

-Porque estás montando un escándalo.

Por las dunas sube y baja un hombre en bicicleta. Chirría. Chicharra. Cola de hierba y carbón. De hierba y carbón. De hierba y carbón... Siguen.

-Darme el palo ese, que esto lo termino yo ahora mismo.

-Pero, joder, ¡déjala ya en paz! Fíjate, ni se mueve el bicho.

-Estas hijas de puta engañan. A poco que te des la vuelta, ¡zasca!, la cabrona se te ha enganchado al tobillo y ni dios la suelta de ahí.

-Estás desvariando, Anguiano.

-Calla y dame el palo de una vez.

-¿Y si la espantamos en vez de matarla?

Una piedrecita. Dos piedrecitas. Tres piedrecitas. Por aquí tenía que haber un muro hace tiempo, fijo. Si no, esto no se explica. Cuatro piedrecitas. Seguro que así, seguro, que se iba el lagarto a otra parte y podíamos pasar, que ahora mismo parecer ser que no podemos. Con un mínimo de tino, cerca del tronco ese, plas. Y listo. Que seguro que será un bicho tela de valiente, pero seguro que un biendao así, seguro, que no lo aguanta y se va a tomar viento. Cinco piedrecitas. Vamos a practicar un poco…

Se le ha resaltado al lugar su perfil más de luna. Aquí ya sólo hace eco lo que no habla, y lo llena todo, colándose por cualquier hueco. Esto es como la cara oculta de una cosa que nadie mira, que no le preocupa a nadie. Sonia, la de Soria, le da por acordarse de lo del tío del burro, hace unas dos horas: «pero usté apure en llegando al cruce el olmo, que la revolviura le pone a uno en donde no quiere verse, que le empaña a uno las sienes con cosas más bien de cuento». ¿Está empezando a hacer un poco de frío?

«Hay una islita en Grecia (creo que es en Grecia) donde los barcos pasan y se vuelven con un pasajero de menos. Se lo comen, o creen los demás que lo comen, porque no lo encuentran por más que lo busquen, y porque luego se dan cuenta de que tienen pensamientos que no saben de dónde les vienen. Como robados». Pedro, colocándose bien la gorra, de la mano de Sonia, la de Soria, con las ganas puestas y apartándose las moscas de la cara. Cree que nadie le ha oído.

Ese nadie, por supuesto, es Anguiano.

-¿Y si le doy con una piedra para que se vaya?

-¿Tú estás tonto de la mente o qué te pasa? Si le das, te salta.

-¿Cómo va a saltarme la salamanquesa esa con las patillas que tiene?

-¡Que sueltes la puta piedra, cojones!

-Ya está. Suelta. ¿Ahora qué?

-Ahora vas a ver cómo funciona el mundo real.

En casa nunca se podía pasar corriendo por el aparador donde estaba el quinqué de las águilas que había sido de su abuelo, que se lo trajo al volver de un viaje a Córcega. Córcega era donde nació Napoleón, Napoleón Bonaparte, que siempre tenía la mano en la barriga y su abuelo lo admiraba desde que era un niño, que lo respetaba casi más que a su padre, a quien le quitaba las páginas del periódico todos los días para hacerse un sombrero de esos de dos picos, con el que salía luego al patio a mandar a los otros niños que jugaban a ser los conquistadores de Egipto. Cuando tiró el quinqué del aparador, su madre le obligó a rezar una novena por el alma del emperador de los franceses. No volvió a hablarle en toda su vida.

Se pasó toda su vida corriendo por el aparador y dando voces.

Hay puertas que las intentas abrir y en lugar de abrirse se estiran como acordeones, pero sin música, y te encierran en sitios de los que luego no se puede escapar. Yo, muchos años, quise salir de mi casa y ver qué otras cosas tenía el mundo, pero al final siempre me quedaba dentro, me quedaba corriendo y haciendo el tonto, sin acercarme mucho a la puerta y casi sin despegarme de las ventanas. ¿A alguien más le da grima cómo suena la lluvia contra los cristales? Sin aire en el cuerpo, con los pulmones vacíos, se oye como si fuera eco de iglesia. Rarezas que tengo yo…

-Se le ha reventado la cabeza.

-Igualito que aplastar una sandía de un pisotón.

-Y Manuel sin aparecer…

-Se acabó la jodida iguana.

-Sí.

-¿Por dónde?

-¿Eh?

-¿Por dónde era ahora?

-Ni idea.

Refresca, es verdad. Están las cosas un poco más apagadas que antes, pero les ha vuelto el ruido. Ya suenan. Se oye la sangre que chorrea de la iguana como si martillazos rabiosos fueran. Un charquito de sangre, enano, que para las moscas no tiene nada de espejismo. Y la toda la arena por delante, que parece un reloj sin dar la vuelta, donde el tiempo se ha quedado quieto a ver lo que pasa. Pero no pasa nada. Nunca pasa nada. Merche empieza a caminar por un barrunto que le da y los demás la siguen, hasta Anguiano, contentísimos de no estar ya parados, de no ser más como el tiempo.

En el pueblo siguiente les espera Manuel con ojos de acero macizo. El cuello anquilosado y las manos muy abiertas, apoyadas en el alféizar de la pensión. Ni un rastro de pelo.

-¿Se puede saber qué habéis estado haciendo?

-Un oasis.

(Inspirado en Pedro Páramo, de Juan Rulfo)

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:O Magistral ¡y escuchando esto de fondo mejor aun!

http://www.youtube.com/watch?v=RFVElzGqI68&feature=related