lunes, 31 de mayo de 2010

Los meninos

La infanta Margarita tiene sed. Se le acerca por la derecha doña María Sarmiento, menudita y campanela, que le tiende solícita un búcaro colorado con agua. La niña Habsburgo se ve reflejada en la bandeja pulida al cogerlo y sonríe, tocando el suelo con la punta del pie bajo el guardainfante. Del otro lado, la Velasco se pinza las puntitas de la basquiña y le reverencia con pasión de duquesa, sin perder de vista a los reyes ni por un momento. La camarera de doña Mariana conversa con la estatua de Ruiz Azcona, que preferiría hundirse aún más rápido en la oscuridad en que desaparece. Maribárbola, rumiando una adivinanza que no resuelve, en el pecho la mano y la mano roja, preparada por si el italianito vuelve a hacer ladrar al perro, que no le deja concentrarse. Frente al enorme lienzo está Velázquez, el corazón cruzado de gules, que no sabe cómo decirle a Felipe Cuarto que tiene que volver a empezar, porque no le gusta el encuadre y la iluminación es insuficiente. Por el fondo entra don José Nieto, bajando los escalones sin correr, con la compostura propia de la dignidad de su cargo, alzando luego inesperadamente los bigotes y la voz.

-Majestad, los dinosaurios exigen ser recibidos de inmediato.

sábado, 29 de mayo de 2010

El ictiopeirón

Es, tal vez, un pez infinito imbricado de infinitos peces, semejante a una loriga acuática formada por una eterna sucesión de launas plateadas, que sólo se alinean una vez cada siete milenos, permitiendo al animal desplazarse en línea recta hasta que encuentra algún obstáculo, donde se disgrega y se extravía en la memoria de los hombres, juntándose de nuevo al cabo de los años.

Habita por lo general en aguas muy profundas y frías, oculto por el resto de seres marinos que lo tapan con sus sombras al nadar cerca de la superficie; de este modo, es imposible concretar el emplazamiento de la criatura, por lo que a lo largo del tiempo se han aventurado las más disparatadas suposiciones. Un redero de la isla de Faial, en las Azores, aseguraba que siendo mozo consiguió arrancarle con el trasmallo parte de la aleta dorsal, con la que había techado luego su barraca. La choza fue derribada hace medio siglo por un terremoto y los familiares del pescador marcharon a Ponta Delgada, cansados de las murmuraciones que los acusaban de la catástrofe.

La leyenda afirma que las escamas del ictiopeirón son lunas bruñidas, que urdidas entre sí, en la esfera interminable que dibujan, se sirven unas a otras de azogue, repitiendo la imagen del mundo hasta crear un mundo nuevo en su interior. Este universo especular, argumentan algunos, acoge la genuina esencia de Dios, atrapada en un laberinto de reflejos destinado a confundirlo y apartarlo por siempre del camino del hombre.

viernes, 28 de mayo de 2010

Sueño

Y lo más grande, dios mío, lo más grande de todo es que sólo querían dormir, sólo dormir, tener un sitio para pasar la noche, nada más, que creo yo que no era pedir mucho, vamos, creo yo, que a eso tiene derecho cualquiera, cualquiera, hasta el más miserable, pero nada, que no hubo forma, que por más que porfiara no le convencía, no se bajaba del burro, que no y que no y que no, que no era problema suyo y punto, que no quería escuchar hablar más del tema y se acabó, que si seguía erre que erre, al final, lo iba a sentir yo más que ellos, que también tenía guasa la cosa, ellos, decía, que no tienen ni donde caerse muertos y les ha parecido bien dejarse caer por aquí, que no tenían nada mejor que hacer, como el que no quiere la cosa, y que él no era una hermanita de la caridad, y que lo suyo no era un albergue, y la misma murga una y otra vez, que no se cansaba, encima que decía que no quería escuchar hablar más del tema, y él que no dejaba el asunto, que parecía que le gustaba y todo, que disfrutaba de la gente que le daba el coñazo, y lo peor era luego verlos, a los otros dos, porque uno ya se había ido, que no aguantaba más, que a mí me parece que lo decía por la cabezonería del dueño más que por cansancio, por el sueño, el sueño, madre mía, que se comía a los otros dos mientras el dueño no callaba, ni daba su brazo a torcer, nada, y mira que le repitieron veces que sólo querían dormir, que lo repitieron hasta después de repetírselo yo, que ya es tener valor, que había que verle la cara, la sangre a puntito de saltársele, como los ojos, que ya no tenían blanco, y las manos, que eran puños, y el perro, porque también había un perro, que no dejaba de ladrar, y venga a ladrar y venga a ladrar, que parecía que no se le acababan los ladridos, que siempre tenía uno más que soltar, como el que tiene que decir siempre la última palabra, y guau y guau, y el otro que le daba patadas para que se callase, y que no le hacía caso, y que luego se mezclaban las voces del perro y del amo y no se sabía si hablaban los dos o si ladraban los dos o qué hacían, que no sabías quién de los dos te iba a morder, y el viento que hacía, un terral que se te metía por los agujeros de la nariz y te llenaba por dentro como con agua caliente, el aire que quemaba, que te ardía por debajo de los pies, de esos que no te dejan dormir, y ellos allí, pidiendo dormir, ni dinero ni comida, sino dormir, cualquier sitio, lo que fuese, que era sólo planchar la oreja en el primer escalón y ya está, que por favor, que por sus muertos, que por dios y por la virgen, que sólo querían dormir, pero ni eso les dejaba, que no quería, que no, y ya está, que ya estaba bien de tanto pedigüeño suelto, de tanto vago por ahí, de viva la vida, mientras que uno se tenía que buscar las habichuelas, que no era fácil buscarse las habichuelas, nada fácil, decía, que hay mucho cabrón suelto, decía, mucho hijo de puta suelto por el mundo, y que él los calaba a la legua, y que a ellos los había calado, que les conocía cómo si les hubiese parido, que no le daban nada de pena, que la cantinela se la sabía ya de memoria, y que no colaba, y que se le estaban hinchando los cojones de mala manera, y los otros que no tenían ya ni fuerzas para tenerse en pie, que estaban que se caían, apoyados el uno en el otro, como dos borrachos, que olían a peste de borracho, decía el otro, que no era verdad pero lo mismo daba, que iba a seguir en sus trece así se murieran allí mismo, enfrente suyo, que no iba a mover ni un dedo, que era ya muy poca vergüenza lo que había allí, y venga lágrimas, y venga el perro, que parecía que iba a comisión el perro, que no se le cansaba la boca al perro, y la noche que tampoco se paraba, y lo tarde que era ya, que un poco más y ya amanecía, que les soltó el dueño que ya total se esperasen, que ya se hacía de día y no tenían que preocuparse de dormir, y al principio lo iba diciendo ésto con más calma, que casi parecía que estaba siendo amable, después de todo el temporal, pero que al final se estaba riendo el tío, que ni terminar la frase podía de la risa, que se cachondeaba de los otros dos, que estaban que se caían de sueño, que no entendían ya de horas ni de si era tarde ni de bromitas ni de nada, nada de nada, que les daba todo igual ya, y el tío que se partía, de verles la cara se partía, el cabrón, y el perro, que ahora estaba con un ladrido de esos que los oyes y te parecen talmente una risa, que también se descojonaba el perro, como el amo, y que daba hasta miedo aquello, que los pelos se te ponían de punta, como escarpias, y la carne de gallina, con las risas, que parecían de película de esas de miedo, y yo que estaba por callarme, que no sabía ya si se estaba riendo de cachondeo o de locura, que también parecía locura aquello, y no dije más, que también vi a los otros dos hartitos, que tampoco decían nada, que estaban mirando al otro reírse, que lo miraban como si ya no hubiese otra cosa, como si no importase otra cosa más que aquello, como si lo demás no estuviese, y que me acuerdo que yo los miraba a ellos y sentía como un nudo en el estómago, que su estampa casi que daba más miedo que el dueño a coro con el perro, y que me acuerdo de que miré el reloj y era verdad lo que había dicho, que iba a salir el sol en nada, y que se me quedó en la cabeza la hora que era, que eran las seis y cuatro, que a esa hora fue cuando los otros dos, que ya estaban hartitos del cachondeo del dueño, que fue cuando cogieron la tubería, el uno, y la cadena del perro, el otro, que la cogió con tanta fuerza que la sacó de la pared la argolla, y el tío que ya no se reía, que gritaba que qué coño pasaba, que a qué coño jugaban, y el otro, el de la tubería, que se fue para él y no le dio tiempo ni a decir coño otra vez, que cayó tieso, y que, de eso sí que me acordaré siempre, que lo tengo grabado en la cabeza, que cuando cayó el otro, el dueño, le salpicó la sangre a la cara del perro, que todavía estaba con las patas para arriba, manoteando, que ya tampoco se reía, ni ladraba, y un ratito más tarde ni se movía tampoco, que estaba hasta los cojones del puto meneíto del perro de los huevos el otro, el de la cadena, y que qué puta calor hacía, le decía el compañero, que era hora, por fin, ya era hora, joder, que eran ganas de marear la perdiz, que eran muchas ganas de joder la marrana, coño, que sólo querían dormir, dios mío, que lo más grande de todo era que sólo querían dormir.

jueves, 27 de mayo de 2010

Otra vez

He pasado un buen rato parado frente a la pantalla, sin demasiadas ideas en la cabeza, sin ningún picor impaciente en los dedos; sin nada, o casi nada, para ser justos, interesante que decir. He probado, como sé que hacen muchos otros, como otros muchos me han aconsejado durante años, a escuchar un poco de música, a ver si alguna musa despistada se da por aludida, o le pasa el recado a otra, aunque sea, pero ya ven: no ha habido demasiada suerte. La música me distrae, qué le vamos a hacer. Demasiado campo que abarcar es el fondo blanco como para, encima, tener que atender lo que me dice, normalmente en inglés, o según el día, en francés, la vocecilla pertinaz del auricular (y perdonen el involuntario pareado, que no ha podido quedarse más que en ripio; divagando tengo que estar). Luego pruebo otra técnica, a ver si al final del soliloquio tengo algo con que justificar el tecleo indiscriminado al que condeno a la abuelita, que duerme pared con pared en este mismo momento, al acecho de cualquier sonido. Me centro, perdón. Refiriéndome estoy, por si no lo adivinaban, al ejercicio de saltar de blog en blog, como quien lo hace de libro en libro (los que tienen -tenemos- algo de tiempo), en busca de un grial en forma de cuento, o poema, o capitulito de novelita o simple frase con ingenio, que me encienda el fogón de la envidia y me espolee a salir a la caza del mío, que por algún rincón tiene que andar. Dicho y muy bien dicho, aunque esté mal que yo lo diga, señores: la envidia. Sin ella, las cosas como son, seguramente no me hubiese vuelto a aventurar por estos océanos; pero me temo que Baricco, que me ha mantenido retenido a favor de mi voluntad durante tres días de brisa salada, me ha hecho comprender que la suma de las aguas -y de las letras- tiene de proceloso sólo lo que la balsa de inseguro. Así pues, por mucha rabia que me dé (y tengan por cierto que me da, y mucha, ya lo acabo de decir) atestiguar los órficos estigmas (y me tiro a lo pedante por puro afán masoquista) en la mano de sostener la pluma de mis amigos, maldiciéndome por ser tan capaz de apreciar en ellos el toque, algo más que sutil, de un genio, si bien aún no pulido, farallón de iceberg elocuente, como incapaz de batirme en mi marca, sé que a nada ni a nadie puedo culpar si tras lanzarme de cabeza vuelvo chorreando tinta a la orilla, sin una triste sepia en el zalabar. (He dejado un momento de escribir para volver a leer la frase anterior, y tengo que añadir algo. Por si les quedaban dudas, señores, la confirmación: la envidia es mala, 'mu' mala, malísima; tanto, que se me suelta la lengua en una verborrea -que no por cualquier cosa suena parecido a diarrea, si me aceptan la escatología- únicamente para correr la cortina sobre lo que no quiero ver) Y en fin, el caso es que no sé si habrá surtido efecto el procedimiento. Me gusta escribir, lo hago relativamente bien, si tengo que hacer caso a la media resultante entre lo que me dicen y lo que me digo, y con la excusa ya llevo emborronadas un par de líneas que, aunque tal vez al principio no lo pretendiese -o no lo quisiera, quién sabe-, pueden valer muy bien de prólogo acerca de lo que vaya viniendo a partir de ahora. No sé si aquí, como tantas veces hice, y deshice, antes, hablaré de mí, de quien creo ser, de quien tengo que ser o de quien me gustaría ser. Y no sé, tampoco, si hablaré aquí de lo que pienso, de lo que me invento y de lo que me río todos los días. No son malas, cosas, la verdad, ni demasiado aburridas ni largas para el tiempo que a uno le suele tomar echarle un vistazo a la pantalla entre carga y carga, que me gustaría, pero soy muy consciente de que no soy el centro del mundo. Aunque, como comprenderán, no me puedo resistir a la tentación de intentarlo. Para algo estamos aquí y para algo un buen amigo mío definió estos sitios de clic y puntocón con un símil maravilloso, que hoy hago mío, y es el de un infinito rollo de papel higiénico, dividido en párrafos, sólo apto para los más refinados rectos intelectuales. Invocó luego la gónada como argumento, y tuvo más éxito, aunque menos público. Por tanto, tenemos que ganarnos el derecho a darle al reluciente botoncito naranja de publicar entrada con la conciencia limpia y la sensación del deber cumplido, con nuestra mejor sonrisa de chef. Que somos lo que leemos, pero rara vez leemos lo que somos, ¿verdad? Y, fíjense ustedes, al final se me ha calentado la boca sin despegar los labios, con el aire nada más, con el silencio. Del blanco ya, ni rastro. A ver si vienen más días sin música.