sábado, 8 de octubre de 2011

Eraserheart

La noche anterior había acompañado a su hermana a ver Melancholia, la última película de Lars von Trier. No sé si el dato es pertinente para entender esta historia, y además no la he visto. Nunca me ha atraído ese tipo de cine. Sin embargo era de lo único que hablaba Sabino en las contadísimas ocasiones en que abrió la boca después de aquello, por lo que me figuro que algo debía significar. Al menos para él. Tenía la costumbre, como buen profesor de álgebra que era, de atribuir un valor determinado a cada elemento que conformaba su vida. A veces no eran más que números al azar agolpados en un cuaderno. Otras veces eran palabras o grupos de palabras inconexas que recitaba de memoria, como un padrenuestro cifrado. No había detalle que escapara a su rigurosa codificación y al que no correspondiese, en su secreta escala, una precisa equivalencia. Pero en el laberinto que sufren los locos las contraseñas se olvidan y los métodos fracasan. Puede que Sabino hubiera logrado resolver el misterio que lo hundió en las tinieblas mucho antes de que se lo llevaran. Puede que nos estuviera repitiendo durante años la solución del enigma y no la entendiésemos, porque él ya no recordaba la clave para traducir la respuesta. Ni siquiera recordaba su nombre cuando a la fuerza lo metieron en la ambulancia.
Yo no hubiese reaccionado de otra forma. Hay quien pierde las llaves, el móvil o la cartera, pero no se preocupa demasiado porque, a fin de cuentas, tienen que andar por algún rincón de la casa. No pueden haber ido muy lejos. Pero lo que Sabino perdió (y le hizo perder el juicio) fue su casa. No se trató de un desahucio ni de una catástrofe doméstica, como un incendio o una inundación. No le robaron ni le sellaron la cerradura con silicona. Tampoco le ocuparon la casa a traición, mientras estaba fuera, impidiéndole entrar. Sencillamente, al levantarse una mañana, descubrió que no estaba en su piso. Que estaba en otro, en el de uno de sus vecinos, aunque en la placa exterior indicase todavía 1º F: la puerta en la que llevaba viviendo diecinueve años. El desconcierto apenas le permitió articular palabra cuando el nuevo propietario, al verlo aparecer por el salón, se puso histérico y le obligó a salir al descansillo, amenazándole con llamar a la policía. En pijama y confundido, comprobó que efectivamente se encontraba en su planta. Reconocía la pared, las baldosas del suelo, la bombilla rota del plafón en el techo, el macetero de piedra labrada, la planta de plástico. Reconocía incluso el timbre, pero cuando llamó, convencido de que todo, de alguna forma, no había sido más que un mal sueño, una alucinación quizá producto de la fiebre que no sentía, vio otra vez al mismo hombre que lo había echado con la misma cara de pocos amigos, y tras él un recibidor, un espejo y una mesita que desde luego no eran los suyos.
Debían ser las diez de la mañana. Intentó calmarse y pensar. Se sentó en el saliente de una columna, con la cabeza entre las manos. Entonces reparó en que tenía sus llaves en el bolsillo del pijama. La idea le impactó como un rayo. No se preguntó qué hacían allí, sólo se dejó llevar por ese pensamiento. Puede que la casa siga en el edificio. Era absurdo por completo, sí, pero también lo era la situación, y no se le ocurría otra cosa que hacer. Puerta por puerta se dispuso a comprobar los otros cincuenta y cinco pisos del bloque (ocho plantas de a siete letras cada una, A, B, C, D, E, F y G), esperando que alguna se abriese. A punto de desistir dio con ella en el 4º C, después de casi una hora de intentos fallidos y de inventarse una excusa medio creíble cuando le sorprendió de cuclillas en el rellano, con la nariz en la cerradura, el responsable de mantenimiento. Un escalofrío le sacudió la espina dorsal en el instante de empujar el pomo. Era como si una parte de él, no sabía cuál, temiera que fuese posible, que fuese tan simple. Y lo fue. Allí estaba su piso. Allí estaban su recibidor, su espejo y su mesita. Allí estaban también los cuadros, las alfombras, los libros sobre el estante en su exacto desorden, los platos sucios en el fregadero de la cocina, el ventilador encendido y la cama deshecha. Allí estaba, otra vez, su vida, borrada de su línea original y reescrita en otro párrafo, un poco más arriba, sin añadidos ni correcciones, con las mismas letras, con el mismo sentido. Exhausto para plantearse siquiera pensar en ello, se echó en el sofá y cerró los ojos. Horas más tarde, cuando despertó, la casa había vuelto a desaparecer.
Con el tiempo constató que el fenómeno era frecuente, muy frecuente (al menos cinco cambios por mes), y que su periodicidad no podía concretarse. Tan pronto el piso permanecía tres semanas anclado en el 6º E, prometiendo el fin del suplicio, como se extraviaba consecutivamente en el 8º D, 7º A, 2º G y 3º C en el transcurso de tres días. Observó también que el apartamento experimentaba episodios de no más de un par de horas antes de regresar a la misma ubicación, y que con mayor virulencia hasta era capaz de trasladarse en lapsos inferiores a diez minutos, convirtiendo la búsqueda en una odisea contrarreloj. Previendo estas circunstancias, Sabino tomó por hábito llevar siempre consigo una mochila con comida y ropa, ya que no sería cosa extraña verse, de cuando en cuando, forzado a pasar la noche en el recodo de las escaleras. Después del primer año los vecinos se resignaron a su extravagancia, aceptándola como un mal menor. Lo veían deambular por los pasillos, en el ascensor con la mirada perdida, bisbiseando, o apoyado en la pared del portal sin atreverse a salir, espiando la calle como si ya fuese mentira. No molestaba a nadie, o al menos nadie se quejaba. Se limitó a obsesionarse en silencio con hallar una explicación, con despejar la incógnita, renunciando a todo lo demás para concentrar sus energías en esa única y capital tarea. Rascó en las paredes encrespados algoritmos para calcular las probabilidades de desplazamiento de la casa, pero los saltos eran cada vez más impredecibles. Cuanto más empeño ponía en perseguirla, más rápido escapaba. Huía, fintando y quebrando, y en el sueño la imaginaba con el gesto burlón de una hiena, respirándole en la nuca un aliento helado antes de volver a ocultarse.
La última vez que pudo localizar el piso estaba en el 5º B. Llevaba cuatro meses sin verlo. Pasó, afirmó el pie y juró que no lo dejaría marchar. Y buscó. Buscó por todas las habitaciones, en todos los armarios, dentro de cada cajón, bajo la cama y bajo las mesas, tras los muebles y los retratos, rasgando la almohada y los cojines, levantando las losas de la terraza, escarbando la tierra de las macetas, vaciando el frigorífico y desmontando la lavadora, desguazando el ordenador y reventando la tele, arrancando las páginas de los libros, los ganchos de la cortina y el marco de las ventanas, en el paragüero, en el revistero y en la doble rendija de la tostadora. Buscó el porqué, sólo el porqué, aclarado en una carta sin firma ni remitente. Buscó un revulsivo para su angustia, pero no hubo nada, ni una pista. Cogió del trastero una lata de pintura blanca y una brocha, cambió la mochila por una maleta de viaje y esperó. Cuando la casa se fue al día siguiente supo que su adiós iba totalmente en serio. Pero no pensaba darse por vencido. Inspiró, con la sonrisa remota, preparándose. Pintó un corazón diminuto en el marco de la puerta, y lo pintó también en el de la puerta contigua. Los fue pintando por toda la planta y por las otras plantas: marcaba los naipes que no revelaban su suerte. El edificio se le acabó y volvió a empezar, reiterando corazones blancos que se derramaban por las jambas hasta tocar el suelo, como señales de peligro en una selva invisible. Sus ecuaciones le decían que ya estaba muy cerca, que faltaba poco. Pero los vecinos se habían cansado. Sintió el rumor de las sirenas y las manos de los enfermeros cayendo sobre él casi al mismo tiempo. Mientras lo arrastraban, antes de que la sedación hiciese efecto, los vio. Eran muchos, treinta o quizás cuarenta, todos iguales. Se habían ignorado recíprocamente en su peregrinar a lo largo de los años, convenciéndose unos a otros de que cada cuál era el único. Pero ahora estaban allí. Los veía diáfanos, con las greñas hirsutas y las barbas rotas, cubiertos con penosos harapos, medio ciegos, cojos, desechos. Apretaban en la mano derecha, bendito rosario, oxidada de sangre, una llave gastada por el uso.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:OOOOOOOOO
Welcome to the madness :3