jueves, 18 de octubre de 2012

Equorym (o Atlas de las Coincidencias)


Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
(Jorge Luis Borges, Everness)


«En el centro del Mundo hay una Fuente. Todas las demás son aproximaciones inexactas, moralejas inmaduras de la Primera. Su Silueta no se repite en ningún Espejo. Su Caudal empezó antes que el Agua y la Sed. No la verás hasta que, buscándola, te ahogues en su Océano. Haz que mis pasos mueran en tu Orilla; sálvame de la Oscuridad que me acompaña y guíame al Sagrario donde la Luz que ciega al Olvido mana por siempre». Así reza nuestro credo. Así alienta nuestra fe, desde el Prólogo. Por ella es posible el Lugar.

Diremos, ya sin miedo alguno, Catedral, considerando que la palabra, al operar intensamente en la fantasía más sensible por evocación de arquitectónica desmesura, de religiosidad condensada, acaso de misterio, alude a la noción más precisa de lo que para el Tiempo supone la Biblioteca. No basta hoy, como bastó en épocas anteriores, con pretender la mera acumulación de volúmenes, en cuyos márgenes no siempre nítidos, análogos quizá a los del sueño, los amanuenses confiaban abarcar la contingencia del Futuro. La Catedral está habitada por libros, eso es cierto, pero atesora y cobija en su seno mucho más que la reiteración del papel y de los vocabularios.

Aquí se consignan, entre los sillares rebosantes de pergamino, todos los desiertos de la tierra, la nieve y sus montes, las espigadas torrecillas de plata, los nogales y los cardos, la soledad que pauta las nubes, la incesante memoria del suelo, los minuciosos diagramas del azar, el enigma de los que sonríen; también los monstruos, los cíclopes, las mantícoras, los endriagos que pueblan selvas vírgenes; también los reflejos, las tentativas, las alucinaciones que incuba el vino; también, en una burbuja, la feliz ilusión de la Nada. A lo largo de la nave central se propagan, dispuestos en diques que encauzan el silencio, altos panales a modo de estanterías donde los recuerdos son fecundados por ciegos arcángeles, que después pupan y resurgen en cronologías detalladas. En el ábside, los canónigos (o bibliotecarios) cultivan y trascriben el Eco, imagen primera de la Fidelidad, alimentando la reverberación del Pasado con inocuas apostillas, renovándolo para permitir la continuidad de la Historia.

A mí me engendraron los siglos, para los siglos, en algún anaquel irrecuperable, y formo parte desde entonces junto a mis hermanos, los adeptos, los muros y los arbotantes, de la eterna Estructura. La clave de bóveda, donde pulsa nuestro corazón, es el Índice.

No mentirá quien afirme que la naturaleza de la Catedral es esencialmente glandular, por cuanto una de sus funciones básicas consiste en segregar información, emitiéndola a través de su superficie porosa hacia el dilatado horizonte. Las gentes beben de estos manantiales, sin barruntárselo, el néctar de un conocimiento fermentado en noches impenetrables. Yo, sin embargo, contemplo el Hogar (me es concedido nombrarlo así) como un ilimitado palimpsesto de agua que el cielo borra y reescribe, en el que las ideas se solapan y las verdades se muestran, con la insolencia de la desnudez, en una diáfana y casi lúbrica simultaneidad. Nada puede perderse; nada puede morir. En la Catedral no hay cementerios: cuanto es, habrá de ser, insistirá en su ser; en otro lugar, bajo otra signatura. Constantemente legible.

Mis votos sacramentales exigen un compromiso absoluto con la custodia del saber, con la preservación de los intervalos. Pero mi temperamento, más inclinado a la creativa inquietud que a la serenidad encapsulada, uterina, que domina estos amplios salones (o mares), con frecuencia me ha movido a la indagación, de suerte que he consumido días, que sin esfuerzo pueden ser décadas, en las mesas prolijas del Scriptorium, devanando el inextricable Universo letra por letra. He horadado las profundidades de ese Templo en caóticas galerías, sorteando los cimientos que sostienen la carga del Infinito, hasta contemplar el asomo de magnitudes tan rotundas, tan blasfemas, que me han hecho comprender, al cabo de los años, la inevitable realidad, no por todos hoy compartida: la Catedral, no importa cuán extensa llegue a ser, no es más que un sumario.

Lejos de entristecerme, el descubrimiento me ha impulsado por senderos aún sin marcar, en busca del prodigio que habrá de salvarnos algún mañana. Perseguí miniaturas, vitelas y arcanas tipografías; abandoné la Palabra. Desenterré piltrafas de lona de oscuras carabelas, languideciendo frente a unas olas que alejaban el Deseo. Grité, tal vez violando algún precepto, soberbio en la exigencia, pero la resaca sólo recuperó lo que la marea no había traído. Hubo lágrimas entonces, prohibidas lágrimas, excepcionales. Lágrimas que traspasaron la arena y fueron costa, sin límite ni alianza: puro lenguaje. Allí vi el Manantial. El razonamiento es el siguiente. Asumamos que el mundo, la hierba, el fuego, las lombrices, las caras de la luna, todos los rostros y los espejos vacíos, se resumen en la Biblioteca, y la Biblioteca misma en su Catálogo. Por ende, ideas cada vez más depuradas sintetizan otras menos específicas, intimándose en una espiral de significados que conduce a la Evidencia última y única, germinal, que yo imagino descifrada en los versos de un Poema cuya composición los dioses aún no me han deparado.

Decirlo, en voz alta y clara, será una génesis perfecta: una garantía contra el desastre. Será, como las ediciones facsímiles, una copia de seguridad de la Existencia. En la insondable vigilia de la Catedral he llamado a esa oda (o semilla) Equorym. El título, huérfano de semántica, me conforta como el abrigo de promesa honesta que es. Cuando al fin lo haya completado, cuando su elocuencia feral desborde la métrica y trascienda el Arte, no seré yo quien le dé lectura. Lo ocultaré en la capilla más remota y cubriré, si es preciso con la degradación de mi cuerpo, la entrada y las señales. Renunciaré al consuelo de convertirme, como los demás, en manuscrito, de ensanchar la Ciencia, sólo por mantener el secreto. Ciertamente no habrá sido inútil. Basta con que la Catedral conozca la Respuesta, aunque se ignoren las preguntas.

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