miércoles, 9 de junio de 2010

Zombis

Va Pan de Centeno y grita que lo va a hacer. Los demás, especialmente Col de Bruselas y Bohemian Rhapsody, le dicen que se calle, que deje de hacer el tonto, que a nadie le interesa lo que haga o deje de hacer. Pan de Centeno se enfada y le pega una patada a la silla donde duerme Premio Nobel, a punto de mandarlo al suelo. Ni se inmuta: como un tronco. En una esquina de la mesa, apoyado contra la puerta del salón, Canard à l’Orange se afana en embutir una moneda de cinco céntimos (que previamente ha afilado a base de golpearla con la maja del almirez, envuelta en un paño para que no hiciera demasiado ruido) en un tapón de champán. Le pregunta Mármol de Carrara, el novio de Col de Bruselas, que por qué lo hace. Responde Canard à l’Orange que leyó en no sabe dónde que era un amuleto muy efectivo; muy popular en los países nórdicos. Mármol de Carrara asiente y se encoge de hombros, le deja a lo suyo, sin darle mayor importancia. Piensa que todos allí son unos estúpidos (incluida Col de Bruselas) por creer que Pan de Centeno es el mayor lunático sólo por ser capaz de llamar la atención con numeritos como el que ahora está montando, trepando por una estantería, con un brazo enganchado en una lámpara, sosteniendo bajo el otro, casi como una amenaza, dos botellas de vodka. Maravilla de la evolución. Si fuesen un poco más despiertos, sólo un poco, se darían cuenta de que Canard à l’Orange, el silencioso y taimado Canard à l’Orange, es con diferencia la principal amenaza contra cualquier intento de sobrevivir cuerdo a la noche. Está allí, imbuido en sus obsesiones, aparentemente tranquilo, concentrado, tratando de embutirse a sí mismo aún más en su locura, dentro del corcho, para desaparecer, para convertirse en corcho, o en otra cosa, y salir de allí, tirarse al mar, flotar, irse lejos, muy lejos, y al llegar a donde le lleve la marea, irguiéndose sobre sus piernas raquíticas, recomponiéndose la chaqueta ajada, chillar con todas sus fuerzas lo harto que estaba de todos ellos, de sus estupideces, de la simpleza y del mal olor; harto del mundo entero y de todas las partes del mundo, porque nada sale nunca como uno espera. Nada. Nunca. Pero ha decidido no darle mayor importancia y lo deja pasar, cruzándose de brazos, centrándose en su copa. Bohemian Rhapsody, que había escuchado parte de la conversación, se apresura a precisar, con todo el aplomo de la pedantería más repelente, que no se trata de un amuleto sino de un talismán, puesto que posee un significado general para un colectivo amplio y no uno concreto para un único individuo. Antes de que Mármol de Carrara pueda decirle algo (y seguramente no fuese algo demasiado agradable), Pan de Centeno vuelve a anunciar que está a punto de hacerlo. Los cuatro pares de ojos se giran hacia él súbitamente imantados. El gluglú que hace el líquido bajando por su garganta es insufrible: un borboteo de cieno golpeado por toallas mojadas, tan denso que apenas salpica. Asqueroso. Por las comisuras de la boca se le derrama la mitad del licor y cae al suelo, junto al charco de orina caliente. Rompe la botella contra el techo cuando termina y continúa con la otra. Col de Bruselas, por no tirarle un tenedor a la cara, le cronometra. Catorce segundos menos que con la anterior: un nuevo récord del mundo. Tras la segunda pide una tercera, con la lengua anestesiada y el aliento que soflama la habitación. Todos quietos como estatuas de cera. Es Canard à l’Orange quien se levanta pasado un buen rato y le tiende un vidrio sin etiqueta de color verde oscuro. Pan de Centeno se la brinda y da cuenta de ella, batiendo su propia marca. Mármol de Carrara no ha hecho ningún comentario, pero ahora no le quita ojo de encima a Canard à l’Orange, que ha cejado en su empeño con la moneda y el tapón, sonriendo en su silla mientras disfruta del espectáculo. Una sucesión de convulsiones hacen que Pan de Centeno se tambalee y esté a punto de perder pie en la estantería, agarrándose ahora como un mono a la lámpara, metiendo la cabeza entre los sarmientos de hierro que sostienen las bombillas. (El tintineo metálico recuerda a la Quinta de Beethoven) El potente caño de vómito hace estallar algunas y cubre la mayoría con un baño espeso, dejándolo todo a oscuras. Cuando la sonora fuente de la catarata espontánea ha dejado de manar a alguien se le ocurre abrir una ventana para que entre un poco de claridad. Es Bohemian Rhapsody el primero en apreciar que Pan de Centeno no ha dejado de agitarse por gusto o por cansancio. Los labios amoratados y las escleróticas rojas son suficientemente elocuentes. Col de Bruselas niega con la cabeza compulsivamente, en un acceso de pánico. Mármol de Carrara la estrecha contra sí, con mucha fuerza, sin decirle una sola palabra, sólo su cuerpo, mientras fusila con la mirada a Canard à l’Orange, que sigue sonriente como un niño en un guiñol de marionetas. Cuando ha conseguido calmar a la chica se levanta y arranca de los dedos agarrotados de Pan de Centeno la botella, llevándosela a la nariz. Un olor amargo le refresca sus nociones básicas de química inorgánica. Como una exhalación vuelve, hecho una furia, coge al demente con nombre francés por las solapas raídas del traje y lo lanza por encima de la mesa. Empieza a golpearlo con saña, notando la humedad de la sangre en los nudillos, clavándose las uñas a cada puñetazo, histérico, ido; mientras el otro no deja de reírse a carcajadas. Después, ya no lo hace. Se alza resoplando, exhausto, y se deja caer en el asiento que tiene más cerca, zarandeando sin querer a Premio Nobel al hacerlo. Su cuerpo cae inerte a los pies del cadáver de Canard à a l’Orange. No tiene pulso. Bohemian Rhapsody, al deducirlo, sale corriendo dando un portazo, muerto de miedo. Ha sido al ver los ojos (blancos) de Mármol de Carrara. Éste también lo entiende todo en un instante; terrible instante. Sólo él sabía que Premio Nobel era el padre de Canard à l’Orange. Sólo él sabía que era de un país del norte. Ahora, no es él el único que sabe que Canard à l’Orange tenía un hermano que cuelga de una lámpara, pringado de vómito, y que se había emborrachado para olvidar el asesinato de su padre cometido unas horas antes, durante la cena. Ahora, no es él el único que sabe que ha pasado de ser un justiciero a un asesino; un hombre que ha quitado la vida a otro hombre que sólo buscaba venganza para aplacar el dolor de su pérdida; un hombre que odiaba y se contenía, aparentando ser un loco para los demás mientras preparaba su plan, esperando el momento justo para actuar y librarse de un ser despreciable. Podría haber quedado como una simple muerte provocada por el abuso de alcohol. Podría. Pero no fue así. La orgía de spleen y excesos ya no será una tapadera para nadie, y aún menos para él. La brutalidad de la farra no ha sido un atenuante desde tiempos de Calígula, y ni él redivivo dibujaría un panorama como éste. Deliciosa, patética sordidez; recidiva de tóxica realidad. Y por si fuera poco, un delator al que no conoce sino por el título de una canción ha huido para salvarse a costa de su pellejo. Bien hecho. Col de Bruselas lleva un par de minutos sin sentido. No lo ha soportado, y eso que aún no ha acabado de encajar todas las piezas. Ya tendrá tiempo de sobra, y más para arrepentirse. Por la ventana abierta que bate el viento se cuela el eco burlón de tres voces a coro. Idiota idiota idiota.

(Inspirado en Fantasmas, de Chuck Palahniuk)

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