jueves, 25 de octubre de 2012

K&P's Prague tattoo con dos fotografías perdidas

Desnuda ante el espejo del baño, sosteniéndose un pecho, con el agua de la ducha salpicando la mampara semitransparente, Elisa recordó el invierno en que viajó a Praga.

Lo primero que pensó, dejando caer las maletas en la cama del albergue para estudiantes, después de un vuelo de más de siete horas con escala en Berlín, fue que determinados lugares en el mundo contagiaban una incómoda sensación de elasticidad. Sensación que nada tenía que ver con la distancia ni con el tiempo, y que se intensificaba especialmente en ciudades muy turísticas, como era el caso. Lo segundo que pensó fue en una anguila hecha de chicle buceando entre peines de coral, troceándose en miles de gusanillos rosas que dibujaban espirales en el agua. Llevaba mucho sin masticar chicle. Nunca encontraba el momento.

No fue consciente, hasta que la vio, de cuándo había dejado de estar de camino a Praga para, simplemente, estar en Praga. Era esa elasticidad, esa inercia torpona del avión que aún la empujaba, esa indefinición en el paso la que conseguía ponerla nerviosa. Recordó un poema en el que Quevedo hablaba a un peregrino sobre una Roma sin Roma. De pronto, sin aún saber por qué, se sintió adúltera.

Había una frontera que cruzar. Eso era obvio. Un límite a partir del cual establecer una referencia que diese contenido a palabras como aquí y allí, que permitiera afirmar sin titubeo: esto es otro sitio. Lo buscó. Lo esperó más bien, como una epifanía, en el centro del Puente de Carlos, en un mirador de Vyšehrad, frente a la tumba de San Juan Nepomuceno, sentada en la terraza interior de U Fleků, tras cinco jarras de cerveza ocre, pero la certeza de no llegar persistía: las calles la extenuaban como cintas transportadoras que debía atravesar a contracorriente, flanqueadas por tiendas de recuerdos falsos. El destino que pretendía resultaba inalcanzable, no porque lo desconociera o fuera imposible de intuir –aunque le hubiera gustado encontrar en el lugar exacto una señal de meta que lo indicase con luces amarillas–, sino porque, de hecho, lo tenía ubicado a la perfección: sólo un poco más lejos. Era como si el sueño acelerado de adolescente enamoradiza, tras años de deseo corrosivo –tal vez, pensó, había agotado la ciudad de tanto desearla, y lo que quedaba no era más que el holograma kitsch de la memoria colectiva, sin dimensiones reales, sin magia–, se ralentizara justo ahora, casi a punto de cumplirse, como los últimos bytes de una película eternizando la descarga en una mala conexión, alimentando el temor de que, al final, la espera no haya merecido la pena. Esa frontera huidiza forzaba una pregunta no menos espeluznante: ¿dónde estaba Praga? O más inquietante: ¿qué era Praga? 

Por lo que a ella se refería, hasta el momento, la Praga que poco a poco se dejaba habitar no era más que una prolongación de su barrio, de la misma forma que su maleta era una prolongación de su piso. No tenía que esforzarse para reconocer, en cualquier rostro, la sonrisa partida del portero de su bloque, o la nariz esbelta del panadero de la esquina; una heladería frente al reloj astronómico seguía siendo su heladería de siempre, con las mismas mesas, la misma carta y las mismas nubes a la tarde; el chocolate, la cucharilla, le sabían igual. El espejismo que yo llamo Praga, pensó Elisa, desborda la Praga auténtica, la hincha, como si la suela de mis botas provocara en ella una reacción alérgica, una inflamación del paisaje cotidiano, y entre tanta deformidad ya sólo pudiera distinguirse el chubasquero finito de piedra y cristal, ceñido por el Moldava, que esconde un cadáver tan hueco como el esqueleto de un pájaro.

Aun así, le divirtió la manera en que la capital de Bohemia jugaba al pollito inglés, desesperada por llamar la atención, compinchándose con los tranvías y los mendigos, estrellándole risas en la nuca y congelándose en una postal típica cuando ella se daba la vuelta inesperadamente. Lo repitió a menudo durante su primera semana en la ciudad. Una de esas veces, al girarse, se topó con la casita número 22 del Callejón de Oro, en el Castillo, la de fachada cyan, puerta y ventanitas verdes, con los números pintados en gris claro como si fuesen dos zetas traviesas. Franz Kafka había vivido y escrito allí entre 1916 y 1917. Ahora era un diminuto despacho de souvenirs, una librería mínima. El recuerdo de aquel zulo arcoíris –no lo decían así los guías, aunque el dato es verídico–, por irónico contraste, le inspiraría años después la segunda de sus tres novelas inacabadas: Das Schloß. Elisa la conocía de memoria. Podía recitar párrafos enteros con la facilidad que otros separan las claras de las yemas o desabrochan un sujetador en la oscuridad. A su alemán le faltaba un punto de confianza en la relajación de las erres para sonar como en los viejos cilindros de fonógrafo, que le encantaban, pero oyéndola, pronunciando con la convicción que sin duda el checo no tuvo jamás al escribir, uno podía creer que aquellas palabras eran suyas por legítimo derecho de conquista.

Se acercó al edificio. Pegó la frente y los guantes a la ventanita. Frente a un ejemplar de Der Golem, de Meyrink, que se materializaba lentamente a través del cristal empañado, acaso por mediación de la Cábala, obtuvo su revelación.

[Fotografía nº 1. Encontrada por un barrendero en Praga, República Checa. Tamaño: 8,9 x 12,7. Color, brillo. Descripción: una mujer de veintiséis años, morena, abrazada a un hombre de veintinueve, castaño, bajo una sombrilla de Coca-Cola en la playa de El Ejido, Almería, España. Al fondo, el mar en calma, con algunos barcos cerca del horizonte. Sobre la toalla, unas piedras blancas y redondas, una botella de agua mineral y un estuche de gafas de sol abierto, sin gafas de sol. La mujer sonríe.]

El plan requeriría de uno o dos días de preparativos como máximo, dependiendo de lo rápido que fuese capaz de leer. Lo dispuso todo en cuestión de minutos, mientras cenaba. Se encerraría en la habitación del albergue y abriría sobre el colchón –esto no era capricho: el colchón era prácticamente la única superficie lisa del cuarto; las paredes estaban cubiertas con un espantoso papel estampado con amapolas, y era necesario que nada la distrajera– el gastado volumen con las obras completas de Kafka, regalo de su abuelo, que se había acordado de echar a la maleta en el último segundo, antes de cerrarla y salir para el aeropuerto –la maleta era también, pensó, una prolongación de su infancia–, sacaría las gafas de cerca, que casi nunca se ponía, decía que no le quedaban bien, que le molestaban, y diseccionaría a la luz del flexo, página tras página, atenta, el puzle de la ciudad que, ahora lo sabía, estaba desperdigado entre las obsesiones del autor, oculto bajo el oblicuo telón de las sombras de los ficheros vacíos, cuyas piezas corrían histéricas sobre el papel como insectos blandos de muchas patas. Las iría recopilando, secando y uniendo en un plano con el que saldría luego a la calle, a los colores y a las formas, a buscar Praga en Praga como quien busca el último manantial de la tierra, capítulo primero de Das Schloß en mano por horquilla de zahorí. Si existe, si no es una alucinación, o si es una alucinación duradera, tiene que estar aquí, en él.

Acabó de cenar y se acostó. La mañana siguiente empezó el libro. Bastaron doce horas y eran las doce. La supo cercana e inquieta: una novia americana en la baranda del porche, antes del baile. Rellenó el abrigo y se arrojó a sus brazos.

Fue prodigioso. Estaba allí, ante sus ojos, subrayada con fluorescente: inevitable. En el rizo de humo de un tubo de escape, Praga. En un zigurat momentáneo de hojas en el suelo, Praga. En el reverso de cada billete de un dólar que una mano restregaba bajo una ventanilla de metacrilato, invariablemente Praga. Funcionó. Con la precisión de un marcapasos y con el mismo propósito. Cada palabra era intercambiable por un latido, y cada latido por una coordenada; cada línea de texto era una referencia concreta, una tienda de marionetas, o un cine, o un bache en la calzada, o un parque con columpios. Todo estaba descrito. Kafka se había arrancado la careta y sonreía. Ya no era literatura. Era, había sido siempre, travestido, la chaira con que afilar el jamonero que despellejaba el alma de la ciudad. Un atlas profundo, subcutáneo, de la Praga que sólo sostenía el peso de las hormigas y los edificios, donde no había banderitas ni silbatos y los extranjeros sólo se admitían tras un riguroso examen. Esa aduana de la realidad apócrifa era la que se dispuso a cruzar, y estaba segura de que no pitaría al pasar por el arco.

No pudo dejar de recordar a Joyce, y sintió con plena consciencia la culpa de la infidelidad. Si Dublín desapareciese mañana, había dicho, sería posible reconstruirla a partir del Ulises. La idea de que un libro pudiese resumir, y hasta sustituir una ciudad, desalojándola de sus cimientos para ponerla a salvo en un plano inmarcesible, la hizo estremecer. Ahora tenía la prueba. Si Kafka había sabido pespuntear el perfil de Josefov y Malá Strana en sus manuscritos, ¿cuántos lugares protegería en silencio la biblioteca de su salita, en Madrid? ¿Cuántas montañas y valles, cuántos palacios, cuántas cocinas, grifos, manchas de humedad, parabólicas; cuántos sótanos y catedrales se repetirían secretamente entre las dos tapas de una edición medio tragada por las polillas? ¿Cuántos universos cabrían en la loncha digital de un iPad? Sin embargo a ella sólo le importaba Praga, y Praga estaba segura.

Un ácido cosquilleo la tentó a seguir un regato de luz que desembocaba cerca de la estación de Florenc. Se oyó a lo lejos la coda triste de un cacareo metálico. Daban las cuatro. Toda la calle bostezó con una misma boca. Elisa se detuvo y comprobó por última vez el croquis. No había duda: estaba en el sitio correcto. El núcleo más íntimo de aquella galaxia recóndita se desgranaba ante ella, idéntica a como la había imaginado, con todos sus detalles en orden y su música de bienvenida, sólo que en otra parte. Llegué, susurró, y se permitió el lujo de perderse. Entonces lo vio. Llevaba un chaleco confeccionado a partir de un chaqué de boda con las mangas arrancadas, lo que le daba el aspecto de un novio plantado y florecido ante el altar. Estaba fumando sobre la tapa de una alcantarilla, iluminando una farola que le servía de media hamaca. En las manos sostenía un cuaderno amarillo en el que, de cuando en cuando, tras echar la cabeza hacia atrás y exhalar una impaciente bocanada de fantasmas, tachaba lo que acababa de poner. Elisa no lo espió un momento antes de acercarse ni dedicó un rato a estudiar la fisonomía y las costumbres de aquel habitante del envés de Praga. Por eso no reparó en la cresta que le cruzaba la calva de oreja a oreja, como el penacho de un centurión romano, más roja que una lágrima del demonio, hasta que lo tuvo delante. Por eso sólo se dio cuenta al día siguiente de que llevaba tatuado, en el interior del antebrazo derecho, la fórmula de la curva cola de golondrina alrededor de una calavera mellada. Elisa no quiso esperar. Se acercó sin miedo y ambos compartieron la tapa de alcantarilla, como dos náufragos apurando su suerte. ¿Eres escritor?, preguntó ella. Sólo cuando escribo, respondió él.

Václav había nacido en Ládví nueve meses después de mayo de 1968. Su madre odió toda su vida a Kundera, a Sartre y a Ginsberg, por perezosos, aunque idolatraba a Alberto Korda. No es la diana, es el gatillo, decía. Era estudiante de segundo año de conservatorio cuando conoció a su padre, un reportero que coleccionaba lápices mordidos y que caminaba fascinado por el nudo de sus cordones. Excepto en el concurso de su concepción, sus engendradores, como empezó y no dejó de referirse a ellos cuando cumplió los quince, no coincidieron nunca en nada. Lo de escribir le venía de aquella época. Lo de los tatuajes y los piercings vendría poco más tarde, a rebufo de la Perestroika. Durante un tiempo vivió en un bloque abandonado, junto con otros camaradas que se sentían en la obligación de continuar la obra inacabada de la generación que los había precedido. Él hizo su parte: recogió tantos lápices mordidos como pudo, hasta tener el juego completo, y luego se marchó. Desde entonces, salvo por eventuales escapadas al quiosco de Hans, que había estado en el Pointe du Hoc en el 44 y pensaba que los elefantes eran cosa seria, y alguna que otra visita a la ópera –guardaba un traje planchado en el hueco de un callejón, hasta que se dio cuenta de que lo suyo con Tosca no iba a ningún lado–, permanecía allí, apuntalando la farola, tomando apuntes de todo lo que no pasaba. La silueta de Elisa fue lo último que tachó.

¿Duele?, dijo ella. ¿El qué?, dijo Václav. Las dilataciones de los lóbulos, ¿te duelen? Él sonrió, encendiendo otro cigarro. No, para nada. Los tatuajes son peores. No soporto las agujas. Ella le dio un sorbo al café de la madrugada. ¿Y por qué los llevas? Para ensayar, explicó él. Se trata de un experimento. Un experimento publicitario. Václav contó, con algún recelo, creyendo que alguien los escuchaba aunque fuesen los únicos clientes del bar, que muchos años atrás, cuando niño, había realizado un sorprendente descubrimiento mientras ojeaba un recorte de periódico con una fotografía a color de un cuadro de Jackson Pollock. Ritmo de Otoño: Número 30 (1950). Lo vio de pronto y fue como un golpe. Aquello no era expresionismo abstracto. No había accidente. Ni siquiera era pintura. En ese lienzo, con pulcritud matemática, estaba impreso el más delicioso tratado de peluquería ideado jamás por la mente del hombre, éxtasis de tijeras y cepillos, con las instrucciones específicas para acometer el peinado perfecto. Václav contó también que le parecía sumamente injusto que un genio como Pollock hubiese pasado a la historia por una habilidad secundaria, mientras su verdadera contribución al mundo del arte pasaba desapercibida. Por esa razón ensayaba, pinchándose tinta cada veinte meses: había resuelto tatuarse el cuadro y su glosa desde la coronilla a la nuca, a la vista de todos, imposible de ignorar. La suya sería una vindicación pública y gloriosa de un talento heroico, de una belleza axiomática e ineludible: ningún ser humano nacía sin pelo. Yo también quise hacerme un tatuaje cuando era niña, dijo Elisa, dando un sorbo al café de la aurora, y aún lo pienso, no creas, pero si me decidiera alguna vez tengo muy claro lo que me pondría. En mi caso ya no puede ser otra cosa. ¿El qué?, preguntó él. El principio de Das Schloß, de Kafka, hasta el primer punto y aparte. Suspiró. Tienes que hacerlo, no lo dudes, animó Václav, que no lo había leído, pero no te lo escondas en el tobillo, como si estuvieses huyendo de él, ni tampoco te lo cuelgues del hombro, como si fuese una mosca. Sé valiente: háztelo en la teta, en espiral a partir del pezón, como escribía Apollinaire. Se le cayó una mirada en el pliegue suave del jersey de Elisa. Ella la recogió y se la devolvió untada con cayena. Demasiado texto para tan poco papel.

Caminaron de la mano por un filito de la ciudad y él la acompañó hasta la puerta del albergue. Aplastó lo que quedaba del cigarro y sacó un paquete de chicles de nicotina. Hans se los regalaba cada domingo por la tarde, después de prometerle al Niño Jesús que lo dejaba. A veces, él también lo prometía. ¿Quieres uno?, dijo. Saben a fresa. Con los ojos nevados, ella lo troqueló del resto de Praga. Le cabalgaban por los muslos manadas de centauros radiactivos. Sí, creo que es un buen momento.

[Fotografía nº 2. Encontrada por un taxista de la estación de Atocha, Madrid, España. Tamaño: 10,2 x 15,2. Color, brillo. Descripción: un hombre de cuarenta y dos años, sin pelo, tendido en la cama de un hospital en Bratislava, Eslovaquia. Al fondo, a modo de cabecero, un pedazo arrugado de papel estampado con un motivo de amapolas. Sobre la sábana, una gavilla de lápices viejos, un cuaderno amarillo y un libro en alemán. No se ve el título. El hombre sonríe tras la mascarilla de oxígeno.]

Elisa voló de vuelta a casa a las nueve de la noche. No abrió la boca. Puso el pie en Barajas, resbaló y se dio de bruces con un Madrid tallado en granito. Siguió sin abrir la boca. ¿Para qué? Aquella cama, aquel enredo y desenredo, estarían ya consignados para la posteridad en algún rincón de Kafka y Pollock. No hacía falta insistir. Lo demás, confió, estaría en manos de quienes se consagraban a la tarea de registrar la vida en el vano del viento o en porcelanas sintéticas. Ahora era su turno para darles algo con lo que trabajar. Se puso el pijama y durmió. Lo supo todo un año más tarde.

Recordando el invierno en que viajó a Praga, con el agua de la ducha salpicando la mampara semitransparente, sosteniéndose un pecho, desnuda ante el espejo del baño, Elisa decidió que había llegado el día. Con la vista anclada en la orilla de la areola, leyendo en círculos, calculó, como quien mide para un plato de macarrones, que bastaría con aumentarse dos tallas.

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