sábado, 14 de mayo de 2011

El organito

Todo empezó con el tumor en la pared de la cocina, cuando aún estaba por desarrollar y no se apreciaban metástasis en otras partes de la casa. Fue Sánchez quien lo relacionó casi desde el primer momento con la película Videodrome, de Cronenberg, argumentando que no se trataba en absoluto de una excrecencia maligna, sino de un órgano. Uno nuevo, decía, completamente diferente a los otros, mucho más potente y sofisticado, un prodigio evolutivo cuyas funciones, si bien aún por completo desconocidas para nosotros, habrían de ser primordiales de cara a una inminente revolución de la carne frente a lo virtual. Sánchez era una de esas personas que pensaban en el cine como en una enciclopedia ilustrada en la que podía encontrarse la solución a cualquier duda. Siempre tenía lista la referencia adecuada para cada situación, por compleja o surrealista que fuera. Si hubiese acertado en su diagnóstico, al menos, hoy sería más soportable seguir respirando.

Como cabía esperar el organito (así lo llamaron los hijos de mi vecina la tercera vez que vinieron a verlo) se convirtió en la sensación de la temporada para mi círculo social, que creció inusitadamente a raíz y alrededor de tan enigmático suceso. Invité a cenar a amigos y conocidos que lo miraban fascinados y se fotografiaban junto a él, la mayoría posando con una indisimulable expresión de recelo; otros, abiertamente encantados. A medida que la fama del misterioso apéndice se fue extendiendo por la ciudad, me vi obligado a ofrecer veladas de presentación para grupos enteros, en las que como un guía turístico yo repetía una y otra vez la misma historia, adornándola en cada ocasión con florituras de mi cosecha para ganar en intensidad y mantener la expectación durante horas, provocando en el público, de cuando en cuando, accesos incontrolables de excitación nerviosa. Reconozco que me gustaba sentirme el centro de atención entre tanta gente. Yo, que de ordinario apenas sobresalía en nada, me vi transformado sin previo aviso en el anfitrión más deseado, en el ineludible maestro de ceremonias del underground fosco. No obstante, fugaces son las modas, tal como me vino la popularidad me abandonó sin decir adiós, y de nuevo me quedé solo con mi particular compañero de piso.
Recuerdo que verlo todos los días como algo cotidiano, como un elemento más de la casa, no ya como un monstruo de feria del que era fácil olvidarse hasta la siguiente función, me produjo una extraña sensación de agobio, de falta de intimidad a la que me costó llegar a acostumbrarme. Sentía, no sé cómo explicarlo, que de alguna forma me espiaba cuando estaba en la cocina, mientras comía o fregaba los platos, y que me seguía vigilando en el salón, en el cuarto de baño, e incluso en mi dormitorio. Preferí no comentar el asunto con nadie y menos aún con Sánchez, que de seguro me convencería para llevar a cabo algún disparatado experimento inspirado en alguna escena estilo Clive Barker, o peor, David Lynch. Entonces comenzó a engordar. No es que hubiese permanecido estático desde su aparición, latiendo débilmente como un corazoncillo injertado en el yeso, pero ahora era perfectamente visible como su masa se iba incrementando, lenta pero imparable, hora tras hora. Ningún emoliente lo reducía. Lo cubrí con un mantel de flores en un ridículo intento de evadirlo, pero después de una semana había crecido demasiado como para continuar fingiendo que no estaba ahí. Al mes tuve que apoyarlo en una mesa para que no arrastrase y pringara el suelo con su pestilente exudado. Y una noche finalmente, como si lo estuviese esperando desde hacía tiempo, habló.
En un principio no fueron más que gruñidos apagados, apenas murmullos, que podían confundirse con maullidos callejeros que se colaran por la ventana abierta de la habitación. Luego tomaron forma hasta articularse en palabras entendibles, y más adelante en frases completas y con sentido, pronunciadas por una voz sutil, andrógina, muy parecida a la de Rosalinda Celentano en su papel de Satán en La pasión de Cristo. Empezaba a eso de la una y proseguía durante toda la madrugada, insistente como una letanía, disertando sobre los temas más diversos. Yo no me atrevía a intervenir nunca en los monólogos, aterrorizado ante la perspectiva de que me saliese con un golpe al que no supiera responder, cosa peligrosamente probable habida cuenta de su verbo elástico y fluido. Bla, bla, bla... (el hecho de que lo llamase organito pasó de ser una graciosa coincidencia a suponer una espeluznante ironía, más por el infalible soniquete con que me torturaba los tímpanos que por su desmesura). El insomnio pronto hizo mella en mí. Me fastidiaba encontrarlo por las mañanas, rojo y en silencio, mediodía y tarde, sin dar señales de vida, para desfogarse por las noches en interminables discursos, como si le escocieran mis cada vez más reducidos minutos de sueño. Y pudiendo haberme dado por la tele (estaba harto de ver películas), leer o chatear para entretenerme hasta que saliese el sol, me dio por escribir.
Cogía un folio en blanco, ponía la fecha y rellenaba unas cuantas líneas hablando de esto y lo otro, sin demasiado interés por la calidad del texto y ninguno por su caligrafía. Me acuerdo de que una de las primeras páginas era un «Hola, me llamo X y estoy en proceso de volverme loco, ¿me ayudas?», copiado decenas de veces como si me hubiesen castigado por hacer el ganso en clase. Se me ocurrió llevar un diario de vigilia, anotando las cosas que me habían pasado y las que me quedaban pendientes, pero esa capacidad de inventiva que tan bien me funcionaba para venderme entre los curiosos, ahora, no sabía combinarla con la constancia del narrador. También ensayaba cuentos y relatos tontos, sobre fantasmas y viajes en el tiempo, pero sudaba tinta (y nunca mejor dicho) para estirarlos más de tres hojas, y siempre los acababa rematando con finales copiados de otros autores. Quizá no eran sólo imaginaciones mías que el organito me observaba, rezumando elocuencia desde su púlpito junto al frigorífico, porque una noche, viéndome bloqueado, decidió echarme un cable. Tenía una idea para una historia de «horror mórbido», género recién alumbrado y todavía virgen, que no conseguía hacer arrancar. Se titulaba Casa de músculo.
Ni me di cuenta, en tanto subrayaba esas tres palabras, de que mi inagotable inquilino se había callado. Y digo esto ya que, justo cuando estaba por escribir la siguiente, barajando unas pocas que no me terminaban de convencer, aquella boca ni masculina ni femenina me sorprendió recitando: «Las paredes palpitan arrítmicamente. El suelo se tensa y destensa en espasmos peristálticos. Los escalones segregan jugos purulentos. Los pasillos eructan vapores mefíticos, masticando el aire y enredando la luz en densos filamentos de saliva». Y volvió a callar. Me estaba dando tiempo para apuntarlo. Lo leí y pensé que aquellas frases, y sólo aquellas, eran las justas, las que debían estar ahí, sobre el papel, contando lo que yo no llegaba a contar como quería, con una elegancia y una precisión que sólo estaban al alcance los grandes genios. Siguió muchos párrafos más, muchas páginas más, muchas, muchísimas lunas más. En un abrir y cerrar de ojos la inaguantable manía del organito se había trocado en un pródigo torrente de creatividad que me franqueó los placeres más oscuros de la literatura. A su dictado escribí auténticas obras de arte cuya publicación las editoriales más prestigiosas se disputaban, y sus libros, con mi nombre, se contaron entre los más vendidos y aclamados por la crítica. Me convertí en la más humilde, aunque rentable, versión de un dios urbano. Pero no reparé en que, quien dicta, encabeza una inevitable dictadura. Estaba encantado de bailar al son del tango que me tocaba.
Sánchez, a quien no había visto desde hacía más de un año, me telefoneó un día y quedamos esa misma tarde para picar algo y charlar en mi casa. Inmerso como estaba en la promoción de mi último best-seller, atosigado por entrevistas, sesiones de autógrafos y cócteles (volvía a ser el rey de la fiesta), con la cabeza en todos sitios menos en el presente, ayudado además por la conversación sobre Bergman que se traía mi amigo, no me fijé en la hora hasta que fue demasiado tarde. Mi cáncer favorito estaba a punto de aclararse la garganta y regalarnos a ambos una nueva joya de las letras universales, en primicia exclusiva y sonido 5.1. El secreto, el más terrible y vergonzante secreto, peligraba. Me desabotoné la camisa, acalorado. Me froté las manos, histérico, revolviéndome en el sillón. Miré el reloj. «Ahora», pensé. Y lo escuché, como siempre, como cada noche, con aquella voz más dulce que la más dulce de las nanas, descubriendo el pastel. Pero Sánchez ni siquiera se giró. Seguía en su sitio, tras la lata de cerveza, dando la murga sin saberse interrumpido por un orador mucho más diestro que él. Comprendí entonces que el organito me hablaba sólo a mí, que me había escogido a mí de entre toda la especie humana, que sólo conmigo compartía su don. Me embargó, sé que no es excusa, una avalancha de gratitud, de amor ciego. Por eso cuando me dijo «mátalo» no quise negarme.
Arrastré el cadáver hasta el armario de la limpieza mientras el organito prometía recompensar mi solicitud con las mejores ficciones jamás escritas, con legiones de admiradores en todo el planeta, con adaptaciones de mis novelas en la gran pantalla, con el reconocimiento unánime del mundo académico, con el Nobel de Literatura. En fin, con el éxito y la gloria eternos. Lo vi, como si nunca antes lo viese, rebosando la mesa y ocupando casi toda la cocina, desparramándose con viscosa cachaza, hinchado como un globo al que sólo le entra un soplido más. Dejé caer las piernas de Sánchez y me acerqué. Con una sonrisa venida de no sé dónde acaricié el tejido húmedo, que se agitaba y gemía, igual que el dinosaurio protagonista de En busca del Valle Encantado al romper el cascarón. Creo que susurré «te quiero». Plagiándome el pensamiento, una línea se dibujó sobre aquella superficie sanguinolenta, hundiéndose carne adentro, fracturándose, ulcerándose en una vulva gigantesca de labios espumeantes. Las dos mitades del inmenso tumor se separaron como una sandía abierta, y en su interior, encogida, vi esa figura, tal vez un embrión, tal vez una persona formada, cuya voz, ahora sí, reconocía. Escapé. Nadie ha vuelto a escucharme hablar, pero sé que aún leen mis libros.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

:OOO
¡¡¡Bueniiiisimo!!!
Me encanta ^_^
Vas a tener que dejar de dormir porque escribir de madrugada te sienta genial :3