jueves, 5 de mayo de 2011

La pirámide innombrable

A menudo he tenido un sueño. Uno bastante elaborado, es justo reconocerlo, aunque muy poco original, cuya simétrica insistencia, no diré molesta pero sí desasosegante, me lleva a pensar que tal vez habrá en él un ápice de valor, bien una enseñanza oculta, o una visión profética, acaso nada más que un ingenuo entretenimiento, suficiente para que merezca la pena contarlo, evocarlo.

Hélo aquí. Veo una pirámide surgida a partir de la repetición de un mismo libro. Cuatro triángulos equiláteros, coincidentes en el vértice superior, orientados cada uno al norte, sur, este y oeste, a donde llegan caminos cuyos nacimientos caen de la otra parte del horizonte circular, un terreno excesivo que no hace sino agregar magnitud al misterio arquitectónico, en apariencia eterno y espontáneo. No puedo asegurar, sin embargo, que no se trate de un solo libro, y que sean las páginas las que están dispuestas en una poco ortodoxa encuadernación estilo zigurat, apiñadas unas sobre otras dejando cada vez menos espacio, menos palabras, hasta el hermético punto final, en la cúspide.

Por los caminos llegan hombres sin rostro que ascienden por los escalones de la pirámide, rodeándola, manoseándola, gastándola, y que luego descienden con síntomas vivos de fatiga, decepcionados, tristes. Cuando le pregunto a uno de ellos qué busca, me responde que sólo trata de encontrar el párrafo en el que el autor escribió su nombre, Por qué, es que no lo sabes, le interpelo, Lo sé, me contesta, pero quiero leerlo para creer que es verdad que existo, que sigo aquí, que no soy otro, que no soy, por ejemplo, tú mismo. Comprendo que está loco, pero al instante recuerdo que estoy en un sueño, donde todo puede funcionar, y de hecho funciona, merced a un mecanismo distinto al que impera durante la vigilia, por lo que reflexiono hondamente en pos de alguna respuesta, de algún indicio de claridad.

Pasan las nubes, no sé si también pasará el tiempo, y me descubro agachado sobre los ladrillos, repasando con el dedo angostas líneas de letras, a la caza de mis letras, las que me pronuncian, las que me hacen sonar con una voz única, una voz de papel manchado, un eco impreso, sostenido, que me separa y me distingue del resto de los símbolos y de los hombres, esa concatenación, ya casi azarosa, de trazos que leí en tantos sitios, tantas horas al día, tantos días al año, o los recordé, con exactitud, como quien recuerda su dedo índice, limitando mi contorno y mi identidad, definiendo el yo que soy, como un peón, en su ajedrez infinito, negro sobre blanco. Pero dar con ese pasaje esencial requiere de una ardua labor de arqueología literaria. Las excavaciones son implacables, y, por lo que puedo oír, se heredan de generación en generación, con hijos removiendo pesados capítulos en busca de los nombres fosilizados de sus padres.

Ocurre que la pirámide, a causa de tan invasivos escudriñamientos, se va agujereando y vaciando hasta quedar hueca, seca por completo de frases y esperanzas. Es entonces cuando observo un curioso proceder en los mineros anónimos. Éstos, sin querer resignarse a la desilusión, anhelando el bautismo de la tinta, garabatean sobre la superficie perforada, en el labio de las simas profundas, nombres nuevos, tomados de la memoria o robados a la imaginación, concisos, de apenas unas sílabas, o largos y compendiosos como enciclopedias, modestos murmullos o poderosos cánticos de arcángel, grabados de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, en muchos colores, en todos los idiomas. Mi firma también contribuye a la obra general, que crece caracoleando por las paredes como un caligrama inquieto, ensortijándose en una historia cuyo protagonista es tan imposible como el propio sueño.

Luego, sin motivo, los caminos se evaporan y el horizonte vuelca hacia adentro su inmensidad. La pirámide flota ahora sobre un desierto de aire abisal en el que la historia se escapa, desbordándose en el olvido, vocal por vocal, consonante por consonante, los puntos, las comas, las tildes, los hombres, las mujeres, los niños, agrietándose y disolviéndose, borrándose en un silencio perfecto. Sólo quedo yo, en medio de todo, en el principio, en el final, pero ya no sé quién soy. Tengo miedo, durante inconfesables minutos, de que tampoco los espejos me recuerden. Siempre me despierto en el mismo instante.

1 comentario:

Adepta Sororita dijo...

Llegará el día y te encontrarás fácilmente, porque las letras que pongan tu nombre serán bien grandes, doradas y un poco enrevesadas, lo sé.

U_U Hay algo en este texto (en la forma no en el contenido) que no me llega a convencer pero no sé explicarte qué es así que no es de mucha ayuda U_U