sábado, 26 de marzo de 2011

El arrecife

En la noche turbia, desde la atalaya del cantil, el vigía –en la isla nadie supo nunca su nombre– miraba, resignado, cómo se acercaban a la costa los derrelictos del último naufragio provocado por el arrecife.

Manos laboriosas, pacientes, habían tallado en otra época, generación tras generación, devotas, el atolón de escollos que rodeaba aquella porción de tierra, marginada secularmente por la cartografía, donde el tiempo se escurría sin huella y no arraigaba el recuerdo. Arrastrados hacia el rompiente por el fuerte rebalaje, el océano había perdido la cuenta de los barcos que allá alijaron fragmentos de una memoria ajena. Hebras de muchas vidas, de muchos mundos, que el vigía –noche tras noche– se encargaba de trenzar en un mundo y una vida posibles. Suyos.

Bajó en silencio hasta la playa, casi negra, sin más luna que un fanal parpadeando en la cima del peñón, expectante. Su luz le señaló una tortuga muerta, con el vientre ovalado, hinchado y abierto, por el que asomaba la maraña de tripas púrpuras.

A su lado, medio enterrado en la arena, descubrió una copia traducida al sajón del manuscrito Voynich, que Kafka había prologado brevemente con la receta de un postre húngaro.

Unos metros más allá había aparecido, rodeado de añicos del rosetón de Notre-Dame, un ladrillo de la Atlántida envuelto en una nota, que el agua borró.

Dentro de una botella de ron, que guarecía una reproducción bastante fiel del Victory de Nelson, encallado en un coral de alga, el esqueleto de una sardina hacía las veces de leviatán furioso en un reducido y divergente Trafalgar.

Luego vinieron retales de velas deshilachadas y jarcias heridas de sal, algunas cuadernas astilladas y un felús reluciente del tiempo en que Ibn Hazm le puso el collar a la paloma.

Incrustada en una palmera reclinada sobre la orilla, recuperó la bala que un granadero ruso no se atrevió a disparar en Austerlitz, cuando tuvo en la mira de su fusil, durante un segundo histórico, al emperador de los franceses.

En una caja cerrada con clavos roídos por el óxido, que aun así tardó en poder abrir, encontró muchas cosas, pero ninguna le agitó la curiosidad. Ni el vestido de novia, todavía muy blanco, asfixiado de lazos y perlas, cubierto por plumas de pularda. Ni las diecinueve cajas de cerillas, ya gastadas, con el dibujo de una jirafa en el cartón. Ni la llave de una caja fuerte y la propia caja fuerte, sin nada más dentro que una fotografía, fechada en agosto de 1899, donde no se veía a nadie. Tampoco, en un rincón, el espejo de mano moteado de huellas ancianas.

Una vez vaciado el contenido, advirtió unas letras garabateadas sobre el fondo de tabla, separadas por puntos, que se le antojaron una letanía humilde y esquemática de la soledad, o quizás una mnemotecnia precisa del olvido.

Lo último que rescató fue una caracola pintada en tonos celestes y amarillos, abandonada sobre una roca, en cuyo rumor confuso aún podía distinguirse el eco de la voz lastimera del rey Sebastián de Portugal, poniéndose en paz con Dios antes de embarcarse para África.

Al regresar a su puesto, bordeando el litoral perseguido por el alba, se le cruzaron varios niños del poblado, andrajosos, chillando y a la carrera. Cayeron sobre los vestigios de la historia que contó el mar en la madrugada como buitres famélicos, y sin alguna piedad los devoraron y redujeron a polvo. Insatisfechos, esparcieron las sobras a la deriva de otro azar.

La noche siguiente, en un sueño, divisó a un hombre que se aproximaba al acantilado, bogando despacio en un chinchorro. Resplandecía en la superficie, engañosa, la estela gris del lomo de los atunes amaestrados, como marcando la ruta hacia un botín. El vigía disparó una flecha inflamada, certera, que lo alejó de vuelta a su nave.

Despertó en una mañana presentida, sin esperanza, y contempló serenamente cómo el arrecife, agotada la tinta de sus fabulaciones, iba desdibujándose poco a poco con el vaivén de las olas.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:OOOOOOOOOO
Esto no puede ser el final :OOOOOOO