jueves, 24 de marzo de 2011

Palimpsestos

Decía Borges en un pasaje de La biblioteca de Babel que uno de los libros más largos que pudieran ser jamás escritos era la autobiografía de los arcángeles. Supongo que el ilustre argentino suponía, para que el cuento le cuadrase, que las celestiales criaturas poseían una memoria capaz de resistir el desgaste con que los siglos erosionan el recuerdo, sin perder, desde el primer aleteo hasta la última vigilia, ni el más ridículo detalle de su gloriosa existencia. Por suerte o por desgracia, o quizás –que será lo más probable– por mezcla de ambas, resulta que eso no es cierto. Resulta que, si se diese el caso, que se ha dado alguna que otra vez, al autor de la glosa de sus días la faena no iba a llevarle más allá de las trescientas páginas –y eso contando con que el prosista fuera de verbo florido y letra estirada–.

Si digo esto no es por afán de desmerecer la capacidad retentiva de los camaradas de San Miguel y San Rafael –a quienes no tengo el gusto de conocer personalmente, pero de los que tengo excelentes referencias–, sino por la mera constatación de la evidencia. Vamos, que hablo con conocimiento de causa; por propia experiencia, si lo prefieren así, que son ya muchos años en el oficio. Y nada que ver con la realidad del asunto, que apunta por otros derroteros muy distintos.

Los ángeles son –somos, como ya habrán notado– gente normal y corriente, de las de toda la vida, aburrida incluso, como cualquier hijo de vecino. Siempre relativamente, claro. Porque aunque no podamos matar con la mirada ni resucitar a los muertos, ni siquiera curar un triste resfriado, nunca hemos dejado de ser inmortales, y eso, irremediablemente, marca una diferencia. Los hay también que, además, de vez en vez se distraen revoloteando por donde no pueda verles nadie; aunque, francamente, debo decir que, como especie, nuestras habilidades aéreas, a causa de la vida sedentaria que solemos llevar la mayoría, distan mucho de parecerse a la precisa y majestuosa destreza del halcón. A fuerza de dejar de lado la práctica de una tradición que se nos supone legendaria, cuando despegamos los pies del suelo poco más podemos hacer que planear con gracia de gallina hasta posarnos, por tirar de un eufemismo amable. Pero aquí lo que interesa no son nuestros pasatiempos, sino dar a conocer un curioso aspecto de nuestra particular naturaleza.

Me refería al principio a la memoria de los ángeles, advirtiendo que, en contra de la creencia popular –o no tan popular, que no somos el centro del universo aunque de allí procedamos–, no es ilimitada ni mucho menos abarca el evo de la Historia. Es importante tener claro en todo momento que hablamos de magnitudes que sobrepasan todo entendimiento, ya sea humano o angelical; incluso me atrevería a decir que divino, por lo que debemos andar con cuidado. De hecho, la relación entre Dios –me perdonarán que no extienda más en este punto, porque la digresión nos alejaría demasiado de nuestro propósito– y el Tiempo es tan complicada que, desde nuestra humilde perspectiva, sólo podríamos resumirla, hablando mal y pronto, pero claro, con la imagen de dos perros callejeros peleando por darse mutua y simultáneamente por el culo. Cada cual queriendo adaptar al otro a su propia necesidad, sin contemplar en ningún caso la posibilidad de ceder o de llegar a una tregua, ya que ambos conciben el enfrentamiento como el origen del equilibrio que sostiene la realidad, y saben que el premio disputado –sea lo que sea– es hueso demasiado jugoso.

Profundo, ¿verdad? No desesperen: nosotros tampoco llegamos a descifrar completamente el sentido de semejante trabalenguas metafísico-lumpen, y quienes lo intentaron continúan hoy dándose de cabeza contra un muro de hormigón. Sin embargo, como resultado de esta eterna pugna, nos vemos en el brete de tener la certeza de que estaremos aquí para siempre, pero sin saber nunca hasta cuándo. Y eso, aunque parezca una infantil contradicción, representa para el sindicato de las cuatro esquinitas una afilada espada de Damocles que puede descolgarse el día menos pensado.

¿Que dónde encaja en todo esto el asunto de la finitud de los recuerdos? Muy sencillo. Así el percal, y sin voluntad ni ánimo para interferir en el orden natural –mente impuesto– de las cosas, los ángeles hemos optado por desentendernos de trifulcas donde nada –o demasiado, según se mire– se nos ha perdido y tirar por el camino de en medio, haciendo frente a la situación por un flanco desprotegido. Ligadas como están nuestra sustancia y esencia –que más allá de teologías diversas vienen a ser más o menos lo mismo– al devenir de este mundo, sensibles como ningunas a los cambios, y no digamos ya a los nuevos principios, decidimos hace un par de milenios que no sería mala idea ir ensayando todos los finales posibles para estar preparados ante cualquier contingencia. ¿Y esto qué significa?, que desde entonces y hasta la actualidad los ángeles imitan al hombre y viven una vida de pocos años, con pocos recuerdos, para renacer y poder olvidar, empezando de cero. Una y otra y otra vez, repitiendo y variando, para que cuando el auténtico Fin –the End, en inglés– nos eche el freno definitivamente no nos pille por sorpresa.

Pero no es tan fácil como parece a primavera vista –ya dijimos que, pese a todo, no somos superhéroes, aunque sí que vivimos en un planeta de kriptonita–. Seguimos siendo lo que somos, y eso no está en nuestra mano variarlo, por muchas trampas que logremos hacerle al destino. En nuestro improbable código genético se halla impreso un desolador sentimiento de desarraigo, de pertenencia a ningún lugar, de inquietud, que constantemente se encarga de recordarnos, por medio ráfagas fugaces de retales de vidas pasadas –flashbacks en toda regla, para entendernos, pero siniestros como pesadillas–, que el nuestro no es más que un disfraz que tarde o temprano pasará de moda. No obstante, y no tengan duda de ello, el carnaval merece la pena. Con mucho.

Porque, gracias a esos sueños, sé que he sido –que seré–, como dice la canción, arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador. Y sé que en cada uno de esos mundos he conocido la felicidad y la tristeza; he saboreado el placer y sufrido dolor; he experimentado el miedo y buscado –y encontrado– el amor; sin atreverme jamás a aprender nada, a coleccionar souvenirs. Tendido en un tejado de pizarra azul, con los talones apoyados en la canaleta de latón, he visto salir el sol más veces que estrellas hay en el cielo, y hasta hoy no recuerdo dos amaneceres iguales. Cada paso, en cualquier parte y en el mismo lugar, sigue siendo el primer paso; cada aliento, el último aliento. Sé de mi vida sólo lo que mi vida llena, y con eso me basta. No hace falta más.

Y así sucede. Como peces obstinados nadamos contracorriente en el acuario del Tiempo, con una memoria de tres segundos para abarcar un mar infinito, incapaces de hilar un recuerdo con el siguiente para obtener respuestas, pero sin ignorar nunca que estamos recubiertos de escamas. Y sin olvidar tampoco –y eso es lo único que realmente importa– que en esos tres segundos, ya sean tres años, tres siglos o tres días, que son todos los días, no nos hacen falta alas para ser libres. Ni papel para dejarlo todo dicho.

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