martes, 31 de mayo de 2011

El segundo viaje a Velverine

Sentí una puerta cerrarse con estrépito cuando una vez más me adentré en el trabalenguas de Calles y Avenidas que formaban el Segundo Barrio del Oeste. Me entretuve unas horas en alguna Tienda de libros antes de continuar el viaje que me llevaría hasta el Palacio Central. Revisé opúsculos anónimos, al parecer muy en boga entre la juventud de la Ciudad, cuyas páginas no diferenciaban, en esencia, el hecho espiritual de la ingeniería. Al salir, vi cómo los fantasmas de luz que arrojaban las vidrieras de las cúpulas eran perseguidos por gatos grises. Se perdían, prácticamente acuáticos, entre las rendijas de las casas, en busca de sus propios maullidos, o quizá de un pez desechado. Luego no vi la Tienda.

Recuerdo, del mismo modo y con la misma fuerza con que no recordé otras cosas, la impresión, no poco infantil, de saberme de nuevo ante el Laberinto. Me deslumbró la impiadosa complejidad que apenas un paso antes había aceptado como parte fundamental de mi suerte, pero que ahora, un paso después, me hería los ojos con la ansiedad que acompaña al fin de una larga ceguera. Ingenuamente refugié la vista en el mapa y acaricié ciertas líneas con la esperanza de encontrar el camino más corto. Fue inútil: el lugar seguía siendo tan impronunciable como irreproducible; cualquier intento de plasmarlo entre dos orillas, ya fueran de arena o de papel, estaba abocado al desastre, condenados sus pretenciosos (o inconscientes) autores al público y justo escarnio. Estaba de pie, por tanto, en un punto y en un tiempo que no volverían a existir, en esa parcela exacta donde lo que empieza y lo que no acabará nunca se confunden en una calzada de piedras fugaces. Levanté la mano y señalé una estrella.

Creo que permanecí así varios días, tratando de distinguirme frente al pesado firmamento en mi personal infinito, temeroso de proseguir y dejar atrás un hombre semejante a mí, de abandonar a muchos hombres, los mismos hombres, con las mismas preguntas, con las mismas falsas intuiciones, en diferentes y adhesivas soledades. Temí infestar Velverine con sombras de mi sombra hasta que el Universo no fuera más que la descripción de mi rostro y su Historia quedara en mi insuficiente biografía. Decidí no volver a moverme. Ignoré el hambre, el frío y las pulsiones; sacrifiqué el futuro a cambio de una escena fija, inalterable. Me redimí, al llegar la muerte, pensando que si bien había fallado en la humildad de ser el único, al menos habría logrado convertirme en el postrero eslabón de mi cadena. Tal vez uno de los extremos mantiene seguras las puertas de la Muralla. Tal vez el otro define la libertad de un Desconocido.

sábado, 14 de mayo de 2011

El organito

Todo empezó con el tumor en la pared de la cocina, cuando aún estaba por desarrollar y no se apreciaban metástasis en otras partes de la casa. Fue Sánchez quien lo relacionó casi desde el primer momento con la película Videodrome, de Cronenberg, argumentando que no se trataba en absoluto de una excrecencia maligna, sino de un órgano. Uno nuevo, decía, completamente diferente a los otros, mucho más potente y sofisticado, un prodigio evolutivo cuyas funciones, si bien aún por completo desconocidas para nosotros, habrían de ser primordiales de cara a una inminente revolución de la carne frente a lo virtual. Sánchez era una de esas personas que pensaban en el cine como en una enciclopedia ilustrada en la que podía encontrarse la solución a cualquier duda. Siempre tenía lista la referencia adecuada para cada situación, por compleja o surrealista que fuera. Si hubiese acertado en su diagnóstico, al menos, hoy sería más soportable seguir respirando.

Como cabía esperar el organito (así lo llamaron los hijos de mi vecina la tercera vez que vinieron a verlo) se convirtió en la sensación de la temporada para mi círculo social, que creció inusitadamente a raíz y alrededor de tan enigmático suceso. Invité a cenar a amigos y conocidos que lo miraban fascinados y se fotografiaban junto a él, la mayoría posando con una indisimulable expresión de recelo; otros, abiertamente encantados. A medida que la fama del misterioso apéndice se fue extendiendo por la ciudad, me vi obligado a ofrecer veladas de presentación para grupos enteros, en las que como un guía turístico yo repetía una y otra vez la misma historia, adornándola en cada ocasión con florituras de mi cosecha para ganar en intensidad y mantener la expectación durante horas, provocando en el público, de cuando en cuando, accesos incontrolables de excitación nerviosa. Reconozco que me gustaba sentirme el centro de atención entre tanta gente. Yo, que de ordinario apenas sobresalía en nada, me vi transformado sin previo aviso en el anfitrión más deseado, en el ineludible maestro de ceremonias del underground fosco. No obstante, fugaces son las modas, tal como me vino la popularidad me abandonó sin decir adiós, y de nuevo me quedé solo con mi particular compañero de piso.
Recuerdo que verlo todos los días como algo cotidiano, como un elemento más de la casa, no ya como un monstruo de feria del que era fácil olvidarse hasta la siguiente función, me produjo una extraña sensación de agobio, de falta de intimidad a la que me costó llegar a acostumbrarme. Sentía, no sé cómo explicarlo, que de alguna forma me espiaba cuando estaba en la cocina, mientras comía o fregaba los platos, y que me seguía vigilando en el salón, en el cuarto de baño, e incluso en mi dormitorio. Preferí no comentar el asunto con nadie y menos aún con Sánchez, que de seguro me convencería para llevar a cabo algún disparatado experimento inspirado en alguna escena estilo Clive Barker, o peor, David Lynch. Entonces comenzó a engordar. No es que hubiese permanecido estático desde su aparición, latiendo débilmente como un corazoncillo injertado en el yeso, pero ahora era perfectamente visible como su masa se iba incrementando, lenta pero imparable, hora tras hora. Ningún emoliente lo reducía. Lo cubrí con un mantel de flores en un ridículo intento de evadirlo, pero después de una semana había crecido demasiado como para continuar fingiendo que no estaba ahí. Al mes tuve que apoyarlo en una mesa para que no arrastrase y pringara el suelo con su pestilente exudado. Y una noche finalmente, como si lo estuviese esperando desde hacía tiempo, habló.
En un principio no fueron más que gruñidos apagados, apenas murmullos, que podían confundirse con maullidos callejeros que se colaran por la ventana abierta de la habitación. Luego tomaron forma hasta articularse en palabras entendibles, y más adelante en frases completas y con sentido, pronunciadas por una voz sutil, andrógina, muy parecida a la de Rosalinda Celentano en su papel de Satán en La pasión de Cristo. Empezaba a eso de la una y proseguía durante toda la madrugada, insistente como una letanía, disertando sobre los temas más diversos. Yo no me atrevía a intervenir nunca en los monólogos, aterrorizado ante la perspectiva de que me saliese con un golpe al que no supiera responder, cosa peligrosamente probable habida cuenta de su verbo elástico y fluido. Bla, bla, bla... (el hecho de que lo llamase organito pasó de ser una graciosa coincidencia a suponer una espeluznante ironía, más por el infalible soniquete con que me torturaba los tímpanos que por su desmesura). El insomnio pronto hizo mella en mí. Me fastidiaba encontrarlo por las mañanas, rojo y en silencio, mediodía y tarde, sin dar señales de vida, para desfogarse por las noches en interminables discursos, como si le escocieran mis cada vez más reducidos minutos de sueño. Y pudiendo haberme dado por la tele (estaba harto de ver películas), leer o chatear para entretenerme hasta que saliese el sol, me dio por escribir.
Cogía un folio en blanco, ponía la fecha y rellenaba unas cuantas líneas hablando de esto y lo otro, sin demasiado interés por la calidad del texto y ninguno por su caligrafía. Me acuerdo de que una de las primeras páginas era un «Hola, me llamo X y estoy en proceso de volverme loco, ¿me ayudas?», copiado decenas de veces como si me hubiesen castigado por hacer el ganso en clase. Se me ocurrió llevar un diario de vigilia, anotando las cosas que me habían pasado y las que me quedaban pendientes, pero esa capacidad de inventiva que tan bien me funcionaba para venderme entre los curiosos, ahora, no sabía combinarla con la constancia del narrador. También ensayaba cuentos y relatos tontos, sobre fantasmas y viajes en el tiempo, pero sudaba tinta (y nunca mejor dicho) para estirarlos más de tres hojas, y siempre los acababa rematando con finales copiados de otros autores. Quizá no eran sólo imaginaciones mías que el organito me observaba, rezumando elocuencia desde su púlpito junto al frigorífico, porque una noche, viéndome bloqueado, decidió echarme un cable. Tenía una idea para una historia de «horror mórbido», género recién alumbrado y todavía virgen, que no conseguía hacer arrancar. Se titulaba Casa de músculo.
Ni me di cuenta, en tanto subrayaba esas tres palabras, de que mi inagotable inquilino se había callado. Y digo esto ya que, justo cuando estaba por escribir la siguiente, barajando unas pocas que no me terminaban de convencer, aquella boca ni masculina ni femenina me sorprendió recitando: «Las paredes palpitan arrítmicamente. El suelo se tensa y destensa en espasmos peristálticos. Los escalones segregan jugos purulentos. Los pasillos eructan vapores mefíticos, masticando el aire y enredando la luz en densos filamentos de saliva». Y volvió a callar. Me estaba dando tiempo para apuntarlo. Lo leí y pensé que aquellas frases, y sólo aquellas, eran las justas, las que debían estar ahí, sobre el papel, contando lo que yo no llegaba a contar como quería, con una elegancia y una precisión que sólo estaban al alcance los grandes genios. Siguió muchos párrafos más, muchas páginas más, muchas, muchísimas lunas más. En un abrir y cerrar de ojos la inaguantable manía del organito se había trocado en un pródigo torrente de creatividad que me franqueó los placeres más oscuros de la literatura. A su dictado escribí auténticas obras de arte cuya publicación las editoriales más prestigiosas se disputaban, y sus libros, con mi nombre, se contaron entre los más vendidos y aclamados por la crítica. Me convertí en la más humilde, aunque rentable, versión de un dios urbano. Pero no reparé en que, quien dicta, encabeza una inevitable dictadura. Estaba encantado de bailar al son del tango que me tocaba.
Sánchez, a quien no había visto desde hacía más de un año, me telefoneó un día y quedamos esa misma tarde para picar algo y charlar en mi casa. Inmerso como estaba en la promoción de mi último best-seller, atosigado por entrevistas, sesiones de autógrafos y cócteles (volvía a ser el rey de la fiesta), con la cabeza en todos sitios menos en el presente, ayudado además por la conversación sobre Bergman que se traía mi amigo, no me fijé en la hora hasta que fue demasiado tarde. Mi cáncer favorito estaba a punto de aclararse la garganta y regalarnos a ambos una nueva joya de las letras universales, en primicia exclusiva y sonido 5.1. El secreto, el más terrible y vergonzante secreto, peligraba. Me desabotoné la camisa, acalorado. Me froté las manos, histérico, revolviéndome en el sillón. Miré el reloj. «Ahora», pensé. Y lo escuché, como siempre, como cada noche, con aquella voz más dulce que la más dulce de las nanas, descubriendo el pastel. Pero Sánchez ni siquiera se giró. Seguía en su sitio, tras la lata de cerveza, dando la murga sin saberse interrumpido por un orador mucho más diestro que él. Comprendí entonces que el organito me hablaba sólo a mí, que me había escogido a mí de entre toda la especie humana, que sólo conmigo compartía su don. Me embargó, sé que no es excusa, una avalancha de gratitud, de amor ciego. Por eso cuando me dijo «mátalo» no quise negarme.
Arrastré el cadáver hasta el armario de la limpieza mientras el organito prometía recompensar mi solicitud con las mejores ficciones jamás escritas, con legiones de admiradores en todo el planeta, con adaptaciones de mis novelas en la gran pantalla, con el reconocimiento unánime del mundo académico, con el Nobel de Literatura. En fin, con el éxito y la gloria eternos. Lo vi, como si nunca antes lo viese, rebosando la mesa y ocupando casi toda la cocina, desparramándose con viscosa cachaza, hinchado como un globo al que sólo le entra un soplido más. Dejé caer las piernas de Sánchez y me acerqué. Con una sonrisa venida de no sé dónde acaricié el tejido húmedo, que se agitaba y gemía, igual que el dinosaurio protagonista de En busca del Valle Encantado al romper el cascarón. Creo que susurré «te quiero». Plagiándome el pensamiento, una línea se dibujó sobre aquella superficie sanguinolenta, hundiéndose carne adentro, fracturándose, ulcerándose en una vulva gigantesca de labios espumeantes. Las dos mitades del inmenso tumor se separaron como una sandía abierta, y en su interior, encogida, vi esa figura, tal vez un embrión, tal vez una persona formada, cuya voz, ahora sí, reconocía. Escapé. Nadie ha vuelto a escucharme hablar, pero sé que aún leen mis libros.

viernes, 13 de mayo de 2011

El almacén del silencio

Visto desde afuera no se diferencia gran cosa de cualquier otra nave industrial: cuatro paredes blancas formando un rectángulo de 56 por 22, siete metros de altura repartidos entre dos plantas, una puerta abatible de chapa azul (lo bastante ancha para permitir el paso de transportes de gran tonelaje) y el sencillo tejado a un agua que cae hacia el frontal, dándole al conjunto un vago aire de alpendre. El edificio, o más propiamente la parte construida por encima de la superficie, no es más que una diáfana sala de espera, zona de carga y descarga, oficina y recibidor, que aun a pesar de sus inevitables necesidades sonoras está sujeta a la inflexible normativa que rige en todo el complejo, por lo que queda terminantemente prohibido hablar si no es en susurros, e incluso así, no superar en ningún caso los cinco minutos de conversación. No se permite el uso de teléfonos móviles, buscas o dispositivos similares; el arco de seguridad de la entrada es de funcionamiento silencioso. Todo el interior está forrado con paneles acústicos de un inexplicable tono burdeos, suelo incluido (la impresión que ofrece, según algunos, no es muy distinta de la de encontrarse dentro de una enorme aurícula en sístole). El mobiliario, sillas, mesas, estanterías, así como los teclados de los ordenadores y hasta el material fungible están, también, acolchados para reducir el ruido que provoca su uso en la medida de lo posible. Se observan unas maneras y se respira ya un ambiente que no puede ser tenido por menos que religioso. No obstante, el verdadero almacén empieza varios pisos más abajo.

Se accede a través de un elevador con capacidad suficiente para albergar dos camiones contenedores de tamaño estándar. Del número -1 a -18 encontramos, además del salón de juntas, el registro, la escuela y el hospital, las viviendas de los trabajadores, integradas en la propia estructura del almacén y adjudicadas según el cargo que desempeñan. Cuando la pantalla de cristal líquido ilumina el nivel -19, el sistema requiere la introducción de una contraseña. Una vez confirmada su validez, las compuertas de acero se desplazan verticalmente para dar paso a amplia galería de iluminación neutra, plagada de carteles indicadores y brazos mecánicos que facilitan la carga de mercancías, donde los usuarios (meros visitantes o compradores) son conducidos por los operarios a las cámaras de consulta. Muros de cemento de noventa centímetros de espesor, atravesados por placas de plomo, separan un compartimento estanco del siguiente, conservando el silencio aséptico y evitando filtraciones que puedan provocar algún tipo de contaminación. Para pasar es obligatorio desvestirse por completo y enfundarse una ajustada malla blanca, con un código identificativo resaltado en braille sobre el hombro izquierdo. Hay que llevar, también, una mascarilla que cubre completamente la nariz y la boca (dependiendo de la duración de la estancia, las autoridades recomiendan el uso de una escafandra insonorizada como protección adicional), así como guantes y zapatillas especiales, fabricados de un tejido similar al que recubre el suelo. Ningún documento o depósito debe, por supuesto, ser manipulado directamente, sino a través del instrumental adecuado.

En cada habitáculo hay un pilar central, cilíndrico, rodeado de sucesivos anaqueles circulares. Allí se ordenan millones de libros en blanco (borrados o jamás escritos), colecciones enteras de bolígrafos y plumas gastadas, horas y horas de casetes, cintas de vídeo, CD, DVD y Blu-ray totalmente mudas, que pueden reproducirse en altavoces ultrasensibles capaces de ecualizar la frecuencia exacta del vacío. Desde los legajos más remotos hasta el último avance de la tecnología, todas las entradas recogidas en el inventario del almacén devanan la dilatada e inopinada historia del silencio. Aprendemos, en primer lugar, que el silencio, probablemente, sea anterior al hombre, y que por lo tanto no existe forma de crearlo o destruirlo, ni siquiera de transformarlo. A todo lo más que se puede aspirar es a mantenerlo, estabilizando sus condiciones para permitir su análisis (no falta quien ha especulado con la esperanza de la replicación, aunque a día de hoy los intentos no han tenido éxito). Hay silencios y silencios, claro está. No puede compararse, por ejemplo, el que se oyó tras la erupción del Krakatoa (referencia: KR-M-1883) con aquél que siguió al siseo metálico de la cuchilla que seccionó la cabeza de Luis XVI (referencia: FR-E-1793). Son silencios únicos, irrepetibles. También los hay cotidianos y sencillos, como el de las cinco y cuarto de la tarde en el cruce del Ecuador con el meridiano de Greenwich (referencia: AT-#-#), o el que se produce bajo una alfombra en el pasillo de un séptimo piso de la calle Cruz del Molinillo, Málaga, un día de lluvia (referencia: ALF-#-[α]). Si una cualidad define al silencio, por encima de cualquier otra consideración, ésa es la especificidad.

No es impertinente recordar que la empresa responsable de esta organización no se dedica exclusivamente a tareas de almacenamiento. Como mencionábamos antes, es corriente que tanto particulares como grandes firmas se interesen por los productos en existencia, y cierren suculentos contratos a cambio de los derechos de explotación de un silencio en concreto, bien para reforzar la imagen corporativa con un halo de solemnidad (en millares de kilogramos), o bien para saber callar con distinción y eficacia garantizadas. Por medio de estas transacciones se obtienen ingresos suficientes para financiar las labores de investigación, que constituyen el capítulo principal de gastos de la compañía. Desde la fundación se viene estudiando el que fue el germen de todo el proyecto, y que con los años ha ido acumulando complejidad y asombro para los científicos especializados: una raíz del silencio original, pura, hallada a los pies del Teide a las cuatro y cincuenta minutos de la madrugada del 13 de abril de 1967 (referencia: A-0-0). Fue transportada hasta lo más profundo del recinto en un silo presurizado y a temperatura constante, donde aún se guarda. Lo custodian jóvenes empleados, nacidos en el almacén, que ni siquiera sospechan un mundo en el que los decibelios no sean pecado. Una vez por década el Director entra en el Sancta Sanctórum, sin testigos, y destila un 0’01% de la raíz para liberarla al exterior y equilibrar la armonía terrestre. Luego lo incineran y muelen las cenizas. La pérdida es inmensurable, desde luego, pero la merma más insignificante de ese silencio debe ser compensada, restituida, con una ausencia total que a la nada sume nada. Me atormenta pensar que cuando la humanidad desaparezca, tras el último sacrificio, un eco inextinguible brotará del almacén y corromperá el espacio. Haber muerto para entonces es un argumento que no logra consolarme.

jueves, 5 de mayo de 2011

La pirámide innombrable

A menudo he tenido un sueño. Uno bastante elaborado, es justo reconocerlo, aunque muy poco original, cuya simétrica insistencia, no diré molesta pero sí desasosegante, me lleva a pensar que tal vez habrá en él un ápice de valor, bien una enseñanza oculta, o una visión profética, acaso nada más que un ingenuo entretenimiento, suficiente para que merezca la pena contarlo, evocarlo.

Hélo aquí. Veo una pirámide surgida a partir de la repetición de un mismo libro. Cuatro triángulos equiláteros, coincidentes en el vértice superior, orientados cada uno al norte, sur, este y oeste, a donde llegan caminos cuyos nacimientos caen de la otra parte del horizonte circular, un terreno excesivo que no hace sino agregar magnitud al misterio arquitectónico, en apariencia eterno y espontáneo. No puedo asegurar, sin embargo, que no se trate de un solo libro, y que sean las páginas las que están dispuestas en una poco ortodoxa encuadernación estilo zigurat, apiñadas unas sobre otras dejando cada vez menos espacio, menos palabras, hasta el hermético punto final, en la cúspide.

Por los caminos llegan hombres sin rostro que ascienden por los escalones de la pirámide, rodeándola, manoseándola, gastándola, y que luego descienden con síntomas vivos de fatiga, decepcionados, tristes. Cuando le pregunto a uno de ellos qué busca, me responde que sólo trata de encontrar el párrafo en el que el autor escribió su nombre, Por qué, es que no lo sabes, le interpelo, Lo sé, me contesta, pero quiero leerlo para creer que es verdad que existo, que sigo aquí, que no soy otro, que no soy, por ejemplo, tú mismo. Comprendo que está loco, pero al instante recuerdo que estoy en un sueño, donde todo puede funcionar, y de hecho funciona, merced a un mecanismo distinto al que impera durante la vigilia, por lo que reflexiono hondamente en pos de alguna respuesta, de algún indicio de claridad.

Pasan las nubes, no sé si también pasará el tiempo, y me descubro agachado sobre los ladrillos, repasando con el dedo angostas líneas de letras, a la caza de mis letras, las que me pronuncian, las que me hacen sonar con una voz única, una voz de papel manchado, un eco impreso, sostenido, que me separa y me distingue del resto de los símbolos y de los hombres, esa concatenación, ya casi azarosa, de trazos que leí en tantos sitios, tantas horas al día, tantos días al año, o los recordé, con exactitud, como quien recuerda su dedo índice, limitando mi contorno y mi identidad, definiendo el yo que soy, como un peón, en su ajedrez infinito, negro sobre blanco. Pero dar con ese pasaje esencial requiere de una ardua labor de arqueología literaria. Las excavaciones son implacables, y, por lo que puedo oír, se heredan de generación en generación, con hijos removiendo pesados capítulos en busca de los nombres fosilizados de sus padres.

Ocurre que la pirámide, a causa de tan invasivos escudriñamientos, se va agujereando y vaciando hasta quedar hueca, seca por completo de frases y esperanzas. Es entonces cuando observo un curioso proceder en los mineros anónimos. Éstos, sin querer resignarse a la desilusión, anhelando el bautismo de la tinta, garabatean sobre la superficie perforada, en el labio de las simas profundas, nombres nuevos, tomados de la memoria o robados a la imaginación, concisos, de apenas unas sílabas, o largos y compendiosos como enciclopedias, modestos murmullos o poderosos cánticos de arcángel, grabados de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, en muchos colores, en todos los idiomas. Mi firma también contribuye a la obra general, que crece caracoleando por las paredes como un caligrama inquieto, ensortijándose en una historia cuyo protagonista es tan imposible como el propio sueño.

Luego, sin motivo, los caminos se evaporan y el horizonte vuelca hacia adentro su inmensidad. La pirámide flota ahora sobre un desierto de aire abisal en el que la historia se escapa, desbordándose en el olvido, vocal por vocal, consonante por consonante, los puntos, las comas, las tildes, los hombres, las mujeres, los niños, agrietándose y disolviéndose, borrándose en un silencio perfecto. Sólo quedo yo, en medio de todo, en el principio, en el final, pero ya no sé quién soy. Tengo miedo, durante inconfesables minutos, de que tampoco los espejos me recuerden. Siempre me despierto en el mismo instante.