sábado, 10 de julio de 2010

Cuarto

La mosca zumba alrededor de la luz, tropezándose con la bombilla en una graciosa borrachera aérea. La aguja del metrónomo marca el ritmo al que se deshielan los cubitos de la copa, haciendo subir el nivel del mar en el whisky. El rotulador azul ha tachado trece días del calendario de la telefónica, con cruces de San Andrés en cada fin de semana, sin dejar demasiado a la imaginación. La mancha de humedad de la pared muy cerca de la máscara africana, tallada en ébano y con incrustaciones de marfil, compitiendo sin ninguna confianza en sí misma. La pluma que sale de uno de los ojos, negra y curvada como la punta de una babucha, que acaricia la mano que ordena la colección de discos de la estantería. La torre de posavasos, donde no hay dos iguales, sobre buenos cimientos titulados por Truman Capote, Desayuno en Tiffany's, nombrada nueva Babel de los ecos aromáticos. La flor de tela que se pudre en el agua turbia, junto a un reloj de bolsillo oxidado, parado a la una menos diez, sin más esperanza que la de una mesiánica fotosíntesis redentora. El imán en la pata de un perro de peluche, colgado del mueble de forja como un mono, mira con ojos encendidos las aspas del ventilador, cansado del aire batido a punto de nieve. El interruptor, tan lejano, la puerta del Infierno, la pesadilla de Dante, milagro grotesco de la electricidad, contra la mantequilla a cuarenta y seis grados que se derrite en la calle. La hucha convaleciente tras su último aborto, reseca, con la cara de Popeye ausente y derrengada, envidiando en silencio al poso blancuzco del vaso de horchata. La traza fina de canela en el escritorio, preparado el surco para la siembra, protegido por murallas de naipes de un súbito temporal impredecible. El casco de la moto y el resto de la armadura, desnuda, deshojando la margarita de la próxima tarde de frío y velocidad. La espada en su funda, y sobre ella la borla dorada de cortina vieja, soga de horca a la moda, sin que ruede la bola a la valenciana. El hilo crudo del que pende la máquina de los boquetes, que viene de boca, dos mordiscos, sobre la piel del papel, vampiro de oficina, puesto a secar por capricho de un niño grande. La lista de verbos irregulares en inglés, una pinza que la sujeta, una cajita de cartón vacía tras ella, una edición encuadernada en cuero de El conde de Montecristo, algunos malos recuerdos, una feliz promesa, mucha tinta desperdiciada. El marco de un espejo con palabras en francés que refleja una cosita, qué cosita es, que no es un rostro, que no es nadie, porque es alguien que no se reconoce, que se asombra de la sombra en colores que se mueve cuando se mueve, que la toca, con dedos abrevados de malta, sin cogerla, sin rozarla, sin saberla, la deja ir, se deja ir, se va, desaparece, se acaba como las cosas que acaban, se termina, se apaga como la luz, se aleja, se va más lejos, se pierde en lo que era más allá, en lo que tiene al lado, lo que no se puede agarrar, se cae, va cayendo, sin suelo, sin límite, no hay referencia, no hay calor o frío, por este camino se llega al vacío, en el mes de julio, con el asfalto mullido a pezuña de toro, con el sol castigado de factor 40, en la arena, sobre la arena, en la orilla, con el humo del tabaco que cada vez se fuma menos, esperando al cupido de las neveras azules, esperando que recite el poema como se debe, en el teatro, en la punta más impaciente del termómetro, justo ahí, en la habitación, en la fuente del tecleo, organillo zangolotino, hambriento de premios, empachado de laureles espectrales pero alérgico a las rosas, a los pétalos de rosa, a las espinas de la rosa, tristecito, penosito, se complace en la soledad de los albatros, plegadas sus alas como persianas llenas de polvo y secretos, estudiando un escudo, primer cuartel en campo de gules un castillo de oro donjonado de tres torres y almenado de tres almenas mazonado en sable y aclarado en azur que es del Reino de Castilla, y el segundo cuartel, y el cuarto y el quinto, y entado en la punta, y la tele puesta, y la página abierta, y las baldosas ardiendo, y los pies descalzos y con estigmas congelados que saben a vainilla, otra flor aplastada entre las páginas de un diccionario donde no se encuentra la palabra que estás buscando ahora mismo, la que se pone al final, antes del punto, antes del invierno, que hace que todo lo demás, lo que va antes, sea lo que sea, en ese momento, tenga sentido.