domingo, 6 de junio de 2010

70 y una (Primera parte)

Esto pasó en Málaga hará tres o cuatro años, pero apenas trascendió. Por otra parte, nadie lo hubiese creído, así que no merecía la pena gastar tiempo en contarlo, con lo que el asunto se enfrió y terminó por olvidarse. Si ahora lo traigo yo de nuevo al presente no es más que por refrescarme la memoria; ni el mínimo interés tengo en dejar constancia de unos hechos que, con toda seguridad, alimentarán la nómina de leyendas urbanas de la Costa del Sol (otro reclamo más para el turismo), y que no interesarán más que a los morbosos, a los que disfrutan con los relatos bizarros y también, quizás, a los que coleccionan cuentos para no dormir. Uno no llega a comprender nunca qué tiene de atractivo lo extraño más allá de conferir una falsa apariencia de distinción y exclusividad a quienes se dejan seducir por sus ridículas obscenidades. Ellos sabrán; yo sólo voy a escribirlo tal como lo escuché. Luego que cada uno haga lo que quiera con estas palabras.
Era un muchacho que rondaba los veintidós años. No diré su nombre, pero tampoco importa. Estudiaba en la facultad de Ciencias de la Comunicación, rama audiovisuales, y pasaba más tiempo entre libros y películas documentales que con su familia o amigos, aunque no perdonaba el ritual de cada sábado, cuya liturgia consistía en una cenita rápida en la hamburguesería de la esquina de casa y una sesión de cine negro o de terror, según la temporada y el ánimo, en casa de un compañero de clase. Una noche, regresando ya de madrugada, se encontró una carta tirada en el suelo. Un siete de bastos, limpito y reluciente, junto a la puerta de un garaje, que parecía que se hubiese puesto ahí a conciencia, por obvio que resultaba. Lo anduvo mirando embobado y al poco tropezó con otro naipe, esta vez un as, también de bastos, en idéntico estado que el anterior. Siete y uno. Desde luego que no era hombre dado a creer en señales del destino o patochadas por el estilo (yo tampoco lo hago, ni siquiera ahora), pero por un momento se dio el capricho de confiar en el poder mágico e inexplicable de los buenos augurios. Metió los dos rectángulos de cartulina en la cartera y no pensó en nada más hasta el momento de meterse en la cama.
Recuerdo que un día, antes de lo que pasó, me contó que esa noche no había podido dormir bien. Se despertaba constantemente, desasosegado, con una pregunta absurda que machaconamente le daba vueltas en la cabeza, sin parar. Me la preguntó a mí, y pude verle unas ojeras como cardenales que le volvían a asomar en los ojos mientras hablaba, con un escalofrío de electricidad sacudiéndole el cuerpo. Me preguntó si sabía cuánta cuerda podía dársele a un reloj antes de que se rompiera el muelle. No le presté atención y le dije que fuera al médico, que me preocupaba. No fue, claro está, pero de todas formas no le hubiera servido para nada. Aún no ha nacido el licenciado en Medicina capaz de reconocer los síntomas de un ignorante condenado a muerte.
Al principio guardó para sí el secreto de su particular hallazgo, pero no tardó mucho en sentir el gusanillo del protagonismo y empezar a contarlo a todo su círculo de amistades, que luego se extendió al de los conocidos, y más tarde trascendió al de cualquiera con quien cruzase más de dos palabras. Una súbita sensación de orgullo creció en él pareja a la curiosidad que seguían despertándole las dos cartas, cuya naturaleza de casualidad acabó por desterrar al considerarla una terrible y peligrosa herejía. Razonó que, justo por tratarse de un suceso sin sentido aparente, poseía un significado más elevado de lo que cupiera imaginarse, y del que no se podía dudar en absoluto. Él, por su parte, aseguraba participar de la esencia mística del imponderable como un elegido, catalizador de la Providencia.
Por esta misma fecha sería cuando la onda de la historia rebotó en las orillas de la paciencia colectiva y regresó a él, silenciosa, concentrando el círculo hasta encerrarle en su propio mundo, solo.
Un jueves tras la clase de la tarde, en mayo, aprovechó para ir a la Biblioteca General a la hora en que la mayoría empezaba a volver a casa para cambiarse y salir. Apenas quedaba ya nadie cuando entró, pero en una de las mesas centrales, donde él solía sentarse, había un anciano con chaqueta de pana marrón, chalina al cuello y boina raída, hojeando (casi oliendo, puntualizó) un libro que conocía muy, pero que muy bien. Se trataba de un anuario del diario El Caso dedicado a las noticias de ejecuciones llevadas a cabo en los años cincuenta. Dominaba el tema desde el primer año de carrera, cuando presentó un trabajo de crítica sobre el documental Queridísimos verdugos de Martín Patino, por lo que no le resultaban para nada desconocidos nombres como el de Antonio López Sierra, Bernardo Sánchez Bascuñana o Vicente López Copete; y más allá de la frontera, tampoco el del afamado y postrero artista de la guillotina, Marcel Chevalier. El oficio de los funcionarios públicos ejecutores de la Justicia le fascinó desde el primero momento que entró en contacto con el tema. Con tal empeño se dedicó a desentrañar los misterios de la profesión, y tal profusión de detalles ofreció en las conclusiones finales de su estudio, que el día de la exposición más de uno tuvo que abandonar el aula para vomitar, o al menos para no tener que seguir oyéndole, asqueados. Se ganó un sobresaliente y el sambenito de rarito del curso, que por otra parte nada hizo por quitarse de encima. Le gustaba, de hecho, eso de saberse diferente a fuerza de sentirse apartado (ya hemos hablado de esto). Por ello, se sorprendió enormemente al ver a una persona tan inusitada como aquella interesándose por una materia tan frecuentemente denostada. Sencillamente: no encajaba.
Se sentó al otro lado de la mesa, frente a él, para observarlo mejor con tranquilidad. Debía tener unos ochenta años, aunque parecía un hombre fuerte, ancho de espaldas, algo chaparro y con brazos gruesos, que remataban unas manos trémulas como la luz de una vela. A pesar de que el calor era insoportable, incluso con el aire acondicionado, vestía con ropa de invierno sin sudar ni una sola gota, por lo que dedujo que se trataba de un hombre acostumbrado a rigores severos. El rostro adusto se complementaba con una mirada profunda e inquisitiva, que succionaba la verdad de la gente con un simple vistazo, como pudo descubrir cuando despegó los ojos de las páginas y se fijó en él. Lo dejó clavado en la silla sin una gota de sangre, transparente como el cristal, y no soportó su propia desnudez. Huyó a la carrera.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

¡¡ahhhhh, segunda parte yaaaa!! ^_^