jueves, 27 de mayo de 2010

Otra vez

He pasado un buen rato parado frente a la pantalla, sin demasiadas ideas en la cabeza, sin ningún picor impaciente en los dedos; sin nada, o casi nada, para ser justos, interesante que decir. He probado, como sé que hacen muchos otros, como otros muchos me han aconsejado durante años, a escuchar un poco de música, a ver si alguna musa despistada se da por aludida, o le pasa el recado a otra, aunque sea, pero ya ven: no ha habido demasiada suerte. La música me distrae, qué le vamos a hacer. Demasiado campo que abarcar es el fondo blanco como para, encima, tener que atender lo que me dice, normalmente en inglés, o según el día, en francés, la vocecilla pertinaz del auricular (y perdonen el involuntario pareado, que no ha podido quedarse más que en ripio; divagando tengo que estar). Luego pruebo otra técnica, a ver si al final del soliloquio tengo algo con que justificar el tecleo indiscriminado al que condeno a la abuelita, que duerme pared con pared en este mismo momento, al acecho de cualquier sonido. Me centro, perdón. Refiriéndome estoy, por si no lo adivinaban, al ejercicio de saltar de blog en blog, como quien lo hace de libro en libro (los que tienen -tenemos- algo de tiempo), en busca de un grial en forma de cuento, o poema, o capitulito de novelita o simple frase con ingenio, que me encienda el fogón de la envidia y me espolee a salir a la caza del mío, que por algún rincón tiene que andar. Dicho y muy bien dicho, aunque esté mal que yo lo diga, señores: la envidia. Sin ella, las cosas como son, seguramente no me hubiese vuelto a aventurar por estos océanos; pero me temo que Baricco, que me ha mantenido retenido a favor de mi voluntad durante tres días de brisa salada, me ha hecho comprender que la suma de las aguas -y de las letras- tiene de proceloso sólo lo que la balsa de inseguro. Así pues, por mucha rabia que me dé (y tengan por cierto que me da, y mucha, ya lo acabo de decir) atestiguar los órficos estigmas (y me tiro a lo pedante por puro afán masoquista) en la mano de sostener la pluma de mis amigos, maldiciéndome por ser tan capaz de apreciar en ellos el toque, algo más que sutil, de un genio, si bien aún no pulido, farallón de iceberg elocuente, como incapaz de batirme en mi marca, sé que a nada ni a nadie puedo culpar si tras lanzarme de cabeza vuelvo chorreando tinta a la orilla, sin una triste sepia en el zalabar. (He dejado un momento de escribir para volver a leer la frase anterior, y tengo que añadir algo. Por si les quedaban dudas, señores, la confirmación: la envidia es mala, 'mu' mala, malísima; tanto, que se me suelta la lengua en una verborrea -que no por cualquier cosa suena parecido a diarrea, si me aceptan la escatología- únicamente para correr la cortina sobre lo que no quiero ver) Y en fin, el caso es que no sé si habrá surtido efecto el procedimiento. Me gusta escribir, lo hago relativamente bien, si tengo que hacer caso a la media resultante entre lo que me dicen y lo que me digo, y con la excusa ya llevo emborronadas un par de líneas que, aunque tal vez al principio no lo pretendiese -o no lo quisiera, quién sabe-, pueden valer muy bien de prólogo acerca de lo que vaya viniendo a partir de ahora. No sé si aquí, como tantas veces hice, y deshice, antes, hablaré de mí, de quien creo ser, de quien tengo que ser o de quien me gustaría ser. Y no sé, tampoco, si hablaré aquí de lo que pienso, de lo que me invento y de lo que me río todos los días. No son malas, cosas, la verdad, ni demasiado aburridas ni largas para el tiempo que a uno le suele tomar echarle un vistazo a la pantalla entre carga y carga, que me gustaría, pero soy muy consciente de que no soy el centro del mundo. Aunque, como comprenderán, no me puedo resistir a la tentación de intentarlo. Para algo estamos aquí y para algo un buen amigo mío definió estos sitios de clic y puntocón con un símil maravilloso, que hoy hago mío, y es el de un infinito rollo de papel higiénico, dividido en párrafos, sólo apto para los más refinados rectos intelectuales. Invocó luego la gónada como argumento, y tuvo más éxito, aunque menos público. Por tanto, tenemos que ganarnos el derecho a darle al reluciente botoncito naranja de publicar entrada con la conciencia limpia y la sensación del deber cumplido, con nuestra mejor sonrisa de chef. Que somos lo que leemos, pero rara vez leemos lo que somos, ¿verdad? Y, fíjense ustedes, al final se me ha calentado la boca sin despegar los labios, con el aire nada más, con el silencio. Del blanco ya, ni rastro. A ver si vienen más días sin música.

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