viernes, 14 de octubre de 2011

Corbata

Una única corbata, una corbata lenta y robusta, pariente tal vez de una anaconda, anillada de alfileres dorados, con una perlita que se esconde en el repliegue de los nudos, atosiga el cuello de todos los hombres. Por la ciudad se vierte en aluviones de seda estampada, remontando en urgente desemboque las nieves perpetuas de la camisa, corriente textil con espíritu de salmón, abrazándose a las gargantas, protegiendo del frío y de la frivolidad. Gracias a la corbata ya nadie hace el ridículo ni sobresale por encima de la media. Gracias a ella han retirado de los restaurantes el odioso cartel, siempre en caligrafía gótica, que reprochaba su ausencia. Ahora, los oficinistas marchan impecables al trabajo, funcionarios de la corbata, bogando en líneas rectas que entienden calles distintas, de cabeza al máximo rendimiento. Para la ópera desfilan conjuntados con su color, péndulos, engalanados de simetría, hisopados con idénticas gotas de colonia. Que la noche, que la dicha, como la corbata, no acaben. Hasta el dormitorio acompañan los mismos lazos, mullidos en forma de almohada o imbricándose en exquisitos edredones que adulteran el sueño. Afluentes más atrevidos dan a las escuelas primarias, a las grutas de ozono de los hospitales, o se adentran en el campito que ensombrece el mármol de los nombres y las fechas. Al final de la Avenida Libertad, junto a una palmera amarilla, se dan la mano dos desconocidos y se felicitan por el triunfo final de la corbata, por la abolición de las otras modas, argucias de la marginación que en mala hora gozaron la fama. Aquí todos tienen su sitio, no hay arrabales ni privilegios, reina una armoniosa ecuanimidad. Si ella no estuviese, dicen, si nos faltara un día, Dios nos coja confesados. Asienten y se despiden. El primero toma el camino de la derecha, el segundo el de la izquierda. No dan más que unos pasos. La tela, con reflejo pastoril, pronto los llama de regreso a la fila que los cruzaría más adelante, y que los seguirá cruzando cada mañana. Huir de la corbata, burlar su tutoría, desatarse, es el peor delito contemplado en el Derecho, acreedor del escarnio, la inhabilitación pública, la mácula indeleble del apellido y la pérdida de los pulgares. Por algo son parónimos desatar y desertar. Pero ella vigila para que no ocurra. Tiene bien guardadas las fronteras de su hilo. Cuentan algunos que en ciertas puntadas, a la luz de una farola, le han descubierto ojuelos de perdiz que observan, que escudriñan, que van al hígado, que miden, que se cercioran y señalan, que recomiendan una película, una marca de cigarrillos o una tienda de postales, que ordenan, los domingos, la tendencia de la raya en el peinado, que escriben tildes olvidadas, que marcan precios excesivos en las jugueterías, que reprueban las uñas sucias, el escándalo y la anorexia de los libros, que escuchan, que sonríen, que golpean en el pecho un compás que prohíbe la catástrofe, que saludan, que agradecen, que nunca, nunca abandonan. Nadie teje en el horizonte esta corbata, este mundo sostenido por el mundo. Cuando acaben los hombres seguirá, inmóvil, famélica, tendida en el suelo como la piel vacía de un incesante ciempiés.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

Muy interesante que hayas terminado con esa palabra ¿Tan poco te gustan las corbatas? :*