viernes, 13 de abril de 2012

El guante

Escribo estas páginas y siento que es él quien golpea las teclas, quien dicta y quien deliberadamente omite ciertos párrafos. Ojalá su influjo no alcance también la lectura. Ojalá sepas discernir mi delirio en su delirio.

Salí de clase aquella mañana –aún no serían las once; las nubes apenas permitían la vaga impresión de las nueve– y encontré el guante tirado al pie del seto amarillo que flanqueaba el costado de la facultad. Estaba allí, evidente hasta la arrogancia, severo, con gesto inequívoco, casi reprochándome la impuntualidad. Lo miré sin ilusión, como quien mira a un fantasma ya conocido. (No imaginaba entonces lo poco que tardaría en serlo.) Era menudo, de una reluciente y deplorable imitación de cuero negro, con una mancha cobriza sobre el botón de cierre, todo él moteado de implacable rocío; la mano que alguna vez lo animó, que se cansó de él, había sido una zurda. Me fijé mejor y vi cómo el hilo de una costura suelta se urdía en una breve espiral; lo mismo intentaban varios de mis cabellos, muertos sobre el abrigo. 

Dudé antes de recogerlo. Me fue inevitable pensar –me dije, tal vez para mitigar el sonrojo, que también lo hubiera sido para cualquiera– en la solemne e impúdica liturgia del duelo; pensé en la ofensa, como un diente de león incandescente, oscilando con terquedad sobre las escaleras de la ópera vetusta, entre las lámparas de un concurrido restaurante, irrumpiendo en el salón de fumadores de un hipódromo; pensé en palabras, rectas como el acero que prometían, irrecuperables; pensé en una noche propicia, que era todo el siglo XIX; pensé en las seguras ruedas de un coche, en la infinita niebla, en capotes cayendo de hombros maduros para el ancho del ataúd; pensé en Goethe –yo estaba en la Turingia–, en Stendhal, en Dumas; pensé en pájaros oscuros revelando el esqueleto de un árbol al amanecer. Pensé en el guante, como imperfecto resumen de un capricho infantil, y temí que al llevármelo, siquiera al moverlo con el pie, de algún modo activara el invisible resorte que me comprometiera en una trama ajena y remota, haciéndome acreedor de un violento desenlace.

Luego, más prosaico, temí que el tiempo de su abandono lo hubiera convertido en saco de orugas. 

Miré a uno y otro lado. Esperaba encontrar a alguien revisando el parterre, comprobando el seto en busca de la prenda perdida, pero –debo confesarlo– me sedujo la siniestra esperanza de descubrir, en la soledad de la esquina cercana, sombríamente épica, la silueta de mi enigmático contrincante, larvando en silencio un odio antiguo, anónimo y secretamente justificado. No vi a nadie, pero aún me resistí; fue inútil. Cogí el guante, casi sin tocarlo, y lo guardé en la delatora cartera (la decoraban, en mayúsculas políglotas, las letras de la palabra ERASMUS).
En ningún momento sentí que lo estuviese robando. Esta convicción hizo posible que durante unos días me olvidara por completo de él. 
En Ilmenau yo solía almorzar poco antes del mediodía en un comedor para estudiantes de la calle Max Planck. Con el café, desordenaba sobre la mesa los apuntes para la lección de la tarde, como un torpe tahúr que hubiese derribado un castillo de cartas. Iba repasando mentalmente en alemán –que con alguna pedantería prefería llamar tudesco– las frases aprendidas la semana anterior: Woher kommen Sie? Ich komme aus Spanien. La repetición mecánica me distraía de la lluvia terca (en Málaga, recordé, los domingos pronto serían patrimonio de las playas). Así reapareció el guante un día de mayo, como si hubiese florecido entre las fotocopias, y me fastidió tener que recibirlo con genuina sorpresa. Me asaltó un remordimiento ilegítimo, anacrónico. De nuevo dudé en acercar la mano, pero esta vez me movía una incómoda curiosidad, acaso una sospecha. Lo sostuve frente a mí y, por unos instantes, los justos para no despertar recelo en el vecino de asiento (nadie en su sano juicio se extasía con semejante cosa), lo examiné a la luz de los fluorescentes. No sabía entonces ni sé ahora lo que esperaba ver en el guante, pero por un segundo, tal vez porque yo no estaba lejos del cristal empañado de la ventana, lo juzgué espejo. Lo acepté sin aberración ni sonrisa, casi sin esfuerzo.
Consideré que no me lo había probado, que ni siquiera había pensado hacerlo, desde que lo recogí. Me quedaba ridículo de tan pequeño; al sacar los dedos vi que los tenía morados y suspiré. Con el tiempo, pude entender que su talla menor era uno de sus muchos ardides: si me hubiera entrado, yo habría consumido su misterio al convertirlo en mera ropa; inservible, desprendido de su condición de objeto, no era difícil que mi fantasía lo elevara a la categoría de talismán, consintiéndole sus malévolas maquinaciones. 
Puse los cubiertos sobre el plato vacío y llevé la bandeja a la cinta móvil. La vi alejarse lentamente, reprimiendo el impulso de despedirla con el guante en la mano.
Esa tarde –la primera de muchas– no fui a clase. 
Me encerré en mi cuarto y durante una hora creo que no me moví. Al cabo, me consagré a la tarea ineludible de figurarme al dueño del guante. Lo evoqué sureño, como yo (los alemanes no usaban guantes en primavera), dentro de una trenca color azafrán, atareado, negligente. Lo vi más tarde confuso, con moderada pena, lamentado el descuido. Compuse rostros, miradas, cabelleras, dientes; detallé todo un catálogo de manos ateridas, de uñas grises. No pude suponerlo mujer. Comprendí que mi propósito era absurdo. Las posibilidades se multiplicaban, se seguirían multiplicando más allá de mi imaginación. Por otra parte, ya no estaba dispuesto a devolverlo.
Cuando reparé en el reloj comprobé, con menos horror que vergüenza, que había gastado el día con el tonto juego. La habitación parecía una cueva –símil poco inocente– y yo no había advertido el progreso de la oscuridad, que sin duda fue veloz. 
Me tumbé en la cama y dormí. Los sueños de aquella noche, todavía pacíficos, son ya reliquias que el óxido de la memoria apenas deja descifrar.
Desperté sin inquietud y palpé la mesilla en busca de las gafas. Antes que con cualquier otra cosa –había llaves, libros, monedas, bolígrafos– di con el guante. La intromisión me resultó graciosa y tímidamente reí, recordando la tarde anterior. La imagen sencilla del guante me atrapó con amabilidad y, como aún faltaban unas horas para la primera clase del día, me entretuve dibujando su contorno en una hoja en blanco. Debí tardar poco menos de un minuto; el calcado no requiere más tiempo. Al acabar, la caricatura de aquella caricatura de mano logró satisfacerme; a mí, que siempre había renegado de las artes plásticas, que ni siquiera envidiaba el talento de los demás. Una emoción me atacó el pecho: era el orgullo. Firmé en una esquina de la hoja y colgué en la pared el retrato del guante. Lo contemplé sentado en la cama deshecha. Descubrí, con pánico, que no había sido feliz hasta ese momento. 
En el aula –yo me había quedado dentro durante un descanso, o era incapaz de levantarme de la silla, ya no lo recuerdo– percibí con claridad el mecanismo minucioso, nada complejo, de la obsesión. Me fue deparado diáfano, sin acertijos: candoroso. Lo percibí, no como paredes que se cernían, sino como paredes que largamente se desvanecen, sin dejar ver nunca lo que del otro lado se intuye. Yo ya sabía que el guante ocupaba ese espacio especular, llenándolo como el argón, y también que, sin desinflarse, se extendía hacia lo concreto; yo deseaba que lo hiciera. Ese deseo –reconocerlo es justo– no fue indiferente al amor.
Pasaron semanas y mi adicción al guante era procaz. No podía salir del cuarto sin llevarlo encima, en la cartera o en el bolsillo; poco después no me bastó: necesitaba sentirlo cerca, entre los dedos, siempre sobre la piel, donde no tenía que pensarlo y podía aplazar el temor a perderlo. Me divirtió inventar presuntuosas razones para explicarme lo inexplicable; terminé confirmando que el ejercicio era miserablemente perentorio. Decía: tal vez el guante es un engranaje providencial del universo, y yo debo custodiarlo como el sumo sacerdote custodiaba el verdadero nombre de Dios (Shem Shemaforash) y cada una de sus 216 letras. Decía: tal vez el guante es la materialización precisa de un arquetipo, y mi conciencia ya no puede alejarse de él; o bien, decía: tal vez el guante es un zahir.  
En julio llegué a la conclusión de que el guante era un azar grotesco, que no era nada, pero que la inercia de mi ansiedad lo requería –acaso lo imploraba– pleno de un significado poderoso y terrible.
Me preparé a borrarlo, pero entonces el guante se reveló. 
Por el minúsculo dormitorio se dedicó a acecharme, escondiéndose bajo los edredones, apareciendo en cada cajón, en cada estante, en la despensa, dentro del frigorífico; emergía por arte de magia de los bolsillos llenos, del cesto de la ropa sucia, de la vuelta de las cortinas. Una vez, alegre por no habérmelo cruzado en todo el día, me animé a salir a la calle; lo encontré enfundando el picaporte de la puerta, como si saludara con sorna. Este guante –razoné– ciertamente no es ubicuo; su naturaleza es mucho más perversa, mucho más repulsivo es su proceder: horada la realidad en túneles secretos para atajar a los hombres, para atraparme en una jaula recóndita y prodigarme falsas llaves.
En una ocasión, lo juro, pude sorprenderlo acariciándome la frente.
La voluntad de mi pesadilla siempre daba con la forma para frustrar mi esfuerzo por ignorarla. Dos o tres veces el guante se me cayó o lo dejé caer; alguien no dejaba nunca de advertirlo y con presteza me lo devolvía. Me tentó la posibilidad de destrozarlo con unas tijeras. Ahora digo que no me atreví a hacerlo por miedo a que su negra sangre me salpicase la cara.
Una nota fechada que la limpiadora deslizó bajo la puerta me instaló en agosto. Pensé que mi reacción no hubiera sido distinta si en el papel hubiera leído febrero. Todo se había reducido al guante. Llegué a pensar que ambos, él y yo, éramos la cifra y el compendio exacto (y suficiente) del mundo, que lo demás eran apariencias o reverberaciones de apariencias predichas. El guante, invocando una oscura y nefanda autoridad, anulaba el pasado y el futuro, licuaba el presente y lo almacenaba en aljibes prohibidos, lo corrompía y luego administraba mi sed. Su dedicación era absoluta. Se complacía en inundarme el sueño de imágenes excesivas, de insoportable claridad, de degenerada coherencia, que me asfixiaban. Trataba de mantenerme despierto practicando el idioma que, a ráfagas, en las fugaces treguas, me parecía oír a mi alrededor: Wie heißt du? Ich bin Álvaro Martí. No sirvió.
Tuve la certeza de que no me había equivocado con mi primer barrunto. El guante, así era, formaba parte de la elaborada parafernalia de un duelo, de un reto cíclico cuyo origen era el Origen. El tiempo me desafiaba a cambiarme con él, a ser él, para que las cosas siguieran siendo. Y lo consiguió.
Pero no se contentó con la victoria, o tal vez yo me resistí demasiado.
Fui castigado sin miramientos, preso a pan y aire. El guante me arrebataba el horizonte, usurpando toda posibilidad de paisaje, sin sustitución. Se superponía a los sentidos, negando la menor experiencia, cualquier placer, todo dolor. Al margen de sus espejismos, me visitaron alucinaciones leales. En unas, yo veía la pradera bajo la ventana, alfombrada de tela negra y brillante. Había nevado toda la noche. En otras, el guante se dilataba interminablemente, cubriendo la ciudad, la región, el país, el continente entero. Antes del desmayo aún llegaba a ver cómo sostenía el planeta sobre la palma cóncava, cómo empezaba a cerrar el puño.
A principios de septiembre conocí un instante de fortaleza. Supe que la oportunidad era única y que debía elegir rápido entre la locura o la cobardía. No lo dudé.
Tomé el tren a Erfurt. Caminé unas horas con los ojos pegados al suelo, como barriendo mis huellas, hasta que di con un solar en obras. Pensé que la denostada lluvia rubricaría un final más digno, pero ese día no quiso llover. Me aseguré de que nadie miraba y arrojé el guante sobre la arena del mortero. Tan pronto como me alejé, me arrepentí de no haberlo enterrado. El trayecto de vuelta se prolongaba menos de una hora; pareció ser eterno. No suspiré –no lo merecía– hasta que pasamos el apeadero de Martinroda. No me ha seguido, musité. Tampoco me esperaba en mi habitación, que registré a fondo. Aún demasiado viscosa, fluyó la libertad.
Pude salvar algunas asignaturas y recrearme en la cruel ironía de que no había perdido el tiempo. El 30 de septiembre aterricé por fin en España. Me abrazó el calor sofocante del veranillo de San Miguel; me sentí a salvo. Bajé del avión, subí a un transporte de tierra, recuperé el equipaje, busqué a mi familia. En el coche, de camino a casa, lloré. Me preguntaron y no respondí. Un frío rencoroso me mordía los dedos de la mano izquierda.

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