viernes, 16 de julio de 2010

¡Mi imperio por una abeja!




Una mañana helada de febrero de 1807, en una ciudad llamada Eylau, muy cerca de ese pedacito de Rusia que hoy se conoce como Kaliningrado, tuvo lugar una de las mayores cargas de caballería que recuerda la Historia, sólo comparable a la que se enfrentaron las hordas persas de Darío Codomano en Gaugamela. Más de diez mil húsares, dragones, ulanos y coraceros franceses atacaron, en perfecta formación, un gigantesco erizo de bayonetas rusas, rompiendo las líneas enemigas y obligando a los granaderos del Regimiento Preobrazhenski a replegarse, dejando tras de sí campos expeditos para la implacable infantería, que los encontró abonados de soldados mutilados con el gesto aún incrédulo. Lo que nadie, o casi nadie sabe, es que el éxito de aquella cabalgada, que cambió para su comandante la suerte de la batalla cuando ya todos la creían perdida, no se debió a la pericia militar de un gran estratega, ni al valor de los jinetes, ni a la destreza y agilidad de sus monturas. Si a alguien puede atribuírsele el mérito de la victoria sobre los ejércitos del zar y del rey de Prusia, sólo es a una humilde y anónima abeja.

Como se sabrá, el peculiar Alejandro que encabezaba esta contienda, acaudillando con puño de hierro y savoir faire las brigadas del Gran Ejército, apenas llegaba al metro setenta y hablaba con un marcadísimo (y para muchos de sus súbditos, deplorable) acento corso. Empero, ensayaba a conciencia hasta el aspecto más nimio de su comportamiento para parecer, en todo momento, más francés que un puente sobre el Sena. No en vano, por otra parte, era quien era y ocupaba el cargo que ocupaba.

De sus muchas particularidades que, después de Waterloo, la posteridad se encargaría de resaltar, y aun exacerbar, hasta convertirlo en una ser de cuya existencia cualquier mente racional podía dudar, cabe destacar su pasión por las matemáticas –fidelidad que mantenía inmaculada (quizás, la única de toda su vida) desde los años en que sirvió como oficial de artillería. Los complejos principios y elaboradas fórmulas de esta ciencia merecían su aprecio, más que en cualquier otra aplicación existente o imaginable, en la precisa labor de las abejas en el panal. En la red de hexágonos idénticos en medida y de proporción constante que construían, creía intuir y entender la esencia de un orden supremo. De hecho, tal punto alcanzaba su fascinación por la apicultura que tres años antes de ese laureado invierno, en un 2 de diciembre, cuando los votos del Pueblo y el Senado de Francia le coronaron emperador, adoptó, junto con la orgullosa águila dorada, la discreta y hacendosa abeja melífera como parte de su emblema heráldico, luciéndolas (no sin cierto descaro) diseminadas en su regio manto de armiño.

Destino y voluntad, elementos indispensables para que los audaces vieran cumplida la máxima del magno macedonio, se dieron la mano, en un guiño a la casualidad, para marchar juntos, como aliados, y rematar, andando el tiempo, un triunfo que ha pervivido desde entonces como un insigne monumento en la memoria de las glorias del mundo.

A lomos de un alazano bávaro, el uniforme sucio, con la Legión de Honor bajo el sempiterno abrigo gris, el bicornio con la escarapela nueva y deslumbrante, menos fatua que los laureles, rodeado de los tafetanes y los fusiles de su Guardia, el amo de Europa observaba flemático el decurso de los combates a través del catalejo, inspirando pólvora y expirando humo, pero sin que se llegase a oír el disparo. A su lado, una docena de mariscales nerviosos cuchicheaban entre sí, sin atreverse a levantar demasiado la voz, preguntándose cuándo ordenaría el vencedor de Austerlitz y Jena entrar en escena a la caballería. Augereau y Saint-Hilaire se batían a la desesperada en un pantano de sangre, sin posibilidad de avanzar, mientras que las tropas de Davout y Ney, casi diezmadas, habían quedado demasiado lejos. Era necesario un golpe rápido y contundente que concediese algo más de tiempo a los refuerzos. Pero la única opción posible, un ataque contra el centro impenetrable de Benigssen, era a todas luces un suicidio, y el Estado Mayor de los galos estaba muy al tanto de ello. Atenazado entre una Escila germana y una Caribdis escita, el pequeño cabo se devanaba los sesos ante el inmenso tablero donde cada vez le quedaban menos piezas, indeciso ante un sinnúmero de jugadas, a cual más irrealizable. Y justo en ese momento, el azar le arrebató el rango sin quitarle las riendas.

El insecto revoloteó sobre la imperial cabeza, mostrando especial interés por la oreja derecha del soberano. Pese al estruendo insoportable de los cañones, su sentido, curtido en mil acciones, sabía bien ignorar ese ruido (música, de hecho) para concentrarse mejor en asuntos mucho más perentorios; por lo que, cuando el zumbido ondulante de la abeja rebotó en su pabellón auditivo, por inesperado, sucumbió al desconcierto. Reaccionando con la presteza propia de un militar bien entrenado, y obedeciendo, como cualquier otro mortal, a ese involuntario impulso de restaurar la serenidad y procurar le confort cuanto antes cuando un elemento extraño irrumpe en nuestro ámbito, levantó la mano y la agitó, tratando de espantar a la abeja que se marchó sin más, sabedora del deber cumplido y henchido de amor patrio el corazón –sin chovinismos de ningún tipo, pues no era francesa, pero sí bonapartista. Y, sin que nadie lo dijese ni Rubicón alguno lo confirmase, la suerte estaba echada.

Al frente de su escuadra personal, a treinta metros del ignorado suceso, el futuro rey Joaquín I de Nápoles, que por entonces sólo se contentaba con ser gran duque de Berg, almirante de Francia, mariscal de la Caballería y cuñado de Su Majestad: el intrépido Murat, Murat el leal jinete, Murat el imparable, el invicto, el siempre dispuesto a darlo todo, contemplaba, cardíaco y sin dar crédito, como el emperador, a menos que sus ojos le engañaran, estaba ordenando, al fin, el ataque contra los rusos. El brazo alzado, enhiesto, hendiendo el aire y desafiando al sol -oculto tras su propio manto de nubes- indicando con pulso firme el camino a la muerte, al honor y a la eternidad. Cierto que la corneta no había tocado aún a carga; pero si aquello no era suficiente para lanzarse contra el enemigo, ¿qué más hacía falta? Enfundado en su elegante uniforme de bordados interminables y charreteras de brillo estelar, el sable desnudo en la diestra y los dientes apretados, el aristócrata hijo de posaderos picó de espuelas a su yegua blanca y atravesó, seguido de sus hombres, las filas perplejas de los infantes, cuyos ojos parecían querer inquirir a gritos: ¿adónde van esos locos?

A medida que cruzaban frente una formación a caballo, como atraída por una irresistible fuerza magnética, ésta les seguía sin entender muy bien qué maniobra estaban ejecutando, pero ante tamaña resolución de su mariscal y compañero de armas, no cabía vacilación. Uno tras otro los casi once millares de soldados montados franceses, con sus enseñas, sus tambores y su ansia por galopar sobre cuerpos humillados bajo su potencia incontestable, al rugido unánime de Pour l’Empereur!, se abatieron como una feroz tormenta sobre una muralla de setenta mil hombres que, desde su posición ventajosa, se pensaban a salvo de cualquier envite del adversario. Pero Murat logró romper la resistencia de los coaligados y los expulsó hasta más allá de Lampasch, haciéndoles trece –¡vae supersticiosos!– mil muertos y persiguiéndolos hacia el interior del Imperio Ruso, aliviando la presión sobre Augereau y Saint-Hilaire, que recibían ahora el apoyo del inefable Soult, pleno de júbilo como no lo había estado desde la campaña austríaca, dos años antes. A las diez de la noche del 8 de febrero, después de catorce horas de batalla ininterrumpida, los ejércitos derrotados se retiraron y los franceses supervivientes, exultantes, lanzaron al cielo cascos y vítores a su señor.

Éste, sin dejar vislumbrar la menor muestra de alteración, continuaba tan atónito ante la victoria como lo había estado un momento antes al encararse con un desastre más que probable. Tragó saliva y sonrió, transmitiendo confianza al resto de su plana mayor, que se permitió suspirar de alivio y felicitarle por la nueva conquista, deseándole -como siempre- que no fuese la última. Asintió, sin demasiada fe en sí mismo, tratando aún de asimilar lo que acababa de ocurrir. Y, sobre todo, cómo diablos había llegado a ocurrir.

–Mi enhorabuena más entusiasta, Sire. ¡Vuestro genio ha echado por tierra el orgullo de rusos y prusianos! Que Dios nos conceda a ambos una larga vida; a vos para conocer más días como el de hoy, y a mí, para poder serviros con absoluta entrega y veneración en todos y cada uno de ellos.

–Gracias, mi leal Murat. Pero corred; id a celebrarlo con vuestros hombres, pues el éxito también os pertenece tanto como a mí–; contestó el emperador dándole un abrazo, azorado, sin ver la forma de quitárselo de encima antes de que le preguntase cómo había fraguado el plan del combate en su mente, cuando nadie pensaba que aún podían ganar.

Y se alejó, con una mano bajo la tela del chaleco blanco desabotonado –para guardar las apariencias– y la angustiante sensación de que el dios Ares, oteando el llano desde la olímpica altura, algún día, le pediría cuentas por aquel milagro.

En las paredes interiores del Arco del Triunfo, en París, están inscritos en grandes letras los nombres de las victorias de Napoleón I y de los 558 generales y mariscales que sirvieron a sus órdenes en el transcurso de veinte años de guerra que cambiaron la faz del viejo continente a principios del ochocientos. De vez en cuando, la repulsa de un turista hace justicia a la verdad histórica, estampando contra la piedra de un certero manotazo, antes de que le pique, una abeja que revolotea arrogante sobre el epigrama de Eylau.



El enjambre de abejas napoleónicas 
campando por la tricolor del Primer Imperio

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