domingo, 18 de noviembre de 2012

Gen dominante

Un hombre tiene un hijo (deseado) con su muñeca hinchable. Un hombre natural de Catoira, provincia de Pontevedra, 3489 vecinos. El bebé es negro. 

¿Qué significa esto?, pregunta furioso a la madre, con una aguja de punto (cargada) en la mano. Es una cuestión de genética elemental, mi amor, responde ella con indiferencia neumática. Mi abuelo era una Zodiac.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Escribir bien

Escribir es extirpar del cerebro un tumor caliente, picante y resbaladizo, que es la idea original. Hacerlo bien significa intervenir practicando el menor número posible de incisiones, que son las palabras justas y no otras. 

Si no se opera a tiempo, o si no se elimina de una vez todo el tejido afectado –o peor aún: se daña parte del sano, por barroquismo o simple temeridad, dejándolo inútil para la imaginación–, existe el riesgo de que la idea se malogre y la corrupción se propague.

La metástasis de la escritura frustrada es una suerte de gangrena de la voluntad, que entibia y revoca, en último caso, el deseo de decir. La sensación, cuentan, es comparable a ese trocito de estornudo que no acaba de soltarse cuando uno se ve sorprendido por la urgencia en medio de mucha gente y no quiere armar jaleo, y que se queda dentro, a medio camino entre la garganta y la nariz, casi sólido, aferrándose a la pared blanda con pinzas de bogavante. Obstinado, como un remordimiento que se encona, se pudre y revienta, y del que fluye luego una pus-calostro, aprovechable únicamente como tóner para imprimir disculpas.

El cáncer, entonces, con rapidez devendrá para el escritor en aullido salvaje, insomne, enmarañado, al que no podrá –ni querrá–, empero, dejar de prestar toda su atención. Agotará cuadernos y presente en el ensayo de groseras partituras, intentando, siempre en clave de sol, alisar la greña. Sin conseguirlo.

A partir de este momento está condenado; no hay quimioterapia que valga.

Sentirá el gorgorito subir y subir, hasta el gallo histérico, y luego retorcerse, estrujándose como una esponja sedienta de sí misma, que se rompe derramando un desierto de símbolos, un crucigrama arborescente que cizañea los surcos rosas, desplegándose sin prisa, recreándose en cada curva del arabesco con meticulosa vanidad, como una rosa de Jericó desperezándose en un cuenco de vino tinto, sin contar nada, sin callar nada: repitiéndose en un fractal de letras celulares, un arduo mandala vedado al malabarismo de los caleidoscopios, tan imposible como un mosaico de aceite.

Después tendrá fiebre y morirá. O, si resiste, escribirá algo como esto.

lunes, 5 de noviembre de 2012

El (otro) dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso


Cuando despertó al día siguiente, harto de que lo leyeran hasta el tuétano de los huesos, el dinosaurio de Monterroso (un diplodocus longus) juró que se iría de allí y nunca más regresaría. Se alzó triunfante sobre el escueto relato que protagonizaba y rugió. El eco de la protesta pudo oírse a varias páginas de distancia, reclamando para sí el espacio literario que por derecho y por volumen le correspondía. Pero alguien cerró el libro de pronto, como un meteorito, y el dinosaurio se extinguió.