viernes, 15 de julio de 2011

Macedonia tibia de caballo

Jozef Weigner escribió un libro. Una editorial lo publicó y a los dos meses de salir a la venta recibió una carta sin remitente. Un lector anónimo le confesaba que su novela le había cambiado la vida. El matasellos era de Aalborg, Dinamarca; una ciudad con puerto de mar. Le pareció muy apropiado. Jozef Weigner era farero en el litoral noroeste de Polonia. Un administrador de luz, según sus propias palabras, un funcionario-interruptor. Su faro era una vetusta edificación de ladrillo rojo gastada por el viento del Báltico. Sobrepasaba el siglo de antigüedad. La linterna, surcada de grietas a las que Weigner divertía llamar arrugas, apenas se alzaba del suelo una decena de metros. Una instantánea del faro al atardecer, captada por un reportero neoyorkino, fue usada una vez como motivo en una postal que tuvo cierto éxito en una tienda de souvenirs de Szczecin. Weigner aparecía en una esquina de la foto con un peto amarillo, apoyado en un bastón de fresno. Quedó muy satisfecho con el resultado, pero jamás se le ocurrió escribir al fotógrafo para contarle lo mucho que esa imagen había influido en su vida. De hecho, ni siquiera tener un oficio tan inusual y, en alguna medida, tan romántico como el suyo, había condicionado lo más mínimo su carácter. Sólo le dio la oportunidad. Tal vez, por esa simple razón, inauguró, o dio luz verde, como él sin duda hubiese preferido decir, al torneo por el que años más tarde se haría mundialmente famoso. Empezó como una broma de mal gusto por la radio costera, que otro farero recogió como un desafío y se propuso superar. Este hombre oyó como Weigner alardeaba de haber hundido tres barcos por medio de señales engañosas, conduciéndolos a arrecifes ocultos contra los que se estrellaban y desaparecían engullidos por el mar en mitad de la noche. Algo parecido a los señuelos luminosos que en el Caribe se utilizaron durante años contra los piratas. Una semana después la prensa local se hacía eco de un naufragio acaecido en un pueblo pesquero cercano a Gdansk. Ocho muertos. Esa misma tarde, a través de la onda corta, reclamó la autoría de la hazaña el compañero de Weigner. Hubo un momento de silencio parecido a una profunda reflexión. Al final, acordaron que lo más correcto sería organizarse y consensuar unas normas. Participarían catorce fareros de todo el país, diseminados por la orilla entre la frontera alemana y la antigua Königsberg. Cada uno desembolsaría mil złoty que irían a parar al ganador: al primero que en el plazo de doce meses demostrase haber provocado diez naufragios. La policía detuvo a Jozef Weigner y a otros cuatro fareros homicidas cuando sólo le quedaba un naufragio para ganar la apuesta. Desde la prisión escribió otro libro que, gracias a la cobertura mediática de su caso, pronto se convirtió en un best-seller traducido a docenas de lenguas. De todas las cartas de felicitaciones que recibió, cientos de ellas, ninguna concordaba con la caligrafía de aquella que aún conservaba con matasellos de Aalborg, Dinamarca.

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Mulholland Drive es una película de David Lynch protagonizada por Naomi Watts y Laura Elena Harring. Se estrenó en 2001. Ganó el premio al mejor director en el Festival de Cannes y una nominación al Oscar. Muchas páginas web de cine la incluyen en la lista de las diez mejores películas del siglo XXI. No está mal, pero dudo mucho que las grandes audiencias le diesen una nota tan alta. A menudo se dice que Mulholland Drive es una historia sin sentido, demasiado surrealista y difícil de seguir. Algunos, no sé si como halago o como crítica, la definen como un laberinto. De los laberintos pueden decirse muchas cosas, salvo que sean espontáneos. Me refiero, claro está, a que todo debe tener una arquitectura, aunque ni la intuición permita reconocerla. Promediado el metraje de la cinta las dos mujeres acuden de madrugada a un local llamado Club Silencio. Allí, sobre el escenario, un ilusionista no para de repetir la misma frase: No hay banda. El mensaje, que no es sino una advertencia, va dirigido tanto a los personajes como a nosotros, los espectadores, aunque no resulta fácil darse cuenta la primera vez, ni la segunda. Yo descubrí a qué se refería hace una semana. Lo supe mientras sacaba de la nevera una botella de agua fría para la playa. Digamos que fue una visión, aunque nunca antes había tenido ninguna, así que puede que me equivoque. Me vi saliendo de la cocina y yendo hacia el salón. No había nadie allí. Sin embargo sentí que no estaba solo. Sentí que alguien me vigilaba. Busqué con la mirada, temiendo encontrar lo que no quería ver y reprochándome entre dientes un miedo tan estúpido y pueril. Y lo encontré. En una esquina del techo, sobre la balda de libros, acechando. Araña hubiese sido lo primero que habría acudido a la mente de cualquiera, y la verdad es que era ésa la impresión que daba desde lejos. Pero yo ya lo estaba esperando y no conseguiría engañarme así como así. Se trataba del teléfono fijo, con su coraza de plástico negro a la que le habían crecido varillas de paraguas, moviéndose sibilino por la pared como el gato que presagia un perdigonazo. Sostenía una mirada provocadora, buscándome las cosquillas con guantes de vapor de seda. Entonces, sonó. Me inflamó una furia desconocida y me lancé a por él. Huyó a toda velocidad mientras lo perseguía por la casa, chillando con su timbre histérico, llevándose consigo una llamada que (convencido estaba de ello) iba a cambiarme la vida. Al final, acorralado en la azotea, no tuvo más remedio que arrojarse a la calle. Cuando me asomé desde el balcón lo único que vi fue la botella de agua reventada por un neumático. Seguía sonando. Esa tarde no fui a la playa. Me puse en el salón Mulholland Drive y asentí al televisor durante ciento cuarenta y seis minutos.

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Es la ventana del segundo piso de un edificio céntrico de Manhattan. Los cristales los limpiaron a conciencia este mediodía, como quien se limpia las gafas en el cine antes de que se apaguen las luces. Al otro lado hay una modelo que posa en sugerente ropa interior para una conocida revista de moda. Tiene veintidós años y los ojos de un absurdo color violeta, casi fucsia. Nadie se dará cuenta de este detalle. Le están haciendo fotografías en un decorado que simula una playa caribeña, con dos palmeras falsas a los lados y un enorme póster detrás que representa el océano durante la puesta de sol. Más tarde el ordenador se encargará de hacer que el collage resulte aceptable para un público que en su vida ha visto el Caribe. Cuando pasan dos horas desde el inicio de la sesión, la chica pide una pausa. Hace un buen rato que se sujeta los pechos con una expresión que no se decide entre el fastidio o la vergüenza. ¿Te pasa algo?, le pregunta el fotógrafo. No estoy segura, contesta ella; creo que tengo algo raro metido dentro del sujetador. Al oírla, la responsable de vestuario se acerca como una bala. Cubriéndola como puede con su cuerpecillo de farola la invita a cambiarse allí mismo. Entonces ambas se dan cuenta de lo que ocurre. De los pezones de la modelo sale arena. Granos de una arena dorada y brillante. A chorro, como dos surtidores. Cae al suelo y se extiende por toda la sala. ¿Te has operado las tetas?, suelta de sopetón la mujer. No quería sonar tan grosera. Quería decir algo mejor, más considerado. Algo que tranquilizase a la chica, que la consolase, pero no le salió nada. Ella no responde. Tampoco le sale nada. Sólo arena, arena sin parar. Y llora. Todo el equipo técnico y un directivo de la revista, los camareros del catering, cinco azafatas, un mensajero y la señora de la limpieza asisten sobrecogidos al irrepetible espectáculo. Ven cómo los senos prodigiosos entierran al resto del cuerpo lentamente, hasta que sólo queda la cabeza. Ahora no se puede mover. Así la ve, desde un bloque de viviendas que hay frente al estudio, un hombre de cincuenta y tres años que cortaba cebollas para preparar una ensalada. De pronto le viene a la memoria, no sabe por qué, el recuerdo de un viaje a Cancún que hizo con su esposa. También le viene a la memoria una preciosa puesta de sol.

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Diana es fetichista. Su fuente de fascinación proviene de los péndulos. Recuerda su primer orgasmo nítidamente. Tenía trece años. Estaba sola en casa afinando una partitura de Beethoven. Aburrida, fijó la vista en la aguja del metrónomo. Al principio creyó que era fiebre. Sintió mareos y un intenso vértigo, pero era incapaz apartar la mirada. Su madre la encontró tres horas más tarde sin conocimiento sobre el teclado del piano. Hoy va a realizar una de sus mayores fantasías. Posiblemente la más especial. Junto con otros peregrinos va a contemplar la sublime cadencia y perfecto compás del Botafumeiro bailando sobre su cabeza, repitiendo la trayectoria a que se mantiene fiel desde hace cinco siglos. Está preparada. Su Camino de Santiago ha sido el preliminar sexual más dilatado, exhaustivo y erógeno de toda la historia de la masturbación.

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Mi vecino se atrevió a confesarme una idea. Puso dos vasos sobre la mesa y los llenó de coñac. Dijo que lo sentía, pero no tenía otra cosa que ofrecerme. Sacó de un cajón una carpeta rebosante de papeles. La abrió y fue buscando durante un rato hasta dar con lo que parecía ser el plano de un edificio. Concretamente representaba una estructura rectangular de hormigón reforzado de sesenta metros de altura dividido en veinticuatro plantas de noventa y cinco metros cuadrados. No tenía puertas ni ventanas, ni escaleras interiores o exteriores, ni forma alguna de acceso. Eso sí: la superficie estaba plagada de pequeñas luces, como lunares brillantes, muchos y muy juntos. Una piel de luz. De existir haría un buen faro; podría verse a kilómetros de distancia. Dejó el cigarrillo en el borde de una concha de vieira, apuró el tragó y me miró a los ojos. Era como si esperase mi inevitable siguiente pregunta. Es un homenaje personal a El principito, de Saint-Exupéry, me explicó; ¿lo has leído? Hace mucho, cuando era niño, le dije. Pues deberías aprovechar el próximo rato libre que tengas y darle un repaso. Puedo prestarte uno si no lo tienes en casa; aquí tengo casi cien ejemplares del libro. No mentía: estaban detrás de su butaca en una cochambrosa estantería que podría pasar por un museo de la carcoma, todos ordenados según el color del lomo para formar un dibujo que recordaba a los cuadros de Van Gogh. Un collage literario hecho de pequeños príncipes. Siguió hablando. Consiste, para que me entiendas, en un almacén de deseos de máxima seguridad; un banco de fantasías, si quieres llamarlo así. ¿Y cómo es eso? Verás, ¿recuerdas que en un pasaje del cuento el principito le pide al aviador que le dibuje un cordero y termina dibujándole una caja? Sí, me acuerdo… Lo hizo porque el niño no paraba de ponerle pegas a cada boceto. Exacto, y al final opta por garabatear un cuadro y decirle que el cordero que quiere está en su interior; el cordero arquetípico, platónico, ideal, el único que podría satisfacer su deseo de ver un cordero. Ajá. ¿No me sigues? Creo que no. Es muy sencillo: voy a construir una cajonera gigante para que la gente la llene con sus ilusiones, con sus secretos; la levantaré en secreto (esto es importante: mantener el misterio) el centro de la ciudad para que todos puedan verla y dejar en ella parte de sí mismos, los niños, los mayores, incluso los animales, todos; los compartimentos serán herméticos al cien por cien, así que no habrá peligro de fugas y la realidad no se verá afectada, al tiempo que se garantizará la privacidad de los usuarios y sus donaciones; luego, a medida que esos compartimentos se vayan completando, bastará con ir añadiendo nuevos pisos para que la presión no colapse las paredes y se dé cabida a nuevos ingresos. Ajá, repetí sin pensar, intentando encontrar la combinación de palabras precisas que me sacara de allí lo más rápido posible. Sonreí, fui todo lo amable que pude; no fue suficiente. Quería que le diese mi opinión. ¿Qué te parece?, dijo. No está mal, pero creo que hay un problema. ¿Qué problema? Si nadie sabe para qué sirve la cajonera los compartimentos sólo se llenarán de dudas, de pensamientos espaciosos preguntándose para qué diablos sirve la cajonera. No abrió la boca ni hizo ademán. Continué. Además, dará igual los pisos que agregues: cuanto más grande sea el edificio más lo serán las dudas, y nunca habrá sitio para un solo deseo. Seguía sin hablar. Se limitó a señalarme la puerta. Hace poco me dijo otro vecino que se marchó a vivir a Estados Unidos. Antes de irse llenó todos los buzones del bloque de volúmenes maltratados de El principito.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:3

Odio el título U_U pero me encanta todo lo demás, creo que me he enamorado de Diana ^_^