jueves, 1 de julio de 2010

Donante

Por decisión unánime del jurado fue hallado culpable de todos los cargos y sentenciado a la pena capital, que se ejecutaría en seis semanas a partir de aquel mismo día, viernes, catorce de febrero, sin humor ni meteorología propicia para mostrarse irónico, así que decidió en el momento que no pensaba apelar, que estaba, si no conforme, ya demasiado cansado para seguir pleiteando y perdiendo el tiempo y la paciencia y los nervios. Se rendía, a fin de cuentas, no tanto anímicamente como también ante la evidencia de los hechos, de que aquella condena que le imponían no era ningún capricho. Su abogado, sin hacer mucho por convencerle para que cambiase de actitud y de parecer, asintió y desistió a la vez, bendiciendo la voluntad del hombre que le había tocado en suerte defender, sin imaginar que aún tendría que representarlo en un último e inesperado trámite. Dos días después de terminado el juicio le hizo llamar y se presentó en su celda, con la misma corbata que había llevado en las tres últimas sesiones, su amuleto, su manía, o tal vez su falta de interés en materia de moda o combinación de conjuntos, cualquier cosa podía ser y era en la cabeza del joven de tez rayada de sombras de barrotes, a quien los mínimos detalles se le hacían grandes y necesarios como enciclopedias de futuro comprimido. Quiero darle a otro mi corazón. Van a ahorcarme y he leído en una revista que es la muerte violenta que menos hace sufrir al corazón, y quiero que después de dejar este mundo pueda serle de ayuda a alguien. Lo decía una persona que había matado a cinco miembros de una familia con un cuchillo de cocina. Lo decía con la misma convicción con la que hubiera hablado un sacerdote, seguro del perdón como de la inminencia del final. Supondrá algún papeleo, desde luego, pero estás en tu derecho de hacerlo, claro. Pues hazlo, es lo único y lo último que quiero. No se habló más. No había mucho más que hablar, por otra parte. Si era inusual, extraño o increíble, así sería para todos, pero eso no cambiaba nada. Todavía seguía contratado y legalmente no podía negarse, máxime cuando no se trataba de nada que pudiera considerarse de algún modo reprobable y era tan particular, tan exótico el caso, que aunque en parte pudiera ser contemplado con cierta simpatía, incluso con un sutil velo de trágico romanticismo, le valdría sin duda alguna que otra burla o comentario salido de tono de los compañeros de profesión, o de la prensa cuando el asunto trascendiese, o de los familiares de las víctimas, cuando al leer la noticia se sintieran objeto de una sádica broma post mórtem de la que le culparían como instigador. Ese hombre fue capaz de hacer cosas horribles, cosas inmorales con tal de hacernos creer que un asesino es una persona normal, como cualquier otra, buena, piadosa, generosa incluso en las más críticas circunstancias... Le dirían, le gritarían, le acosarían de día y de noche con esas y otras palabras peores, pero era lo que tocaba y estaba harto de trabajar para nada, de discutir y de luchar contra el insomnio en una constante batalla perdida. Y ahora, tenía la oportunidad de llevar algo a término, dar carpetazo al fastidio y a otra cosa. Se presentó el médico de la prisión a dos semanas del ahorcamiento y le realizó las pruebas pertinentes para determinar en qué estado de salud se encontraba. Concluyó que con veintiséis años, no fumador, abstemio, en buena forma física y sin antecedentes familiares de enfermedades graves, aquel corazón era más que apto: una joya que se disputarían todos los cirujanos del país como el Vellocino de Oro. Se sintió satisfecho con el diagnóstico. Uno, si acaso el primero fiable de toda su vida, que podría decirle con exactitud de qué y cuándo iba a morir, sincero como la opinión de un carnicero después de la venta, sin compromiso, que le liberaba desde entonces, en aquellos últimos días, del insoportable peso del azar que llevaba asfixiándole como una losa sobre la espalda desde que nació. La sensación súbita de control que experimentó tras oír aquella voz desprovista de emoción alguna, puro instrumento mediador en el análisis, artificial y efectiva, reforzó su confianza en la decisión que había tomado. Se durmió feliz aquella noche y la siguiente, hasta que ya no le quedaron más. En el gimnasio de la prisión eran las ocho de la mañana y no había pájaros ni nubes ni bostezos. El patíbulo, del siglo pasado, era de madera clara de aspecto vencido, que conservaba aún cierto aroma evocador de amplias extensiones, demasiado amplias, que seguramente debían contener las puntillas mal clavadas con prisa minutos antes, reforzando ilusoriamente una estructura que no transmitía demasiada seguridad. La cuerda tenía un aspecto más nuevo. Daba cuatro vueltas al grueso travesaño y sostenía el cabo sobrante un oficial de policía asistido por otros dos agentes. También estaban arriba el cura y un ayudante del médico, que esperaba abajo junto con el alcaide, el abogado, el fiscal, algunos funcionarios y un representante de la familia que no hizo más que mirar al suelo. Lo trajeron encadenado, encerrado en un arnés de cuero tachonado que le daba una ligera impresión de mula enjaezada, lo que no resultaba para nada propicio había cuenta de la situación. Lo subieron con cuidado por los escalones para que no tropezara a causa de los grilletes de los tobillos y lo pusieron frente a la lágrima que formaba la corbata de la horca, a través de la cual miraba como esperando encontrarse de un momento a otro con su reflejo, con un eco visible de sí mismo que le diera las penúltimas instrucciones, pero no tuvo tiempo de gran cosa. Se leyó un pasaje, como indicaba la propia palabra, muy pasado, de las Escrituras y uno de los policías le cubrió la cabeza con la capucha negra y le ajustó el óvalo de cuerda al cuello, asintiendo al compañero que debía accionar la palanca. El chasquido de los engranajes previo a la apertura de la trampilla resultaba providencial para los testigos, pues daba la señal exacta para cerrar los ojos. Murió en el acto, por fractura vertebral, que en la jerga chusca de las prisiones se llama muerte del afinador a causa del sonido que produce la soga al tensarse, de cuerda de arpa pulsada por un dedo de coloso. Lo descolgaron, lo tumbaron en una camilla, certificaron el óbito y comenzó un frenético trasiego de personal médico que lo llevó en ambulancia al hospital, manteniendo el cadáver caliente para que el órgano a extirpar se mantuviese en perfecto estado. Los funcionarios, el alcaide, el fiscal y el abogado formalizaron toda la burocracia de turno y se despidieron muy cortésmente, felices de dar por acabado el episodio. Poco más tarde, fuera de servicio en un bar del centro de la ciudad, uno de los policías comentaba que le había parecido de lo más desconcertante la sonrisa del reo justo antes de desaparecer bajo la bolsa de tela, como si supiera algo que sólo él conocía y esa certeza bastase para mantenerlo calmado en un trance tan terrible como aquel.

Cuatro meses más tarde el mismo abogado había sido asignado de nuevo a un caso de asesinato. El acusado era una mujer de treinta y pocos años que ahogó a sus dos hijos en la bañera de casa. Juicio, pruebas, veredicto, sentencia, corbata y, de nuevo, ni la menor intención de apelar la pena máxima. Me rindo. A las seis semanas, la mujer había dejado de existir y la cama volvía a recibirle con los brazos abiertos tras meses de exilio en la más atroz vigilia. Fue requerido unos días después de la ejecución para recoger los efectos personales de la difunta, ya que ningún familiar los había reclamado. Entre algunas fotografías, un anillo y cartas de despedida sin remitente, encontró documentación relativa a una reciente intervención quirúrgica de importancia, un trasplante, y un carné de donante de órganos expedido mientras estaba en el corredor de la muerte. Quiero darle a otro mi corazón. Alegó incapacidad cuando volvió a recibir una llamada del juzgado.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:3 yo soy donanteee de organos :3

Me gutaaaa zizizi