domingo, 28 de noviembre de 2010

Laberinto 39

Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar.
(Jorge Luis Borges, La casa de Asterión)



Los habitantes de aquella región hablaban una lengua tan sutil y enrevesada como el propio Laberinto. La falta de consonantes y de una normalización fonética cabal reducía toda ocasión de diálogo a un deplorable torneo de aullidos, lo que despertaba el recelo visceral de cualquier explorador que se acercara a tan primitivos vericuetos.

Este pueblo –los llamé lasqhibelianos, como recordaba haber leído en un viejo volumen de aritmética fantástica, si bien nunca se dieron nombre– ocupaba el territorio que, dejando al oriente el Océano De Las Espirales, se abría paso a través de selvas tenebrosas, con pasillos y recodos cuyas paredes no eran sino la urdimbre de raíces petrificadas de los Árboles Más Grandes, hasta alcanzar los campos de avena de las Llanuras De Las Rectas Sin Fin. La insólita geografía anticipaba la naturaleza de su léxico. Para ellos, palabras tan necesarias para nosotros como hola o gracias eran tenidas por solecismos y aun por imperdonables ofensas, ya que al parecer, estando interdicha entre ellos la presunción de una identidad particular, incompatible con la del clan, no contemplaba su gramática la posibilidad de un caso vocativo.

La filosofía que había tramado semejante idioma me atrajo de tal modo que, durante años, centré mis esfuerzos en comprender mejor el carácter de tan extraordinarios seres, estudiando sus tradiciones y aprendiendo sus costumbres, confiando en que los misterios más ocultos me serían revelados algún día, y que, gracias a esta labor, mis compatriotas no habrían de seguir temiendo a quienes siempre habían reputado como criaturas ferales, ariscos a la menor caricia de civilización.

En efecto, fue mucho lo que descubrí, pero en forma alguna tanto como había confiado encontrar al comienzo de mi expedición, y a medida que el tiempo gastaba las cabañas de concha y las brumas de las primeras incertidumbres se disipaban para dar luz a evidencias cada vez más predecibles, iban desapareciendo mis esperanzas de recuperar esos tesoros de conocimiento milenario que las noches prometían. Superada la barrera de la comunicación, los lasqhibelianos resultaban una sociedad francamente aburrida. Su acervo se limitaba a dos o tres docenas de leyes ancestrales transmitidas en torno al fuego de generación en generación, referidas a aspectos tan absurdos como la forma de morder las hojas de caña los días de lluvia, qué hacer con el pelo que se cortaba a los ancianos con piedra biselada o qué estación del año era la más propicia para la adoración de las lianas podridas. Sospecho ahora, con la perspectiva que me dan la experiencia y la distancia, que tamaños sinsentidos no obedecían, como podría pensarse, a erróneas interpretaciones fruto de la insalvable cacofonía de su constelación de dialectos –catalogué más de una treintena; muchos variaban en función del perfil del terreno, el hambre o la ausencia de lluvia–, sino a una interesada, providencial tergiversación cuyo fin era protegerse de una terrible Verdad que permanecía allí oculta, y que sólo las voces procedentes de otros países del Laberinto, filtradas por el eco místico de aquellas fragosidades, podían nombrar. De este modo, el mantenimiento de un estado permanente de estulticia por medio de una cultura, a fuer de tonta, alienante, permitía que los lasqhibelianos no tropezaran con dicha revelación por casualidad, y que incluso si así ocurriese no la comprendieran, para evitar enloquecer. Aunque no descarto esta conjetura, debo admitir, sin embargo, que nunca he podido confirmarla, si bien es cierto que existen elementos significativos que la sostienen. Baste decir que, en este sentido, puedo afirmar, sin miedo a equivocarme o a incurrir en falacias, que de todo el Universo perceptible, los lasqhibelianos son los únicos hombres que no profesan la fe del Dios-Centro.

Alguna vez oí hablar, en uno de mis viajes, acerca de territorios inhóspitos, alejados de toda geometría coherente, donde los nómadas morían de inanición y sus restos eran devorados por monstruos primordiales, que defecaban luego sobre los vestigios de pueblos cuya antigüedad comprometía la mera estructura del Laberinto, que se guarecían en cuevas donde veneraban a imágenes semihumanas grabadas en la roca, y que afirmaban, en una escritura ya perdida, que el Todo es infinito y que cualquier ser viviente, como cualquier esquirla de uña o gota de agua, es su Centro Exacto, y por lo tanto, es Dios. Sobre este relato, que jamás fue otra cosa que cuento de cuna y farsa de comediantes, gravita la duda que me corroe a todas horas y me impide dormir. Siento hundirse su aguijón a cada paso, paciente. La oigo susurrar, en estrofas repulsivas, razones elegantes que ponen a prueba lo más precioso que tengo en el mundo. Mi fe.

Por ella he escudriñado las junglas lasqhibelianas y he expuesto mi cuerpo al castigo de una cellisca hirviente y de alimañas chupadoras de bilis. Por ella he recorrido los Reinos Cuadriculados y he fatigado los Desiertos Hexagonales, perdiéndome en las simas más remotas y apareciendo de nuevo en las cumbres más insolentes, allá en los Dominios De Lo Irracional, desde donde se divisan los famosos Muros Cambiantes y, se cuenta, puede contemplarse el panorama más hermoso y vasto de todo el Laberinto, siempre en busca de una respuesta que calmase la desazón de mi alma. Pero en cuanto camino he hollado, en todas las sendas posibles e imposibles, sólo he encontrado nuevos interrogantes, nuevos rastros que me impulsan a ir aún más lejos. Razono que acaso sea esa la auténtica, la única justificación del Laberinto. La necesidad de seguir buscando.

Sé que hay, por ejemplo, impías latitudes donde cofradías de fanáticos minotauros proclaman la supremacía del Dios-Centro, y abominan, en brutales ceremonias de execración, de herejías tales como la del Dios-Vértice o la del Dios-Perímetro, que preconizaban extintos cultos gnósticos, y las condenan severamente, crucificando en sus galerías de adobe a todo infiel que siquiera las recuerde en voz baja. La histeria prende con rapidez en esta y en otras gentes cuando la ortodoxia es contestada, y en su angustia no ven otra forma de guardar los misterios inmaculados –un monje ciego, no obstante, hablaba del Divino Ardid– que la minuciosa, continua usurpación de la verdad. Yo he presenciado sus crímenes. He visto cómo estos miserables, los zrelianos, se afanaban en el sabotaje de acueductos, emponzoñando el agua para enfermar peregrinos y acabarlos antes de que pudieran hacer sus preguntas; les he visto alterar, henchidos de una alegría siniestra, las señales de provincias enteras del Laberinto, confinando a los hombres en una jaula cíclica. También falseaban mapas y desplazaban fronteras, enviando a los incautos a pozos de bestias voraces de donde no volvían a salir. En otras comarcas, hacia el norte, he visitado las ruinas de bibliotecas colosales en cuyos volúmenes ya nadie sabe leer la Ciencia, y que bajo las nubes levantan interminables cordilleras de olvido documentado –no es infrecuente tener noticia de la exhumación, en ciertas cuevas secretas, del esqueleto de un erudito idealista. Al sur, en las lindes del Páramo Asimétrico, ascienden las Escaleras Interconectadas de Penrose, que suspenden, a muchas leguas por encima de la superficie, otro Laberinto de menor tamaño y pintado en ocre. La intrincada sombra reticular que proyecta, semejante a una araña o una incesante serpiente, suscribe el trazado del primero. Aquellos que se aventuran en esta síntesis flotante, se abandonan a la ilusión de que ubicando a Dios en la copia es dable hallarlo en el original he comprobado que estos penitentes, para evitar extraviarse, siguen un itinerario de huellas sangrientas (acaso las suyas), aunque no es insensato pensar que su propósito sea otro menos útil. Durante algún tiempo me consolé en el candor de esta ingenua teoría, pero no tardé en volver a las lágrimas.

A menudo, repasando mis notas sobre la religión de los lasqhibelianos, enfrascado en penosas cavilaciones, he llegado a lugares y corolarios que mi mente lucha por rechazar, pero a los que mi corazón y mis pasos siempre regresan. A diferencia de los nabelitas, que moran en oscuras catedrales volcánicas y procrean en parajes donde la acumulación de escoria permite ídolos deformes –y que, aunque salvajes, adoran a un panteón de dioses concéntricos–, los lasqhibelianos entienden que el Laberinto es contingente y que sólo sucede para los que no pueden ver a través de la bruma. Por tanto, razonan (tolérese el término) que no es concebible un Dios que, por ser total, integre esa niebla impenetrable, cuya condición está sujeta al albur de la percepción. Habida cuenta de que este pueblo no es pródigo en metáforas, ni siquiera para expresar las inquietudes más íntimas, he perseguido la bruma desde entonces, sea lo que sea, convencido de que en algún lugar sobrevive el arquetipo que la inspiró, custodiando aún las soluciones.

Debo al pobre relato de un coleccionista de arena la única pista fiable. El anciano hablaba sobre gigantescas columnas de humo y ceniza que avientan fieras batallas de guerras periódicas, a décadas de viaje hacia el occidente, allí donde la constante humedad hace crecer un musgo cáustico que erosiona las murallas y abre nuevos caminos, que invariablemente conducen a enervantes contradicciones. He creído advertir el resplandor de esa violenta bruma, que figuro plateada y muy brillante, cegadora, en un despacho de carne de escorpión en los Marjales De Espejos, o partiendo el pan con un escuadrón de esclavos en las Tierras Sin Dimensión, o justo antes de cerrar los ojos, como un preludio burlón de mis pesadillas; en mi delirio, la siento oasis, océano.

Esa Verdad lasqhibeliana, a la que acaso ya he renunciado, me es tan ajena allá donde los edificios de cristal rompen la monotonía de los surcos de acero y los hombres han aprendido a volar, como en los profundos estanques de limo donde la vida aún necesita eones de evolución antes de adquirir consciencia. Si es que existe, me digo, quizá sea necesario nacer de nuevo para aceptarla.

En Szuszkir-Äng, la ciudad-templo de los mencebucos, resiste en letras de oro la siguiente inscripción: «Creo en una Realidad de inagotables Laberintos, cuyo Centro es otro Laberinto inaccesible». Ruego a los diecinueve soles que me concedan el reposo de saberla falsa.

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