lunes, 21 de marzo de 2011

El coloso

I

El coloso apareció una mañana, de repente, y se sentó en el borde del mundo. Dejó que las piernas colgaran sobre el vacío y chocaran contra la pared de tierra. Luego se quedó quieto, mirando a la nada en completo silencio.

Un labrador fue el primero en descubrirlo. Se había levantado sobresaltado por el temblor y salió corriendo, seguido de su mujer, temiendo que la casa pudiera venirse abajo en cualquier momento.

Cuando lo vio, apenas una parte del enorme costado, mucho más alto que cualquier montaña, supo que nunca más en su vida tendría que preocuparse por el mañana. Se acercó y miró hacia abajo, al acantilado vertical cuyo fondo no distinguía ni el catalejo de la imaginación, y dijo:

–Menuda suerte.

Sin embargo, la mujer, que era incapaz de compartir la alegría de su marido ni comprendía como aquella mole iba a darles de comer a ellos y a los hijos que querían tener, le dijo:

–Olvida esa cosa y repara la casa antes de que la perdamos. Si no lo haces, no tendremos lugar para pasar la noche.

El labrador, ofendido por la ignorancia de la esposa, tomó un mazo de fragua y, a golpes furiosos, terminó él mismo el trabajo que el terremoto había dejado a medio hacer. Después, se sacudió las manos, la miró y con duras palabras le hizo entender que si no estaba dispuesta a seguirle en la aventura que había resuelto llevar a cabo, si no quería ayudarle a hacerse rico y alcanzar la fama y la gloria imperecederas, podía marcharse para nunca más regresar.

–Sabes que siempre te he querido, y que te querré siempre; pero si tu corazón ahora late en el pecho de ese coloso, entonces, ya no queda sitio para mí a tu lado. Me iré, llegaré hasta el otro extremo del mundo y te esperaré allí.

No la vio alejarse. Tampoco la vio llorar mientras recuperaba las pocas cosas que le quedaban de entre los escombros y las ponía en un hatillo. Tenía los ojos cerrados, la mejilla apoyada contra la piel de la criatura, las manos acariciándola, la sonrisa sincera y a la vez velada por una falsa promesa.

–Tú eres lo que llevaba esperando toda mi vida.

Y en menos de un mes, tal y como calculó, se convirtió en el hombre más rico, famoso y glorificado de todo el mundo.


II

Agustín y Juliana vivían cada uno en un pueblo separado del otro por una distancia de trescientos cincuenta pasos exactos. Un río fino como una interminable lombriz de plata marcaba la frontera ilusoria entre sus mundos, que ninguno había cruzado jamás.

La primera noticia que tuvieron de la existencia del coloso les llegó por medio del mismo repartidor de periódicos, con apenas minutos de diferencia.

Se decía que era un ser fascinante, misterioso y gigantesco; tan grande que los académicos de la Lengua, reunidos en sesión extraordinaria, habían tenido que inventar nuevas palabras para referirse a la naturaleza de su tamaño, ya que dejaba obsoleto todo el campo semántico que tan bien había funcionado hasta el momento.

Se decía también que se trataba de un enviado de los Cielos. También que había venido desde el Infierno. Que era el último de su especie. Que tan solo el primero de otros muchos que vendrían muy pronto.

Los filósofos buscaban en él la fuente de la verdad y la sabiduría. Los poetas, la inspiración. Los pintores, la belleza. Los escultores, su modelo perfecto.

Hubo quien dejó atrás sus creencias y lo elevó a la categoría de dios, poniendo en él toda su fe y su confianza. Se hablaba incluso de un grupo que, asqueado de la injusticia y la miseria, organizó un nuevo sistema político y social en torno a su figura: la colosocracia.

Sin embargo, nadie se molestó en preguntarse lo más evidente: ¿por qué?

Tan pronto como terminaron de leer las crónicas y las experiencias de un nuevo mundo que renacía asombrado y esperanzado, ambos supieron que debían dejarlo todo e ir, fuese como fuese y costase lo que costase, a ver con sus propios ojos aquella maravilla.

A pocas horas del lugar donde reposaba, encontraron el final de la cola de visitantes, que cuchicheaban, gritaban, se hacían confidencias y desesperaban por que el gentío avanzase más rápido y les llegase por fin el turno. Estaban tan lejos del coloso que apenas podía divisarse en la distancia.

Los dos ocuparon al mismo tiempo su puesto. Sus miradas cruzaron el río por primera vez. No hizo falta nada más para que lo supiesen al instante.

–Por esto.

Agustín y Juliana habían recorrido una distancia cien mil veces mayor que el camino que separaba sus casas, sólo para encontrarse al otro lado del mundo.

Nunca más volvieron a separarse.

Nunca vieron al coloso.
 
 
III
 
Una mañana, de repente, el coloso se inclinó hacia delante y saltó, perdiéndose en el infinito. El mundo se quedó en silencio hasta que, varios días después, alguien se atrevió a preguntar, entre la timidez y la decepción: y ahora, ¿qué?

El labrador, tras ver como con él habían desaparecido todos sus sueños de riqueza, fama y gloria, suspiró, maldijo entre dientes, se asomó al abismo y dijo, calmado:

–Menuda mierda.

Y, sin más que hacer ni que decir, dio media vuelta, echó a andar, y el mundo se olvidó de él para siempre.

Cargado de inmensas fortunas que había acumulado gracias a la gente que pagaba por ver de cerca al coloso, compró un pasaje para el otro lado del mundo. Se enteró entonces de que ese lugar era conocido como «las antípodas».

No tenía la menor sombra de duda acerca de la alegría y el amor con que su mujer le recibiría después de tanto tiempo.

Llegó a una casita de campo, idéntica a la que en una vez vivieran. El abismo que caía a pocos pasos de allí estaba justo en el punto opuesto a donde el coloso había estado sentado.

Junto a un pequeño huerto había una tumba en cuya lápida podía leerse una única palabra: todavía.

Las flores aún estaban frescas. Su oro ya había empezado a oxidarse.

El coloso, por Francisco de Goya (1814-1818)

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:3
¿Merecia la pena la espera?